Los niños y la muerte
Negación
Entran los
creyentes a la iglesia, uno por uno agachando la cabeza, apiñados, evitan las
miradas férreas de los santos y las vírgenes de piedra. Casi no caben por las
puertas; se abanican con sus ropas negras, sudan, respiran, parpadean. Los
vitrales que relatan los misterios de Jesús iluminan de azules y amarillos a la
nave. Los asustados monaguillos cantan y unas manos caen sobre las teclas; los
tubos del órgano, torres de un castillo musical, se estremecen con el temblor
de los pasos y la música lúgubre; elegíaca.
Un
hombre, a la cabeza de la fila, se derrumba sobre el piso de baldosas.
Los hombres detrás de él lo levantan
mientras se queja. Se llama Ezequiel. Atrás de él está su esposa, Epifanía. Más
atrás, con sus doce años intactos, Servando; el hijo que les queda.
La oscura muchedumbre se sienta y el
joven sacerdote se levanta. Frente a él, un círculo de velas ilumina a la urna
de metal. El silencio de los creyentes tranquiliza al sacerdote en su primer
réquiem. Su sermón está colmado de ademanes enérgicos y sonrisas patéticas.
La
mirada nauseabunda de Ezequiel no enfoca bien; cuando mira de reojo a su mujer,
percibe sus rasgos como si los cubriera la neblina. Epifanía lo ve con nitidez,
más su garganta y sus labios se hallan cerrados como si ella también fuese de
piedra. Ninguno de los dos mira a Servando, quien aprieta la mano de su padre
como si pendiera de la orilla de un precipicio. Servando puede ver a sus padres
sin dificultad. Pero todos sus sentidos están encauzados hacia la urna de metal.
¿Por
qué hicieron cenizas a mi hermano?, se pregunta, mientras las luces y las
sombras se entremezclan en las paredes y los arcos de la iglesia. ¿Por qué lo
hicieron cenizas?, repite, mientras el joven sacerdote sonríe. ¿Por qué?; y
unas risitas, pueriles, secretas, femeninas, brotan del silencio del santuario.
Servando mira al sacerdote pero éste ahora habla de las almas con una seriedad
apabullante. De nuevo se escapan las risitas; se escurren por debajo de las
bancas, se deslizan en medio de los pies, se alzan sólo para hacer cosquillas
en los pequeños oídos de Servando; le duelen como un duro puñetazo, cierra los
ojos hasta llorarlos. Las sombras y las luces se confunden como el día y la
noche en el reloj; Servando sólo puede abrir los ojos cuando siente una mirada
acosadora.
Vestido
de negro, como todos, el hombre observa al niño como a un hijo. Huérfano a lado
de sus padres, Servando siente más escalofríos. Desaparecen los azules
amarillos; el cielo se hace opaco y diamantino, el presente y el pasado se
mezclan en un tiempo de cenizas; el joven sacerdote sonreía y sonreía.
Rabia
Acérquense,
niños del mundo; debo contarles una historia. Si Dios tuviese que escoger a su
persona preferida, ¿a quién elegiría? Éste es un fuerte candidato: un hombre
que esparce rosas sobre la cama que comparte con su novia, Virginia, mientras
tararea una canción y piensa en su futuro con ella: la boda, los hijos, la
seguridad económica, la aprobación de los padres y la satisfacción tras cumplir
todos los objetivos que la sociedad posmoderna exige con su mirada
inquisitorial. ¿Saben qué es lo mejor de este hombre? No es capaz de predecir
que en menos de veinticuatro horas morirá. Un revólver está escondido en uno de
los cajones del dormitorio, ¿será en los cajones del ropero, del tocador, o en
los cajones viejos debajo del colchón? En otro de los rincones de la habitación
está escondido el papeleo burocrático de la compra del revólver, a nombre de
Virginia Suárez. La mujer en cuestión entra al dormitorio sin tocar la puerta y
sorprende a su novio, quien seguía lanzando pétalos hacia la cama con los
mismos ademanes infantiles que le conoce.
-¿Qué haces? –ella sonríe y alza las
cejas.
-No sé, pero me gusta –dice él. Se
acerca a ella y la abraza; él es tan alto que la punta de sus cabellos le llega
a la barbilla.
-Tú y tus cursilerías –el hombre
también se ríe de sí mismo tras escuchar el comentario de su novia.
-¿Te acuerdas lo que te dijo tu
amiga? ¿Eso de que nadie conoce a nadie? –pregunta él.
La mujer le responde con un beso. La
bala sigue latiendo en el interior del revólver.
Pero éste no es el hombre favorito
de Dios. Éste hombre se llama Gael, niños, y sé que a él también le gustan los
juegos de mesa tanto como a nosotros. Si salimos del dormitorio y nos alejamos
lo suficiente, podemos alcanzar una vista panorámica del tablero. Una ciudad
llamada Cancún. El escenario perfecto para su noviazgo.
Las luces del dormitorio se apagan.
En las calles de Cancún los faroles permanecen encendidos pero no pueden contra
la oscuridad. ¿Alguna vez han estado en la playa a las dos de la mañana?
Virginia opina que es así como se vería su mente si un psicólogo se adentrara
en ella. Los susurros de la espuma entremezclada con la sal. La mirada de la
noche. La boca del mar.
En aquel momento, un psicólogo se
adentra en Virginia y no en una manera poética. Cuando terminan, se quedan
dormidos al instante. En la mañana, a Virginia le toca recoger cada uno de los
pétalos de rosa.
Tres de enero del 2015, a las siete
de la mañana: la rutina de este día es diferente. Gael no está alistándose para
irse al trabajo. Virginia tampoco está preparando el desayuno. Mientras
Virginia limpia de rosas al dormitorio, Gael está esculcando el bote de basura
del baño. No le importa ensuciarse las manos. Está recopilando trizas de papel.
Cada pedazo roto contiene fragmentos de una letra descuidada y temblorosa,
palabras como: besos, conejo Tim,
enfermedad y ultrasecreta brillan entre la mierda.
Trece de enero del 2014, a la misma
hora: Gael observa su rostro en el espejo del baño. La piel tersa de éste
hombre se estira en un rostro cuyas facciones se han quedado estancadas en la
pubertad. Se demora hasta quince minutos para conseguir el peinado deseado: un
cabello de estilo alborotado y casual. Se coloca la vestimenta que regularmente
usa desde que Virginia lo conoce: tenis deportivos, pantalones de vestir,
camisa blanca, saco y corbata.
Cuando Gael termina el desayuno y
sale de casa para irse a trabajar, ella se lanza a sus brazos y le susurra:
-¿Te vas a ir sin pedirme perdón?
-¿Qué?
-Sigo enojada.
El tono serio en la voz de su novia
le indica que debe borrar su sonrisa. Toma el rostro de ella con ambas manos y
acerca sus labios hacia su boca. Los vecinos pueden observar el prolongado beso
que Gael y Virginia se dan en el umbral.
-Ya sé qué hacer cada vez que te
enojes –Gael recupera su sonrisa.
-¿Están en las instrucciones que
venían cuando me compraste?
-Estoy tratando de resetearte pero
no puedo –Gael interrumpe cada palabra con un beso.
-Vas a tener que hacerlo mejor.
Ella
se queda en el umbral para ver a su novio tras el volante, en un automóvil
compacto que se desliza en un vecindario de clase media; y, como todos los
barrios de Cancún, tiene un nombre relacionado con lo caribeño: Villas del Mar.
Gael atraviesa la calle Cangrejos, donde las familias Cetina, Pech, Sánchez,
Alcántara y Ramírez habitan en una contaminación sonora propiciada por los
ladridos de sus perros, la algarabía musical compuesta por reggaetón, música
ochentera y boleros, los gritos de las amas de casa, las risas de los niños que
juegan futbol con una botella de plástico y los llantos de los bebes nacidos en
un año caracterizado por el baby boom.
Es el turno de Virginia para verse en el espejo y tratar de componer lo que a
ella le parece que no tiene arreglo: las cicatrices tenues de su piel láctea,
su nariz respingada, las ojeras provocadas por los libros que lee durante las
madrugadas y su cabello rebelde que ella alisa con una plancha. Mientras tanto,
Gael conduce su Volvo en las calles tiznadas de un Cancún en estado de
putrefacción. Ha salido por fin de los laberintos de Villas del Mar, donde
todas las casas, exceptuando algunas mínimas diferencias, son idénticas. En
quince minutos se detiene en el estacionamiento de su lugar de trabajo: un
colegio privado donde se desempeña como psicólogo.
¿Acaso
Gael recopila el historial psicológico de todos los pacientes que han visitado
su consultorio durante los últimos siete años? ¿De todas los alumnos
inconformes, los padres furiosos, las madres nerviosas, los profesores hartos?
En un lapso de siete años podemos encontrar la expulsión de tantos alumnos, la
dimisión de tantos profesores y las quejas de tantas familias; y todos esos
archivos caben en una simple carpeta que se esconde en uno de los cajoneros de
su consultorio, de la misma manera que, un año después, un revolver de calibre
38 SP se esconderá en su dormitorio. ¿Habrá alguien que aprecie el valor de los
documentos privados que un psicólogo guarda en sus cajones? Sí. Virginia
Suárez, escritora amateur, nunca ha reconocido que la mayor fuente de
inspiración para sus cuentos proviene de las secretas tragedias que muchas
familias lidian en el interior de sus casas, tragedias documentadas por su
novio. La pregunta siempre ronda en el blog donde Virginia sube sus cuentos:
¿cómo obtienes inspiración para tus historias? La respuesta es siempre un
espacio en blanco.
El
pacto, si podemos llamarlo así, entre Virginia y Gael, es más bien como el
movimiento estratégico de un juego de ajedrez.
-No
me vas a dejar nunca, ¿verdad? –le susurra Gael a su novia cuando se encuentran
debajo de las sábanas.
-Déjame
en paz –una risa socarrona se escapa de la nariz de ella.
-Pero
yo soy tu paz interior, una vez me lo dijiste.
-También
puedes ser mi guerra interior, así que aléjate… No se supone que debas saber
esas cosas –el punto final de su oración es un leve beso en el cuello de su
novio.
-Pero
soy psicólogo, quieras o no las sabré –Gael adopta un tono burlón-; además, yo
quiero saber todo sobre ti…
-Yo
no quiero saber todo de ti –la voz de ella se amortigua en el abrazo que le da
él.
Gael
y Virginia son novios desde el 14 de diciembre del 2011, tras un año de lágrimas
de él y un año de regalos para ella. Gael afirmaba que la mayor parte de sus
ingresos no proviene de su sueldo como psicólogo en un colegio privado, sino
como prestanombres para su padre, uno de los dueños de la cadena hotelera más
exitosa de Cancún. Se sentía en la necesidad de aclararlo cada vez que Virginia
le preguntaba si los regalos que le compraba no le resultaban muy costosos:
aretes de oro, fragancias importadas, tratamientos para la piel y entradas a
Xcaret.
-Mi
papá conoce a casi todas las personas importantes de Cancún –decía Gael.
-Yo
conozco a todos los escritores importantes de Cancún, ¿eso cuenta? –decía
Virginia.
-¿…Hay
escritores en Cancún?
Cuando Gael le pidió que viviera con ella, lo
hizo regalándole un automóvil Volvo. -¡Pero
yo no sé manejar, tonto! –las lágrimas de Virginia rodaban hasta llegar a su
sonrisa. Gael la tomaba de la mano mientras revisaban cada esquina del
automóvil recién comprado y estacionado afuera de la casa de ella.
-¡Pero
te puedo enseñar! –dijo él.
Virginia
nunca aprendió. Pero aceptó a vivir con él sólo si aceptaba una condición.
-¿Cuál?
–preguntó Gael.
-Quiero
ser escritora –dijo Virginia-. Desde niña; y te prometo que voy a ser
escritora. Sólo necesito tiempo. Sólo necesito…
-No
te preocupes, mi amor. Está bien.
Mientras
Gael atiende a familias disfuncionales durante su jornada laboral de ocho
horas, Virginia se queda en casa para hacer algunas labores domésticas; pero
sobre todo, para acabar su primera novela,
Las mujeres que no saben bailar.
-¿Puedo
leerla tantito? –preguntaba Gael cuando ambos cenaban en el comedor, con la
mesa y las sillas más caras del supermercado.
-No,
no, espérate a que la acabe –Virginia sonreía mientras masticaba el último
bocado de lasaña que quedaba en el plato.
Así
han trascurrido tres años. Gael le prometió a Virginia que dentro de poco
vivirán en una enorme casa de la zona residencial más exclusiva de Cancún: La
Isla.
-Sólo
estoy esperando a que la terminen de construir –dijo Gael cuando Virginia le
preguntó sobre la casa-. Sólo eso, y nos mudamos para allá.
-Es
que ya estoy harta de los vecinos ruidosos; y aparte, ¡son unos chismosos! El
otro día la señora de aquí a lado, ni me acuerdo cómo se llama, me preguntó
cuánto ganas. ¡Son tan… ay!
Gael
la calló con un beso. ¡Si todas las mujeres fuesen tan fáciles de besar como a
Virginia, si todos los hombres besaran como Gael, si todos los besos de los
hombres callaran todos los arrebatos de las mujeres… pero, ay, no vivimos en un
mundo fabricado de buenas intenciones! Vivimos en un mundo donde Gael y
Virginia son novios, donde él se deja desnudar por ella y no al revés; y cada
vez que ella acepta hacerle sexo oral, él dice, con su característica sonrisa
de súplica:
-Gracias.
Gael
se ha interesado tanto en la literatura que incluso ha tratado de escribir
varios cuentos. Cuando se enteró que los profesores del colegio estaban
organizando un taller de creación literaria, Gael no tardó en recomendar a su
novia como una muy buena cuentista que incluso ha alcanzado cierta fama en la
blogósfera del internet. Permitieron que Gael y su novia entraran al taller
como una pareja de escritores que funciona como una sola cabeza.
El
taller dio comienzo a mediados del 2013, y desde ese entonces ha funcionado tan
de maravilla que incluso se está gestando un trabajo editorial para lanzar una
publicación que recopila las mejores obras. ¿Será acaso la oportunidad que
Virginia buscaba para hacerse un hueco entre el ámbito editorial cancunense?
Pero, ¿qué género de cuentos y poemas podemos esperar en un taller como éste?
Escuchemos un ejemplo de las conversaciones que se suscitan en el taller:
-Ya
estamos muy grandecitos para seguir narrando asesinatos.
-¿Entonces de qué vamos a escribir?
¿De desayunos? ¿Paseos en bicicleta? ¿Lunas de miel?
-Bueno, entonces escribamos de sexo,
como siempre.
-¿Es que a nadie le gusta la
literatura infantil?
-Me niego a escribir sobre niños y
sexo. ¿Alguien, aparte de mí, no quiere escribir sobre sexo?
-Levante la mano el que no incluya
escenas de sexo en todos sus cuentos.
El más callado en estas tertulias
literarias es Gael, quien mantiene la boca cerrada mientras los ve hablar.
Aquellos profesores aficionados a la escritura se la pasan dando vueltas sobre
sus temas favoritos como las comadres que repiten una y otra vez el mismo
chisme fingiendo que no lo habían escuchado antes. Cuando terminan de leer sus
ejercicios literarios (reflexiones en prosa o haikus en su mayoría), les urge
explicar cada una de las palabras que usaron en sus obras. Se explayan tanto
que siempre terminan usando más palabras nuevas que les suscitan necesidades de
explicación hasta que finalmente terminan usando palabras que no existen.
Cuando a Virginia le toca el turno
de leer, todos cruzan las piernas o apoyan sus cabezas en sus manos para darle
a entender que la están escuchando.
El cuento de Virginia narra las alevosas
tácticas que traman ciertos profesores en una preparatoria para embaucar a
ciertos alumnos e ingresarlos a orgías clandestinas y a negocios de prostitución
y narcotráfico. Cuando Virginia termina de leer, ésta levanta la mirada y se da
cuenta que todos permanecen en la misma posición con la que empezaron a
escucharla, pero sus miradas se hallan ausentes y sus oídos apuntan a otras
direcciones. Con las palabras más amables que pudieron encontrar, dicen:
-¿Por qué escogiste ese tema?
-Suenas como una periodista de nota
roja.
-Yo no creo que tus personajes
tengan fundamento psicológico.
Uno de los profesores se ha quedado
callado mientras los demás exponen sus críticas. Es un hombre calvo que sufre
obesidad mórbida, con ojos que parecen esconderse en sus cuencas, nariz gorda,
labios pequeños y un mentón donde crece una barba incipiente. Gael se fija en
él, pero no ve aquellas particularidades: se fija en sus manos regordetas,
donde la mugre se esconde en sus uñas. Aquel hombre se llama Salazar.
En la semana siguiente, Gael y
Virginia no llevan ningún cuento. Se excusan diciendo que no tuvieron tiempo
para escribir, pero que escucharán encantados los cuentos de los otros. Cuentos
como el de Salazar, quien decide ser el primero en leer. Se pone de pie como si
fuera necesario y comienza. El círculo de profesores lo escucha atentamente,
adoptando las mismas posiciones para dejar en claro que se le está poniendo
atención.
Salazar termina de leer, se sienta,
reposa el texto en sus rodillas y entrelaza sus manos gordas.
-¿Qué te pareció, Virginia?
–pregunta.
-Estoy sorprendida –responde ella-.
Hace una semana decías que no querías escribir cuentos tan… sexuales.
-Pero el sexo no es lo importante,
¿o sí?
Virginia se queda tan callada como
su novio.
-¿Te pasa algo, Gael? –pregunta una
profesora.
La
mirada de Gael es sombría a pesar de que el salón está inundado de luz. La
seriedad es el comportamiento estándar de Gael en el trabajo; cualquier esbozo
de emoción en su rostro sería visto como un evento inaudito. En ese momento,
cuando una perturbación asalta a Gael de una manera tan visible que hasta ellos
se dan cuenta, han descubierto que él posee emociones tan poderosas como las de
cualquier otro y que el cuento de Salazar las ha despertado.
Como
todos tienen la mirada fija sobre el joven profesor, nadie se percata de que
Salazar parece estar al borde de un ataque de pánico.
Los
profesores ignoran que el cuento que Virginia había leído la semana pasada,
titulado El odio de Dios, era en
realidad el resultado de una investigación que le ha tomado seis meses.
Lancemos
los dados de nuevo. Regresemos al principio del tablero: el trece de enero del
2014. El día que Gael conoce a la familia Cruz.
La
cita de la familia Cruz ya estaba agendada en los archivos de Gael desde
finales del 2013, pero fue hasta principios del año que lograron conseguir dos horas
del tiempo del psicólogo. Son las diez de la mañana con siete minutos cuando la
familia Cruz entra al consultorio sin tocar la puerta. Los cuatro miembros de
la familia contemplan el decorado del consultorio: las paredes blancas que
parecen absorber la luz del sol, el tablón donde están pegados los dibujos
hechos por los pacientes de Gael, el televisor de cuarenta pulgadas donde una
consola de videojuegos está instalada y las estanterías recatadas de libros,
películas y juegos de mesa.
Mientras
la familia Cruz se dirige al escritorio donde Gael se escuda como si se tratase
de su trinchera, éste observa las características físicas más sobresalientes de
cada miembro de la familia: la piel amarilla del padre, los ojos saltones de la
madre, la piel blanquecina del hijo mayor, la dentadura imperfecta del hijo
menor. Ezequiel, Epifanía, Esteban y Servando
-No
he podido dormir bien en más de un año –dice Ezequiel después de que su esposa
haya explicado la situación general de la familia-. No hemos podido dormir, más
bien, porque sé que mi esposa también… Es como cuando eran unos bebes, ¿verdad,
amor? Como cuando eran unos bebes y lloraban todo el tiempo.
-Ahora
los que lloran todo el tiempo somos nosotros –se ríe Epifanía pero borra su
sonrisa al instante después de ver el semblante sombrío de su esposo.
Epifanía
y Ezequiel hablaron sin cesar durante la consulta. Gael los escucha atentamente
pero de vez en cuando deja que su mirada se desvíe para ver mejor lo que los
niños hacen: Esteban se queda quieto en su silla y Servando se la pasa dando
vueltas en el consultorio y tocando todo lo que está a su alcance.
-¡Estáte
quieto, ya tienes doce años! –le grita su madre. Servando no hace caso.
La
consulta duró más de dos horas. Cuando la familia Cruz sale del consultorio,
Gael se siente tan cansado que decide postergar la siguiente cita para salir al
aire libre y darse un respiro. Decide ir a la cafetería para comprar galletas;
mientras se las come, observa el ir y venir de los niños de seis a quince años
que estudian en aquel colegio. Un colegio donde se estudia la educación
primaria y secundaria.
-Dime
lo más sucio que has hecho en toda tu vida –Virginia trata de aguantarse la
risa. Ella y su novio llevan a cabo su pasatiempo favorito: hablar de
estupideces debajo de las sábanas mientras se acarician.
-Cuando
tenía diez años –Gael habla lentamente, cada sílaba colmada de pena-, me
gustaba masturbarme con mi primo.
Virginia
explota en una carcajada tan escandalosa que Gael también empezó a reír.
-Todo
este tiempo supe que eras un poquito gay –dice ella.
-No
lo soy –Gael hace una mueca de asco.
-Cálmate.
Gael
sonríe de nuevo -Me haces sentir mejor. Hoy creo que recibí a los pacientes más
difíciles que he tenido en toda mi vida.
-Oh
por Dios, ¿peores que Rocío y su hija?
-Infinitesimalmente
peores –Gael extiende los brazos como si tratara de describir la grandeza de un
monstruo salvaje.
-…No
se dice así, mi amor, pero prosigue.
-Es
en serio. Es que su hijo mayor, Esteban, pues siempre ha tenido problemas de
salud desde que nació. Pero ahora resulta que los doctores ya diagnosticaron
que tiene una esperanza de vida aún más corta de lo que creían. De hecho,
apenas le dan unos meses más de vida.
-¡Ay,
no! Pobrecito…
-Sí.
Y los padres, por supuesto, están devastados. ¿Cómo le dices a tu hijo que se
va a morir pronto?
-¿Y
el niño cómo está?
-Se
quedó callado todo el tiempo. Pero se veía tan raro, amor, como si… como si ya
nada le importara. Sus padres lloraron casi todo el tiempo que estuvieron ahí.
-Qué
horrible.
Cinco
segundos de silencio fueron suficientes para que Gael entendiera la indirecta:
-Quieres
escribir un cuento sobre ellos, ¿verdad?
-No,
no; o sea, sí lo pensé pero…
-Qué
horrible eres tú –Gael sonríe.
-¡Pero
qué fea puede llegar a ser la vida! ¿Los vas a seguir viendo?
-Les
dije que quería verlos dos veces por semana.
El
mes de febrero transcurre con aquella rutina semanal: la cita de la familia
Cruz son los martes y los jueves, y los miércoles y los viernes son los talleres
de creación literaria. Los trabajos de edición del recopilatorio de cuentos se
complican más y la familia Cruz cada vez se ve peor conforme pasan las semanas.
Las ojeras de Ezequiel se engrandecen, los brazos de Epifanía enflaquecen,
Esteban sigue viéndose más pálido y, para más catástrofe, Servando parece
acumular todos los síntomas de la epidemia de influenza que está brotando en
Cancún: estornudos incesantes, tosidos flemáticos, diarrea frecuente, ojos
enrojecidos y fiebre inconstante que engaña a cualquier médico. La rutina en
las mañanas sigue imperturbable: el desayuno de Virginia, la melodía tarareada,
la absoluta ignorancia de la inminente tragedia. Cuando termina la jornada
escolar Gael guarda su computadora en su mochila, sale de la escuela y se sube
a su Volvo, tarareando la misma canción que tarareaba en la mañana. Su novia lo
recibe con una mirada enternecedora y él intenta una sonrisa mientras la besa.
Se acuestan juntos y él se queda dormido tan fácilmente como un niño que está
exhausto de haber jugado tanto.
Cuando
Gael no llega tan fatigado, él decide acostarse temprano para que Virginia
comience a desnudarlo. Sus relaciones sexuales duran entre veinte y treinta
minutos. Cuando terminan, continúan la misma conversación que tenían antes de
que se acostaran. O a veces no, a veces simplemente se quedan callados, en un
silencio que han aprendido a dominar. Atrás quedan los días de los silencios
incómodos, esos silencios que sólo atacan a las parejas primerizas.
-Te
vas a enojar con lo que te voy a decir ahorita–dice Gael
-¿Qué
hiciste?
-Ya
decidieron qué cuentos van a ser publicados en el recopilatorio.
-¿Sí?
¿Y qué cuento me van a publicar?
-Vete al carajo.
-Ah.
No es mi mejor cuento pero… ¿Y cuál cuento te van a publicar?
-Ninguno.
-¿Así
se llama uno de tus cuentos?
-No.
Ninguno me van a publicar.
-¿En
serio? ¿Pero por qué?
-No
sabes disimular tu sarcasmo, mi amor.
-Pero
Gael, yo supervisé cada uno de tus cuentos, me aseguré de que fueran…
-La
verdad es que me dieron a escoger. No había espacio para dos cuentos nuestros,
además, ¿no se supone que éramos “dos escritores en uno”?
-Sí
pero… Ah, entonces decidiste que a mí me publicaran pero a ti no.
-Pues
es lo que querías, ¿no?
-En
serio, no sabes decir que no, Gael.
-Pero…
Virginia
se levanta de la cama y sale del dormitorio.
Gael
aún sigue un poco malhumorado al día siguiente, a las diez de la mañana, cuando
le toca recibir de nuevo a la familia Cruz.
-¿Siguen
sin funcionar las pastillas contra el insomnio que le recomendé, señor?
–pregunta el psicólogo.
-Puedes
tutearme, Gael –dice Ezequiel mientras aprieta las manos esqueléticas de su
esposa-. Y no las he comprado; la verdad es que no hemos tenido mucho dinero
últimamente y…
-No
se preocupe.
Para
la sorpresa de Gael, en aquella consulta no hay ningún llanto; ni siquiera un
berrinche de parte de Servando. La consulta se desarrolla de manera tan amena
como si se tratase de una conversación de sobremesa. Epifanía y Ezequiel le
relatan al psicólogo la manera como se conocieron (“Ya éramos pareja desde la
prepa, ¿puede creerlo?”), la etapa de abundancia económica que gozaron a
principios de la década pasada, los viajes que realizaron por Europa y Asia,
(“tenemos por ahí un elefantito de porcelana que creo le podrá gustar, es de la
India si no mal recuerdo”) y la membresía que poseían en un club de degustación
gastronómica organizado por la empresa donde trabajaba Ezequiel.
-Teníamos
veinte por ciento de descuento en casi todos los restaurantes, ¿verdad, Ezi?
-Pero
acuérdate, Fani, que casi nunca íbamos…
-…porque
David siempre nos invitaba a comer –dicen al unísono.
-¡Siempre
hacía fiestas tan buenas! –dice Epifanía.
-Quisieron
dejarte en claro que alguna vez fueron exitosos –dice Virginia durante la cena.
Gael la escucha a la vez que bebe Coca Cola-. Como si les avergonzara sufrir…
-Pues
yo no le veo lo malo en recordar las veces que uno fue feliz.
-¿Sabes
qué pienso? Creo que en el fondo odian a su hijo...
-No
puedo creer que pienses eso.
Gael
se levanta de la mesa y comienza a recoger los platos y los vasos vacíos.
-Pues
perdóname por no creer que todas las personas que sufren son buenas…
-No
es eso, es que… -Gael pone los ojos en blanco y se dirige a la cocina.
Virginia
lo abraza mientras él lava los platos.
-¿Te
enojaste mi amor?
-Esa
pobre familia está sufriendo y tú...
-¿Vas
a llorar?
-Claro
que no –Gael suelta una risa nasal.
-Porque
parecía.
Virginia
sigue abrazando a su novio mientras él continúa lavando trastes en el
fregadero. La mujer observa las manos de Gael mientras frota con un estropajo
cada cuchara, cada tenedor, cada vaso de cristal.
-Es
que me asusta, mi amor. ¿Cuándo nos vamos a mudar a La Isla?
-Aún
no sé –la voz de Gael se escucha molesta.
-Tú
me haces feliz a mí.
Gael
la mira de reojo. Finalmente sonríe y la abraza con sus manos enjabonadas.
La
primera consulta de marzo es con la familia Cruz. Gael no percibe mejorías en
la familia, así que decide abordarlos desde otra perspectiva. El archivo de la
familia Cruz está lleno de anotaciones que revelan la naturaleza de todas las
consultas habidas hasta ese momento: los padres hablan todo el tiempo, los
niños se quedan callados. Sobre todo Esteban. A veces Servando habla para pedir
permiso de ir al baño. ¡Pero ni siquiera conozco la voz de Esteban!, piensa
Gael. En el borde de una de las páginas contenidas en la carpeta “familia Cruz”,
aparece escrito la siguiente anotación: ¿Quién
necesita más mi ayuda?
Gael
intenta que Esteban y Servando se dibujen a sí mismos a la vez que Ezequiel y
Epifanía siguen hablando de la riqueza que alguna vez acumularon en el banco.
Cuando termina la consulta, los niños entregan sus dibujos a Gael. Servando
había usado todos los colores que encontró en el baúl de juguetes. Esteban sólo
utilizó el color negro. Su dibujo consiste en una simple silueta. Gael pega
aquellos dos dibujos en el tablón de su consultorio, donde se encuentran los
demás dibujos coloreados por otros niños que han pisado su consultorio. El
cuatro de enero del 2015, cuando los agentes policíacos entren al consultorio
de Gael para catear una de las escenas del crimen, encontrarán aquellos dos
dibujos en perfecto estado.
-Me
gustaría tener una cita con Esteban –dice Gael al final de la quinta cita.
Tanto Ezequiel como Epifanía miran a Gael como si fuese la primera vez que lo
veían-. A solas.
-¿Estás
seguro? –pregunta Ezequiel, quien ya no puede disimular el temblor de sus
manos; un síntoma más de su insomnio.
-Si
a Esteban no le molesta, claro. ¿Te gustaría que habláramos a solas, Esteban?
Esteban
levanta la mirada. Es la primera vez que el psicólogo dice su nombre.
-¿Sí
o no, mi amor? –pregunta Epifanía.
Esteban
no contesta. Se limita a asentir con la cabeza.
Aquella
noche, Gael es tan víctima del insomnio como lo es Ezequiel. Tan sólo están
separados por unos cuantos kilómetros de distancia; Gael no se mueve demasiado
en la cama porque teme despertar a su novia. Ezequiel se levanta dos o tres
veces para ir al baño. Ezequiel logra dormir hasta las tres y media de la madrugada.
Gael duerme hasta las cuatro con quince minutos.
Esteban
toca la puerta del consultorio. Gael, a sabiendas que es él, se levanta y se
toma su tiempo antes de abrirle: checa la hora del reloj (diez con cincuenta y
seis minutos), se observa en el espejo colocado en el centro de la estantería y
le da un último sorbo a su taza de café. Cuando Gael abre la puerta, encuentra
a Esteban en el suelo, sentado sobre el piso de baldosas.
Esteban
levanta una mano. Gael mira hacia los lados y ayuda a Esteban a levantarse.
-Cierra
la puerta al entrar.
Esteban
obedece. Gael espera a que el chico se siente frente a él, para que pueda
sentarse.
Ambos
colocan sus manos sobre la superficie del escritorio.
-Llegas
algo temprano –Gael señala su reloj de bolsillo: un Rolex con pedrería de
plata.
-Perdón
–dice Esteban.
Gael
sonríe –No quise… ¿Qué es eso que tienes ahí?
-Son
mis medicinas –Esteban alza la bolsa de plástico donde se encuentran varios
medicamentos.
-¿Y
por qué no los pones adentro de tu mochila?
-Porque
si los meto se me va a olvidar metérmelos.
Gael
se queda callado durante casi un minuto. Si fuera decisión de Esteban, la
consulta se desarrollaría en el silencio más tranquilo, mientras él toma sus
pastillas y Gael lo contemplase como los turistas contemplan las obras de un
museo. Pero las manos temblorosas y la mirada apagada del psicólogo delatan su
nerviosismo, ¿o es que también tiene insomnio?, se pregunta Esteban.
-¿Cómo
te sientes? –pregunta Gael.
-Bien.
-¿Hay
algo de lo que quieres hablar?
-Mmm…
no.
El
semblante de Esteban es de sencilla condescendencia, como si esperase a que
Gael lo sometiese a cualquier otra prueba psicológica para mantenerlo ocupado.
En espera de que el psicólogo se decida, Esteban le echa un vistazo a su
alrededor. Siempre le ha parecido curioso aquel colorido consultorio. Cuando
observa los juegos de mesa apilados en la estantería, los señala y le pregunta
a Gael:
-¿Podemos
jugar?
-…Sí,
¿por qué no?
Marzo
es el mes prototípico de Cancún. El calor se encuentra en su medida justa: lo
suficientemente bochornoso para que los hombres salgan a la calle sin camisa,
pero también, lo más agradable posible para que a la sombra de los árboles aún
pueda disfrutarse de la brisa marítima. La influenza que azota a la ciudad no
ha tenido tan graves consecuencias cómo se vislumbraba y al parecer ha
disminuido tanto que la alarma epidémica ha bajado sus defensas. Son buenas
noticias para los empresarios cancunenses, quienes prevén más del 90% de
ocupación hotelera debido a los springbreakers.
El
calor que ahora disfrutan los turistas en las playas y las piscinas de los
hoteles de cinco diamantes es el mismo que se encierra en el consultorio de
Gael, donde las paredes blancas reflejan la misma luz áurea del exterior.
Después de tres consultas, Gael ha logrado formarse una idea de las
características físicas de Esteban más allá de su piel blanquecina. Todas las
noches, antes de acostarse en compañía de su novia, Gael recuerda sus facciones
femeninas, su cabello incipiente y desprovisto de color, el caminar arrastrado
de sus pies, su voz ronca y a la vez aguda; y sus ojos, su nariz y su boca,
¡tan pequeños que Gael siente que puede apretarlos en un solo puño! Pero lo que
más recuerda son sus manos. Sus delgadas manos, con sus aún más frágiles dedos.
Sus uñas llenas de puntitos blancos.
Gael
observa a su dormida novia. No puede dejar de sentir cierta desazón y cólera al
recordar sus palabras.
-Yo
también quiero ser escritor –dice Esteban cuando Gael le platica sobre su
novia.
En
la superficie del escritorio se encuentra el tablero de Serpientes y Escaleras.
Gael detiene su intento de lanzar los dados tras escuchar las palabras de
Esteban.
-¿En
serio?
-Sí.
-¿Puedo
leer algo tuyo?
Esteban
sonríe. Es la primera vez que Gael lo ve sonreír. Es una sonrisa muy distinta a
la de su hermano: su dentadura es perfecta y sus dientes son blancos. ¿De qué
se supone que está enfermo este niño?, se pregunta el psicólogo.
-Te
toca tirar. ¡Espera! –Esteban extiende los brazos-. Aún no tires. Mejor… bueno,
si tira, pero si te toca serpiente, no lees nada mío.
-Pero
si me toca escalera, ¿puedo leer algo tuyo?
Esteban
no responde y observa los dados. Gael los recoge, los agita un poco y los lanza
hacia el tablero: dan siete. Gael toma el soldado de plástico y lo mueve seis
espacios; al llegar al séptimo, se da cuenta que es un espacio ocupado por una
serpiente.
-Pues
me voy a tener que quedar con las ganas –dice Gael.
Esteban
sonríe.
Al
término de la consulta, cuando Gael acompaña a Esteban hacia la salida, el
chico susurra:
-Ay,
está bien, puedes leerme.
En
la siguiente consulta, el niño llega con su mochila al hombro, con su bolsa de
medicamentos, y un cuaderno roído en los bordes y de páginas amarillentas que
enseguida coloca en la superficie del escritorio.
-No
leas enfrente de mí –dice Esteban cuando Gael se disponía a abrir el cuaderno.
-Es
broma, ¿verdad? –Dice Virginia durante la cena de aquel día-. ¿El niño
desahuciado es escritor?
-No
le digas “niño desahuciado”, se llama Esteban. Apenas voy a leer sus cuentos
ahorita.
-¿Puedo
leerlos contigo?
La
brisa proveniente del mar casi siempre logra ventilar a la ciudad, pero incluso
las ráfagas más avasalladoras no logran filtrarse en todas las habitaciones.
Virginia enciende el ventilador y lo apunta hacia la cama mientras Gael saca el
cuaderno viejo de Esteban de su mochila.
-El
niño ya lleva tiempo escribiendo –dice Gael.
-No
es un niño, tiene quince años –dice Virginia-. Pásamelo. Quiero leerlos en voz
alta.
Gael
se acuesta y utiliza las piernas de Virginia como almohada. La luz del foco
incandescente le lastima la vista; cierra los ojos, se acurruca en el regazo de
su novia y se deja llevar por su voz suave. El primer cuento, La niña y el pájaro, cuenta la historia
de una niña que se pierde en los jardines de un convento religioso porque
decide seguir a un pájaro amarillo. La niña se zafa de la mano de su mamá para
perseguir aquella maravillosa ave: sale de los jardines, corre a través del
patio principal y se escabulle entre el atrio de la iglesia hasta llegar a una
puerta negra que la conduce a otro convento. Ahí pierde de vista al pájaro,
pero una niña se acerca a ella y le da la mano, diciendo que es su hija.
Después de salir de la iglesia y regresar a casa, la niña se ve en un espejo y
se da cuenta que ahora tiene el rostro de su madre. Horrorizada, en dos
párrafos se relata el devenir de su vida durante setenta años “rutinarios y
aburridos” hasta que un día, a los ochenta años, vuelve a ver al pájaro
amarillo. Desesperada por recuperar su vida, decide perseguir al pájaro, esta
vez por los pasillos del asilo donde la habían dejado sus hijos. La conduce
hasta una puerta negra de nuevo. Al abrir la puerta, se encuentra justo en
medio del atrio de otra iglesia. Una anciana con el rostro cubierto le da la
mano y le dice ser su madre. La mujer, esperanzada, busca ansiosamente un
espejo para poder verse. Consigue uno y logra verse: tiene un rostro tan flaco
que “la forma de su esqueleto sin edad traspasa su piel”. El espejo se le
resbala de las manos; cuando éste se estrella en el suelo y se hace pedazos, el
pájaro amarillo se aleja hacia la noche y la luna.
-Me puso de malas este cuento –dice
Virginia.
-Léeme otro.
El siguiente cuento es más breve y
se desarrolla sólo en dos párrafos: narra el amorío entre dos conejos machos,
Tim y Jim, que tienen relaciones sexuales todo el tiempo y son más felices que
sus amigos heterosexuales porque ellos no se preocupan en cuidar niños. Tim y
Jim se la pasan “cogiendo en los campos, a la vista de todos, para que los
hijos de sus amigos viesen qué felices eran”
-Hay
varias características similares en todos sus cuentos –dice Virginia-. Los
títulos tienen la misma estructura sintáctica: El pájaro y la niña, Los conejos y el sexo, Los perros y sus amos…
Todos sus cuentos tienen saltos temporales y en la mayoría de ellos la voz
narrativa cambia abruptamente.
-Hay
un último cuento. Léelo –pide Gael.
El
cuento se llama Los niños y la muerta.
Se trata de cuatro niños, tres varones y una niña, que encuentran una cabeza
decapitada en un bosque. La cabeza es de “una mujer tan bella como las
doncellas de patrias extranjeras”, pero lo más insólito es que aquella mujer
había muerto con una sonrisa. Los niños observan esa cabeza sonriente durante
todo el día; pero de pronto, la cabeza se mueve sola y los niños se asustan al
ver que un pájaro amarillo surge de la cabeza como un ave que recién rompe el
cascarón.
-Qué pinche feo, ¿qué niño escribe
esto?
-Lee el último párrafo por favor.
-Yo
sé que vendrá por mí, piensan los niños, cada quien en silencio, seguros de su
muerte inevitable. Detrás de cada paso, ahí estará, aquella ave maravillosa,
resplandeciente, la más bella ave entre las aves, dando vueltas como una urraca
arriba de sus cabezas. Yo sé que vendrá por mí, piensan los tres niños varones
mientras viajan en bicicleta, cada uno en la suya, pedaleando en una carretera
poco transitada. Yo sé que vendrá por mí, y aparece frente a ellos como si
siempre hubiera estado ahí, el ave del sol; los tres la observan espantados,
ahí está ella de nuevo, la dorada sonrisa de plumas. La siguen, pedalean hacia
ella como poseídos por su belleza: uno de ellos estira la mano para atraparla,
pero es muy difícil. Aquella ave de oro es escurridiza. Otro de los niños
también trata de agarrarla y el tercer niño hace lo mismo. Un enorme camión
aparece de la nada, casi tan veloz como el ave misma. Se estampa contra los
niños, los aplasta tan fácilmente, como si nunca hubieran estado ahí. Cuando se
entera de la muerte de sus amigos, la niña, ciega de dolor, entra a la casa de
Dios para pedir piedad por su vida. Y sin embargo, cuando se pone de rodillas
frente a él, de todos los rincones se escuchan unas risitas, como de niños
traviesos, risitas burlonas y ciegas, yo sé que vendrá por mí, yo sé.
-Gael, ¿qué quisiste decir con ese
cuento?
Los
profesores que conforman al taller de creación literaria observan al psicólogo
como si se tratase de un enfermo terminal. Virginia también lo observa con una
expresión disgustada, pues ignoraba que su novio se había propuesto llevar el
cuento de Esteban y presentarlo al taller como si él lo hubiera escrito.
-No lo sé –responde Gael-. Fue algo
que soñé, y me dije, ¿por qué no? Vamos a escribirlo. Y me salió esto.
Los
profesores siguen con el ceño fruncido, indecisos sobre si decir sus críticas o
no. Salazar observa las manos delicadas de Gael y las compara con sus propias
manos.
-¿Qué significa el pájaro amarillo?
-No sé. No creo que tenga que
significar algo, ¿o sí?
A través de las ventanas se filtra
algo más aparte de la luz solar. Gael comienza a sentir cosquillas en sus
orejas. Voltea para asegurarse de que no es producto de su imaginación: son las
risas radiantes de los niños de primer año de primaria, quienes no tienen
clases y han decidido jugar a la rueda de San Miguel.
Al
salir del salón donde se realiza el taller, Gael sale con la cabeza en alto,
seguida por su novia, quien casi se abalanza sobre él y le susurra:
-¿Por
qué hiciste eso?
Gael
no escucha la voz de su novia. Las risas de los niños son aún más estridentes;
como si se tratase de una balacera de risas que lo siguen por donde quiera que
vaya.
-¿Qué quisiste decir
con Los niños y la muerta, Esteban?
-No
sé.
-¿Cómo
se te ocurrió?
-No
sé.
La
mirada de Esteban sigue fija en la caja del juego de Operando¸ otro de los tantos juegos de mesa que se encuentra
apilado en la estantería del consultorio de Gael.
-Quiero
jugar eso –señala Esteban.
-Hoy
no vamos a jugar –a Gael le cuesta trabajo evadir la mirada afligida de
Esteban.
-¿Por
qué no? –los berrinches de Esteban suenan exactamente igual que los su hermano
-Yo
no creo que a tus padres les guste que nos la pasemos jugando juegos de mesa.
-Pero
a mí me gusta –los ojos de Esteban se hinchan como si estuviera a punto de
llorar.
Esteban
también evade al psicólogo y ahora ambos observan a todas direcciones evitando
chocar sus miradas. El tiempo camina a pasos lentos. La iluminación del
consultorio cambia, las luces de la mañana de vez en cuando son opacadas por
nubes. Gael observa el suelo, las baldosas, la danza del polvo en el aire, el
pie de la silla donde el chico está sentado; Gael analiza cada detalle de las
partículas hasta llegar a la punta del pie izquierdo de Esteban. Su mirada asciende
por la pierna del chico, trepa por todas las partes de su cuerpo hasta llegar a
la cima: el chico le devuelve la mirada.
-Hay
algo que quiero decirle, señor Gael –la voz berrinchuda desaparece. Esteban
consigue una voz madura y seria que Gael no le había escuchado antes.
-No
me digas señor –murmura el psicólogo.
Las
manos de Esteban, reposadas en el escritorio, se deslizan poco a poco hacia
Gael.
-No
le diga nada a mis papás –la voz berrinchuda regresa pero adquiere otra
tonalidad: el sufrimiento del chico ésta vez suena más consciente de sí mismo-.
Es que… quiero decirle muchas cosas pero no sé por dónde empezar. ¿Puedo
confiar en usted?
-No
me hables de “usted”, Esteban; y claro que puedes confiar en mí.
El
rostro de Gael se endurece. El rostro de Esteban se suaviza.
-Yo
no quise… yo no… -a Esteban le cuesta trabajo articular las ideas que en su
cabeza aparecen tan sólidas y definidas; a la hora de transportarlas a su boca,
las ideas se debilitan y se convierten en titubeos-, me en-enoja mucho, me
enoja muchísimo, me da mucha, mucha, mu-mucha rabia…-el susurro de Esteban es
casi ininteligible.
-Tú
puedes –dice Gael.
-Me
voy a morir sin haber...
La
voz de Esteban se hace trizas; Gael sigue escuchando su atronador llanto a las
dos de la mañana, en la oscuridad de su dormitorio, con el ruido de los
ronquidos de Virginia como fondo. Gael toma su almohada y la abraza para tratar
de conseguir calor. El ventilador está en su máxima potencia pero no quiere
apagarlo para no molestar a su novia. Gael recuerda el abrazo que le dio a
Esteban mientras éste berreaba.
-¿Leíste
todos mis cuentos? –repite Esteban y Gael despierta de su trance; el psicólogo
estaba distraído observando las manos de Esteban, unas manitas que parecían no
tener ni poros ni vellos. Es la cuarta vez que se encuentran a solas en el
consultorio.
-Sí,
todos y cada uno de ellos.
-Entonces
sabes todo sobre mí –el aspecto ausente del muchacho deja intranquilo a Gael.
-Eso
me recuerda a algo… -antes de que Gael profundizara en el asunto, Esteban lo
interrumpe:
-Quiero
hacer muchas cosas antes de irme –Esteban observa el techo raso del
consultorio. Gael lo observa de reojo sólo para asegurarse de que nada hubiera
allí.
-¿Cómo
cuáles? –pregunta el psicólogo.
-Quiero…
quiero comer sushi. Nunca he comido sushi –una sonrisa se resbala a los labios
de Esteban.
-Si
quieres, la próxima vez que nos veamos te invito –Gael le devuelve la sonrisa.
-Quiero
ir a Disneylandia –dice Esteban con una sonrisa más amplia.
-…
Eso es más difícil pero hablaré con tus papas.
-Quiero
tocar en un piano de verdad. Ya me cansé del teclado y…
-¡No
sabía que tocabas! –una sonrisa de genuina felicidad estalla en el rostro de
Gael-. Tengo una amiga que tiene un piano en su casa y no creo que a ella le
moleste…
-¿En
serio? Eso sería genial.
Una
sonrisa de auténtica alegría estalla en el rostro de Esteban; pero su sonrisa
desaparece pronto y su rostro se ensombrece como si el cielo de sus
pensamientos de pronto estuviese cubierto de nubes negras.
-Y
quiero… quiero…
-¿Sí,
Esteban?
Gael
sigue sonriendo para levantar los ánimos del chico. Esteban se toma su tiempo
para responder; detiene sus próximas palabras en la punta de sus labios, las
saborea, las escucha una y otra vez en sus oídos internos, las revisa y las
vuelve a revisar hasta que por fin deja que fluyan:
-Quiero
hacer con usted lo que el conejo Tim y el conejo Jim hacen en mi cuento.
La
sonrisa de Gael se convierte en una extraña mueca.
-¿Qué?
-Perdón...
Contigo. Quiero hacerlo contigo.
La
mirada de Esteban cae al suelo. La sonrisa de Gael desaparece.
-¿Qué
tienes, mi amor? ¿No puedes dormir?
El
susurro de Virginia es como una lucecilla que da vueltas en el dormitorio. La
mueca del psicólogo parece haber sido grabada en fuego sobre su rostro para que
sea inalterable en el tiempo. Virginia no alcanza a distinguirla. Gael
apachurra la almohada contra su pecho.
-No,
mi amor, no te preocupes. Sólo tuve una pesadilla –dice él.
-Tranquilo
–el beso de Virginia es una segunda luz que revolotea en las oscuridades de la
habitación. Gael la besa con los ojos abiertos.
El
calor primaveral llueve sobre Cancún, las tempestades provocan inundaciones en
las calles que aún no han sido pavimentadas y una nueva epidemia, ésta vez de
dengue, brota en los únicos tres hospitales públicos que hay en la ciudad. La gente
camina confundida en las aceras debido a las lluvias que se manifiestan sin
necesidad de nubes en el cielo. Los turistas no dejan de visitar las playas
sólo por un pequeño cambio de temperatura; el calor permanece y la arena de las
playas sigue brillando, a pesar de que el gobierno debe hacer operativos de
transportación de arena para que las playas no carezcan de su elemento más
distintivo. No hay amenaza de huracanes en el horizonte. Es el mes de junio y Cancún
sigue tan soleado como de costumbre.
Los
Ramírez siguen escuchando música a todo volumen, los hijos de los Cetina y los
Pech siguen jugando futbol bajo el sol, los Alcántara tienen la puerta abierta
de su casa para recibir a las inexistentes brisas del Caribe. Un día ideal, un
día que los extranjeros anhelan presenciar cuando pisan por primera vez la
Riviera Maya; un día tan envidiable que los fotógrafos principiantes han salido
a la calle para encontrar la imagen perfecta del atardecer. Colocan sus cámaras
en el tripié y esperan las horas que hagan falta para capturar la belleza del
beso entre el mar y el cielo. Son las ocho de la mañana. Gael decide despertar
tarde, se da ese lujo porque son los últimos días del semestre escolar.
Despierta sobresaltado al ver que Virginia está despierta entre sus brazos. Se
besan. Ojalá los fotógrafos capturaran también la belleza de aquel beso
A las diez de la mañana, Gael sale
de casa con su corbata anudada por su novia, con su saco negro impecable, sus
zapatos lustrados y sus agujetas mal atadas por sus manos; entra al auto con la
misma canción en su cabeza, coloca la llave, enciende el motor, observa hacia
atrás para salir del pequeño cuadrado reservado para su auto y entra a la calle
con la misma seguridad de que será un día rutinario más. Los niños Pech y
Cetina se hacen a un lado para que el auto pueda transitar. Desde el umbral,
los Ramírez observan al Volvo que sale de la calle Cangrejos.
Es el día más despejado y caluroso
de la primavera. Apenas son las diez de la mañana pero ni en la sombra de los árboles
uno puede protegerse del calor. El asfalto parece derretirse pero sólo se trata
de una ilusión óptica. Las aves se sostienen en los cables de luz que
entretejen una red parecida a una segunda ciudad sobre la ciudad. El intento de
sonrisa que Gael mostraba frente a su novia ha desaparecido: ahora mantiene un
semblante sereno, seguro de sí mismo. No hay tráfico en las calles de Cancún.
Nunca, en sus cuarenta y cuatro años de historia, ha habido. En menos de quince
minutos llega a las cercanías del colegio. En vez de girar hacia el
estacionamiento, Gael se detiene a unos metros. Vislumbra a lo lejos a una
muchedumbre compuesta de familias, niños y profesores; muchas de aquellas
personas han pisado su consultorio. Todas aquellas personas observan la
comitiva de patrullas policíacas que se aglomeran en la entrada principal de la
escuela. Sin salir del auto, Gael puede distinguir los lejanos rostros porque,
cuando los rostros están desfigurados por las muecas del temor y la desgracia,
son vulnerables para reconocerse a la distancia.
El profesor Salazar está siendo
escoltado por dos agentes policíacos que lo conducen a una de las patrullas
mientras otros miembros del personal administrativo también son dirigidos a
otras. La multitud de familias observa la escena con la misma extrañeza que si
viesen a sus hijos siendo escoltados. Los niños también observan, pero ninguna
emoción existente en el rango de las emociones y los sentimientos expresables
en el vocabulario humano aparece en sus rostros. No es indiferencia lo que
atraviesa sus miradas; es algo más profundo. Es una perturbación que trasciende
los límites de la psicología humana.
La misma emoción indescifrable
atraviesa el rostro de Gael. Sus ojos están fijos sobre el profesor Salazar,
quien tiene las manos esposadas y sube a una de las patrullas policíacas. El
calor se infla en el interior del Volvo y la ausencia de aire provoca que Gael
respire más rápido. Varias gotas de sudor atraviesan sus sienes.
-Si
tu mente se ve como una playa a las dos de la mañana –le preguntó Gael a su
novia hace mucho tiempo-, ¿cómo se ve la mía?
-Como
un huracán –Virginia no tardó en responder-. No; mejor dicho, como el ojo de un
huracán. Estoy segura que ahorita eres bien tranquilo, pero después, uy…
La
fuerza de los pensamientos de Gael es tan violenta como la rabia sobrecogedora
de las tormentas eléctricas. ¿Cómo se manifiestan estos pensamientos en la cara
de Gael? ¿Cómo salen a la superficie los cadáveres?
En una sonrisa. Primero aparece como
un destello. Una pequeña vibración en sus comisuras, un temblor en su mentón.
Luego, como si los gestos fuesen autónomos de él, sus ojos van sonriendo
también. La sonrisa estalla con todos sus dientes, con toda la alegría
contenida: la alegría de quién ha planeado algo con tanto esmero y ahora ve los
resultados de su triunfo. Al igual que libera su alegría con aquella sonrisa
que nadie a la redonda puede ver, también libera su pánico; y la sonrisa es
sustituida, aunque no del todo, por unas lágrimas que sus manos van secando
poco a poco. Es inútil, van brotando más y más, el torrente de lágrimas es tan
irrefrenable como la potencia de un huracán.
Salazar
está siendo llevado al ministerio público debido a que es acusado por organizar
una red de prostitución infantil en aquel colegio junto con otros profesores,
que paulatinamente caerán como las fichas de dominó que son colocadas en fila.
El movimiento estratégico del juego de ajedrez ha funcionado. La investigación de
Virginia, El odio de Dios, tuvo tanto
éxito en la blogósfera que alcanzó repercusiones mediáticas. Alguien, un
usuario anónimo que se topó con el blog de Virginia de manera casual, leyó el
artículo que ella trabajó durante meses mientras asistía a la escuela como
simple participante de un taller de creación literaria. Ese usuario anónimo
seguramente avisó a la policía.
La
investigación fue idea de Gael. Poco antes de que Virginia se mudara con él,
Gael le comentó sus sospechas:
-Creo
que algo muy feo está pasando en el colegio donde trabajo.
-¿Qué,
mi amor?
No
solamente hablaban de estupideces cuando se acostaban y se cubrían debajo de
las sábanas. Virginia planeó todo con una anticipación meticulosa. Gael le
contó sobre la amistad que había forjado con otros profesores durante siete
años. Virginia se inmiscuyó en el historial psicológico de los pacientes de
Gael con una pasión detectivesca. Encontró relaciones entre pacientes, niños
que sufrían los mismos problemas (adultos que se sobrepasaban sexualmente con
ellos, moretones en las mismas zonas, miedo a hablar frente a sus padres), trabajadores
administrativos que sospechaban de las conductas extrañas de ciertos
profesores, directores que renunciaban sin motivo aparente y presupuesto
desaparecido en condiciones extrañas. Virginia trazó un mapa que conectaba
todas las posibles coincidencias e indicios. Poco a poco se hizo una idea de la
situación, una vista panorámica del crimen.
-Creo
que esto es más divertido que escribir, mi amor –dijo alguna vez Virginia
mientras ambos observaban la cartulina que Virginia había colocado en la mesa
del comedor: una cartulina donde Virginia había diseñado una línea cronológica
de los acontecimientos más importantes que Gael había recopilado a lo largo de
siete años. En ella había fotografías, tanto de los profesores implicados, como
de los empresarios hoteleros que contrataban los servicios; pero sobre todo, las
víctimas son quienes ocupan el mayor espacio. Niños y niñas de nueve a diez
años o adolescentes de dieciséis.
Gael
entra al estacionamiento del colegio. Deja el Volvo a un lado del espacio
reservado para minusválidos. Se coloca lentes oscuros y se apea del auto.
-No
me vas a dejar nunca, ¿verdad? –le susurró Gael a su novia cuando se encuentran
debajo de las sábanas.
Gael
sale del estacionamiento y avanza entre los pasillos del colegio, donde los
niños caminan sin advertir que un escándalo sucede en las afueras del colegio.
Corren y ríen; no les importa. No advierten el rostro de Gael. Tampoco les
importa.
-¿Te pasa algo, Gael? –preguntó una
profesora.
La
mirada de Gael es sombría a pesar de que los pasillos de la escuela están
inundados de luz. Está enfrascado en los recuerdos. Un recuerdo brilla por
encima de todos; un recuerdo que resplandece con el brillo amenazador de una
navaja. El cuento que Salazar había leído la semana posterior de que Virginia
había leído El odio de Dios. El
cuento de Salazar se llamaba simplemente Los
niños. Narraba la relación que un psicólogo tenía con uno de sus pacientes.
Un niño de doce años.
-¿Qué
estaban tratando de decirnos con ese cuento, amor? –preguntó Virginia aquella
noche-. ¿Nos estaba amenazando…?
-No
creo.
-¿Seguro?
-O
tal vez sí saben que nosotros sabemos, ¿pero eso te va a detener, mi amor?
-¿Y
por qué escribió un cuento que te acusa de pedófilo? ¡Si el pedófilo es él!
Gael
besó la frente de su novia para tranquilizarla.
Gael
llega a la puerta de su consultorio, una puerta ubicada en uno de los pasillos
menos transitados del colegio. Esteban está ahí, sentado sobre la puerta, con
los ojos cerrados y la boca abierta. Gael tose; Esteban despierta sobresaltado.
El chico estira la mano. El psicólogo lo levanta.
-¿Por
qué tienes lentes oscuros? –pregunta el chico.
Gael
abre la puerta del consultorio. El chico entra despacio pero Gael lo aparta de
su camino; el psicólogo se apresura para cerrar las persianas del consultorio.
Las sombras se materializan sobre las paredes blancas del lugar. El consultorio
se inunda en la más absoluta penumbra.
A esa misma hora, en la casa de la
familia Cruz, Ezequiel termina su desayuno. Ese día le toca descansar de su
trabajo como contador. Observa a su esposa, Epifanía, quien lava los trastes en
el fregadero de la cocina, con un ceño fruncido. Ezequiel se levanta de la
silla, se dirige a la cocina y abraza a Epifanía por detrás.
-Perdóname –dice él.
-¿Qué quieres? –dice ella.
-Que me perdones… Perdóname mi amor.
Ezequiel
oculta su rostro en el hombro de su mujer; gime y se queja como si llorara,
pero ni una sola lágrima se asoma en el borde de sus ojos.
-Perdóname tú –Epifanía observa a su
hijo, Servando, quien los mira con una cara inexpresiva. El chico observa las
manos enjabonadas de su mamá y las manos nervudas de su papá. Cada par de manos
estruja la espalda del otro, como si se aferraran a un precipicio.
Las
persianas siguen cerradas a las once de la mañana en el consultorio de Gael.
Las paredes blancas, el enorme televisor, el baúl de juguetes, la consola de
videojuegos, la estantería llena de libros, el tablón con dibujos infantiles,
la pila de juegos de mesa; todo ello está cubierto con un velo de tinieblas.
-Quítate
–dice Gael.
-No.
Quiero estar contigo. Lanza los dados otra vez.
El
repiqueteo de los dados sobre el piso de baldosas se escucha como una avalancha
en el penumbroso silencio de la habitación.
-Dio
seis.
La
risa de Esteban suena exactamente igual a las risas que Gael escuchó el otro
día.
-Te
toca.
Gael
está acostado en el piso de su consultorio. Su cuerpo desnudo tiembla. Una mano
va subiendo a través de su pecho hasta llegar a su rostro. Aquella mano
acaricia sus labios, su nariz, sus párpados, sus orejas, su frente, su cabello.
La mano se detiene en sus ojos. La mano los cierra.