¿A uno siempre le gustarán las mismas cosas? ¿A uno siempre le deleitarán las mismas canciones, los mismos libros gastados, las mismas películas que nos sabemos de memoria? O, ¿hay acaso una pausa en nuestras vidas donde vemos toda esa parafernalia reunida en un baúl, y de repente nos sentimos golpeados por una nostalgia que ya no queremos que sea nuestra?
Una de mis ensoñaciones más utópicas es que exista una computadora que nos
permita acceder a nuestros recuerdos como si accediéramos a nuestras listas de
reproducción del iTunes, y poder verlos cuando queramos; o mejor aún, borrarlos
si es necesario. Yo no borraría ningún recuerdo mío (hasta ahora), pero,
¿borraría el recuerdo de haber visto mis películas favoritas, de haber
escuchado las canciones que me han conmovido hasta el alma, y los libros que
más me han electrizado para motivarme a ser escritor?
Por supuesto que sí. Estoy seguro que todos lo harían, porque, ¿quién no
reviviría una vez más aquellas catarsis, el mero momento al descubrir aquellos
tesoros que sólo adquirieron significado porque les dimos un contexto en
nuestras vidas? ¿Quién no volvería a gozar de aquellas poderosas emociones que
nos embargaron al ver esas películas, leer esos libros, escuchar esas
canciones? Sólo hablo de casos relacionados con la cultura pop; podría también
hablar del recuerdo del primer beso, de la primera siesta en brazos de alguien,
del primer viaje en avión. Pero, sólo quiero enfocarme en el acercamiento a la
cultura; si me acerco al aspecto vivencial, habría decidido escribir un cuento,
y no esta divagación.
Borraría de mi memoria a Michael Jackson, a su voz eléctrica, a su danza sui
generis, su porte que rompía la división entre adulto y niño, blanco y negro,
hombre y mujer. Borraría a Jamiroquai, su música que es un cóctel de house,
jazz y pop espacial. A Yann Tiersen, el Paganini del acordeón. A Björk y por
ende, a la voz de Dios. A ese trópico que es la música brasileña. A esa fiesta
que es la música eurodance. Al cine de Kubrick, Miyazaki, Terry Gilliam, Spike
Jonze y Michel Gondry. A César Vallejo y a su sereno y duro universo. A Mishima
y su disciplinado amor a sí mismo y a la muerte. A Wilde, quien, sin querer,
inventó la homosexualidad como cultura. A Pessoa, que descifró al hombre con su
libro del desasosiego. A Borges, que descifró al universo con sus cuentos. A
Whitman, que no descifró nada, pero lo gozó todo. A Rowling y a Stephen King,
que me recuerdan que una buena historia siempre puede ser buena literatura. A
Bradbury, mi maestro, quien sabe contar una buena historia en el lenguaje de la
poesía.
La cuestión es esta: si yo borrara a todos aquellos, y los volviera a escuchar,
a leer, a ver, ¿volverían a gustarme, como volver a colocar las piezas en su
lugar del rompecabezas? ¿O comenzarían a desagradarme y me pondría a buscar
nuevos horizontes? Como podrán ver, mis gustos son tan pop (o tan homosexuales,
como quiera verse), que la humanidad ya tiene toda una lista de sustitutos que
tienen los mismos gustos que yo para reemplazarme. Pero, ¿qué fueron primero,
los gustos o yo? ¿Los gustos me moldean como persona? ¿O yo, como persona,
puedo elegir lo que me gusta o no? Yo no estoy seguro de si sería el mismo si
me gustaran bandas como Chumbawamba, Mötley Crue, o la Arrolladora Banda Limón.
Pero, quizás en un futuro, próximo o lejano, ¿qué importa? Veré todas las cosas
que me gusten ahora y pensaré: “Qué cursi, qué tibio y torpe era, qué cosas tan
vulgares y poco estimulantes me gustaban”, y tiraré todo a la basura, sin
necesidad de artilugios que me borren la memoria. Lo sé, no dije que me
gustaran Dvorak, ni Tarkovsky ni James Joyce. Quizás habrá un día en que los
valore como los genios inmortales que dicen los demás que son. Mientras tanto,
yo soy feliz revolcándome en mi inmundicia pop.