sábado, 1 de marzo de 2014

Para gustos, colores.




¿A uno siempre le gustarán las mismas cosas? ¿A uno siempre le deleitarán las mismas canciones, los mismos libros gastados, las mismas películas que nos sabemos de memoria? O, ¿hay acaso una pausa en nuestras vidas donde vemos toda esa parafernalia reunida en un baúl, y de repente nos sentimos golpeados por una nostalgia que ya no queremos que sea nuestra? 
            Una de mis ensoñaciones más utópicas es que exista una computadora que nos permita acceder a nuestros recuerdos como si accediéramos a nuestras listas de reproducción del iTunes, y poder verlos cuando queramos; o mejor aún, borrarlos si es necesario. Yo no borraría ningún recuerdo mío (hasta ahora), pero, ¿borraría el recuerdo de haber visto mis películas favoritas, de haber escuchado las canciones que me han conmovido hasta el alma, y los libros que más me han electrizado para motivarme a ser escritor?
            Por supuesto que sí. Estoy seguro que todos lo harían, porque, ¿quién no reviviría una vez más aquellas catarsis, el mero momento al descubrir aquellos tesoros que sólo adquirieron significado porque les dimos un contexto en nuestras vidas? ¿Quién no volvería a gozar de aquellas poderosas emociones que nos embargaron al ver esas películas, leer esos libros, escuchar esas canciones? Sólo hablo de casos relacionados con la cultura pop; podría también hablar del recuerdo del primer beso, de la primera siesta en brazos de alguien, del primer viaje en avión. Pero, sólo quiero enfocarme en el acercamiento a la cultura; si me acerco al aspecto vivencial, habría decidido escribir un cuento, y no esta divagación.
            Borraría de mi memoria a Michael Jackson, a su voz eléctrica, a su danza sui generis, su porte que rompía la división entre adulto y niño, blanco y negro, hombre y mujer. Borraría a Jamiroquai, su música que es un cóctel de house, jazz y pop espacial. A Yann Tiersen, el Paganini del acordeón. A Björk y por ende, a la voz de Dios. A ese trópico que es la música brasileña. A esa fiesta que es la música eurodance. Al cine de Kubrick, Miyazaki, Terry Gilliam, Spike Jonze y Michel Gondry. A César Vallejo y a su sereno y duro universo. A Mishima y su disciplinado amor a sí mismo y a la muerte. A Wilde, quien, sin querer, inventó la homosexualidad como cultura. A Pessoa, que descifró al hombre con su libro del desasosiego. A Borges, que descifró al universo con sus cuentos. A Whitman, que no descifró nada, pero lo gozó todo. A Rowling y a Stephen King, que me recuerdan que una buena historia siempre puede ser buena literatura. A Bradbury, mi maestro, quien sabe contar una buena historia en el lenguaje de la poesía.
                La cuestión es esta: si yo borrara a todos aquellos, y los volviera a escuchar, a leer, a ver, ¿volverían a gustarme, como volver a colocar las piezas en su lugar del rompecabezas? ¿O comenzarían a desagradarme y me pondría a buscar nuevos horizontes? Como podrán ver, mis gustos son tan pop (o tan homosexuales, como quiera verse), que la humanidad ya tiene toda una lista de sustitutos que tienen los mismos gustos que yo para reemplazarme. Pero, ¿qué fueron primero, los gustos o yo? ¿Los gustos me moldean como persona? ¿O yo, como persona, puedo elegir lo que me gusta o no? Yo no estoy seguro de si sería el mismo si me gustaran bandas como Chumbawamba, Mötley Crue, o la Arrolladora Banda Limón. Pero, quizás en un futuro, próximo o lejano, ¿qué importa? Veré todas las cosas que me gusten ahora y pensaré: “Qué cursi, qué tibio y torpe era, qué cosas tan vulgares y poco estimulantes me gustaban”, y tiraré todo a la basura, sin necesidad de artilugios que me borren la memoria. Lo sé, no dije que me gustaran Dvorak, ni Tarkovsky ni James Joyce. Quizás habrá un día en que los valore como los genios inmortales que dicen los demás que son. Mientras tanto, yo soy feliz revolcándome en mi inmundicia pop.