Me
senté a escribir la novela y no pasó nada. El terror de la hoja en blanco. Tal
vez el etat second es una mentira; o
tal vez la mentira soy yo, y el incapaz para entrar en el trance literario es
mi ego. Soy consciente de que la inspiración es una muletilla que utilizan los
flojos para cobijarse en su falta de voluntad. La procrastinación ha matado más
talentos que el hambre. Me siento todos los días frente a la computadora, y
cuando abro el procesador de textos para comenzar a escribir, la parálisis me
asusta. ¿Cuántas oraciones posibles pueden comenzar una misma historia?
¿Cuántas palabras son suficientes? ¿Cuántas palabras deben estar ocultas? Las
palabras deben estar al servicio de la historia, lo contrario sería
ostentación. Golpear el teclado como un pianista, jugar al gato y al ratón con
los personajes, a las escondidas quizás. Es divertido. Es un horroroso placer.
Comencé a divagar. A visitar páginas sin
importancia, a platicar en línea. ¿La historia? Ya vendrá. ¿La satisfacción de
escribir? Es casi imperceptible. El lector disfruta más, se sumerge en
imaginaciones para mitigar la carencia de la suya. El escritor se compromete a
torturarse en su propia imaginación, y lo primero que tiene que hacer es
reconocer la falsedad de muchas charlas motivacionales: la imaginación sí tiene
límites. Debe tener un orden, una armonía. El caos sólo le funcionó a Joyce.
Una imaginación ilimitada crea historias estúpidas, con personajes quizás muy
elaborados, pero con giros tan increíbles que sólo provocan risa. La paradoja
está servida: una imaginación sin límites es, en realidad, falta de
imaginación, falta de tacto. Lo principal es…
-¿Qué tanto piensas?
La voz me asustó y salté de mi asiento. Sentado
a un lado de mí, el protagonista de mi novela, Richard. El chico pelirrojo.
Vestido como le gusta, con su pantalón ajustado, su camisa de cuadros, su
sombrero. Me veía decepcionado.
-Pues… no puedo escribir a lo tonto.
-Tampoco pensar a lo tonto…
-¿Sabes qué estaba pensando? Lo poco
original que eres. Eres el típico antihéroe que gusta de verse bien, y que
desacredita al sistema… Pero eres parte de él.
-¿Y tú crees que la autocrítica te hace
mejor escritor?
-Dicho y hecho…
-Déjame recordarte que mi poca originalidad
es reflejo de la tuya.
-Quizás tú deberías crear un personaje. Es
fácil. Sólo te ves al espejo y ya.
-Quizás yo debería escribir mi historia, no
tú. A ver, párate.
Me quedé frío. Me puse de pie, y él me
apartó con un manotazo. Se sentó y se burló de manera de escribir.
-Se escribe a mano y después lo pasas a la
computadora. Tú haces trampa.
-Yo le llamo atajo.
-La mayoría de los atajos son trampas.
Se puso a leer lo que yo llevaba escrito de
mi novela, que relataba sus pericias como líder moral de una revolución de
adolescentes. En el transcurso de su lectura, se reía, me miraba con
desconsuelo, tronaba sus dedos y corregía.
-¿Quieres ser mi corrector? –le pregunté.
-Yo no te quiero limpiar el culo.
Ya era de noche cuando Richard acabó.
Ninguno de los dos comió ni fue al baño. Era un momento crucial. Después de
sobar su frente como señal de meditación, Richard me vio y dijo:
-Qué decepción. Tergiversas las cosas. Yo no
soy tan superficial como me pintas.
-Eso lo juzga el lector, no yo –me defendí,
con un dejo de enojo-. Yo sólo soy como una cámara de video.
-Claro, sólo grabas lo que quieres. Muestras
lo que te conviene, como periodista de cuarta.
-Si yo
escribiera cada detalle de tu vida, Richard –alcé mi voz-, tu historia sería
tan aburrida que ni tu mamá las leería. No voy a escribir cada vez que vas al
baño.
-Son interesantes mis idas al baño. Pienso
mejor cuando la cago.
-La gente no compra libros para leer sobre
personajes que cagan.
-Obviamente no has leído Everyone Poops…
-Ya cállate, no voy a
discutir por una pendejada… Yo no escribo los pensamientos de nadie.
-Me haces ver como un idiota. Yo no soy un
hijo de puta todo el tiempo. Yo no le gritó a mi mamá cada que la veo, y
tampoco infrinjo la ley cada cinco segundos…
-Ay Richard, tampoco te des atole con el
dedo…
-Deberías escribir lo que pienso. Estoy seguro de ser más intelectualmente
agudo que tú.
-No escribo los pensamientos de nadie –repetí
y me acosté en la cama, cansado por la frustración-. No podría lograr el
suspenso así.
-Un buen escritor lograría el suspenso,
incluso así.
-Está bien –resolví, y me puse de pie-. Tú
escribe tu historia. Escribamos la misma novela, cada quien su versión.
-Escribiría mi biografía –pensó Richard.
-Pues si tu ego no te permite contar la
historia en su totalidad, así será.
Nos pusimos de acuerdo. Richard no escribió
ni una novela, ni una biografía, sino un diario. En las noches, se acostaba en
su cama y escribía como le gustaba, con su puño y letra, sus vivencias diarias.
A veces ni siquiera se tomaba la molestia de relatar, sino más bien escribía
análisis de su propia realidad. Yo continué escribiendo la novela, bajo mi
perspectiva objetivista.
Pero tomé otro atajo. Reproducía lo que
escribía Richard en su diario, y lo mejor, lo insertaba en la novela. Después
me reclamará, porque otra vez hice lo que a él le molestaba: editar y sólo
publicar lo más importante.
Richard tenía toda la razón. Su diario
rebosaba de más suspenso que mi novela llena de ego. Él hacía todo lo
contrario: omitía muchas escenas, pero sus pensamientos se disparaban sin cese.
Sus divagaciones me hacían verme a mí como un personaje.
Pero yo sé que soy un personaje. No necesito
de otro personaje para que me lo diga. Lo que me diferencia a mí de él, es que
estoy del lado donde la gente cree que la historia de Richard es una fantasía.
Del lado de Richard, esa fantasía es la pesadilla de la gente. Nunca podrán
despertar.
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