miércoles, 26 de septiembre de 2012

Roger, el cuento imposible.



 A Roger Zetina.


Todas las metáforas se han escrito ya. Según un reciente estudio realizado por una universidad extranjera, todas las combinaciones lingüísticas y poéticas han aterrizado, y ya no hay más símiles que desenterrar. El número de metáforas, parecido al infinito, se encuentra bien guardado en la consciencia de los escritores: han entendido que su trabajo no es ninguna novedad, que hace siglos alguien descubrió la imagen poética que ellos reclaman como original, y que ahora el trabajo de la literatura es repetir incesablemente las mismas imágenes incansables, en nuevas historias. El catálogo de metáforas, que un grupo de estudiantes noruegos ha decidido armar, representaba una amenaza para las élites literarias. Una amenaza hermenéutica, que se presentaría como un diccionario de miles y miles de páginas, con entradas enormes, y sobre todo en palabras tan gastadas como ojos, corazón, muerte, tiempo. La palabra amor tendría su propio diccionario. La filología estaba sentenciada a libertad condicional. Por suerte, el número de combinaciones argumentales seguía persistiendo infinito, o muy cercano a él. Los detalles son el salvavidas: un ligero rasgo diferencial en un personaje, otro tono de voz, otra vuelta de tuerca, y ya era otra historia. Hay un limitado número de palabras, y por ende, las metáforas se agotan.
   La literatura se redujo a un simple trabajo de albañilería: colocar los mismos bloques de distintas formas. Por suerte, nadie notará la diferencia. La vida no alcanza para leer toda la poesía. De eso viven los escritores: de la brevedad de la vida, de la mortalidad.
   A mi corta edad, ya cuento con un negocio: me dedico a escribir cuentos a pedido y a domicilio. Me hice de una fama al contarle historias diarias a los quince nietos de una abuela que era madre de todo el pueblo, y todos esos niños, algunos mayores que yo, crecieron escuchando mis historias, mis cuentos de hazañas irónicas, de rescates estúpidos, de tierras imposibles, donde la gente elige qué nombre tener, qué padres y cuál familia tener. Eran los cuentos que un niño de trece años podía crear: cuentos idiotas, donde todo podía pasar. Los niños se reunían en la sala, y yo me subía al sillón, movía las manos y daba vueltas, según la acción. A mi me bastaba con que mi público riera. Qué importaba si mi cuento trataba sobre un mundo que sufría cinco guerras mundiales a la vez, o sobre un piano que se ponía triste porque nadie lo sabía tocar. El chiste consistía en el absurdo: mientras más surrealismo, más risa. No eran tiempos para cuentos tristes; ya llegarían esos días, cuando esos niños sean adultos, y se vuelvan aficionados a llorar.
   Scheherezade no rivalizaba conmigo; después, cada niño quería su propio cuento, su cuento individual que nadie les pueda alterar. Dejé de contar historias de manera oral, y me puse a escribir. Fue difícil al principio: el papel y la pluma no me eran simpáticos, y ya nadie podía ver mis ademanes a la hora de contar cuentos. Pero me las arreglé, y cada niño obtuvo su propio cuento, tan íntimo y original, que nadie más podía leerlo más que su dueño. Mi iniciativa tuvo tanto éxito, que la abuelita también quería su propio cuento. A ella la situé en una historia donde se enamoraba de una rosa, y para matar su soledad, se dedicó a criar familias de rosas; después, un pueblo de rosas, y al final, todo un mundo. Y cada rosa tenía su propio color, sus pétalos que no se parecían a ningún otro, y sus espinas que picaban con dolores diferentes. La abuela se enamoró de su cuento, y yo de él, y de todos; porque mis cuentos eran mis rosas, y al igual que ellos, quise sembrar mi familia de cuentos, mi jardín, mi pastizal, mi mundo.
   A los quince años, yo ya sabía que la soledad era un segundo sol en el cielo que nos iluminaba a todos, pero que nadie quería nombrar. Se corrió el rumor de que yo escribía cuentos únicos, dirigidos específicamente para cada persona. Yo no pedía dinero por ellos, pero los lectores insistían en pagarme. La abuelita, por ejemplo, me pagó cien pesos. Me compré muchos cuadernos, para satisfacer la demanda. Mi mamá quería su cuento, y mi papá también, y les escribí dos cuentos, relacionados entre sí. El mismo viaje en tranvía; en un cuento, un pasajero se enamora del aroma de una mujer; en el otro, la mujer enamorada de la nariz que la olía. Logré, con ese cuento, resolver una disputa secreta de los dos, y me promovieron entre los vecinos, y colocaron un cartel afuera de la casa: “Se venden cuentos”. Después, le agregaron: “Se venden cuentos originales”.
   Sí, me volví un médico que sanaba con palabras. En poco tiempo, todos en el pueblo tenían su cuento, y el mismo pueblo tuvo el suyo: un pueblo que tenía complejos de inferioridad porque descubrió que compartía su nombre con muchos otros pueblos. Lo leían en voz alta, en todos los aniversarios. ¿Y yo? Me volví una celebridad, querido por todos, al menos superficialmente. Nadie entendía porque me gustaba escribir cuentos, pero ellos lo agradecían; otros me decían que era un embaucador, un listillo que se sentía superior porque conocía los secretos de todos. Pero yo no conocía a nadie, apenas y tuve amigos durante la secundaria y la preparatoria. Comprendí que mi facilidad para armar historias era como un muro, porque la gente se asustaba porque yo descubría sus secretos, incluso los que ellos desconocían de sí mismos. Para escribir un cuento, siempre era la misma metodología: indagar en sus miradas. Los ojos dicen todo, pero nadie sabe observarlos. Hay que envolverse en su color, acariciar la pupila, memorizar el iris. Y de ahí, directo a la cabeza. Los ojos son el mapa de la mente. Ésta última metáfora ya se ha escrito varias veces, pero por supuesto, nadie lo notará.
   En la preparatoria, todos me pedían cuentos de amor. Un chico, enfermizamente enamorado, me pidió que le escribiera un cuento a la chica que le gustaba, que lo enalteciera y lo retrate como un hombre ideal, apuesto y gallardo. Le dije que yo no funcionaba así, que no sirve si me dicen de qué debe tratar el cuento, y que la mejor forma de enamorar a una mujer es con la risa y la modestia. Le escribí un cuento a aquella chica: doté de poderes sobrenaturales a sus lágrimas, y narré sus amores de otras realidades, y su eventual encuentro con un chico, atrapado en otro cuento. Era un cuento adentro de otro cuento, que se transformó en novela, y la titulé Aurora, en respuesta, claro está, a Aura; pues yo exterminé las intenciones fantasmales y anacrónicas, y situé la historia en un lugar que contrastaba paralelamente con Donceles 815: una academia muy bien iluminada. Aquello desembocó en un amor entre el chico y la chica; ella sabía que yo escribí el cuento, pero también sabía que yo sólo fui el médium de los sentimientos del chico, y que sólo le di forma y volumen a su amor. Debido al éxito, todos corrían a mí desesperados pidiendo poemas y relatos para conquistar a sus amados y amadas; pero me aburrí pronto, pues el amor no tiene mucha imaginación, y siempre es la misma historia de un ser que conoce a otro ser, y que un algo les impide amarse en profundidad. Tonto yo, pues aún no había llegado a la conclusión de que todas las historias son de amor.
   Me convertí en un exitoso cuentista, capaz de capturar la esencia de las personas y enfrascarla para arrojarla sobre el papel, como una tinta única. Cuando entré a la universidad, me salí de casa de mis padres y me fui a rentar una para mí, más cercana a la facultad y con el mismo cartel afuera: “Se venden cuentos originales”. Abandoné papel y pluma pues me compré una computadora. Mi habitación estaba ahogada por un tsunami de hojas blancas que ya no tenían cabida. Mi casa, de sólo dos cuartos y un baño, se sentía sola. Por eso le compré un perro, que se llamaba Moby, claro está, por Moby Dick.
   Debido a las tareas universitarias, ya no tenía tanto tiempo para escribir cuentos; aclaro que mi carrera que mi carrera era Letras, así que siempre estaba escribiendo, o  cuentos que eran tareas, o cuentos que eran trabajo, y la casa se inundaba del tacataca del escribir diario, y Moby ladraba para contrarrestar la lluvia de letras. Tenía debilidad por los cuentos cortos, máximo dos o cuatro páginas, para la escuela; para el trabajo, la longitud del cuento lo definía su propietario, pero éste no lo decidiría, sino yo lo descifraría entre sus ojos. Había gente de cuentos muy cortos, ya sea dos párrafos apresurados, o una sola frase que contenía premisa, desarrollo, clímax y desenlace. Esta gente se sentía estafada, y descreía de mí. Pero había gente de cuentos largos, de cincuenta o hasta cien páginas, porque decían tanto sus ojos: novelas enteras atrapadas en la córnea, viajando entre sus lágrimas; buques y buques de palabras sobre el mar de sus ojos, historias en la piel y personajes en el alma. Esos cuentos eran novelas de extensión inconmensurable, así que yo me limitaba a escribir resúmenes de esas novelas, de esos cruceros trasatlánticos con mil personajes y millones de tramas, que navegaban el mar de un mundo que, visto de lejos, era más pequeño que un grano de arena.
   A veces, cuando me detenía a descansar, me preguntaba: ¿Y mi cuento? ¿Quién escribirá mi cuento? Acostado en mi cama, arropado por la música de una noche oscura, y acompañado de Moby, me preguntaba de qué trataría mi cuento. Me vi en un desierto, y nada más. No me veía perdido, sino más bien como si estuviese en mi lugar favorito, sin esperar a nadie, sin ojos que analizar, y sólo imaginando los míos. Cuando me veía en el espejo para observar mis ojos, me veía multiplicado millones de veces, y mi vida reproducida una y otra vez; era como si un espejo observara a otro espejo. Quizás había venido al mundo a contar las historias de otros, y renunciar a la mía, porque, ¿cuál ha sido mi vida? ¿De quién me he enamorado yo? Justo cuando me hacia estas preguntas, me entraba miedo y me dificultaba escribir. Era una pesada verdad, la de no tener derecho a una historia.
   En vacaciones, todo era trabajo. Mi vida dio una vuelta de tuerca cuando conocí a una señora, que quería una historia, no para ella, sino para su esposo muerto. Era difícil vislumbrar los ojos sólo con ayuda de la fotografía; nada me dice la complexión del cuerpo ni la forma de la cara, sólo los ojos. Me quedé un día entero observando las fotografías de aquel hombre, cuando, en un escurridizo instante, llegó Roger, el nieto de la señora.
   Era muy alto, de cabello rizado, y cuyo rostro se quedó en la niñez. No le pude ver sus ojos; cruzó la sala casi corriendo, y subió las escaleras, directo a su habitación. La señora me contó que su nieto se la pasaba encerrado leyendo libros, y había perdido las ganas de conocer personas. “Sufrió una decepción” me dijo. “¿Decepción de qué?” le pregunté. “Todas las decepciones tienen la misma causa” me dijo terminante la señora.
   Me empeñé en escribir el cuento del difunto esposo de la mujer: se trataba de un vendedor de quesadillas que todos los días colocaba su puesto afuera de su casa, y, un día en especial, no vendió ni una sola quesadilla. Era la historia de aquella tristeza, de esforzarse demasiado para resultados inútiles, de cocinar quesadillas con cariño para que nadie las comiera. No, con cariño no: con la esperanza de no sentirse inútil un día más. Moby me vio llorar mientras escribía aquel cuento, pues me identifiqué tanto con aquel hombre, y sentí remordimientos pues jamás leería su propio cuento; y de la nada apareció Roger en mi memoria, aquel chico desgarbado que acabó decepcionado del mundo exterior, y se encerraba leyendo cuentos, novelas y otros libros, pues éstos pocas veces decepcionan. Me decidí a escribirle un cuento a Roger, aunque él no me lo pidiera, y decidí como objetivo ver su mirada, y sospecho que me dirá emociones parecidas a las de su abuelo.
   Fui de nuevo a la casa de la señora; le entregué el cuento de sólo cinco hojas, y me lo pagó con libros, como habíamos acordado. Le pregunté por Roger, y me dijo que estaba arriba, en su cuarto, leyendo alguna venganza contra la humanidad. Le hice plática a la señora, con la esperanza de que en cualquier momento Roger bajara a la sala; ella me preguntó si podía leer el cuento, y yo le dije que no me gustaba estar presente mientras leían algo mío. Eventualmente, salió Roger. Bajó las escaleras, y se detuvo en el último peldaño. Nos miramos. La abuela nos presentó, y nos dimos la mano. Yo casi no podía hablar.
   Era terrible. No alcancé a distinguir historia alguna entre sus ojos, ni palabras en su retina; sólo vislumbré tristeza, pero la tristeza por sí sola no levanta historias, al contrario, las degrada. Roger se dio la vuelta y fue por un vaso de agua. Subió a su habitación. “Discúlpalo, es muy callado a veces” me dijo su abuela. Me despedí y me fui.
   En el trayecto a casa, escudriñé los ojos de Roger grabados en mi memoria, buscando algún indicio de historia, alguna señal entre sus pestañas que me indicara algo, por lo menos, el comienzo de alguna frase. Pero no lograba extraer nada, quizás porque el mismo Roger no quería que nadie le robara su propia historia, que, al final, era su propia alma abreviada y hecha palabras.
   Llegué a mi casa y me tiré a la cama. Después de mucho tiempo, por fin me dolió la soledad. Moby me movía la cola pero no le hice caso. Los ojos de Roger seguían flotando en mi mente, en mi imaginación; y comprendí, ¿cómo no lo había comprendido antes?, que sus ojos eran parecidos a los míos, pues era como ver el vacío, el abismo al fondo del precipicio. ¿Qué, acaso Roger también contaba historias? Pero algo me decía que aquello ni siquiera le interesaba, y que sus ojos eran impenetrables debido a la desilusión que le causaba…¿Que le causaba qué?
   Llegué a una conclusión. La única forma en que podría obtener la historia de Roger, es a través de la mía. Pero, ¿cuál era mi historia? Ah sí: mi historia se trataba de un chico que contaba historias. Cuentos adentro de cuentos, como un espiral. Busqué todas las copias de los cuentos que había escrito; eran casi novecientos. Elegí los mejores: el del mundo de rosas, el de Aurora, el de su abuelo y su fracaso vendiendo quesadillas, y muchos otros. Los recopilé, y formé un libro. Y se lo regalé.
   Comencé a espiarlo: encontré la preparatoria a la que iba, y yo lo seguía. Después de la universidad, salía en su búsqueda. Parecía un chico normal, que reía con sus amigos y charlaba. Pero no, a mi no me engañaba, pues sus ojos seguían siendo un enigma, un acertijo sin signos de interrogación, como una verdad inapelable. Me topé con su abuela en un mercado, y me dijo que Roger seguía igual: introvertido, quizás porque creía que no había nada que decir que no sea redundante. “Le gustaron tus cuentos” me dijo, pero nada más. No había conseguido nada.
   Sólo me quedaba una última alternativa. Pero, ¿cómo se cuenta la historia de alguien que cuenta historias? Después comprendí: sería un cuento compuesto de sólo diálogo… ¿Una carta? No, sería un cuento, y dejaría renglones en blanco donde Roger pueda escribir sus respuestas a mi diálogo. Y yo me adelantaré a sus respuestas, o al menos lo intentaría.
   Le envié mi cuento-diálogo, sin necesidad de contactar a su abuela; se lo di a una amiga suya, y le pedí que guardara el secreto.
   Quizás debo aclarar que quien dice aquellos diálogos no soy yo, sino un personaje basado en mí, pero muy diferente a mi realidad. Lo intenté hacer atractivo, sarcástico, inteligente, y todas sus palabras amargadas con ternura. Era un personaje digno de toda atención, de todo estudio literario. Ofrecía más de lo que aparentaba, quizás como el mismo Roger.
   Días después, pensé que quizás estaba cometiendo un error. ¿Y si Roger era una historia que no debía leerse? ¿Y si Roger conservaba el Cuento Final, aquel que acabaría con la originalidad, ya no se diga de las metáforas, sino de las historias en sí? Quzás haya historias que no se supone que se lean, que deben quedar encerradas bajo llave, y por eso él mismo se encierra en su cuarto, leyendo otras historias, protegiéndose de que nadie lo lea. Me llegué a sentir sucio, porque, ¿cuántas historias que escribí ni siquiera debían ser escritas? Y yo, qué descarado, ganando dinero de ello. Soy un prostituto de la literatura.
   Días después, la amiga de Roger me entregó un sobre. Me moría de nervios. Lo abrí: Roger había respondido al diálogo de mi personaje.
   Fue un diálogo acusador, sensible, de muchas interpretaciones. Primero deduje que Roger leía porque, para él, leer era recrear un mundo sustituto de este otro que todos padecemos. Se dijo a sí mismo una “mala persona”, y que, a raíz de un suceso poco noble, no podía confiar en ninguna persona del mundo, sobre todo en sí mismo.  Acabó mi propio diálogo, argumentando que ni me moleste, que no habrá nada ni nadie que lo haga volver a creer en nadie.
   “No, esto no se queda así” me dije. “Mi personaje no es alguien a quien le puedas callar la boca, Roger”. Volví a escribir más diálogos, volví a ponerle palabras a la boca de mi personaje: le recriminé a Roger todo, que quién se creía para asumirse como juez del mundo entero, para creer que todos pueden ser descritos con las mismas palabras, y que no existe la relatividad. Quise enamorarlo, pero por supuesto que yo no podía; mi personaje, hecho de tinta y palabras, quizás sí. Si Roger sólo confiaba en libros, tal vez sólo podía enamorarse del personaje de un libro, que se sintiera más vivo que muchos otros seres que si lo están.
   Lo mandé de nuevo a través de su amiga. Al día siguiente, me respondió con agradecimientos, y me di cuenta que cumplí mi cometido, quizás porque yo era muy obvio. “Es muy difícil enamorarse de alguien que no existe” escribió Roger, “pero es más fácil que enamorarse de alguien que si lo está”. Seguí enviando mis diálogos, que poco a poco, se transformaron en cartas. Rompí mi promesa de escribir sólo historias, y comencé a transcribir emociones, depositadas en mi ambicioso personaje. Roger amaba a mi personaje, lo abrazaba, frotando las páginas sobre su pecho, y me confesó todo. En una de sus tantas contestaciones, me escribió un cuento. Ese cuento relataba mi historia.
   Aquel cuento relataba la historia de un idealista que rechazaba la idea de que todas las metáforas se habían escrito ya, y se impuso la tarea de buscar la última metáfora, la imagen poética que ningún escritor, ni Shakespeare, ni Homero, ni Whitman, lograron vislumbrar. Aquel joven iluso viajó a todos los rincones, no del mundo, sino del universo, en busca de la metáfora perdida. Enojado, destruyó el catálogo online que unos noruegos crearon con todas las metáforas hechas, y concluyó, que la última metáfora se conocerá en el instante en el que uno atraviesa el umbral de la vida a la muerte. Se resignó a vivir una vida completa, con la esperanza de que, al morir, la metáfora final se le aparezca robusta e invencible.
   El maldito Roger descifró la historia de mis ojos, como yo nunca lo pude hacer. Y yo, perdido, creyendo que me encontraba en un desierto, y quizás lo mismo creía Roger de sí mismo; ¿y qué no estamos todos perdidos en uno?  “Maldita sea, Roger” le dijo mi personaje, y desesperado, le preguntó: “¿Cuál es tu historia?”. “Yo no tengo historia” respondió Roger. “O tal vez, mi historia son todas las historias”.
   Cuando comprendí las palabras de Roger, quité el cartel de “Se venden cuentos originales” de mi casa, porque era una mentira. Tras tanto análisis, comprendí que todos mis cuentos estaban conectados, y que el personaje principal en uno, era un secundario en otro. ¿No lo había dicho yo ya? “Todas las historias son de amor”. Tenían razón los que decían que yo soy un embaucador, un listillo. Le dije a Roger que si podíamos vernos, para acabar con esto de una vez por todas. Nos vimos afuera de una biblioteca, lejos de sus amigos, lejos de su vida.
   Lo vi a los ojos. Tenía razón. Sus ojos eran todos los ojos, su mirada era la misma mirada que había visto toda mi vida: la mirada de la humanidad. He estado escribiendo el mismo cuento una y otra vez, y, como yo mismo dije alguna vez, apoyado por el estudio de una universidad extranjera, las historias sólo se diferencian en los detalles, en los tonos de voz del personaje, en alguna vuelca de tuerca. La tristeza de Roger era la misma tristeza de una anciana que criaba un mundo de rosas, de un chico enamorado y no correspondido por Aurora, y del señor que no podía vender ni una sola quesadilla.  Con sus ojos, Roger me pedía ser el personaje que inventé, y no tuve objeción alguna. Volviendo a mi etapa oral, cuando declamaba mis cuentos, le conté este que ahora escribo, y le confesé que ya se había escrito, quizás una vez, quizás varias veces, siglos atrás, y que todas sus metáforas ya estaban usadas. Le di un beso en la frente, y le prometí que cuidaría su historia, que nadie jamás la leerá… Aunque ya se ha leído toda.
   -¿Y por qué nos gustará leer la misma historia una y otra vez? –preguntó Roger.
   -¿Pues cómo para qué, Roger? –le dije-. Pues para reconocernos a nosotros mismos, resignarse y pasar a la siguiente página.

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