domingo, 17 de marzo de 2013

El sueño de todos los escritores.


La mujer cuarentona que juraba ser mi esposa entró a mi habitación (a mi universo), con varios libros en sus brazos; los aventó a mi cama y por poco golpea mis pies. Ella estaba en plena crisis nerviosa, podía notarlo por el tic de jalarse el cabello hacia abajo, por sus lagrimitas involuntarias y por sus risitas retorcidas que me llenaban de miedo. Soy un hombre de sesenta años, no necesito esto. Sesenta años completamente perdidos, que en algún lugar dejé y no encuentro. Esta mujer me trata de ayudar pero sólo entorpece las cosas, se entromete en mis imaginaciones, que es la categoría a la que se han rebajado mis recuerdos: simples fabulaciones, teorías y suposiciones de lo que fue mi vida. Es para jactarse, no para lamentarse. No todos reciben el privilegio del olvido en una mente aun capaz de imaginar. Ahora puedo llenar los huecos de mi vida con lo que quiera; mi cuerpo se queda aquí, en esta cama; mi mente naufraga, vuela y no aterriza nunca. Esta mujer fastidiosa que insiste se casó conmigo, sólo sabe repetir que me ama, que fue su culpa mi trauma cerebral y no sé qué más cosas, no le replico nada porque no se vaya a enojar más. Por mi parte preferiría imaginar que en mi vida fui gay y no cargar el peso de recuerdos (que en la mente se confunden y navegan en el mismo mar en el que navegan los sueños; es decir, tienen el mismo nivel de importancia), ficticios o no, a lado de una mujer arrepentida, nerviosa y pesimista. Ahora son mi dominio las tierras de los recuerdos, y me es posible sembrarle las flores que yo quiera.
   He visitado muchos (quizás todos) lugares de la Tierra, y ahora con humildad pienso que todos esos lugares caben en mi dormitorio, y éste es el universo, el que yo conozco, al que he sido confinado. No puedo levantarme de mi cama; hago lo que cualquier buen ser debe hacer, que es sólo acostarse y ocupar cierta parte del universo, e ignorar todo lo demás. Es un dormitorio modesto, con un ropero frente a la cama, y un espejo en medio de el; y ese espejo me reflejaba, y sólo por eso sé que soy un viejo; si no estuviese frente a mí podría imaginar que tengo 20 años y que mi incapacidad motriz en mis piernas es simple pereza. No recuerdo ya muy bien que es tener veinte años. Algo se ha de sentir, o quizás nada, pues ser viejo no te hace sentir nada en especial; las emociones no se te desgastan con el uso, se sienten igual. Desearía que los sentimientos también envejecieran, que se hicieran agrios y menos lúcidos. Pero después de todo no hay mucho que sentir cuando se está todo el día en cama.
   Recuerdo los días en que fui navegante de la tripulación de un barco que decidió naufragar voluntariamente y dirigirse a una isla por el puro placer de perderse. También recuerdo con mucho cariño la calle de las prostitutas vírgenes que alguna vez transité en una ciudad caribeña; y qué decir de mi amistad con un director de cine que fantaseaba con fusionar el lenguaje cinematográfico con el simbolismo lacaniano y de sus teorías de que con ecuaciones podías generar historias perfectas. Ah, pero lo que menos olvidaré son mis aventuras con un grupo de chicos que daban la vuelta al mundo en busca de un disco azul llamado Naátera, que provenía de otro planeta. Era yo un padre para ellos, un mentor que les auxiliaba en los momentos de mayor tensión, cuando en verdad se encontraban en aprietos. La mujer perjura que he perdido la cabeza; cuando aventó los libros al borde inferior de mi cama, yo con unas patadas los tiré al suelo. Yo no quiero leer historias; ninguna de ellas se compara a las que pueblan mi cabeza, memorias juguetonas y volátiles que parecen reproducirse unas con otras. La mujer insistía en que si yo leía esos libros, recuperaría la memoria. Sólo para exasperarla más, pues en verdad me caía mal la mujer, dije que no me urgía conocer mi pasado. Todos los pasados son iguales. Seguramente en algún momento lo llegué a tener todo, pero lo desaproveché; seguramente me crucé frente a miles de oportunidades, pero las desprecié todas. Eso es la vida.
  Le pedí de favor a la mujer que moviera el ropero del lugar. Ella se negó, diciendo que es bueno que yo vea mi propia imagen. ¿Acaso ella ignora que verse en el espejo es un dolor en la vejez? Pero va más allá: es un sufrimiento de toda la vida, sentirse adentro de una cárcel permanente, en un cuerpo que no revela nada de todo lo que se oculta detrás.
   El cuerpo es una cortina. Mis piernas no podrán caminar pero eso no me impide moverme. Mi mente no podrá recordar, pero eso no me impide inferir qué es bueno y qué es malo. Conozco el deleite sexual quizás con más claridad que cuando lo practicaba; no recuerdo a ninguna persona con quien compartí mi cama, pero recuerdo que lo hice miles de veces, y así puedo teorizar que lo hice con las mujeres más exuberantes y grotescas. Tengo la noción de los actos que yo hice, pero no su contenido; seguramente alguna vez disfruté de cuando mi esposa (que no conozco) dio a luz a mi hija (que tampoco sé quién es). Una chica de veinticinco años viene cada semana a decirme que me quiere, yo supongo que ella es mi hija. Me quiere enseñar fotografías pero yo me niego; también son espejos, espejos del tiempo pasado, y duelen, duele la felicidad alguna vez poseída. Me besa la frente como si fuese un bebé, y pienso que es irónica la vida y que es un círculo, se es bebé al nacer y al morir. Mi esposa me pide deje de contar mis únicos recuerdos lucidos, que curiosamente son los más extraños y disparatados: viajes en globo por Latinoamérica, una mujer que no discrimina sueños y realidad, y mis andanzas en un colegio que contaba con un bosque extraño, que lo habitaban gigantes y hombres lobo. Me pidió que me callara, y de nuevo me lanzó libros a la cara. Esta vez no quise ser maleducado, así que los empecé a leer. El primer libro que abrí tenía como título: "El morodoco que desafío al rey Kugev", y era una historia épica y fantástica; el engreído escritor creó su propio idioma y un mundo entero, tal y como también lo hizo Tolkien. En verdad pensé que leería un plagio, una versión genérica y hecha a pedido de las historias de la Tierra Media; pero no, era una historia absorbente, original con todo y sus lugares comunes. Tenía sus fallas, como algunos personajes que sobraban y ciertas preguntas sin respuesta, pero en general era una historia redonda, sin muchos cabos sueltos. Después vi los demás libros y vi que era una trilogía completa acerca de las guerras del mundo Niev, y como todo comenzó por un modoroco, que es "hombre" en idioma mortaniel. Leí cada uno de esos libros con verdadera pasión, pues comprendía todo lo que me hablaba el narrador, y utilizaba las mismas imágenes y figuras retóricas que yo hubiera usado si decidiese ser escritor. Llevaba la trama a los mismos lugares a los que yo la hubiese llevado, y el final... Un final sombrío, desesperanzador, pero a la vez lleno de vida (lleno de muerte), era el mismo final que yo siempre  he soñado para el mundo, un final bello que quizás no merece.
   Después leí otro libro, llamado "La sinfonía imposible", la historia de un músico empeñado a recordar la sinfonía que escuchó en sueños, a la vez que se enamora de una chica de la clase en la que el es profesor. Apasionada, desenfrenada; una historia enloquecida de amor y de su equivalente en el más allá: la música. Le pregunté a mi esposa sobre el autor de estos libros, un tal Ulises Lira, y le advertí su atrevimiento de escribir libros de índole fantástica sin entrever ni un poco su nacionalidad mexicana; le dije a mi esposa que los escritores mexicanos tienen la mala costumbre de meter a México a la fuerza en sus párrafos, como si no fuese suficiente grosería achicar una historia con potencial universal. Mi esposa, con buen humor renovado, me contó que Ulises Lira es de esos que no se dejan ver ni en conferencias, pues prefiere que sus personajes sean famosos mientras él pueda pasar desapercibido. Entonces leí otro libro, que era un recopilatorio de cuentos llamado: "Los relojes olvidados" y el tema central de todos los cuentos era el tiempo, claro está. El tiempo en todos sus colores: el tiempo de los enamorados sentados en una cafetería juntándose las yemas de sus dedos, el tiempo instantáneo y desgarrador de las violentas catástrofes y los accidentes mortales, el tiempo resignado de los ancianos que ya no utilizan reloj, y el tiempo apresurado de los jóvenes que no salen de su casa sin él. Los cuentos combinaban realidad y fantasía sin discriminar, como si ambos no solo fuesen amantes de ocasión que se esconden en hoteles, sino un verdadero matrimonio eterno que ha convertido a dos en un solo ser.  Yo, por ejemplo, que tengo la noción de haber sido un amante de la fantasía, y que ahora que me quede sin recuerdos debido a un golpe en mi cabeza, sigo apegado a ella (como si fuera la mamá), le debo ahora mi cordura, aun más que a la realidad, ese verdugo que en vez de guadaña usa un espejo (como si fuera el papá).
   Devoré todos los libros de Ulises Lira con cierta devoción: desde sus más comerciales, como "Las profecías malditas" (historia de un grupo de investigadores que se dedicaba a buscar y descifrar profecías que la historia de la literatura ha dejado situadas clandestinamente en los clásicos escritores más reconocidos de todos los tiempos, y todo al final está relacionado con una secta masónica), sus más personales como "La trayectoria" (que narraba una road movie de un escritor y su mejor amigo en busca de la historia perfecta en todo México, todo para salvar al amor de su vida que muere de VIH), y sus más políticas como "Sexo y drogas en las cúpulas del poder", de la cual no necesito escribir la sinopsis pues el título lo dice todo. Cuando leí el final de "Las profecías malditas", aquel bendito y maldito giro de tuerca al final que te impacta y replantea tu idea de la figura del escritor como ser social comprometido a la "causa", fue cuando alcé la mirada, vi todos los libros de Ulises Lira esparcidos por mi cama, y pensé: "Yo puedo hacerlo. Yo también puedo armar historias, como rompecabezas, también puedo emocionar con personajes y sus peripecias". No importa haber perdido la gran mayoría de recuerdos en mi vida; no los necesito, por mucho que se diga que un escritor también necesita una vida romántica y tortuosa para escribir, ¿no es suficiente romance y tortura estar postergado en una cama todos los días?
   Los únicos recuerdos completos que poseo son los de la infancia: el primer viaje en bicicleta sin ayuda de papá, la primera vez que sientes amor en un platillo de lentejas de mamá, los regaños por dejar levantada la taza del retrete, las tardes comiendo comida chatarra, empolvándose los dedos con la sal de las frituras, y jugando videojuegos con mi hermano. Algunos recuerdos adolescentes se salvan de la Niebla: el primer beso a una mujer, la primera eyaculación adentro del sexo de una mujer, las fiestas a oscuras fumando marihuana y bebiendo alcohol barato. Los recuerdos adultos se alejan si los quiero alcanzar, se pierden en un mar de brumas; no los necesito para escribir literatura. La edad adulta es un cumulo de nostalgias, de represiones, y es una época aburrida para crear historias; y bien lo sabe Ulises Lira, que todos sus protagonistas son jóvenes, o al menos no superan los treinta años.
   Así fue como le pedí a la señora que asume su papel de esposa mía, papel y pluma, y ella se alegró, quien sabe por qué, y me los entregó. Mientras me comía los tacos dorados que ella me preparaba, quise parir una historia en mi cabeza; y luego pensé que así de forzado no era, antes debe haber un acto sexual de ideas que penetre mi imaginación. Vaya, el pianista no se sienta frente al piano a jugar para componer canciones, y el pintor no da pincelazos al azar en un lienzo en blanco para intentar crear una obra. La obra de arte ya está completa en la mente del artista desde antes que se siente frente a su instrumento de trabajo. Y entonces me pasé días y noches imaginando una historia que no se haya contado, que pueda tener un giro de tuerca inesperado al final, que tenga personajes contradictorios y humanos, y una trama que de vueltas pero no se vaya de mis manos. Y llegó, tan sólo uniendo dos ideas adversas, contraponiéndolas, como quien enfrenta a una boca con otra boca.
   ¿Y si un escritor dirigiera toda la fuerza de su vida en enamorar a su amor no correspondido (llamado Ángela, no sé por qué, le queda bien ese nombre) con la quintaesencia de sus palabras?
Pero, ¿qué conflicto podría alargar esta idea en una novela? Ya, que una mujer se enamore de este escritor y que trate también de enamorarlo con su torpe poesía y su aún más torpe prosa. Un triángulo amoroso entre dos escritores (uno profesional y otra amateur; o quién sabe, los dos puede que al final resulten ser igual de idiotas) y una mujer ignorante sobre letras pero sapiente de amor. ¿Qué más? Ah, sería una ironía que el escritor se hiciera famoso y enamorara a todo el mundo con sus historias, excepto al amor de su vida. Podría agregar más detalles, como elementos reales maravillosos: su amistad con un mercader de historias, una conspiración entre editoriales para disputarse escritores e historias, como si el negocio se tratase de una pasarela de moda, de una mafia; que el escritor fuese testigo de los sueños de sus seres queridos, y claro, que sea capaz de observar la historia de una persona con sólo tocarla. No lo sé, en el ardor de la redacción sabré si los coloco o no.
   Comencé a escribir la novela sin nombre en un estado de éxtasis creativo, como una canción que se compusiera a sí misma. La pluma a veces se resbalaba de mis manos, bailaba sobre el papel cual ballet de metáforas. Algunas ideas estallaban en el momento, como si el papel en blanco fuese un territorio minado de ideas nuevas.   Mi supuesta esposa me traía las comidas en mi mesita, sin molestarme; se veía feliz de verme escribir, como si ella así lo hubiese planeado al entregarme los libros de Ulises Lira. Escribía en la oscuridad, iluminando las hojas blancas del cuaderno con una lámpara encima de la cajonera a lado de mi cama. La noche era mi momento favorito para escribir. Era raro, sentía que lo había hecho durante mucho tiempo, escribir cada noche en la oscuridad. 
   Después de tantas migrañas, enojos, frustraciones de no sentir haber escrito lo que se quería decir, y otros berrinches de escritor, acabé el borrador de la novela en un mes. Llené tres cuadernos y medio de cien hojas cada uno. Tenían tantos rayones, algunas partes estaban escritas con pluma negra y otras con pluma azul, y algunos bordes tenían gotas de alguna salsa o crema de mis comidas. Para celebrarlo, fingí de verdad que sentía a esa mujer vieja como mi esposa, y le propuse una cena cara, romántica en lo que cabe, y  que leyera de a poco mi novela, con su voz de cuarentona. Cuando se lo dije, se puso roja y llorona de tanta felicidad. Esa misma noche, colocó una mesa adentro de mi habitación (adentro de mi universo), se vistió como una verdadera dama, arregló un mantel de cuadros rojos y blancos, flores y preparó un filete de corte argentino. Y por fin movió el ropero de su lugar, y dejé de sentirme preso por la dictadura del espejo. Ahora podía fingir que ignoraba tener cincuenta años, podía tener veinte años y vivir de nuevo las emociones de la primera cita, que seguramente alguna vez tuve, pero sin duda olvidé.
   Fue en la noche. Ella me sacó de la cama y me sentó cuidadosamente en una silla de ruedas, no sin antes masajear mis piernas de nuevo para que no se echaran a perder, tal y como le enseñó el médico. Me puso frente a la mesa, y ella se sentó frente a mí. Solos, acompañados por la música favorita de esta mujer (boleros y flamencos), comimos despacio, y platicamos de lo que no habíamos platicado por estar muy preocupados ocupando papeles: yo, el papel del desvalido mnemotécnico, ella, en el papel de la enfermera abnegada. ¿Cómo te llamas, qué te divierte y qué te aburre, qué te enferma, quién finges ser y quién eres? Nos dijimos todas esas cosas. Me sentí feliz, pues hacia bastante tiempo que no hacía cosas de adultos; crear e imaginar historias son cosas de niños, son adultos quienes lo institucionalizan, lo patentan y la llaman literatura.
   Le agradecí por haberme enseñado los libros de Ulises Lira. Ella se rió, le dio el último bocado a su filete y se recostó en su asiento. Luego sonrió pícaramente, se levantó y me levantó a mí, y sin cuidado me llevó de nuevo a la cama. Ella se quitó el vestido, yo la camisa. Ella, apiadándose de mí, me quitó los pantalones. Desnudos ambos, nos besábamos; yo solo movía mis brazos, ella se encargaba de los demás. Ella se penetró a sí misma con ayuda de mi pene, en medio de dos inertes piernas. En esa plena desesperación, me dijo:
   -Deja de fingir que no recuerdas tu propio nombre.
   -Ni siquiera me has dicho el tuyo, mujer.
   -Eres un cabrón, Ulises.
   Ella tuvo el orgasmo, me lo robó. Yo no sentí nada a partir de ahí, sin necesidad de espejo me supe viejo. Acabamos, ella no tuvo la gentileza de vestirme. No dormí, por el frío y por el miedo. Me moría de miedo, me daban miedo los recuerdos que amenazaban con volver, los libros esparcidos en mi habitación que amenazaban con ser escritos míos. Al día siguiente, ella llegó y me vistió. Le supliqué que me pusiera en la silla de ruedas, ya que no quería estar acostado en una cama nunca más. Ella accedió, y me advirtió que saldría a la calle para resolver unos asuntos. Me dijo que me amaba, me acarició el rostro. Salió, tuvo la decencia de no encerrarme en el cuarto.
   Salí de mi habitación (de mi universo) y me enfrenté al pasillo, y me di cuenta que me encontraba en el segundo piso, y seguramente el teléfono estaría en la sala, bajando las escaleras. Esa mujer sin nombre (anónima como mi novela) era perversa. Entré a la habitación contigua a la mía y supe que era la suya. Si tanto presumía ser mi esposa, ¿por qué no dormíamos juntos? Ahí encontré otro ropero, este sin espejo: lo abrí, abrí todos sus cajones, llenos de aretes, perfumes, revistas de moda, pulseras, libros... Y las vi. Paginas sueltas de manuscritos suyos, párrafos de torpe poesía y aun más torpe prosa.
   Horrorizado, saqué todos los cajones de su lugar, los tiré al suelo; ¡maldita sea, he sido un idiota todo este tiempo, un iluso, un niño! Tengo que saber una última cosa, sólo una más y podré recuperar toda mi memoria... Y ah, mujer estúpida, no fuiste capaz de pensar que encontraría nuestra agenda donde anotamos los números telefónicos de todos nuestros amigos y conocidos: y sé que ahí estará ella, anotada en una esquina de una hoja que tú creías sin importancia. No recordaba mi nombre, pero jamás olvide el de ella, el amor de mi vida, por quien decidí volverme escritor... Ángela
   Me tiré al suelo y me arrastré por las escaleras; las piernas, con la poca sensibilidad que tenían, me dolían como si me sangraran por dentro, me dolían hasta los huesos. Me arrastré por toda la sala, ¿dónde diablos estaría ese teléfono? ¡Sí, ahí, a un lado de la televisión, encima de esa mesita!
   Lo descolgué. Jamás olvidé su número. Tiré el teléfono al suelo, para que no se me dificultara tanto marcar. Apreté cada botón y sentí cada uno como me pinchaba el dedo índice. Sudaba, temblaba. Escuché cada tono de mi llamada saliente, y los escuché como suplicas y gimoteos de niño. Alguien descolgó; del otro lado de la línea una voz dudaba si hablar o no. Yo, al borde de las lágrimas, dije:
   -Ángela...
   -Ulises, ¿Eres tú? - dijo ella con la voz acelerada, electrizada, y de repente también la escuché al borde de las lágrimas- Dios mío, ¿ya recuperaste la memoria? Tus lectores te extrañan...
   -¿Tú me extrañas? -dije con la voz quebrada por el llanto.
   -Ulises, dime... ¿Te está cuidando bien Teresa?
   -¿Quién es Teresa?
   -Teresa es tu esposa.
   -Pero... Yo te amo a ti
   -Cállate, tu siempre quisiste juntarte con una escritora.
   -Escribí mi autobiografía -dije, más para mí que para ella- y tú eres...
   El sonido de las ruedas de una camioneta deslizándose sobre el asfalto se escuchó; colgué del miedo. Era ella, mi esposa, de regreso. Y entonces, comprendí todo. Mi amnesia era el giro de tuerca maestro de la novela de mi vida. Estoy viviendo el sueño de todos los escritores; invertir los papeles, hacer de la ficción la vida, y de la vida, la ficción. ¿Qué me deparaba después del punto final? ¿Qué hacía yo al revelar el giro inesperado de mis novelas? Generalmente mataba a un personaje... ¿Voy a matar a alguien ahora, o alguien me matará a mí?
   Teresa, cargando bolsas de supermercado, entró a la casa. Me vio derrumbado en el suelo, y con el teléfono a un lado. Detrás de ella estaba el sol, la calle, la vida, el universo; soy un universo adentro de otro universo, soy un cosmos sin memoria, un mundo sin órbita... Qué hermoso.
   -¿Qué haces aquí?
   -Le hablé a Ángela -le dije, dándole a entender que ya no la necesitaba, que había recuperado mi memoria y mi vida.
   Ella, en vez de enojarse, me vio como la mamá ve a su hijo que hizo una travesura -Si sólo querías hablarle, me lo hubieras pedido. Tonto, seguro te lastimaste las piernas. Ven, vamos a tu cuarto.
   Teresa, gorda y pesada, fue capaz de levantar mi rollizo y arrugado cuerpo. Vi su rostro como los bebes ven a sus madres; prisioneros de ser descendencia de una mujer exclusiva, y no de otra. Si la vida que yo elegí vivir (en pleno uso de mis facultades mentales) fue con esta mujer, ¿entonces para qué recuperar la memoria? Ella subía los escalones con bastante dificultad, pero sin quejarse; al menos era una mujer fuerte. Ángela era frágil y delicada, era ella la que debía perder la memoria conmigo, mientras yo la cargaba subiendo las escaleras.
   -Mira, por lo menos aquí dejaste la silla -dijo Teresa, y me colocó en la silla. Yo suspiré de dolor-. Ya, ya, todo estará bien...
   Ella volteó la silla y avanzó en dirección hacia mi habitación, mi universo donde pasaré los pocos días que me quedan de vida, esta vez con el peso y el dolor de la recobrada memoria de una vida desperdiciada. Deseé perderme de nuevo, deseé golpearme la cabeza una vez más y así perderlo todo... Y como si Teresa escuchara mis pensamientos, volteó bruscamente la silla de nuevo en dirección a las escaleras, se aceleró, levantó la silla y me aventó; antes de golpearme con los escalones sentí un súbito destello de alegría; ¿también era tu deseo Teresa, que yo perdiera la...?

La mujer cuarentona que juraba ser mi esposa entró a mi habitación (a mi universo) con una bandeja donde transportaba mi plato de sopa y un manuscrito compuesto de hojas manchadas de salsa y párrafos repletos de rayones. La colocó en la mesita que había dispuesto a lado de mi cama y quitó las colchas que tenía encima de mí.
   -¿Como estas, amor? -preguntó la mujer; yo me incomodé de que me dijera amor pero me resigné. Ni siquiera sé cómo me llamo yo.
   -Bien. ¿Qué es eso? -señalé al manuscrito que había puesto a lado de mi plato de sopa; tenía como título "Ángela; o el sueño de todos los escritores". El autor era un tal Ulises Lira.
   -Es un libro -dijo la mujer.
   -Qué flojera, no quiero leer nada. Mejor enciende la televisión por favor -señalé al aparato, que estaba frente a la cama; a un lado de él estaba un ropero sin espejo.
   -Claro que sí amor -dijo la mujer que se decía ser mi esposa, con una sonrisa de oreja a oreja.

miércoles, 13 de marzo de 2013

La cacería




Nos quedamos dormidos viendo una película de Almodóvar. Cuando abrí los ojos y entreví al sol en la ventana de mi habitación, supe que estaba en el error. No habíamos cogido. ¿Para qué lo invité a mi casa entonces? ¿A pasar la noche en compañía? Yo necesitaba contagiarme de VIH. No lo iba a lograr por medio de abrazos, besitos y cariños de novios anticuados.  
   Lo miré. No estaba nada mal. Aún así, con la boca abierta, acostado y cubierto con mis sabanas donde se han venido docenas de hombres diferentes, tenía cierto aspecto infantil que me aterraba y a la vez atraía. ¿De verdad tendría sólo veintiún años? ¿Y si es menor de edad? ¡Ni siquiera le he visto la verga! ¿Qué fue lo que me entretuvo para contener mi libido? Recuerdo que le abrí la puerta y me sonrió naturalmente y comenzó una plática tan agradable, como si ya fuésemos amigos de tiempo atrás. La plática no acabó hasta que decidió poner una película mía (ni siquiera me pidió permiso para cogerla de mi estantería de películas, y yo ni siquiera me enojé), y acostarnos para seguir hablando de nuestras vidas. Rompí una de mis principales reglas al tener sexo casual con un desconocido: no sentir lástima por la vida del otro. ¿Qué otro sentimiento puede provocar la historia de vida de cualquier hombre que busca sexo sin protección a través de internet? ¡Cómo si yo no supiera lo que se pensaría de mi vida! Vivo solo, trabajo en un call center. No acabe mi carrera universitaria. ¿Acaso alguien fue gentil para advertirme que uno sólo entra a la universidad para no abandonar la vida escolar tan pronto, para no adentrarse tan bruscamente en la vida adulta del trabajo y las responsabilidades serias? Nadie fue tan valiente para decirme esa verdad cruel. No le hablo a mi familia. Mis amigos apenas y me hablan, debido a que la rutina del trabajo y de la familia (sus recientes esposos u esposas, y en algunos casos, hijos), se los impedía. Yo jamás quise esa vida. Cuando él me dijo que también vivía solo, que tampoco acabó su licenciatura, y que tampoco tenía planes de formar una familia, deseé (incluso antes de fantasear que me partiera el culo) pegar mi rostro a su pecho, que pasará su mano por mi cabello y me susurrara que todo estaría bien. Era un deseo infantil, como los niños que buscan ser abrazados por sus papas porque los despertó una terrible pesadilla.
   Su nombre es Joel. Esa noche, sentí lástima por él y por mí; si tan sólo nos hubiéramos mamado y cogido entre sí, santo remedio. Pero decidimos hablar y conocernos. Y aquello fue el gran error, pues desde que le abrí la puerta de mi casa y vi su sonrisa,  supe enseguida que teníamos tantas cosas en común, que si comenzábamos a congeniar, lo que sucedería sería catastrófico: terminaríamos queriéndonos.
   He estado buscando infectarme de VIH desde el año pasado, cuando comprendí que jamás me salvaría de mi mismo, que nunca podría saciar mi necesidad de que me cojan, de que siempre respondería a cualquier mínima insinuación de sexo: un guiño de ojos, una lengua que moja sus labios, una mano que roza su entrepierna en un baño publico. No tenía escapatoria. Tarde o temprano terminaría sucediendo, ¿por qué no mejor de una vez? Me ahorraría el miedo de sentirme infectado; si tuviera VIH, ya no me tendría miedo, ya no habría nada de que preocuparse. He ido a las cabinas de todas las sexshops de la ciudad, he ido al famoso cine Nacional, al cine Savoy, y a las famosas orgias que se organizan cerca del metro Taxqueña. Sexo a pelo, con hombres que me prometían que sus mecos estaban "vitaminados". Pero nada. Cada mes me hacia la prueba de ELISA y siempre salía negativo. ¿Es que era inmune a esa mierda? ¿O mi culo está tan aguado que ya ninguna fisura sangrante tiene? Pero eso no tendría porque ser problema. Todos mis amigos "barebackeros" me dicen que la tercera cogida a pelo es la buena, la definitiva. ¿Cuantas llevaría yo? ¿Quince? ¿Y de esas quince, con cuantos hombres estuve en cada una? Pene tras pene que me tragaba, sin mirar ojos ni rostros. Mi mayor fantasía era que treinta
hombres se vinieran sobre mí. Lo necesitaba. Me sentiría invencible, lejos de este mundo y de mí, ¿no todos buscan eso? El sexo es la única alegría de ser adulto. Todo lo demás es una galería de fobias, responsabilidades, depresiones y otras muertes. Y ni siquiera es una alegría asegurada. Cuando uno envejece, el sexo muere. Debo disfrutarlo ahora que mi piel es suave y lisa.
   Pero odio el orgasmo. Jamás llego a el, aunque me lo pidan.
Es como despertar de un sueño. Pero yo quiero seguir dormido. Si tienes la oportunidad de no despertar, ¿para qué hacerlo? Incluso bajo los términos de que es un sueño de ojos abiertos, sigue siendo un dulce sueño. Venirse es echar a perder la fiesta, apagar las luces. Es la cruda. Deseo permanecer ebrio, mantenerme en un estado de alegría perenne. ¿Quien no desea estar así? Soy un hombre honesto.
   Joel no tenía VIH y no estaba interesado en infectarse. La segunda vez que visitó mi casa, lo hicimos con condón, porque él insistió y yo cedí. ¿Por que a el lo traté de manera especial? ¿De qué beneficios se puede jactar? ¿Tiene algún dominio sobre mí? El me besaba mientras me cogía y yo me dejaba besar, y cuando menos me di cuenta, yo buscaba sus labios para apretarlos con los míos. Quería beberme a Joel. Ya no estoy seguro si las lagrimas que nacían de mis ojos eran lagrimas de sexo. Sospecho que todas las lágrimas, incluso las que nacen en momentos de insoportable felicidad, derivan de la misma causa: la muerte.
   Debo aclarar que soy un hombre inteligente y completamente facultado para las ciencias y las artes. He investigado sobre psicología y religión y he resuelto mis propias dudas sobre el Todo. Sé que el sexo y la muerte son los extremos de la cuerda de la vida. Sé que Dios es el nombre que le damos a los misterios de la vida y de la muerte. Sé que el amor es un invento de los mamíferos, y nosotros los humanos añadimos atractivos y connotaciones religiosas y espirituales al sexo para no recordar y sabernos animales. Esto último no lo entiendo; yo amo ser un animal. Amo la carne sudorosa, apestosa, amo la mierda y la orina, amo sentir todos los fluidos humanos sobre mi piel: me hace sentir rebosante de vida y de enfermedad. No hay nada de asqueroso en los deshechos corporales. El asco y el pudor son creaciones culturales.
   He visto a todas mis víctimas (y victimarios) en todos los trabajos decentes disponibles, ataviados con los uniformes más honorables y perfumados con los mas lujosas fragancias. Los he visto con sus padres, visitando la casa de sus abuelos, los he visto abrazar a sus hijos y regalarles juguetes de acción. Los he visto en conversaciones mundanas y en juntas de trabajo, y los he visto en la seriedad y el desempeño laboral y familiar más acertado. Pero también los he visto en el frenesí, los he visto quitarse la ropa desesperados y penetrar y lamer sucios culos con verdadera ansia; los he visto eyacular sobre pechos, rostros y anos indistintos, y he visto sus expresiones faciales perdidas, en el límite de del alivio y la inconsciencia. Son hombres (y también mujeres) completamente normales, pero también son ingenuos: creen que sus padres y sus abuelos jamás han experimentado esa clase de sexo, y que sus hijos nunca lo experimentarán. Ilusos; si no lo supiera yo, que he cogido hasta con familias enteras. Les admiro su capacidad de resistirse a juntar dos ideas diametralmente opuestas: la perversión y la inocencia.
   ¿No es también una perversión la inocencia? ¿No será ese el motivo por el cual rompí mi segunda regla: no coger con la misma persona dos veces? Pero Joel me motivaba a contrariar todos mis preceptos sobre el sexo. ¡Vaya, incluso platicamos durante el acto! Como si no fuese suficiente desfachatez. Cuando él acaba (se ha acostumbrado ya a mi costumbre de no venirme), se
"sale" de mí, tira el condón a la basura y regresa a mi cama a abrazarme. No adopta esa pose pseudointelecutal y pseudomasculina de sacar el cigarro y fumarlo. A lo mucho saca una paleta o un dulce y lo muerde. Lo que hace es suspirar. Suspira demasiado. Como si exhalara el humo de su cigarro imaginario.
   Y me comienza a hablar de cosas. Tiene la gentileza de no hablarme de él, ni de las tragedias de su vida, o de las tragedias de las vidas de otros. Me habla simplemente de la vida, en general. De los libros que le han ocasionado bienestar y malestar. De las inquietudes humanas. Cuando pronuncia la palabra "destino" me abraza más fuerte. Con cualquier otra persona, me hubiese empalagado y le hubiese ordenado amablemente que se retirara de mi casa. Odio el sentimentalismo. Pero con Joel no. Lo suyo era nostalgia. La nostalgia por virtudes que a nosotros, los humanos (los animales), nunca nos pertenecerán. Cuando me dijo: "Tuvimos que inventar al amor para salirnos con la nuestra; o al menos intentar salirnos con la nuestra", lo miré. Le pregunté si había leído el mismo libro de Carl Sagan que había leído yo. Me dijo que no, que sólo eran suposiciones suyas. Y entonces yo lo abracé.
   Era primero de noviembre, y me tocaba, como de costumbre, hacerme la prueba de VIH. Fui, me picaron un dedo, tomaron las gotas de sangre de aquel piquete. A los cinco minutos me dijeron lo usual: negativo. Salí apesadumbrado, pateando las botellas tiradas en el suelo. Y entonces se me ocurrió una idea magnifica. No pude evitar sonreír mientras caminaba entre las banquetas de la ciudad, rodeado de personas y sus respectivas enfermedades. Era una idea maquiavélica, y genial: Joel debía infectarme de VIH. Sí, pero, ¿cómo?
   Le pregunté a unos de mis amigos infectados si podía "cogerse" a Joel. "Si no se da cuenta, mejor" le dije. Mi amigo me dijo que si un hombre no es capaz de darse cuenta que una verga está rompiendo su culo, entonces está en problemas. Me dijo que ideara un plan para lograrlo, y me sugirió la idea que aún así sería riesgoso, pues de verdad es posible que yo sea inmune al VIH. "Ha habido casos así en el mundo" me dijo, "¿por qué no celebras tu inmunidad mejor?" Le dije que no hay nada que celebrar en que uno no sea capaz de restregarse una enfermedad más en mi cuerpo; el VIH es un fluido más. Y yo celebro la vida en el sexo. Me preguntó que si no le tenía miedo al VIH. Le dije que si, por supuesto, que le tengo pavor. Por eso mismo lo quiero. Es fastidioso sentir miedo en el sexo. El miedo no es un afrodisiaco muy poderoso; no tanto como yo creía.
   Entonces me dio varias ideas para someter a Joel; emborracharlo, fingir un secuestro y una violación, o simplemente el piquete de una jeringa que contuviera sangre "vitaminada". La última opción la rechacé porque yo quería que fuera un pene el que lo "bautizara". También rechacé la primera, porque ya he tenido sexo con un Joel borracho, y aun así fue capaz de recordar ponerse un condón. Sólo quedaba la segunda opción. Me decanté por esa.
   El día en que secuestrarían y violarían a Joel (cortesía de mis amigos "activos" e infectados que siempre habían fantaseado en hacer algo tan ruin), yo fui al gimnasio por primera vez en mi vida. Sentí un irrefrenable amor por mi cuerpo, por mi sexualidad y por mi virilidad. Soy un hombre esbelto, atractivo; por poco un semental. No me cubro con un velo de fantasía ni me doy aires de grandeza; lo digo respaldado por los comentarios de mis amigos  sexuales, quienes juran que yo me haría millonario si me hiciese prostituto especializado en estrellas de la farándula. Les dije que no, pues hacer del sexo un trabajo es arruinarlo todo; ¿no he repetido hasta el cansancio que aborrezco la vida de mis amigos de la universidad, quienes trabajan y tienen una familia feliz? ¿No fue André Bretón quien dijo que no vale la pena vivir si sólo se va a trabajar? También, por primera vez en mi vida, ese día hice planes a futuro; no sueños ni divagaciones, sino verdaderas metas a corto y largo plazo. Primero, le pediré a Joel que viva conmigo. Después, compraremos terrenos o cuartos, y los rentaremos. No tendríamos que trabajar. Soy afortunado de que Joel sea de clase alta; sí, se disfraza de oficinista y así se va a trabajar, y durante el trabajo no está fantaseando que su colega de a lado le haga sexo oral, ni que el otro se orine encima de él. Lo envidio. No tengo idea de que es vivir sin tentaciones, sin esa adicción a ellas, que en mi cuerpo representan ser alergias. Me enferma el sexo, pero me enferma más no hacerlo.
   Pero qué digo. Claro que Joel tiene deseos y tentaciones. No es capaz de expresarlos en voz alta sin sentir que se ha desgarrado o que una parte de él haya muerto. No creo que llegue a los extremos de desear que un grupo de hombres lo violen (tal y como lo hacen ahora) pero sé que, en su inocencia hay una estrategia, quizás inconsciente, de que en un ansiado clímax explote y se sienta "flotando"; un asunto que trate, no de vida y muerte, sino de sexo y muerte.
   Aquel día fue a mi casa, a eso de las dos de la madrugada, tocando la puerta rabiosamente. Cuando le abrí, lo vi con el rostro rojo, con el llanto a lagrima viva y la ropa desgarrada. Me abrazó. Por primera vez en mi vida sentí amor. Lo abracé fuertemente, y lo lleve a mi cama; lo acosté, unté una crema en los moretones que tenía en sus brazos y piernas; mientras tanto, el me contaba todo. El caminaba por la avenida Gustavo Baz, después de salir de trabajar, cuando una camioneta se detuvo a un lado, dos hombres salieron de ella y lo metieron a la fuerza. Lo demás fluyó como el argumento de cualquier película porno gay sadomasoquista. Al soltarlo, en ningún momento le dijeron que ya era un miembro más del club del VIH; sólo lo aventaron a la banqueta de una calle poco concurrida. Joel lloraba, temblaba, y me dijo que no quería volver a salir a la calle, y me rogó vivir conmigo. Yo le di un beso en la frente, sequé sus lágrimas y le prometí todo el cariño que un hombre le puede dar a otro.
   A la mañana siguiente, cuando le serví el desayuno, le pedí que fuéramos novios. Le insistí en que sería fiel, que abandonaría todos los hábitos de tener sexo con desconocidos, y que no volvería a hacer cruising. Él, sonriendo difícilmente, aceptó. Se veía tan vulnerable, con sus ojos llorosos y su voz ronca de tanto gritar. Me dijo que podía hablar con los de su trabajo para ver la manera en la que pudiera trabajar temporalmente en casa; en el peor de los casos, pediría vacaciones. Yo me sentía en la gloria.
   Los días siguientes fueron los más felices de mi vida. A Joel le dio fiebre; lo cuidé como a un niño chiquito, le leí libros y vimos toda la filmografía de Almodóvar juntos. Casi nunca salíamos de la cama. Afuera de la cama había un mundo peligroso, lleno de personas hipócritas. Éramos dos hombres que habían hecho de su departamento, un universo. No fue sino hasta un mes después cuando volvimos a tener sexo. Como siempre, él fue el activo, y yo el pasivo.
   Le pedí que lo hiciera sin condón, y él sólo accedió porque estaba enloquecidamente enamorado de mí. Cuando comenzó a meterme su verga, comenzó a dolerme. Le dije que lo hiciera más despacio. El me hizo caso.
   En poco tiempo ya estaba penetrándome salvajemente, olvidando que la misma mirada que ahora poseía era la misma con la que sus violadores lo veían a él. Sentí que cerraba un círculo, que en verdad él me amaba y yo lo amaba a él; acerqué más mi cuerpo al suyo y besé sus labios, su pecho, sus ojos; todo lo besé, mientras sentía que el estaba en éxtasis, que sus ojos estaban perdidos, que resbalaba saliva de su boca; su rostro tierno y animal era lo más excitante que había visto en mi vida; y en verdad no pude evitarlo, no pude evitar venirme como un dios, eyaculando lo que había guardado durante años de orgías descomunales, tríos extenuantes; años de carnavales de sexo y paraísos de piel y semen; y me vine, me vine, y...
   Desperté. Abrí los ojos. Me sentí momentáneamente solo en la oscuridad. Quise volver a encender las luces. Me sentí desamparado, avergonzado... Y cuando Joel vio mis lágrimas (que como todas las lágrimas, ya sean de felicidad o de dolor, tienen la
misma causa), me abrazó y me dijo:
   -Todo estará bien.
   Pegó su pecho a mi rostro y pasó su mano por mi cabello, de la misma manera en la que los padres tranquilizan a sus hijos después de que estos hayan recién despertado de una pesadilla.

domingo, 3 de marzo de 2013

Sofía, Sofía

 
 Voy a resumir mi vida en este cuento. Hay quienes viven vidas hinchadas de anécdotas extraordinarias y vivencias dignas para que las reciba la literatura. La mía apenas merece un puñado de páginas, y aun así me siento suertudo, pues hay vidas que no merecen ni una línea. Mi caso sólo destaca del resto por cierto entramado sobrenatural de mi vida; fuera de esto, la mía sería una de tantas que se apilan en la fosa de cadáveres.
   Mi vida no comienza en mi nacimiento, ni siquiera en mi infancia; los acontecimientos importantes de mi vida se desencadenaron cuando yo tenía veintiún años y mi novia me dijo que si no pronunciaba su nombre cada cinco minutos, moría. Lo dijo con absoluta seriedad, no como quien dice una amenaza cariñosa y tampoco como patética estrategia de novia celosa. Me lo dijo llorando, como si se arrepintiera de la maldición que recién me infectaba; dando a entender que ella no la invocó, sino algún otro u otra. Yo le dije: "¿Qué te pasa, por qué lloras, no es una broma?", y ella me repetía que no y no, juraba y me suplicaba que dijera su nombre: Sofía.
   Yo la amaba. Recuerdo el ardor con que en esos tiempos latía mi corazón, y que no era sangre lo que circulaba por mis venas, sino lava. Amaba sus detalles: sus lentes que nunca lavaba, su hábito de beber hasta la última gota de coca-cola, su costumbre de dormir frente al ventilador encendido y cubierta de tres o cuatro cobijas. Recuerdo lo que debía estar siempre adentro de su bolso: agua embotellada, fotos mías y de sus padres, un perfume, una cuchara y el juguete de un piano de tamaño miniatura. "Me gustaría coleccionar teclas de piano", decía ella, "pero nunca las encuentro solas, siempre están todas juntas en el piano... Es que siempre he tenido un sueño, en que las teclas fuesen independientes del piano, y si las tocas, suenan, sin necesidad de estar sujetas a su Dios". Yo me burlaba de su sueño, ella me mordía y me contaba otro y así hasta el infinito de nuestra intimidad. Ella era escritora; yo leía todo de ella, yo leía hasta sus senos (me encantaba la dulzura con la que estaban hechos) leía sus labios y leía su lengua; yo estaba completamente escrito por ella.
   Por eso, cuando llegó atemorizada y rogándome que repitiera su nombre una y otra vez, me desconcerté en demasía. ¿Acaso su miedo era fruto de algunos de sus locos sueños? ¿Había tenido la premonición de que si no seguía con ella, me moría? No quise contradecirla, aunque nunca dejé de murmurarle: "Sofía, ¡Qué locura!" Pero es que yo estaba tan enamorado (ella era mi piano; yo, una de sus teclas), que accedí a su absurda petición, más que nada porque aquella noche sería la primera vez que dormiríamos juntos en una misma cama solitaria.
   -Trata de dormir pronunciando mi nombre.
   -Es imposible.
   -No puedo dejar que no lo digas.
   -Sofía, Sofía -para demostrarle compromiso a su locura, cada que decía su nombre lo decía dos veces- ¿Cómo quieres que dormido pronuncie tu nombre? Cuando se está dormido, uno olvida hasta su propio nombre.
   -¿Por qué no lo intentas y ya?
   Y entonces cerré los ojos y deseé perder la consciencia mientras aun lanzaba su nombre al viento: Sofía, Sofía. Ya estaba sintiendo más leve mi cuerpo y adentro del oscuro mundo del sueño, cuando de repente sentí un aterrador dolor en mi corazón, sentí la inminencia de la inmovilidad y cómo mi propia sombra se cernía sobre mí para invalidar mi cuerpo. Asustado, grité poseído: "¡Sofía!"
   Desperté. El dolor y el miedo se desvanecieron y me sentí sano y completo. Sofía me abrazó y yo descubrí la validez de sus palabras, la certidumbre de sus locos sueños.  Le reclamé: "¿Cómo voy a volverme a dormir en mi vida?" Ella presurosa me contestó: "Quizás también funcione si lo escuchas cada cinco minutos" y tomó mi celular y me obligó a grabarme diciendo su nombre: Sofía, Sofía... Durante 3 minutos, que era el límite de duración para una grabación en mi celular. "Acuéstate" me dijo, le puso play a mi grabación y la configuró para que esos tres minutos fuesen un bucle interminable, una serie de sofías, cada una con distinta entonación. Yo dormí plácidamente con el tañido de su nombre, pero, ¿qué habrá significado para ella dormir abrazada conmigo, escuchando mi voz repetir sin tiempo ni cansancio: "Sofía, Sofía"?
   Los días posteriores fueron los más fáciles; convencido de que mi amor a Sofía era inagotable, conjuraba su nombre con la felicidad de quien poseía un talismán secreto, un hechizo contra los malestares de la vida. Pronunciar su nombre significaba tenerla siempre en mi mente, dando vueltas, la mayoría de las veces evocando felices y agradables recuerdos. Su nombre columpiaba en mi paladar y no era ningún estorbo; yo siempre les hablaba a mis amigos de Sofía, así que no notaron diferencia alguna. También podía escaparme con la excusa de que podía usar la palabra "sofía" como sinónimo de sabiduría, y quedar entre mis colegas como un apasionado por la filosofía. Eso sí, cuando me subía a un autobús o entraba a un baño público, no tenía escapatoria: decía su nombre como un idiota , como un enamorado catatónico, como un hombre que había olvidado todo sobre el universo excepto a la tal Sofía.
   -Sofía -dije, mientras orinaba en un baño público, en un urinal, a lado de otro hombre.
   -¿Qué? -preguntó él.
   -Sofía -le respondí.
   -¿Sofía?
   -Sí, Sofía -le dije y me fui. El hombre me miró tan desconcertado que jamás en mi vida olvidé su rostro y su mueca de extrañeza, que recordaría toda mi vida. Tampoco sabía en ese momento que este pequeño evento determinaría de manera crucial los últimos días de mi vida.
   En uno de nuestros actos vandálicos de amor, le susurré a Sofía una parodia del comienzo de su novela favorita, "Lolita".
   -Sofía, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. So-fi-a: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. So. Fi. A.
   Yo era tan feliz, pues su nombre y su imagen multiplicados en mi pensamiento me salvaban de mis oscuros deseos; repetir su nombre era una medida de autosabotaje, una táctica para evitar la infidelidad. Estaba atada a ella en el lenguaje, y así fue como vivimos juntos en nuestra casa propia; ella trabajando de secretaria, yo de cajero. Estudiábamos contabilidad sólo para tener un colchón, dónde caer muertos. Nos vengábamos de todos cuando nos acostábamos debajo de las sábanas, mientras yo comenzaba a tener interés en la literatura y le recitaba versos de Heine: "Preciso es que tú hoy al fin me lo confieses, /¿eres acaso tú vano delirio,/ sueño que del cerebro del poeta/ nace en las tardes del ardiente estío?"
   Pero pasaban las estaciones, y de repente percibí cómo nos interesaba menos el ritmo de nuestra vida cotidiana; de repente sentí que introducía más a la fuerza a Sofía a mis comentarios, de repente sentí a mi estómago indigesto por desayunar, comer y cenar Sofía. Yo seguía resistiendo, le pedía que me ayudara a hablar sin mover los labios o enfrentar situaciones cada vez más difíciles, como hablar en público en alguna conferencia de la universidad.
   -Finge que tienes tos y aléjate del micrófono... Velo por el lado bueno: por lo menos no me llamo Gregoria o Jacaranda.
   Comenzaron a empalagarme sus cuentos, comencé a identificar cuáles de sus figuras retóricas eran válidas y cuales eran ripios. Su nombre cada vez iba perdiendo más significado, y se convertía en un simple soplido, en un fonema. Un día la vi mientras se desvestía y pensé: "eres sólo un conjunto de sílabas que independientes pierden significado, como las teclas de un piano". Cuando desnuda se acostó encima de mí, comprendí lo banal que era su estilo, lo mucho que me molestaban sus hábitos (como dormir tapada por cuatro sábanas y encender el ventilador, qué estúpido), su malsana adicción a la coca cola y ¡ay! Sus sueños ridículos, sus sueños insípidos, vanidosos y fatídicos. Mientras la penetraba, comprendí lo triste que era todo, lo triste que era para mis labios sólo decir su nombre, y lo triste que debe ser para ella sólo escucharlo de los míos. Si susurraba su nombre en pleno forcejeo sexual con mis labios pegados a su oreja, era porque ya sabía que era la última vez que los decía de esa manera.
   En la ruptura le reclamé todo: "¡Egoísta! ¿Por qué no eres tú la que repite mi nombre a cada segundo? Me contagiaste de una enfermedad exclusivamente tuya, y te aseguraste de que tú misma fueras la cura!". Tú empezaste a llorar y a reprocharme que en ningún momento me encadenaste, que jamás me aprisionaste en nuestra casa rentada. Entonces le tomé la palabra, cogí una mochila y le puse ropa y objetos personales, y me largué, azotando la puerta. En el camino me puse a llorar con furia y a musitar inevitablemente: Sofía, Sofía.
   Fui a dormir a casa de mi mejor amigo de la universidad(a quien poco después le encargué de favor que recogiera mis demás pertenencias que dejé en el cuartito donde vivía con Sofía, quien lo abandonó rápidamente) y es ahí donde viví durante bastante tiempo. El siempre creyó que repetir su nombre era un síntoma de mi duelo y desamor, pero yo cada vez que lo decía sentía una punzada de ira embravecida. Mi amigo era un hombre seductor, y cada semana llevaba a la casa a dos o tres distintas mujeres; lo envidiaba por ser capaz de decir sus nombres diferentes, como Lucía, Laura, Brenda, Amanda... Yo estaba atascado con una, o quizás, con todas las Sofías del mundo... ¡Ahí está! Sólo debía encariñarme de otra Sofía, pero, ¿cuál de todas las Sofías del mundo podría volver a enamorarme? De preferencia que no sea escritora, ni que tome muy en serio sus sueños; y en cuanto a los extraños hábitos, que mínimo no se vuelvan estúpidos con el tiempo.
   Pero nadie debía conocer mi empresa. ¿Qué diría mi amigo si le dijese que sólo quería hacerme novio de otra Sofía? Cuán patético sonaría, tan anclado al pasado y reacio a abandonar la anterior fuente de mi felicidad.
   Cuando te acostumbras a dormir acompañado y vuelves a dormir solo, los días y las noches adquieren sus características iniciales: ser predecibles y aun así estar indefenso a ellos; la rutina solitaria es implosiva, todo lo que te duele y te desgasta se dirige hacia adentro. Una rutina con pareja es explosiva: tus frustraciones e inquietudes vuelan por todas partes. Ambas rutinas duelen, pero la segunda pesa menos, porque al fin y al cabo, a la hora de irse a la cama, tu mano siempre tiene la posibilidad de sujetarse a otra. Pero, ¿no fue la rutina lo que aniquiló mi relación con Sofía? ¿Es que todas las relaciones están destinadas a perecer, sea cual sea la fuerza de su amor? Quizás nos anticipamos la muerte, quizás la combatimos de manera suicida. Pero, ¿no sigue siendo amor pronunciar su nombre cada cinco minutos para salvar mi vida, a pesar de que sea en contra de mi voluntad?
   Acabé la universidad y conseguí un trabajo fijo: comenzó por fin la etapa de mi vida que yo llamo "resignación": sabes que envejeces, pero no puedes hacer nada, y finges (y todos fingen contigo) que no te importa, que lo importante es que estás "estable". La palabra clave de la edad adulta es la "estabilidad": trabajo estable, pareja estable, casa estable, hijos estables... ¿Pero qué creen? Nada es estable, ni siquiera tu nombre. Me largué de la casa de mi amigo (sobre todo porque él consiguió su estabilidad) y me fui a vivir solo; sin mascotas, porque soy alérgico y perezoso para todas. Despertar, arreglarse, trabajar y regresar a casa: era tanta, demasiada estabilidad, que yo lo único que quería era hacer volar el escritorio de mi oficina (porque trabajaba de contador público en una oficina, ¿y no fue en una donde nació la posmodernidad?) y orinar sobre todos mis documentos, romperlos, morderlos; y cogerme a muchas mujeres, a muchas, a muchas.
   Y lo hice. Todos los fines contrataba a una prostituta (o ni siquiera había necesidad de contratar a alguna, cualquier hombre de mi tiempo conoce lo fácil que es conseguir sexo gratis y anónimo por internet) o invitaba a mi departamento a alguna mujer, y tuve sexo con todas ellas, con las más feas y las más guapas, las más gordas y las más delgadas. Y lo gocé. Siempre antes de comenzar les planteaba:
   -Vamos a jugar a que te llamas Sofía.
   Una que otra me preguntaba por qué, pero la mayoría aceptaba enseguida; ¿qué mejor, en el sexo casual, fingir ser otra persona? Yo era libre de halagarlas e insultarlas, y después de la pausa, decirles Sofía. ¿Qué si era triste? No. Era hermoso. Era hermoso atribuirle aquel nombre a tantas mujeres, "prostituirlo" para poco a poco mitigar el dolor que me causaba la primera. Y es que era una tortura vivir con el sello permanente de su nombre en mi boca y en mi pensamiento...¡Vaya que era un lastre arrastrarlo a donde quiera que se dirigían mis ideas, aquel granizo de Sofías que caía sobre mi cabeza, odiosa muletilla, dolor de cabeza, pesado latido de mi pensamiento! ¡Lo que anteriormente era un caramelo paseándose por mi boca, ahora era una úlcera en mi lengua! Todo aquel repertorio de Sofías era como un estante de medicamentos para calmar mi dolor y mis nervios; y pronto, felizmente entendí que Sofía no tenía por qué ser un nombre o tener significado; era una palabra más, que podía designarse a cualquier cosa, como envase vacío donde cabía cualquier líquido.
   La maldición de pronunciar Sofía pasó a ser un trámite para seguir existiendo, como el respiro, como el parpadeo; ya de manera involuntaria lo hacía. Pasé una larga temporada con esa vida de contador responsable que de vez en cuando se reservaba el placer de quitarse la corbata y volverse animal frente a una mujer desnuda, e incluso llegué a sentirme satisfecho con mi dosis semanal de Sofías...pero, ¿qué tan inocente fui al pensar que la felicidad no es mutable? ¿Y a qué se le puede llamar felicidad? ¿A las pequeñas sorpresas, o al clímax alcanzado por conquistar las ambiciones grandes? Nada, no sabía nada ya, y toda esa ignorancia comenzó cuando entró a mi casa una de tantas Sofías, que de inmediato se rebeló y declinó mi oferta de cambiar de nombre (y de ego, y de vida) y desde un inicio determinó su ideología:
   -Yo me llamo Valentina.
   Llegó como los conquistadores llegan a tierras desconocidas: tanteó el horizonte, lo reconoció, invadió e instauró un nuevo régimen, imponiéndose sobre lo que ya habitaba ahí. Y lo que residía ahí era una "resignación" que vivía a base de "sofías", una "estabilidad" que estaba en la agonía.
Valentina era una chica menuda, bajita, rostro de niña hiperactiva; emocionalmente era una bomba a punto de estallar. No tuvimos tiempo para tener sexo aquel día, porque se la pasó hablando de sí misma, contándome anécdotas divertidas y curiosidades sobre ella. Se preocupó mucho por enamorarme, casi parecía que yo la había contratado sólo para eso. Yo casi ni hablaba, entre que la escuchaba y me preguntaba: "¿Y a qué vino esta mujer a mi casa?".
   Me contó que era fotógrafa profesional y también era periodista, de las que trabajan en periódicos y revistas que nadie conocía, ¿pero qué importa? Al revés de Sofía, ella no salpicaba su ego sobre su arte, sino que se limitaba a capturar la realidad tal cual, sin filtros ni adornos. Eso era lo que yo necesitaba, alguien que me hiciera ver la realidad así, sin complejos. Cuando le dije que yo necesitaba pronunciar el nombre de Sofía, y si no lo hacía cada cinco minutos, me moría, creyó que era una broma y se rio. Cuando notó que yo, en efecto, decía Sofía en medio de mis frases, pensó que aun alargaba la broma. Después ya no me preguntó nada, porque mi rareza se comparaba a las suyas: tener el tic de sacarse la lengua, comerse su propio cabello, reírse de todo, tomar fotos con su celular a cualquier cosa ("Si yo no le tomo fotos a algo cada cinco minutos, me muero" se burlaba) y a veces hablar cantando, como si estuviese en un musical. Yo, que era serio, taciturno, pensador y ególatra, era su antítesis. Pero cuando después volvió a visitarme (no sé por qué razón), descubrí que yo tenía algo de ella oculto en mí, y ella algo mío escondido en su ser. Es sólo una teoría, claro, porque el amor súbito que yo sentía por ella era capaz de deformar mi visión. Íbamos al cine todos los fines de semana; yo abandoné mi hábito de invitar Sofías a mi departamento y ella dominó por completo mis ratos libres: llamadas telefónicas, conversaciones por internet... ¿Por qué me frecuentaba ella? ¿En qué consistía mi atractivo? ¿En mi resignada soledad, en que yo representaba todo lo que ella no? Fue tan imprevista su llegada, como el relámpago en un cielo despejado y azul.
   -¿Quién es esa tal Sofía? -me preguntó por teléfono un día.
   -Es... Es una chica.
   -Me choca que la nombres cuando hablemos.
   -Pero...yo sé que nunca me creerás, perdóname. Es como una enfermedad.
   -O mejor dicho una adicción.
   -No, de verdad que no. Tengo años que no sé nada de ella.
   -Me enoja, me enoja mucho.
   -A mí me duele -dije y rompí a llorar.
   ¿Por qué no era una enfermedad intercambiable? Una en que consista la imposibilidad de vivir sin pronunciar el nombre de cualquier mujer: Alicia, Dulcinea, Dolores, Sabina... Nombres hermosos, literarios, con tanto significado, ¿quién podría escribir el libro de una tal Sofía? Muchos, y a la vez nadie.
¿Cómo podré amar de ahora en adelante? ¿Cómo podré besar con mis labios envenenados de Sofía? No hay día en que no piense en ella, no porque la extrañe, sino porque la pienso de la misma manera con la que uno piensa los asuntos generales: el amor, la muerte, mamá y papá, la insignificancia de la vida... Pero yo quería (necesitaba) que Valentina ocupase su lugar, quería amarla con la misma devoción, y es que, ¿por qué no era aquella nueva devoción mi cura? ¿Acaso no podía sustituir a Sofía con Valentina? ¿Pronunciar el nombre de mi chica menuda o hiperactiva?
   Lo intenté. No pude. Me desmayé y por poco moría. Grité Sofía con la desesperada ansia de volver a ver a Valentina. La relación entre ella y yo por poco acaba, si no fuese porque un día le di un susto a propósito:
   -Quiero que veas como no puedo vivir sin pronunciar Sofía -le entregué mi reloj y esperamos juntos. Nos sentamos frente a frente. Ella fruncía el ceño y a veces se le escapaba una risa.
   Me entró miedo. De la nada, sentí que me ahogaba y vomité sangre; mis ojos se tiñeron de sangre también y sentí el irrefrenable deseo de que mis venas estallaran. Sólo sobreviví tras susurrar:
   -Sofía... -y me desmayé.
   Cuando desperté, estaba en la cama de un hospital. ¿El diagnóstico del doctor? Estrés inducido por exceso de trabajo.
   Cuando dejaron entrar a Valentina para que me viera, ella corrió a mis brazos y rompió a llorar. Yo le acaricié su cabello (largo en proporción con su cuerpo) y me prometió jamás burlarse de nuevo de mi enfermedad.
   Aprovechó también para desenmascararse y confesarme que ella también amó "con fuego en el alma y lava en las venas" a un hombre llamado Nicolás y que ella, sin necesidad de estar enferma, decía su nombre cada que podía, como un amuleto para la buena suerte. Hasta que él llegó un día para decirle que nunca la amó, y:
   -No eres bonita, Valentina.
   Ella, desamparada y aun enferma de amor, comenzó a suplicarlo como los pordioseros piden limosna: a cualquiera, ya sea pobre, rico, feo, guapo... "Todos eran hombres iguales para mí, ¿por qué no quererlos?", y emprendió una búsqueda sin objetivo. Después, al igual que yo, se vio envuelta en los brazos descubiertos de muchos hombres, cubierta por las sábanas de muchas camas diferentes; ya ni le preocupaba por conseguir amor, sólo con que la tocaran, que la hicieran sentir bien, sólo eso.
   Sólo necesité dar un paso afuera del hospital para convencer a Valentina de que viviera conmigo. Lo primero que hice al meterla a mi departamento fue lanzarla a mi cama y desnudarla; y al ritmo de mis "Sofía, Sofía" le besé sus labios de niña, sus orejas frías y su cuerpo caliente, "ay, Sofía" y besé todo su cuerpo, hasta su sombra, y me encariñé de sus pies, "Sofía aquí y Sofía allá", y me embriagué de todo su maldito cuerpo... Me enfurecí, quise confundir mi piel con su piel, y fue entonces cuando entré a su sexo y gimoteé:
   -Sofía...
   Mordí todo el azúcar de sus huesos, empapamos mi cama con nuestros sudores y lloré:
   -Sofía
   Ella lloraba, yo le daba permiso de recordar a Nicolás, ¿acaso creería que me dolería? Ella sólo se hundió más en mí; y al final, cuando ya nada más podía hacerse, cuando en verdad sentimos que habíamos vertido todo el uno sobre el otro, yo susurré:
   -Sofía
   Así fueron todos nuestros venideros días; claro, ella tenía que soportar que sólo podía dormir con el arrullo de mi propia voz en mi celular, repitiendo: "Sofía, Sofía". Todos los años siguientes de mi vida eran también la misma rutina: despertar, arreglarse, irse a trabajar, regresar a casa... Ahora con el añadido de los besos suplicantes de Valentina y su sexo avasallador. ¿Era esto la vida cotidiana? ¿Todo lo que aspiraba la humanidad? Está bien. Lo acepto.
   Cuando menos me di cuenta, ya era viejo. Dejamos aquel departamento, nos fuimos a una casa más espaciosa, tuvimos hijos (patéticamente llamados Sofía y Nicolás) y yo ascendí de puesto, me volví jefe; Valentina se volvió periodista profesional, y nos observamos envejecer juntos. ¿Qué más quería? Esto era la vida. Sin embargo, un día, un puto día que no tenía nada de especial, explotó todo.
Estábamos Valentina y yo (ella de cuarenta y ocho años, yo de cincuenta) en una tienda de regalos, souvenirs y curiosidades... Teníamos la intención de comprarle un regalo a la madrina de nuestro hijo Nicolás pues tendría su segundo bebé. Mientras veíamos un escaparate de esculturas pequeñas o minúsculas, mientras Valentina platicaba animada sobre las excelentes calificaciones de Sofía en la secundaria, un objeto minúsculo robó mi mirada, y dentro de mí desató una erupción volcánica, impaciente por explotar.
   Era el juguete de un piano, de tamaño miniatura. "Me gustaría coleccionar teclas de piano", decía ella, "pero nunca las encuentro solas, siempre están todas juntas en el piano... Es que siempre he tenido un sueño, en que las teclas fuesen independientes del piano, y si las tocas, suenan, sin necesidad de estar sujetas a su Dios". Recordaba la frase, palabra por palabra, y la recordaba con su voz soñadora.
   -Sofía -respiré.
   -Ay sí, también deberíamos regalarle algo -respondió Vale.
   Todas las semanas posteriores las viví como el autómata que siempre fui. Revisaba los diarios de las cuentas de los contadores que trabajaban para mí, verificaba los reportes, los activos y pasivos de varias empresas... Pero una palabra en mi cabeza absorbía a todas las demás: Sofía. ¿Qué había sido de ella?
   Mi pregunta se respondió antes de lo que yo quería. Escribí su nombre completo en Google y descubrí que era profesora de literatura, y que sobre todo, era escritora. Entonces, ¿no eran ripios lo que ella acumulaba? ¿De verdad eran literatura? Mi enfermedad se agravió. Comencé a revalorizar todo lo que yo viví con ella: los sueños, las mordidas, las desveladas viendo películas bobas... Hacía sumas acompañado por la música de mis labios (que ya se movían solos): Sofía, que volviste a tener significado... En internet, había imágenes de ella, y no pude evitar verlas.
   Pero, ¿quién era ella? Esa es una mujer. Sofía era sólo una palabra, un soplido, un fonema. Ella era un corazón, una mirada, algo más que un simple nombre que he repetido cada cinco minutos a lo largo de treinta años.
   Mientras le hacía el amor a Valentina, cuando me tocaba susurrar "Sofía", esta vez lo hacía con la consciencia de que si pensaba en ella, quizás ya no en la Sofía que alguna vez me enloqueció y me hizo vivir junto con ella, pero en una nueva y misteriosa Sofía; ¿quién es la mujer por la que he estado llamando (como si la buscara) durante treinta años? Mi esposa notó el cambio, me preguntó si me tenía harto mi trabajo, si quería vacaciones, o una segunda luna de miel. Nada, le dije, no quería nada, nunca he querido nada, ¿alguna vez he ambicionado algo? ¿Alguien, cualquier otra persona, ambiciona otra cosa aparte de amor?
Investigué todo sobre ella. Vivía en México, estaba casada y con hijos, por poco moría en un accidente automovilístico. Necesitaba verla, necesitaba saber que había hecho lo correcto, que era una perdedora e hice bien de largarme de aquella casa la noche en la que no pude más con la rutina... Y que sin embargo, era la misma rutina que he vivido con Valentina (la misma rutina que hubiese vivido con cualquier mujer).
Fui a la universidad en la que ella daba clases. Caminé entre los estudiantes, por los pasillos, pregunté por ella y me señalaron tal salón. Fui a ese salón... Y la vi, en plena clase sobre el romanticismo.
¿Quién era esa mujer? Sólo la reconocí porque había una coca cola en su escritorio y sus lentes estaban sucios, muy sucios. Aparte de eso, era una mujer madura, de cabello castaño, ondulado, dientes perfectos y cuerpo ni obeso ni delgado. ¿Esta era la tal Sofía? ¿Tanto alboroto por esta mujer involuntaria, esta profesora, esta escritora? Hay mujeres más impresionantes que pasaron desapercibido. Pero ella era mi Sofía, la Sofía que selló mis labios, que se aseguró de que jamás olvidara su nombre, e hizo de su nombre un poema, un reinado, una vida.
   Me senté en el suelo, a un lado del umbral del salón, esperando a que acabara la clase. Cuando la clase terminó, los alumnos salieron al unísono del salón, dejando a Sofía sola. Sin ninguna pena, entré al salón y ella me observó.
   Creo que me reconoció enseguida, porque me sonrió. Pronunció mi nombre, me abrazó, me preguntó que cómo había estado... lo habitual. No me había guardado ningún rencor por gritarle aquella noche, por largarme de casa. Yo le sonreí jovial, y cada quien presumió su vida: nuestros hijos, nuestras parejas, nuestro trabajo. Platicamos durante dos horas, e incluso faltó a dar una clase por mí. Pero jamás recordó mi enfermedad, mi incapacidad de decir otro nombre femenino que no fuese Sofía, a pesar de que entre dientes siempre lo musitaba, como un tosido involuntario. Me hablaba como si yo fuese un amigo de la universidad, un novio pasajero, un agradable compañero de cuarto. Me invitó a su casa. Yo, completamente intrigado, acepté.
   Le dije a Valentina que tenía una junta extraordinaria con los gerentes de una empresa. A las siete de la noche yo salí de mi casa para dirigirme a la de ella; resultó que vivía muy cerca. Me vestí bien, me peiné, nunca me había visto mejor. Observé, mientras conducía, mis canas y mis arrugas reflejadas en el espejo retrovisor.
   Su casa era enorme, de tres pisos, en una zona residencial. Toqué la puerta. Pronto, una niña de diez años me abrió. Gritó: "¡Mamá!" y en lo que ella desapareció, pude ver lo lujoso de aquella sala, la elegancia de los sofás, de la alfombra, de la pantalla plana. Llegó Sofía y me dijo: "¡Pasa, pasa!"
Tuvimos una conversación de trámites: "¿Llegaste bien, cómo está tu esposa, por qué no la invitaste?" (a esto último no respondí). De repente, llegó un hombre delgado, canoso, con una boina sobre su cabeza; viejo pero feliz.
   -Mira, te presento a mi esposo -dijo Sofía-; Ángel, te presento a...
   Conque mi sustituto se llama Ángel, y... Su rostro me era excesivamente familiar, ¿dónde lo había visto antes? Tuve el impulso de preguntarle: "Ángel, cuéntame: ¿tú también tienes que decir el nombre de tu esposa cada cinco minutos, o si no, te mueres?"
   -¡Ay! -exclamó Sofía, recordando algo súbitamente- Permítanme, es que se me quema la cena, señores.
   -Ay Sofía, Sofía -dije con cariñoso reproche. Observé a Ángel y me miró con desconcierto... Y entonces la verdad golpeó mi cabeza, el recuerdo volvió a mí, y me hizo tambalear del miedo.
   Ángel era el hombre con el que alguna vez oriné a su lado en un baño público.
   -Sofía.
   -¿Qué?
   -Sofía
   -¿Sofía?
   -Sí, Sofía.
   ¿La vida es tan simple y el mundo tan pequeño para permitirse estas coincidencias? Jamás olvide su rostro, porque su mirada desconcertada siempre la asocié a la vergüenza. ¿Se acordará él de mí? Pero claro que sí. Yo en su vida soy un profeta. Le di el nombre del amor de su vida, de su futura esposa; le di la contraseña para conseguir las respuestas a los misterios de su vida. So-fi-a.
   La cena pasó sin pena ni gloria. Ni él ni yo mencionó algo al respecto. Descubrí que Ángel también era escritor, y estaba interesado en contratar a un nuevo contador, así que le pedí su correo electrónico para futuras negociaciones. Descubrí que Sofía no era ninguna perdedora, que aun tiene sueños disparatados ("Ayer soñé que me abrazaba un gato"), y siempre, como un amigo fuese, la suspiraba: "ay Sofía, Sofía".
Cuando acabó la cena, me dijo: "ven, te quiero enseñar algo". Me llevó a su habitación, mientras su esposo lavaba los platos. Me enseñó su ropero, y abrió uno de los cajones. Adentro de aquel cajón estaban teclas de piano, sueltas; y eran casi irreconocibles, parecían simples tablillas blancas o negras, relucientes.
   -Lo lograste, Sofía -murmuré.
   -Tuve que romper un piano para lograrlo, jaja...
   -¿Y no suenan?
   -Sé cómo sonarían, con eso me basta. Ten, te regalo una.
   -Gracias...gracias, Sofía
   Jamás mencionaste mi condición de pronunciar tu nombre para evitar mi muerte. ¿Es que no recuerdas mi enfermedad? ¿O jamás existió? ¿Es que todo fue un invento mío, como medida de autosabotaje? Cuando estaba de nuevo conduciendo mi auto, me vi en el espejo retrovisor y me vi llorando. ¿Qué pasa? ¿Había desperdiciado mi vida? Quise estrellarme con algún árbol o con otro auto, y despertar... Pensé en mis hijos; Nicolás, un Nicolás que si amaría a Valentina, y la pequeña Sofía que si me amaría. ¿Nos juntamos Valentina y yo sólo porque nos resignamos a aceptar que jamás seriamos correspondidos por el amor de nuestras vidas? Yo me desahogo diciendo el nombre de ella cuando me cojo a Valentina, ¡y sé muy bien que ella quiere llorar el de Nicolás en su orgasmo! Estábamos juntos por compartir la misma tristeza, la misma ambición fallida (la única en nuestras vidas) y que probablemente heredemos a nuestros hijos, porque ellos, al igual que sus padres, no sabrán amar y mucho menos amarse a sí mismos.
   No choqué con ningún árbol y con ningún otro auto. Me resigné, como todos los hombres. A mí no me engañan, todos están en mi situación, sólo que yo soy obvio, mi "maldición" es a simple vista: pero todos estamos malditos.
   Retornaron a mí las ambiciones juveniles: no desaparecer entre la masa. Me pregunté: ¿Y si yo también me vuelvo escritor? Para eso, tuve que volverme primero lector y leí todo lo que alguna vez vi leer a Sofía cuando vivíamos juntos: a Kundera, a Dostoievski, a Murakami. Me puse de mal humor con mi esposa y con mis hijos, y ellos me notaron extraño. Ellos eran tan sólo consecuencias de la cobardía de una noche, cuando escapé de la casa que yo compartí con Sofía, para no volver jamás.
   Comencé a escribir, hace tan sólo tres meses. Escribía estupideces, como todos los que empiezan a escribir por su voluntad. Fue también en esas fechas cuando empecé a sentir la necesidad de pronunciar más frecuentemente el nombre de Sofía, ya no cada cinco minutos, sino cada cuatro, y luego cada tres, cada dos... Antes por lo menos me dejaba trabajar, pero ya no: renuncié a mi trabajo, ya no podía dar conferencias o hacer presentaciones. Esto pasó hace dos meses.
   Como yo era la fuente principal de dinero en la familia, Valentina me lo reprochó todo. Primero, que por qué deje el trabajo, por qué me volví escritor. Dejó en suspenso su cólera por unos días, pero luego explotó, tal y como yo lo hice treinta años atrás: "¿Crees que no me he percatado que ahora dices más su nombre? Sé que la amas, nunca has dejado de amarla; ¿te parece que ha sido fácil besarte, abrazarte... chupártela, mientras tú suspirabas una y otra vez: Sofía, Sofía? ¡Hijo de puta, te odio, jamás me has amado, nadie me ha amado nunca!". Lo gritó con toda su sangre; tomó de la mano a nuestros hijos y se fue, no sin antes azotar la puerta.
   Me había quedado solo de nuevo; eso pasó hace sólo un mes. Sin trabajo, sin rutina sentimental y familiar, ¿qué podía hacer? Ya ni mujeres podía invitar a mi casa para cogérmelas, porque mi verborrea de Sofías a cada minuto me lo impedía; sólo podía masturbarme. Me volví un animal, lo único que me hacía humano era escribir.
   Y comencé a escribir como loco, le escribí cartas a Sofía que jamás le enviaré, cartas a mis hijos, a mis padres que siempre menosprecié por abandonarlos tan joven... Y entonces pensé: "¿Y si le escribo una carta a Ángel? No, mejor aún, un cuento donde relate mi vida, la vida del hombre que profetizó el nombre de su amada".
   Éste es el cuento, Ángel. No quise decírtelo desde el principio del cuento, porque sabía que te daría miedo y no hubieses querido leerlo. Quise intrigarte, quise que te dieras cuenta poco a poco que era mi historia, pero no que estaba especialmente escrita para ti. Ahora que estás leyendo esto y te está entrando el miedo, no dejes de leerlo, te lo suplico. ¿No te emocionó ver en tu bandeja de correo electrónico un correo mío? Seguro sí, porque jamás dejaste de mirarme en aquella cena, y sé que escuchabas muy atentamente mis murmullos: "Sofía, Sofía, Sofía".
   ¿Recuerdas que te pedí tu correo electrónico por que querías contratar un contador? Quizás yo anticipé que lo necesitaría para esto... Probablemente cuando leas esto, ya te habrás enterado de que yo estoy muerto. ¿Podrías culparme? Desde que comencé a escribir esto he estado diciendo "Sofía" no cada minuto, sino cada diez o quince segundos, ¿te imaginas eso? Yo ya quería morirme, pero sólo prolongué mi vida para acabar de escribir esto.
   Esto no es ningún reproche. Escribo esto para que por lo menos uno de los dos obtenga respuestas. Yo jamás conseguiré las mías. Estoy acostado, cubierto con cuatro sábanas y un ventilador encendido frente a mí y ahora acarició la tecla que me regaló Sofía. Siento la necesidad ya no sólo de pronunciar su nombre, sino de escribirlo: Sofía, si no te escribo, me muero; Sofía, ¿cuántos aparte de mí estarán escribiendo o pronunciando tu nombre? Sofía mía, ¿es que yo alguna vez tuve un nombre? Ay Sofía que persigues a mi prosa Y a mis versos, ay Sofía mía, Sofía, SOFÍA, So-fi-a. Sofía, dime, ¿lo estoy escribiendo correcto? Sofía, viví la vida de todos los hombres, ¿me darías crédito por ello? Ay Sofía, al menos me das el consuelo de conocer mis últimas palabras, ay muerte mía:
-Sofía...