domingo, 17 de marzo de 2013

El sueño de todos los escritores.


La mujer cuarentona que juraba ser mi esposa entró a mi habitación (a mi universo), con varios libros en sus brazos; los aventó a mi cama y por poco golpea mis pies. Ella estaba en plena crisis nerviosa, podía notarlo por el tic de jalarse el cabello hacia abajo, por sus lagrimitas involuntarias y por sus risitas retorcidas que me llenaban de miedo. Soy un hombre de sesenta años, no necesito esto. Sesenta años completamente perdidos, que en algún lugar dejé y no encuentro. Esta mujer me trata de ayudar pero sólo entorpece las cosas, se entromete en mis imaginaciones, que es la categoría a la que se han rebajado mis recuerdos: simples fabulaciones, teorías y suposiciones de lo que fue mi vida. Es para jactarse, no para lamentarse. No todos reciben el privilegio del olvido en una mente aun capaz de imaginar. Ahora puedo llenar los huecos de mi vida con lo que quiera; mi cuerpo se queda aquí, en esta cama; mi mente naufraga, vuela y no aterriza nunca. Esta mujer fastidiosa que insiste se casó conmigo, sólo sabe repetir que me ama, que fue su culpa mi trauma cerebral y no sé qué más cosas, no le replico nada porque no se vaya a enojar más. Por mi parte preferiría imaginar que en mi vida fui gay y no cargar el peso de recuerdos (que en la mente se confunden y navegan en el mismo mar en el que navegan los sueños; es decir, tienen el mismo nivel de importancia), ficticios o no, a lado de una mujer arrepentida, nerviosa y pesimista. Ahora son mi dominio las tierras de los recuerdos, y me es posible sembrarle las flores que yo quiera.
   He visitado muchos (quizás todos) lugares de la Tierra, y ahora con humildad pienso que todos esos lugares caben en mi dormitorio, y éste es el universo, el que yo conozco, al que he sido confinado. No puedo levantarme de mi cama; hago lo que cualquier buen ser debe hacer, que es sólo acostarse y ocupar cierta parte del universo, e ignorar todo lo demás. Es un dormitorio modesto, con un ropero frente a la cama, y un espejo en medio de el; y ese espejo me reflejaba, y sólo por eso sé que soy un viejo; si no estuviese frente a mí podría imaginar que tengo 20 años y que mi incapacidad motriz en mis piernas es simple pereza. No recuerdo ya muy bien que es tener veinte años. Algo se ha de sentir, o quizás nada, pues ser viejo no te hace sentir nada en especial; las emociones no se te desgastan con el uso, se sienten igual. Desearía que los sentimientos también envejecieran, que se hicieran agrios y menos lúcidos. Pero después de todo no hay mucho que sentir cuando se está todo el día en cama.
   Recuerdo los días en que fui navegante de la tripulación de un barco que decidió naufragar voluntariamente y dirigirse a una isla por el puro placer de perderse. También recuerdo con mucho cariño la calle de las prostitutas vírgenes que alguna vez transité en una ciudad caribeña; y qué decir de mi amistad con un director de cine que fantaseaba con fusionar el lenguaje cinematográfico con el simbolismo lacaniano y de sus teorías de que con ecuaciones podías generar historias perfectas. Ah, pero lo que menos olvidaré son mis aventuras con un grupo de chicos que daban la vuelta al mundo en busca de un disco azul llamado Naátera, que provenía de otro planeta. Era yo un padre para ellos, un mentor que les auxiliaba en los momentos de mayor tensión, cuando en verdad se encontraban en aprietos. La mujer perjura que he perdido la cabeza; cuando aventó los libros al borde inferior de mi cama, yo con unas patadas los tiré al suelo. Yo no quiero leer historias; ninguna de ellas se compara a las que pueblan mi cabeza, memorias juguetonas y volátiles que parecen reproducirse unas con otras. La mujer insistía en que si yo leía esos libros, recuperaría la memoria. Sólo para exasperarla más, pues en verdad me caía mal la mujer, dije que no me urgía conocer mi pasado. Todos los pasados son iguales. Seguramente en algún momento lo llegué a tener todo, pero lo desaproveché; seguramente me crucé frente a miles de oportunidades, pero las desprecié todas. Eso es la vida.
  Le pedí de favor a la mujer que moviera el ropero del lugar. Ella se negó, diciendo que es bueno que yo vea mi propia imagen. ¿Acaso ella ignora que verse en el espejo es un dolor en la vejez? Pero va más allá: es un sufrimiento de toda la vida, sentirse adentro de una cárcel permanente, en un cuerpo que no revela nada de todo lo que se oculta detrás.
   El cuerpo es una cortina. Mis piernas no podrán caminar pero eso no me impide moverme. Mi mente no podrá recordar, pero eso no me impide inferir qué es bueno y qué es malo. Conozco el deleite sexual quizás con más claridad que cuando lo practicaba; no recuerdo a ninguna persona con quien compartí mi cama, pero recuerdo que lo hice miles de veces, y así puedo teorizar que lo hice con las mujeres más exuberantes y grotescas. Tengo la noción de los actos que yo hice, pero no su contenido; seguramente alguna vez disfruté de cuando mi esposa (que no conozco) dio a luz a mi hija (que tampoco sé quién es). Una chica de veinticinco años viene cada semana a decirme que me quiere, yo supongo que ella es mi hija. Me quiere enseñar fotografías pero yo me niego; también son espejos, espejos del tiempo pasado, y duelen, duele la felicidad alguna vez poseída. Me besa la frente como si fuese un bebé, y pienso que es irónica la vida y que es un círculo, se es bebé al nacer y al morir. Mi esposa me pide deje de contar mis únicos recuerdos lucidos, que curiosamente son los más extraños y disparatados: viajes en globo por Latinoamérica, una mujer que no discrimina sueños y realidad, y mis andanzas en un colegio que contaba con un bosque extraño, que lo habitaban gigantes y hombres lobo. Me pidió que me callara, y de nuevo me lanzó libros a la cara. Esta vez no quise ser maleducado, así que los empecé a leer. El primer libro que abrí tenía como título: "El morodoco que desafío al rey Kugev", y era una historia épica y fantástica; el engreído escritor creó su propio idioma y un mundo entero, tal y como también lo hizo Tolkien. En verdad pensé que leería un plagio, una versión genérica y hecha a pedido de las historias de la Tierra Media; pero no, era una historia absorbente, original con todo y sus lugares comunes. Tenía sus fallas, como algunos personajes que sobraban y ciertas preguntas sin respuesta, pero en general era una historia redonda, sin muchos cabos sueltos. Después vi los demás libros y vi que era una trilogía completa acerca de las guerras del mundo Niev, y como todo comenzó por un modoroco, que es "hombre" en idioma mortaniel. Leí cada uno de esos libros con verdadera pasión, pues comprendía todo lo que me hablaba el narrador, y utilizaba las mismas imágenes y figuras retóricas que yo hubiera usado si decidiese ser escritor. Llevaba la trama a los mismos lugares a los que yo la hubiese llevado, y el final... Un final sombrío, desesperanzador, pero a la vez lleno de vida (lleno de muerte), era el mismo final que yo siempre  he soñado para el mundo, un final bello que quizás no merece.
   Después leí otro libro, llamado "La sinfonía imposible", la historia de un músico empeñado a recordar la sinfonía que escuchó en sueños, a la vez que se enamora de una chica de la clase en la que el es profesor. Apasionada, desenfrenada; una historia enloquecida de amor y de su equivalente en el más allá: la música. Le pregunté a mi esposa sobre el autor de estos libros, un tal Ulises Lira, y le advertí su atrevimiento de escribir libros de índole fantástica sin entrever ni un poco su nacionalidad mexicana; le dije a mi esposa que los escritores mexicanos tienen la mala costumbre de meter a México a la fuerza en sus párrafos, como si no fuese suficiente grosería achicar una historia con potencial universal. Mi esposa, con buen humor renovado, me contó que Ulises Lira es de esos que no se dejan ver ni en conferencias, pues prefiere que sus personajes sean famosos mientras él pueda pasar desapercibido. Entonces leí otro libro, que era un recopilatorio de cuentos llamado: "Los relojes olvidados" y el tema central de todos los cuentos era el tiempo, claro está. El tiempo en todos sus colores: el tiempo de los enamorados sentados en una cafetería juntándose las yemas de sus dedos, el tiempo instantáneo y desgarrador de las violentas catástrofes y los accidentes mortales, el tiempo resignado de los ancianos que ya no utilizan reloj, y el tiempo apresurado de los jóvenes que no salen de su casa sin él. Los cuentos combinaban realidad y fantasía sin discriminar, como si ambos no solo fuesen amantes de ocasión que se esconden en hoteles, sino un verdadero matrimonio eterno que ha convertido a dos en un solo ser.  Yo, por ejemplo, que tengo la noción de haber sido un amante de la fantasía, y que ahora que me quede sin recuerdos debido a un golpe en mi cabeza, sigo apegado a ella (como si fuera la mamá), le debo ahora mi cordura, aun más que a la realidad, ese verdugo que en vez de guadaña usa un espejo (como si fuera el papá).
   Devoré todos los libros de Ulises Lira con cierta devoción: desde sus más comerciales, como "Las profecías malditas" (historia de un grupo de investigadores que se dedicaba a buscar y descifrar profecías que la historia de la literatura ha dejado situadas clandestinamente en los clásicos escritores más reconocidos de todos los tiempos, y todo al final está relacionado con una secta masónica), sus más personales como "La trayectoria" (que narraba una road movie de un escritor y su mejor amigo en busca de la historia perfecta en todo México, todo para salvar al amor de su vida que muere de VIH), y sus más políticas como "Sexo y drogas en las cúpulas del poder", de la cual no necesito escribir la sinopsis pues el título lo dice todo. Cuando leí el final de "Las profecías malditas", aquel bendito y maldito giro de tuerca al final que te impacta y replantea tu idea de la figura del escritor como ser social comprometido a la "causa", fue cuando alcé la mirada, vi todos los libros de Ulises Lira esparcidos por mi cama, y pensé: "Yo puedo hacerlo. Yo también puedo armar historias, como rompecabezas, también puedo emocionar con personajes y sus peripecias". No importa haber perdido la gran mayoría de recuerdos en mi vida; no los necesito, por mucho que se diga que un escritor también necesita una vida romántica y tortuosa para escribir, ¿no es suficiente romance y tortura estar postergado en una cama todos los días?
   Los únicos recuerdos completos que poseo son los de la infancia: el primer viaje en bicicleta sin ayuda de papá, la primera vez que sientes amor en un platillo de lentejas de mamá, los regaños por dejar levantada la taza del retrete, las tardes comiendo comida chatarra, empolvándose los dedos con la sal de las frituras, y jugando videojuegos con mi hermano. Algunos recuerdos adolescentes se salvan de la Niebla: el primer beso a una mujer, la primera eyaculación adentro del sexo de una mujer, las fiestas a oscuras fumando marihuana y bebiendo alcohol barato. Los recuerdos adultos se alejan si los quiero alcanzar, se pierden en un mar de brumas; no los necesito para escribir literatura. La edad adulta es un cumulo de nostalgias, de represiones, y es una época aburrida para crear historias; y bien lo sabe Ulises Lira, que todos sus protagonistas son jóvenes, o al menos no superan los treinta años.
   Así fue como le pedí a la señora que asume su papel de esposa mía, papel y pluma, y ella se alegró, quien sabe por qué, y me los entregó. Mientras me comía los tacos dorados que ella me preparaba, quise parir una historia en mi cabeza; y luego pensé que así de forzado no era, antes debe haber un acto sexual de ideas que penetre mi imaginación. Vaya, el pianista no se sienta frente al piano a jugar para componer canciones, y el pintor no da pincelazos al azar en un lienzo en blanco para intentar crear una obra. La obra de arte ya está completa en la mente del artista desde antes que se siente frente a su instrumento de trabajo. Y entonces me pasé días y noches imaginando una historia que no se haya contado, que pueda tener un giro de tuerca inesperado al final, que tenga personajes contradictorios y humanos, y una trama que de vueltas pero no se vaya de mis manos. Y llegó, tan sólo uniendo dos ideas adversas, contraponiéndolas, como quien enfrenta a una boca con otra boca.
   ¿Y si un escritor dirigiera toda la fuerza de su vida en enamorar a su amor no correspondido (llamado Ángela, no sé por qué, le queda bien ese nombre) con la quintaesencia de sus palabras?
Pero, ¿qué conflicto podría alargar esta idea en una novela? Ya, que una mujer se enamore de este escritor y que trate también de enamorarlo con su torpe poesía y su aún más torpe prosa. Un triángulo amoroso entre dos escritores (uno profesional y otra amateur; o quién sabe, los dos puede que al final resulten ser igual de idiotas) y una mujer ignorante sobre letras pero sapiente de amor. ¿Qué más? Ah, sería una ironía que el escritor se hiciera famoso y enamorara a todo el mundo con sus historias, excepto al amor de su vida. Podría agregar más detalles, como elementos reales maravillosos: su amistad con un mercader de historias, una conspiración entre editoriales para disputarse escritores e historias, como si el negocio se tratase de una pasarela de moda, de una mafia; que el escritor fuese testigo de los sueños de sus seres queridos, y claro, que sea capaz de observar la historia de una persona con sólo tocarla. No lo sé, en el ardor de la redacción sabré si los coloco o no.
   Comencé a escribir la novela sin nombre en un estado de éxtasis creativo, como una canción que se compusiera a sí misma. La pluma a veces se resbalaba de mis manos, bailaba sobre el papel cual ballet de metáforas. Algunas ideas estallaban en el momento, como si el papel en blanco fuese un territorio minado de ideas nuevas.   Mi supuesta esposa me traía las comidas en mi mesita, sin molestarme; se veía feliz de verme escribir, como si ella así lo hubiese planeado al entregarme los libros de Ulises Lira. Escribía en la oscuridad, iluminando las hojas blancas del cuaderno con una lámpara encima de la cajonera a lado de mi cama. La noche era mi momento favorito para escribir. Era raro, sentía que lo había hecho durante mucho tiempo, escribir cada noche en la oscuridad. 
   Después de tantas migrañas, enojos, frustraciones de no sentir haber escrito lo que se quería decir, y otros berrinches de escritor, acabé el borrador de la novela en un mes. Llené tres cuadernos y medio de cien hojas cada uno. Tenían tantos rayones, algunas partes estaban escritas con pluma negra y otras con pluma azul, y algunos bordes tenían gotas de alguna salsa o crema de mis comidas. Para celebrarlo, fingí de verdad que sentía a esa mujer vieja como mi esposa, y le propuse una cena cara, romántica en lo que cabe, y  que leyera de a poco mi novela, con su voz de cuarentona. Cuando se lo dije, se puso roja y llorona de tanta felicidad. Esa misma noche, colocó una mesa adentro de mi habitación (adentro de mi universo), se vistió como una verdadera dama, arregló un mantel de cuadros rojos y blancos, flores y preparó un filete de corte argentino. Y por fin movió el ropero de su lugar, y dejé de sentirme preso por la dictadura del espejo. Ahora podía fingir que ignoraba tener cincuenta años, podía tener veinte años y vivir de nuevo las emociones de la primera cita, que seguramente alguna vez tuve, pero sin duda olvidé.
   Fue en la noche. Ella me sacó de la cama y me sentó cuidadosamente en una silla de ruedas, no sin antes masajear mis piernas de nuevo para que no se echaran a perder, tal y como le enseñó el médico. Me puso frente a la mesa, y ella se sentó frente a mí. Solos, acompañados por la música favorita de esta mujer (boleros y flamencos), comimos despacio, y platicamos de lo que no habíamos platicado por estar muy preocupados ocupando papeles: yo, el papel del desvalido mnemotécnico, ella, en el papel de la enfermera abnegada. ¿Cómo te llamas, qué te divierte y qué te aburre, qué te enferma, quién finges ser y quién eres? Nos dijimos todas esas cosas. Me sentí feliz, pues hacia bastante tiempo que no hacía cosas de adultos; crear e imaginar historias son cosas de niños, son adultos quienes lo institucionalizan, lo patentan y la llaman literatura.
   Le agradecí por haberme enseñado los libros de Ulises Lira. Ella se rió, le dio el último bocado a su filete y se recostó en su asiento. Luego sonrió pícaramente, se levantó y me levantó a mí, y sin cuidado me llevó de nuevo a la cama. Ella se quitó el vestido, yo la camisa. Ella, apiadándose de mí, me quitó los pantalones. Desnudos ambos, nos besábamos; yo solo movía mis brazos, ella se encargaba de los demás. Ella se penetró a sí misma con ayuda de mi pene, en medio de dos inertes piernas. En esa plena desesperación, me dijo:
   -Deja de fingir que no recuerdas tu propio nombre.
   -Ni siquiera me has dicho el tuyo, mujer.
   -Eres un cabrón, Ulises.
   Ella tuvo el orgasmo, me lo robó. Yo no sentí nada a partir de ahí, sin necesidad de espejo me supe viejo. Acabamos, ella no tuvo la gentileza de vestirme. No dormí, por el frío y por el miedo. Me moría de miedo, me daban miedo los recuerdos que amenazaban con volver, los libros esparcidos en mi habitación que amenazaban con ser escritos míos. Al día siguiente, ella llegó y me vistió. Le supliqué que me pusiera en la silla de ruedas, ya que no quería estar acostado en una cama nunca más. Ella accedió, y me advirtió que saldría a la calle para resolver unos asuntos. Me dijo que me amaba, me acarició el rostro. Salió, tuvo la decencia de no encerrarme en el cuarto.
   Salí de mi habitación (de mi universo) y me enfrenté al pasillo, y me di cuenta que me encontraba en el segundo piso, y seguramente el teléfono estaría en la sala, bajando las escaleras. Esa mujer sin nombre (anónima como mi novela) era perversa. Entré a la habitación contigua a la mía y supe que era la suya. Si tanto presumía ser mi esposa, ¿por qué no dormíamos juntos? Ahí encontré otro ropero, este sin espejo: lo abrí, abrí todos sus cajones, llenos de aretes, perfumes, revistas de moda, pulseras, libros... Y las vi. Paginas sueltas de manuscritos suyos, párrafos de torpe poesía y aun más torpe prosa.
   Horrorizado, saqué todos los cajones de su lugar, los tiré al suelo; ¡maldita sea, he sido un idiota todo este tiempo, un iluso, un niño! Tengo que saber una última cosa, sólo una más y podré recuperar toda mi memoria... Y ah, mujer estúpida, no fuiste capaz de pensar que encontraría nuestra agenda donde anotamos los números telefónicos de todos nuestros amigos y conocidos: y sé que ahí estará ella, anotada en una esquina de una hoja que tú creías sin importancia. No recordaba mi nombre, pero jamás olvide el de ella, el amor de mi vida, por quien decidí volverme escritor... Ángela
   Me tiré al suelo y me arrastré por las escaleras; las piernas, con la poca sensibilidad que tenían, me dolían como si me sangraran por dentro, me dolían hasta los huesos. Me arrastré por toda la sala, ¿dónde diablos estaría ese teléfono? ¡Sí, ahí, a un lado de la televisión, encima de esa mesita!
   Lo descolgué. Jamás olvidé su número. Tiré el teléfono al suelo, para que no se me dificultara tanto marcar. Apreté cada botón y sentí cada uno como me pinchaba el dedo índice. Sudaba, temblaba. Escuché cada tono de mi llamada saliente, y los escuché como suplicas y gimoteos de niño. Alguien descolgó; del otro lado de la línea una voz dudaba si hablar o no. Yo, al borde de las lágrimas, dije:
   -Ángela...
   -Ulises, ¿Eres tú? - dijo ella con la voz acelerada, electrizada, y de repente también la escuché al borde de las lágrimas- Dios mío, ¿ya recuperaste la memoria? Tus lectores te extrañan...
   -¿Tú me extrañas? -dije con la voz quebrada por el llanto.
   -Ulises, dime... ¿Te está cuidando bien Teresa?
   -¿Quién es Teresa?
   -Teresa es tu esposa.
   -Pero... Yo te amo a ti
   -Cállate, tu siempre quisiste juntarte con una escritora.
   -Escribí mi autobiografía -dije, más para mí que para ella- y tú eres...
   El sonido de las ruedas de una camioneta deslizándose sobre el asfalto se escuchó; colgué del miedo. Era ella, mi esposa, de regreso. Y entonces, comprendí todo. Mi amnesia era el giro de tuerca maestro de la novela de mi vida. Estoy viviendo el sueño de todos los escritores; invertir los papeles, hacer de la ficción la vida, y de la vida, la ficción. ¿Qué me deparaba después del punto final? ¿Qué hacía yo al revelar el giro inesperado de mis novelas? Generalmente mataba a un personaje... ¿Voy a matar a alguien ahora, o alguien me matará a mí?
   Teresa, cargando bolsas de supermercado, entró a la casa. Me vio derrumbado en el suelo, y con el teléfono a un lado. Detrás de ella estaba el sol, la calle, la vida, el universo; soy un universo adentro de otro universo, soy un cosmos sin memoria, un mundo sin órbita... Qué hermoso.
   -¿Qué haces aquí?
   -Le hablé a Ángela -le dije, dándole a entender que ya no la necesitaba, que había recuperado mi memoria y mi vida.
   Ella, en vez de enojarse, me vio como la mamá ve a su hijo que hizo una travesura -Si sólo querías hablarle, me lo hubieras pedido. Tonto, seguro te lastimaste las piernas. Ven, vamos a tu cuarto.
   Teresa, gorda y pesada, fue capaz de levantar mi rollizo y arrugado cuerpo. Vi su rostro como los bebes ven a sus madres; prisioneros de ser descendencia de una mujer exclusiva, y no de otra. Si la vida que yo elegí vivir (en pleno uso de mis facultades mentales) fue con esta mujer, ¿entonces para qué recuperar la memoria? Ella subía los escalones con bastante dificultad, pero sin quejarse; al menos era una mujer fuerte. Ángela era frágil y delicada, era ella la que debía perder la memoria conmigo, mientras yo la cargaba subiendo las escaleras.
   -Mira, por lo menos aquí dejaste la silla -dijo Teresa, y me colocó en la silla. Yo suspiré de dolor-. Ya, ya, todo estará bien...
   Ella volteó la silla y avanzó en dirección hacia mi habitación, mi universo donde pasaré los pocos días que me quedan de vida, esta vez con el peso y el dolor de la recobrada memoria de una vida desperdiciada. Deseé perderme de nuevo, deseé golpearme la cabeza una vez más y así perderlo todo... Y como si Teresa escuchara mis pensamientos, volteó bruscamente la silla de nuevo en dirección a las escaleras, se aceleró, levantó la silla y me aventó; antes de golpearme con los escalones sentí un súbito destello de alegría; ¿también era tu deseo Teresa, que yo perdiera la...?

La mujer cuarentona que juraba ser mi esposa entró a mi habitación (a mi universo) con una bandeja donde transportaba mi plato de sopa y un manuscrito compuesto de hojas manchadas de salsa y párrafos repletos de rayones. La colocó en la mesita que había dispuesto a lado de mi cama y quitó las colchas que tenía encima de mí.
   -¿Como estas, amor? -preguntó la mujer; yo me incomodé de que me dijera amor pero me resigné. Ni siquiera sé cómo me llamo yo.
   -Bien. ¿Qué es eso? -señalé al manuscrito que había puesto a lado de mi plato de sopa; tenía como título "Ángela; o el sueño de todos los escritores". El autor era un tal Ulises Lira.
   -Es un libro -dijo la mujer.
   -Qué flojera, no quiero leer nada. Mejor enciende la televisión por favor -señalé al aparato, que estaba frente a la cama; a un lado de él estaba un ropero sin espejo.
   -Claro que sí amor -dijo la mujer que se decía ser mi esposa, con una sonrisa de oreja a oreja.

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