Estar
aburrido es ilegal. Esta es una manera brusca y vulgar de resumir las reformas
legislativas recién implantadas en la constitución, promovidas por los
protocolos del nuevo orden mundial que ahora rige al planeta. No quiero entrar
en muchos detalles, porque no sé mucho de política, pero todo más o menos
comenzó cuando nació mi primer y único hijo, Iván. Ya había terminado la gran
Última Guerra, y en esas fechas, todos nos sentíamos como si recién
despertáramos de un largo sueño. Limpiamos las calles, barrimos los muertos y
nos pusimos a trabajar. La sociedad se restauró como tal cinco años después.
Todo volvió a lo habitual, a excepción de que ya no teníamos lábaros patrios
que honrar.
El primer cambio significativo ocurrió
cuando una nueva ley proclamó que ahora todos los ciudadanos debían contar con,
mínimo, un teléfono inteligente. Yo pensé que tarde o temprano eso iba a pasar.
Lo que me sorprendió fue que dos trabajadores del gobierno vinieron a nuestra
casa a regalarnos dos celulares, uno a mí y otro a mi esposa. No sólo eso;
cuando mi mujer les comentó que estaba embarazada, ellos amablemente nos
ofrecieron un tercer celular, previniendo futuros trámites.
Cuando Iván nació, una segunda ley, aún más
estrafalaria, sobrevino: ahora usar audífonos era obligatorio. Razonado como
una forma de evitar problemas de lenguaje y comunicación, esta ley tardó más de
diez años en asimilarse. Hoy en día, es fácil encontrar personas multadas por
quitárselos durante más de diez minutos (límite de tiempo reservado para la
ducha), pero yo ya he comprendido que mis audífonos sustituyen a mis oídos
naturales. La voz de mi esposa ahora la escucho transparente y directa, y ya no
hay necesidad de vanas preguntas como “¿Qué dijiste?” o “¿Me lo puedes
repetir?” como en el pasado.
No puedo evitar reír al recordar las
dificultades que tuvimos para inscribir a Iván al jardín de niños. “¿No tiene
perfil de Facebook?” preguntó la directora. “No, es que ahora es un requisito
indispensable ya”. Hicimos el perfil de Facebook de nuestro pequeño de cuatro
años, aunque a él no le importaba en lo más mínimo. Iván salía a correr en el
patio, se tiraba al pasto y les ladraba a otros perros callejeros, como si él
fuese uno de ellos. A mí y a mi esposa nos dio vergüenza.
Con el paso de los años, también nos
regalaron televisores: uno para cada cuarto de la casa. Estaba estrictamente
prohibido desconectarlos, y en lo posible, lo prudente era no apagarlos nunca.
La programación era increíble: espectáculos de muchas luces y sonido envolvente,
reality shows vertiginosos y asombrosos noticieros que te orillaban al borde
del asiento. Iván ya tenía nueve años, edad idónea para sus primeros
videojuegos, cuyos gráficos eran más veraces que la misma realidad.
No queríamos salir de casa. ¿Para qué? La
última vez que lo hicimos, presenciamos un accidente automovilístico grotesco:
una mujer atropellada, cuya sangre explotó sobre el capó del auto. Todos los
testigos hicimos lo que debía hacerse: lo grabamos y lo tuiteamos, con mucho pésame. En la calle te informabas de muchas
novedades, pero podías hacer lo mismo desde casa.
Otro cambio paulatino fueron los servicios
médicos. Hubo una celebración enorme cuando se instauró un servicio médico
gratuito y universal; al contrario, ahora era obligatorio ir al médico por lo
menos una vez al mes. Ellos te recetaban pastillas tras pastillas, útiles
todas. Mi esposa tenía un severo dolor de espalda que en ocasiones la forzaba a
permanecer en cama; al tomar las pastillas, a pesar de que nunca desapareció un
leve dolor, jamás volvió a decaer. Ella no se quejó; todos por lo menos tenemos
un dolor en alguna parte del cuerpo.
Iván creció desmesuradamente, al igual que
la sociedad. Se volvió un chico huraño, serio y retraído. Un día, mientras él
se bañaba, me coloqué sus audífonos conectados a su amigo teléfono inteligente que recientemente fue actualizado. No
escuché música popular, como debía ser, sino una voz que susurraba historias
inverosímiles. Me indigné mucho, pero no le dije nada. Lo peor ocurrió un día
después de su cumpleaños número dieciocho. Dos policías lo encontraron
consumiendo drogas. Lo encarcelaron durante quince días, hasta que pudimos
pagar la fianza. Mi esposa lloraba: “¿qué hicimos mal?”. Nos alegramos sólo
después de tomarnos las pastillas que nos recetó el doctor y ver una película
en uno de nuestros amplios televisores.
La sociedad evolucionó a lo que es ahora:
está prohibido estar desocupado, aunque de todas maneras, es imposible, pues
siempre hay algo qué hacer: se debía ir al cine, a los parques de diversiones,
a los casinos, a las ferias. El buen humor reinaba en el mundo. La gente reía a
carcajadas, y cuando se agotaba la comedia, entrábamos en un estado de lujuria
irrefrenable que debía ser urgentemente aniquilado; una vez perpetrado el acto
sexual, volvíamos a necesitar risas, y caímos en un círculo virtuoso
intercalado con nuestro trabajo, nuestras pastillas y nuestro hogar televisado.
Nuestro optimismo se disipó cuando Iván
salió de casa, y no de manera cortés, sino agresiva. Se quitó los audífonos y
tiró su amigo teléfono inteligente a
la basura. Cuando hizo eso, entendí que pronto volvería. Después me azoré
cuando un grupo de jóvenes había asesinado a una importante figura política, a
un posible candidato a la presidencia. Volví a calmarme cuando mi vecino me
comentó que “todo era parte de la programación”, y que la supuesta revolución
en la que se había embarcado mi hijo la transmitirían por televisión en un buen
horario para el entretenimiento de todos. “Menos mal” pensé. Mi esposa y yo nos
sentamos a verla y nos preocupamos, aunque también nos emocionamos al grado de
exclamar: “¡ojalá vuelvan los derechos al pueblo!”. Después nos tomamos las
pastillas, se nos aliviaron los dolores, y nos dormimos tan sólo tres horas, lo
cual era ahora el tiempo establecido para la siesta. No nos afectaba, pues, de
alguna forma insólita, nunca nos sentíamos cansados.
En los días siguientes, otros rumores se
acrecentaron: “pronto ser aburrido será ilegal”. “Adiós perezosos, adiós divagadores,
errabundos y bohemios” me dijo mi vecino. “¿Libros? Sólo se venden los más
prácticos asi que los escritores tendrán que buscar un trabajo más útil. Necesitamos comediantes, artistas, hombres y
mujeres espectáculo; requerimos de maromeros, acróbatas y bailarines. Y si no
tienes talentos, subes videos a internet y listo. Pero todos deben verte. Todo
será televisado ahora” me dijo mi vecino y se frotó las manos, entusiasmado.
Qué maravilla. Ya que nos quedamos solos en
casa, mi esposa y yo volvimos a tener relaciones sexuales diariamente,
auxiliados por los medicamentos (regalados) que favorecían erecciones o
aumentaban el apetito sexual. Nos acostumbramos a la agradable rutina: después
del sexo televisado, nos íbamos al cine, al circo, a conciertos, y por último,
a un campo de mini golf. Nunca teníamos sueño.
Era el último hoyo, cuando mi esposa lanzó
la pelota de golf. El sol nos quemaba a ambos, y casi no vimos a la pequeña
pelota volar por los aires y caer sobre el verde pasto. En ese momento, mi
esposa bostezó. Aunque yo no tenía ni una pizca de sueño, también bostecé.
Nos miramos a los ojos, como si no nos
conociéramos.
-¿Y ahora qué? –preguntó ella.
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