miércoles, 26 de septiembre de 2012

Esto no es un cuento


Me senté a escribir la novela y no pasó nada. El terror de la hoja en blanco. Tal vez el etat second es una mentira; o tal vez la mentira soy yo, y el incapaz para entrar en el trance literario es mi ego. Soy consciente de que la inspiración es una muletilla que utilizan los flojos para cobijarse en su falta de voluntad. La procrastinación ha matado más talentos que el hambre. Me siento todos los días frente a la computadora, y cuando abro el procesador de textos para comenzar a escribir, la parálisis me asusta. ¿Cuántas oraciones posibles pueden comenzar una misma historia? ¿Cuántas palabras son suficientes? ¿Cuántas palabras deben estar ocultas? Las palabras deben estar al servicio de la historia, lo contrario sería ostentación. Golpear el teclado como un pianista, jugar al gato y al ratón con los personajes, a las escondidas quizás. Es divertido. Es un horroroso placer.
   Comencé a divagar. A visitar páginas sin importancia, a platicar en línea. ¿La historia? Ya vendrá. ¿La satisfacción de escribir? Es casi imperceptible. El lector disfruta más, se sumerge en imaginaciones para mitigar la carencia de la suya. El escritor se compromete a torturarse en su propia imaginación, y lo primero que tiene que hacer es reconocer la falsedad de muchas charlas motivacionales: la imaginación sí tiene límites. Debe tener un orden, una armonía. El caos sólo le funcionó a Joyce. Una imaginación ilimitada crea historias estúpidas, con personajes quizás muy elaborados, pero con giros tan increíbles que sólo provocan risa. La paradoja está servida: una imaginación sin límites es, en realidad, falta de imaginación, falta de tacto. Lo principal es…
   -¿Qué tanto piensas?
   La voz me asustó y salté de mi asiento. Sentado a un lado de mí, el protagonista de mi novela, Richard. El chico pelirrojo. Vestido como le gusta, con su pantalón ajustado, su camisa de cuadros, su sombrero. Me veía decepcionado.
   -Pues… no puedo escribir a lo tonto.
   -Tampoco pensar a lo tonto…
   -¿Sabes qué estaba pensando? Lo poco original que eres. Eres el típico antihéroe que gusta de verse bien, y que desacredita al sistema… Pero eres parte de él.
   -¿Y tú crees que la autocrítica te hace mejor escritor?
   -Dicho y hecho…
   -Déjame recordarte que mi poca originalidad es reflejo de la tuya.
   -Quizás tú deberías crear un personaje. Es fácil. Sólo te ves al espejo y ya.
   -Quizás yo debería escribir mi historia, no tú. A ver, párate.
   Me quedé frío. Me puse de pie, y él me apartó con un manotazo. Se sentó y se burló de manera de escribir.
   -Se escribe a mano y después lo pasas a la computadora. Tú haces trampa.
   -Yo le llamo atajo.
   -La mayoría de los atajos son trampas.
   Se puso a leer lo que yo llevaba escrito de mi novela, que relataba sus pericias como líder moral de una revolución de adolescentes. En el transcurso de su lectura, se reía, me miraba con desconsuelo, tronaba sus dedos y corregía.
   -¿Quieres ser mi corrector? –le pregunté.
   -Yo no te quiero limpiar el culo.
   Ya era de noche cuando Richard acabó. Ninguno de los dos comió ni fue al baño. Era un momento crucial. Después de sobar su frente como señal de meditación, Richard me vio y dijo:
   -Qué decepción. Tergiversas las cosas. Yo no soy tan superficial como me pintas.
   -Eso lo juzga el lector, no yo –me defendí, con un dejo de enojo-. Yo sólo soy como una cámara de video.
   -Claro, sólo grabas lo que quieres. Muestras lo que te conviene, como periodista de cuarta.
   -Si yo escribiera cada detalle de tu vida, Richard –alcé mi voz-, tu historia sería tan aburrida que ni tu mamá las leería. No voy a escribir cada vez que vas al baño.
   -Son interesantes mis idas al baño. Pienso mejor cuando la cago.
   -La gente no compra libros para leer sobre personajes que cagan.
   -Obviamente no has leído Everyone Poops…
   -Ya cállate, no voy a discutir por una pendejada… Yo no escribo los pensamientos de nadie.
   -Me haces ver como un idiota. Yo no soy un hijo de puta todo el tiempo. Yo no le gritó a mi mamá cada que la veo, y tampoco infrinjo la ley cada cinco segundos…
   -Ay Richard, tampoco te des atole con el dedo…
   -Deberías escribir lo que pienso.  Estoy seguro de ser más intelectualmente agudo que tú.
   -No escribo los pensamientos de nadie –repetí y me acosté en la cama, cansado por la frustración-. No podría lograr el suspenso así.
   -Un buen escritor lograría el suspenso, incluso así.
   -Está bien –resolví, y me puse de pie-. Tú escribe tu historia. Escribamos la misma novela, cada quien su versión.
  -Escribiría mi biografía –pensó Richard.
  -Pues si tu ego no te permite contar la historia en su totalidad, así será.
   Nos pusimos de acuerdo. Richard no escribió ni una novela, ni una biografía, sino un diario. En las noches, se acostaba en su cama y escribía como le gustaba, con su puño y letra, sus vivencias diarias. A veces ni siquiera se tomaba la molestia de relatar, sino más bien escribía análisis de su propia realidad. Yo continué escribiendo la novela, bajo mi perspectiva objetivista.
   Pero tomé otro atajo. Reproducía lo que escribía Richard en su diario, y lo mejor, lo insertaba en la novela. Después me reclamará, porque otra vez hice lo que a él le molestaba: editar y sólo publicar lo más importante.
   Richard tenía toda la razón. Su diario rebosaba de más suspenso que mi novela llena de ego. Él hacía todo lo contrario: omitía muchas escenas, pero sus pensamientos se disparaban sin cese. Sus divagaciones me hacían verme a mí como un personaje.
   Pero yo sé que soy un personaje. No necesito de otro personaje para que me lo diga. Lo que me diferencia a mí de él, es que estoy del lado donde la gente cree que la historia de Richard es una fantasía. Del lado de Richard, esa fantasía es la pesadilla de la gente. Nunca podrán despertar.   
        

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