viernes, 3 de julio de 2015

Leer no es para maricas

Me gusta leer.
            Corrección: me apasiona leer.
            Un amigo me definió en una de sus entradas de Tumblr:

Tengo un amigo que ama las letras. Dice que son su forma de espiritualidad, que no necesita de ningún Dios, que su Dios son los textos.
Él ama más que nadie a las letras, igual que todos a los que conoce.
Ama tanto las letras, que le causa enojo que alguien no las sepa utilizar, le molesta que alguien no las entienda; que no las sienta como él.

            Pero leer es un placer doloroso. No, no voy a hacer la típica comparación de que leer es como el sexo anal, puercos;  aunque obviamente debería, porque no hay mejor comparación… ¡Piénsenlo! Un buen libro debe seducirte, debe emocionarte con la misma excitación infantil con la que vamos a la cama antes del sexo, debe encantarte con sus primeros capítulos de la misma manera que lo hacen los preámbulos eróticos; y en el momento del clímax, la sutil tragedia que corre debajo de todos los buenos libros debe dolerte y embriagarte, exactamente igual cuando aquel enorme trozo de carne se mete y sale se mete y sale se mete y sale de, ay…

Interrumpimos este post porque al autor se le fue el pedo. 

            Ahorita que fui al baño lo pensé mejor. No, no voy a decir que leer es como masturbarse –eso más bien sería como escribir reseñas o toda clase de textos y subirlas a tu blog personal-, más bien es como una relación amorosa con todos sus altibajos. Entrar a una librería es una experiencia un tanto similar a entrar a un bar. Ves los libros bailando a tu alrededor, y te dices: “nada mal, nada mal”, pero obvio querrás besuquearte con el que tenga la portada más guapa. Claro, hay libros hondísimos y bellos en su interior, pero uno siempre termina deseando los libros de las editoriales más respetadas, como Cátedra o Acantilado… casi como cuando uno prefiere irse con el chico que tenga buen cuerpo o la chica de piernas bonitas[1]

Como la gente normal ve las librerias.

Como las ve Luis. 

           Supongamos que te comprometes con un libro, te comprometes a ser su pareja y conocerlo de cabo a rabo. Hay libros que no los terminas porque ni saben besar; no saben atraparte pues. Hay libros que tardan en enamorarte. Hay libros que te enamoran enseguida. Son noviazgos muy dispares, algunos libros tienen muy raras maneras de seducirte: mientras que unos a cada rato te regalan tramas absorbentes de ciencia ficción o fantasía, otros, más discretos, pretenden enamorarte con la belleza de su prosa. No tienen ambiciones, al menos no a simple vista. Claro, eventualmente uno tiene que terminar la relación. Ésta concluye por una razón imperante: el autor y el lector ya no tienen nada nuevo qué decirse. Hay libros que no quieren terminar la relación nunca y se alargan en nuevas entregas, pero uno ya se siente fatigado y sabe que la relación se ha vuelto una parodia de sí misma, una repetición de lo ya dicho.
            Recordar los libros que uno ha leído es exactamente igual a recordar los noviazgos pasados. Lo bueno de los libros es que sí puedes volver a besarlos cuando se te dé la gana. Ay, cómo quisiera volver a besar a uno de ellos, aunque era otaku y dibujaba chistoso, pero era muy bonito, aparte no besaba mal. Ay…




            ¿En qué me quedé? Ah sí. En que al final resulta un tanto doloroso leer, porque, como en los buenos noviazgos, el sufrimiento es tan indispensable como el gozo. Uno no termina de leer El túnel de Ernesto Sábato y después cantar It´s raining men y reírse porque la vida es graciosa y fácil. No. Esa novela te deja cicatrices porque constantemente te está diciendo que vivir es absurdo e inútil.
            Es hilarante que haya personas que crean que Shakespeare enseñe valores para el buen comportamiento de la sociedad (lo leí en algún blog equis). Shakespeare es uno de los noviazgos más dolorosos que podrías tener: cada una de sus tragedias te dejan noqueado porque, si te adentras bien en ellas, te dicen casi lo mismo que Sábato, sólo que de manera más sutil. Shakespeare te destroza, te provoca una crisis culera igual que si hubieras presenciado un asesinato en el interior de tu casa.
            Calderón de la Barca con su La vida es sueño te paraliza. Es de esos noviazgos terribles porque cuestionan la sustancia de tu realidad. ¿Edgar Allan Poe? Ese culero, aparte de que te provoca pesadillas, te pide que no te olvides de que, después de todo, sólo eres un potencial cadáver.
            Mi poeta favorito de todos los tiempos es César Vallejo. Algún día haré un post –o varios- sobre él; mientras tanto, seguiré preguntándome por qué me gusta tanto. Aparte de que muchos de sus poemas parecen incomprensibles, otros son como rosas que hasta en los pétalos tienen espinas. No sé cuál sea su poema más doloroso, pero sé que, su más famoso, Los heraldos negros, parece una extensión del “Abandonad toda esperanza” grabado en la entrada del infierno Dantesco:

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... pobre!  Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!

           
            Lo que básicamente Vallejo está diciendo aquí es el dolor es tan omnipotente e indescriptible, que ni siquiera el Poeta, el hombre que sabe nombrar todas las realidades de la vida, es capaz de aprehenderlo con sus palabras (“¡Yo no sé!”). ¿Acaso hay algo más aterrador que el odio de Dios? Vallejo se la pasa en todo el tiempo tratando de definir aquellos golpes del dolor… (“serán tal vez potros… o heraldos… son caídas hondas… o son golpes sangrientos…”), pero nunca atina, no se decide. Hay un brevísimo atisbo de esperanza cuando dicen “son pocos”, pero pronto se desdice: “pero son”. Al final, de lo único que está seguro es que el hombre, siempre pendiente de cualquier señal de Dios, voltea a verlo cuando éste le da una palmada, y toda la culpa existencial  se aglutina en la mirada en forma de lágrimas… Y no, éstas no son perlas, ni diamantes, ni ninguna de esas imágenes preciosas del modernismo sobre las lágrimas; éstas apenas forman un charco sucio sin belleza alguna.

Bale berga la bida, básicamente.

            Pfff. Entonces, ¿para qué leer? ¿Para qué coger la rosa entonces, si sabes que te pinchará el dedo? Claro que no toda la literatura es siempre dolorosa, pero sí varios de los alabados títulos por los expertos –Guerra y paz, Crimen y castigo, La metamorfosis, Cien años de soledad, Edipo Rey, Los miserables- lidian con temas tan tristes, y los resuelven de manera tan trágica, que es casi inevitable preguntarse si leer es en verdad propicio para la felicidad.
            Ahora imaginemos que el Arte es como un puerto. Hay dos secciones en este muelle: la primera es la sección de los enormes cruceros trasatlánticos, muy grandes y bonitos y con muchas comodidades. Ya sabes de antemano cómo te divertirán y cómo te harán sentir bien; y cuando finalice el viaje, éste tendrá un final feliz esperado por todos, y nos sentiremos bien y eso no tendrá nada de malo.
            La otra sección del puerto es curiosa. Ahí sólo hay barquitos tan frágiles que parecen canoas, y los capitanes te garantizan que el principal propósito del viaje no es el final, sino el viaje mismo. Te subes, intrigado, al destartalado barquito.
            Es un viaje tempestuoso, claro. ¿A quién se le ocurre ir en un barquito por un océano tan salvaje? Hay una tormenta y tanto tú como el capitán la enfrentan porque no hay de otra: el barquito da vueltas y saltos porque es una tormenta muy fuerte. “¿Para qué me subí?”, te preguntas. “Pude haber estado muy cómodo en aquellos cruceros, relajándome y entreteniéndome”. El barquito da vueltas y estás a punto de ahogarte. Tienes miedo, tienes náuseas y dolores mientras tratas de agarrarte como sea en los bordes del barquito para no caer al mar…
            Pero la tormenta acaba. Los oscuros nubarrones se disipan y el cielo azul, con su sol brillante, aparecen de nuevo. Compruebas que tu cuerpo está entero y sin heridas, y el capitán te mira y te sonríe. “Lo logramos”, dice él. Alcanzas a ver que, en el horizonte, se distingue la tierra donde pronto desembarcarás. Aún agitado por la tormenta, sonríes también. Tanto tú como el capitán se sienten orgullosos por haber sobrevivido a la tormenta. Tienen ahora una gran anécdota que contar; y, aparte de todo, ya se sienten preparados en caso de que alguna tormenta similar aparezca en sus vidas.         
            Con esta pequeñita historia quise ejemplificar la diferencia entre el entretenimiento –el cual, dicho sea de paso, es agradable y qué bueno que existe- y el verdadero arte. Ambas son gratas experiencias, pero uno debe identificarlas y separarlas; hay libros –y películas, y canciones, y en general cualquier experiencia clasificada como “arte”- cuya única finalidad será la de hacernos pasar un buen rato, lanzarnos una soga y sacarnos de nuestra fea realidad. Son experiencias necesarias que de vez en cuando consumimos con todo nuestro derecho; lo malo es que hay gente que sigue confundiendo a la gimnasia con la magnesia, gente convencida de que lo único que deberíamos consumir son las obras que nos inviten a la reflexión y al cuestionamiento, incómodo, de nuestra propia vida. Es nuestro deber discernir cuáles son las “obras de entretenimiento” y cuáles las “obras de arte”; y también vale la pena recordar que hay híbridos que, unos con más fortuna que otros, buscan tanto entretenernos como elevarnos –a falta de una palabra mejor-. Ray Bradbury, por ejemplo, que es un escritor conocidísimo sobre todo por sus proezas en la ciencia ficción, en realidad logra fundir ambas perspectivas y nos entrega obras de belleza incalculable que a la vez nos resultan divertidísimas.
            Como quise ejemplificarlo en mi alegoría, entregarnos a la buena literatura es como comprometerse a una complicada travesía que seguro te dejará marcado; pero, una vez que toques tierra, te sentirás feliz de pertenecer a la raza humana. No es fácil leer, y tampoco es una garantía de gozo; quizás es por eso que mucha gente prefiere sacar su banderita blanca antes de volver a abrir otro libro, porque se les ha bombardeado con campañas publicitarias en las que se muestra a la lectura como una actividad gratificante, casi mágica, que te hará inteligente con cada libro que leas, como si los libros fuesen pastillas fáciles de tragar.


Por sus caras deduzco que están leyendo 120 días de Sodoma. 

            Siempre he creído que estas campañas devalúan todavía más a la lectura, rebajando a ésta algo parecido al ejercicio; leer 20 minutos el Ulises de Joyce seguro no te va a dejar absolutamente nada porque veinte minutos no son suficientes para entender tal obra –ni 20 horas, ni 20 días… a la mejor en 20 años le entiendo-. Me dan ganas de decirle al Consejo de la Comunicación que su campaña es más ofensiva y retrógrada que nada; ay, aparte, qué zonaroseros salen los de Reik, de veras…
            Ya para terminar: si eres de esos que casi no lee, no te sientas culpable; no por eso eres automáticamente inferior que los que leen. Conozco a pendejos que se han leído bibliotecas enteras. Recuerda que la lectura es una experiencia individual: puede que sólo hayas leído un solo libro en tu vida, y puede que ese libro te haya conmovido y mejorado como ser humano –o tal vez te haya empeorado, no subestimes a los libros-; eso de entrada ya te hace más valioso que todos aquellos que han leído montones de libros pero siguen siendo unos hijos de puta como personas. Pero estoy seguro que con leer uno no es suficiente, así como tampoco queremos, en el principio de nuestra vida amorosa, quedarnos sólo con una persona… mñe, puede que al principio sí, pero después de que el enamoramiento se te quita, querrás conocer a más personas/libros. Y si hay algo enriquecedor y riquísimo –oiie zi- en esta vida, es conocer, ya sean personas, ya sean libros.
            Tampoco subestimes a las personas. Algunas son igual de valiosas que cualquier clásico de la literatura universal.  
           





[1] Aunque creo que aquí falla mi metáfora, porque sí es muy importante elegir una editorial a la hora de comprar un libro, ya sea por la fidelidad de la traducción, si el texto está completo o no, la tipografía es adecuada, si tiene buen aparato crítico –o si no tiene en absoluto-, si está bien encuadernado y su portada sea linda. El mamón ha hablado, cambio y fuera.