Los indicios
de la existencia del FMI (carajo, tiene las mismas siglas del “Fondo Monetario
Internacional”, ya ni modo) comenzaron a darse en un pequeño delito en una
unidad habitacional del sur de la ciudad, en las afueras de un departamento
apropiado por narcotraficantes, quienes curiosamente también tenían importantes
sillas que ocupar en el gobierno. Una comitiva de camionetas y automóviles de
la policía se dirigió al lugar, y los oficiales, supuestamente alarmados por un
chivatazo, rodearon el lugar. Una balacera inició sin previo aviso, desde la
azotea del edificio, supuestos narcotraficantes contra supuestos policías. Los
vecinos enmudecían de terror con el sonido de las balas cortando el aire, y
eran testigos detrás de sus frágiles ventanas de cómo aquellos hombres se
disparaban los unos a los otros, sin discriminar. De repente, el sonido de las
balas dejó de rebotar en las paredes, y la balacera se volvió muda. Tanto policías
y narcotraficantes asumieron que ya no tenían municiones, y fue en ese momento
que un hombre, vestido de negro y con un sombrero blanquinegro, comenzó a
cantar con parsimonia los primeros versos de Agárrense de las manos de José Luis Rodríguez:
-Si quieren venir conmigo, a la tierra de las
flores; si quieren buscar amores, de los que aman de verdad… No dejen que yo me
vaya, con el corazón vacío…
El hombre vestido de
negro había encontrado el método perfecto para detener una balacera entre
policías y narcotraficantes: cantar una canción colorida y alegre. No sólo
contaba con su voz, sino con todas las bocinas a un radio de un kilometro de
distancia. Su voz, cuyos pasajeros del vuelo 467 de Aeroméxico habían jurado
escuchar, era lo suficientemente poderosa para anular el terror esparcido en
las mentes de los habitantes de aquellos departamentos, pero no lo suficiente
para sacarlos de su nuevo estado de shock, del cual seguramente necesitarían
una terapia de electrochoques para poderlo superar.
-… El calor de un buen amigo, que les hable,
que les quiera, que una palabra sincera, pueda las penas callar.
Pero, oh no, ahí no
acababa la cosa. El poder absorbente de la voz de ese sujeto, hechizaba las
voluntades de los policías cercanos a él, y ellos, atemorizados por lo que el
resto de sus vidas recordarían como “el día en el que el diablo se nos metió al
cuerpo”, comenzaron a moverse y acercarse al anónimo cantante; al principio se
forzaban, pero ya después no pudieron contra aquella manipulación diabólica que
los incitaba a tomarse de las manos unos con los otros, formando una cadena
humana, cantando a coro:
-¡Agárrense de las manos! ¡Unos a otros
conmigo! ¡Agárrense de las manos! ¡Si ya encontraron su amigo!
Los narcotraficantes
que hace unos momentos observaban con estupor la escena, bajaban las escaleras
dando saltos como conejos, y cuando salían del departamento, sonreían con
sinceridad, y portaban sus pistolas semiautomáticas como si fuesen flores.
-¡Juntos podemos llegar! ¡Dónde jamás hemos
ido! ¡Juntos podemos llegar! Unan sus manos conmigo.
Aquella cadena humana
no se disolvió por horas, hasta que todos los habitantes de ese conjunto
habitacional bajaron de sus hogares y se unieron a ese grupo de maniáticos, y
bailaron con ellos, arrebatándoles las armas de sus manos y lanzándolas a la
basura. Los niños eran los que más disfrutaban, puesto que para ellos aquello
se les hacía normal, como en una película animada.
Poco
después sucedió un evento de la misma naturaleza, en una carretera que llevaba
a Michoacán. Cinco automóviles perseguían a otros cuatro automóviles a toda
velocidad, en una tarde que estaba a punto de morir para darle el paso a la
noche. Uno de los automóviles perseguidos, un Jetta, se vio obligado a frenar
debido a que su tanque de gasolina estaba prácticamente vacío. La persecución
se convirtió en balacera, una vez que todos los autos se estacionaron,
bloqueando la carretera, creando un tropel que asustaba a muerte a todos los
automovilistas que recién llegaban detrás de ellos, quienes sólo querían llegar
a Michoacán a visitar a sus familiares o hacer negocios. Las familias
encerradas y agachadas en sus autos escuchaban con horror aquella pavorosa
escena, donde hombres obesos y sudorosos se ocultaban en los costados de sus
autos, evadiendo las balas de sus contrincantes. De repente, el sonido de las
balas se fue desvaneciendo hasta desaparecer, y fue reemplazado por el
atronador comienzo de la canción Single
Ladies (Put a Ring on It) de Beyonce, emitido desde las potentes bocinas de
todos los automóviles cercanos. La base de aquella canción retumbaba las
bocinas como si fuesen corazones gigantes de plástico y metal, estremeciendo de
tal modo los cristales de todos los automóviles a quinientos metros a la
redonda. Un hombre salió de su auto, vestido de negro y con una sombrero, y
comenzó a bailar robóticamente los pasos del video de aquella canción, moviendo
las caderas y las piernas como la misma Beyonce. En otras circunstancias,
cualquier persona con sentido común y un arma de fuego no dudaría en gastar una
bala y disparar sin tregua a aquel hombre que se movía más delicadamente que
las chicas del video. Pero dado que ese hombre ahora contagiaba a los demás
participantes de la balacera, el verdadero asesino era él, quien no daba
tregua, quien los desafiaba a una competencia de baile. Hábilmente embrujados,
los hombres que anteriormente protagonizaban la balacera lanzaron sus armas al
aire y comenzaron a quitarse la ropa provocativamente, tratando de seducirse
los unos a los otros con sus velludos pechos y sus estómagos… qué digo, sus
panzas infladísimas, sus ombligos llenos de pelusa, y la grasa aceitosa
adquirida durante un día sin bañarse.
-If you like it
then you should have put a ring on it.
La
intensidad de la canción fue tal que en un simple estallido destrozó las ventanas
de todos los autos ahí presentes, salpicando de cristales a sus usuarios.
Después de un rato, todos decidieron salir de sus autos, y contagiados por el
hechizo de mi meloquinesis, comenzaron a bailar como si alguien hubiese
apretado el botón play oculto en su
organismo. Adultos, adolescentes, mujeres embarazadas, hasta mascotas, todas se
unían al concurso improvisado, en aquella carretera de baile. Si algún
automóvil más se acercaba al lugar, los pasajeros, después de sufrir un
embrutecimiento mental durante cinco minutos, se unían como si hubiesen llegado
tarde a la fiesta. Incluso una anciana de ochenta y nueve años pidió que la bajaran
del auto, que desplegaran su silla de ruedas, y que la movieran al ritmo de la
canción. Después de un rato, le dio una bofetada a su hija que movía con
lentitud su silla de ruedas, y deslizó su silla por el asfalto, moviendo sus
manos como lo hacen los raperos, y haciendo gestos de proxeneta tan
convincentes que se convirtió en la líder de la banda.
Estos dos
eventos ocurrieron prácticamente el mismo día. Durante la semana, se
manifestaron varios altercados que acabaron de la misma manera: una pelea
callejera entre pandillas acabó en un duelo coreográfico, donde comenzaban a
cantar y bailar Beat it de Michael
Jackson. Un enfrentamiento entre policías y manifestantes en contra de la mala
administración del presidente municipal de su delegación, terminó en saldo
blanco a la vez que cantaban todos al unísono I feel pretty de la banda
sonora de la película West Side Story,
cuyo coro decía:
-¡I feel pretty!
¡Oh so pretty! ¡I feel pretty, and witty and gay!
Otro
acontecimiento destacable, sucedió en la Cámara de Diputados. Está bien,
lector, debo de admitir que la televisión, bien usada, es una herramienta que
potencializa a la cultura más desatendida. Éste es uno de esos casos: el Canal
del Congreso, ese canal que antes usabas de fondo para cuando querías dormir, o
el cual, si llegabas a él, tratabas de una manera titánica apretar todos los
botones para cambiarle de canal, provocándote calambres y que el control remoto
se descompusiera. Sí, bueno, ese canal, que creo ni conoces, transmitió en vivo
una sesión ordinaria que parecía como cualquier otra, aunque un tanto polémica
debido a las tensiones entre los rumoreados negocios de ciertos diputados con
las mafias narcótraficas. Un senador se puso de pie, y se dirigió al estrado,
aquel que está frente a dos banderas mexicanas enormes, y comenzó a decir
alegatos interesantísimos, uno de esos milagros de sinceridad, irrefrenables
cuando son enfocados por una cámara de video. El senador criticaba energúmeno
las hipocresías, y detallaba con groserías las idioteces, el canibalismo del
egoísmo entre sus contemporáneos, y, bueno, en sus propias palabras:
-¡…Viven
del pueblo pero traicionan al pueblo! ¡No tienen cara para salir a la calle!
¿Acaso les dijeron a sus electores que les iban a dar una puñalada? ¡No, no lo
hicieron! Porque si lo hubieran hecho, no hubieran sido electos ninguno de
ustedes… ¡No jueguen a la demagogia, pendejos!
-¡Mejor no
hables porque si de dinero se trata, tú…! –gritaba uno de los criticados, pero
fue interrumpido:
-No, yo
renuncié a la mitad de mi ingreso, señor diputado…
El
conflicto verbal adquiría color en el rostro y en los brazos de aquellos
hombres, cuyas manos se cerraban para formar puños. Uno de ellos se adelantó,
directo al estrado, buscando pelea. Otro trató de detenerlo, pero un amigo del
senador, a un lado de este, bajó de la tribuna y, embravecido, comenzó a
golpear al diputado. Diputados y senadores se acercaban a ellos como atraídos
por un imán de furia, y, ya sea para tratar de separarlos o para asestar
puñetazos, se desquitaban de la máquina rompeilusiones del sistema. Una masa de
cuerpos envestidos con trajes y corbatas se acoplaba en un remolino que, si le
quitamos la ropa, sería confundido por una orgía.
De repente,
un senador de tantos, pero que detrás de sus trajes tenía puesto una camisa
negra, se colocó un sombrero blanquinegro, y se levantó de su asiento. A la par
con esto, todas las fuentes de sonido de la sala proclamaron con vigorosidad
una nota fulminante de trompetas de triunfo. Todos los presentes voltearon a
verlo, olvidando la pelea comunal, y observaron acomplejados que el senador, un
conocido radical con ciertas tendencias antiderechistas, se movía como director
de orquesta, ordenando a la sinfonía a ir a su ritmo. Pero repentinamente, la
sinfonía se detuvo en un silencio orgásmico, y dio paso a la canción Why can´t we be friends? de War. El
senador saltaba como primate al ritmo de la canción, propagando su efecto de
embriagadora alegría a todos. La magia hizo todo lo demás.
Cinco
minutos después, todos se abrazaban a los hombros y cantaban el coro:
- Why can´t we
be friends? Why can´t we be friends? Why can´t we be friends? Why can´t we be friends?
Lanzaban al aire el
papeleo de la semana, se subían a la tribuna y se quitaban el traje para
hacerlo girar por los aires, se daban besos en las mejillas, bebían cervezas
que aparecieron de la nada, se abrazaban y se decían amigos de toda la vida: te
acuerdas cuando nos gustaba la misma chica, ah que tiempos, a la mierda con
todo, vamos a una fiesta, ¿no quieres salir con otros amigos? El acontecimiento
tuvo una repercusión mundial; las Naciones Unidas acusaban a México de permitir
la introducción de sustancias ilegales a recintos soberanos, y el presidente
hizo un llamado a sus subordinados a que tomen las cosas con seriedad. Hicieron
parodias de lo ocurrido en todos los programas cómicos, y era el tema principal
de los stand-ups de las noches en las
cantinas. A más de uno se le antojó estar ahí.
Algunos de estos acontecimientos eran de carácter
íntimo. Una riña casera entre mis padres, causada por un malentendido que tenía
como protagonista a una amiga de mi papá, pudo haber acabado a golpes si no
fuera porque comenzaron a cantar A esa de
Pimpinela.
-A esa vete y dile tú… -declamaba mi mamá
con pasión, en medio de la sala.
-¿Qué? –preguntaba mi papá.
-¡Que venga!
-¿Para qué?
-¡Yo le doy mi lugar!
-¿Qué quieres probar?
-¡Que recoja tu mesa, que lave tu ropa y
todas tus miserias!
Horas más tarde, en la
privacidad de su dormitorio, se cantaban al oído I Want your sex de George Michael. Escuché todo; deseé ser sordo
durante toda la madrugada.
La lista
sigue: una estampida provocada por otra balacera fue evitada cuando la multitud
comenzó a cantar The Bad Touch de
Bloodhound Gang. Sucedió en Tamaulipas, en una de las avenidas más concéntricas
de Nuevo Laredo. En pleno mediodía, dos hombres armados con escopetas
comenzaron a cantar:
-Sweat baby,
Sweat baby, sex is a Texas drought, me and you do the kind of stuff than only
Prince would sing about…
Los transeúntes que
anteriormente huían despavoridos, regresaron de sus pasos y se unieron al
musical. Los policías que llegaban al lugar, al igual que los reporteros,
comenzaron a cantar:
-You and me,
baby ain´t, nothing that mammals so let´s, doit like they do on the Discovery
Channel…
-Gettin horny now! –exclamó
uno de los policías mientras se subía a la patrulla y comenzaba a bailar,
mientras todos se arremolinaban alrededor del vehículo y aplaudían.
Una
reportera amarillista comenzó a cantar Puto
de Molotov en cadena nacional; un famoso sacerdote quien condenaba el
aborto y las relaciones homosexuales, mientras concedía una entrevista, comenzó
a cantar con su voz más aguda:
-¡Everybody dance now!
La canción en cuestión
era Gonna Make You Sweat de C&C Music
Factory, e instigó a todos en la iglesia a que bailen al ritmo de aquel himno
gay. Por supuesto, ninguno de estos sucesos pasó desapercibido. Durante
semanas, lo único de lo que se hablaba era la salida del closet del cardenal
más influyente del país, y las grotescas groserías de una reportera
conservadora. Por supuesto, sin olvidar las multitudinarias e improvisadas
coreografías que repentinamente ocurrían en las balaceras. “Pelean contra el
narcotráfico pero ya hasta drogados pelean, qué ironía” decía mi mamá mientras
veía en la televisión la noticia de que policías y narcotraficantes dejaron de
lado sus armas y comenzaron a cantar y a bailar.
Queridísimo
lector, la fiebre musical había llegado al país, cortesía de tu querido y
odiado narrador: Orfeo. Las imágenes de las violentas contiendas que se
transformaban en baile y canto le daban la vuelta al mundo entero, dando la
imagen de que México, aparte de ser un país ridículo (que ya era), era un país
donde bailar y cantar era ley, y había que saber hacerlo como uno sabe atarse
las cuerdas de sus zapatos. La canción de Orfeo,
el soñador que se filtró a la internet de manera misteriosa se convirtió en
la canción más descargada de la historia, una vez que se difundió un reportaje
en televisión de que aquellos eventos estaban presumiblemente orquestados por
un sujeto llamado Orfeo, que lo único que hacía era montar supuestas balaceras,
aprovechando el boom del
narcotráfico, para darle publicidad a uno de sus productos. Se difundió el
rumor de que todo estaba planeado por una empresa extranjera, o una
organización privada. En los muros de las ciudades encontrabas las palabras:
“Orfeo es Dios” escritas en aerosol, y una letra Omega gigante, que también
podía ser identificada como una lira. El presidente de la república se refirió
a esto como un hecho “chusco, pero nada más”, y los funcionarios de las
embajadas del país recibían llamadas constantes de extranjeros pidiendo
explicaciones. Una ola de turistas llegó a principios de octubre, emocionados
por presenciar uno de esos actos violentos pero con final feliz. Uno de los
cantantes más famosos de Latinoamérica buscaba desesperadamente a los
organizadores de esas “balaceras con final feliz” para que en la próxima
ocasión canten o bailen cualquiera de las canciones de su más reciente disco.
Todo se
reducía a lo que planeábamos Vanessa, Gus y yo, en el interior de la camioneta
de Gus, quien debía ser lavada constantemente debido a los “regalitos” de Roy.
El proceso no era tan largo ni difícil como podría parecer. Primero, mandábamos
espías y reporteros por todos los estados de la república para comunicarnos
sobre algún posible atentado. Teníamos suerte, pues varios de ellos tenían
contactos con el gobierno y con las empresas narcotraficantes. Una vez que conocíamos
a qué hora y en que lugar sucedería el altercado, nos organizábamos con una
rapidez prodigiosa: seleccionábamos al siguiente “kamikaze musical” (era
difícil puesto que todos querían), quien era el causante del revuelo y del
contagio melódico. Mientras tanto, Vanessa elegía la canción adecuada. Al
“kamikaze musical” lo vestíamos de negro y le poníamos un sombrero para poder
identificarlo después, y yo me encargaba de programarlo como si fuese una
rocola: lo hipnotizaba de tal manera para que cantara una canción específica, y
para que comenzara a cantarla en el momento adecuado, justo en el cenit del
conflicto. Sé que esto suena surrealista de explicar, querido lector, pero tú
sígueme; después, debía de conferirle la habilidad de trasladar la melodía que
estaba cantando o bailando a las bocinas más cercanas a él, las cuales
reproducirían la canción en sí. Y, lo más importante de todo, el “kamikaze
musical” debía tener la capacidad de contagiar a las personas más cercanas a él
para que lo imitaran, como flautista de Hamelín, cantando o bailando la canción
correspondiente. Una vez hecho esto, Gus trasladaba al kamikaze musical al
sitio correspondiente. Vanessa y yo los acompañábamos, y cabe decir que yo
estaba vestido con mi disfraz de Orfeo, mi corbata de piano, y mi sombrero
negro con cinta blanca.
En el caso
de la reportera o del cardenal, tuve que sacrificarme y ver la televisión, y
hacer de ella mi aliada. Me di cuenta que podía distorsionar voces con tan sólo
ver y oír a las personas, sin la necesidad de estar ahí presente. Así pude, a
través de la televisión, distorsionar la voz de la reportera y del cardenal. Gus,
muerto de risa, me suplicaba que hiciera lo mismo con las personalidades más
respetadas de la televisión, y yo le decía que no, que no quería malgastar mi
poder. Incluso me dijo que me pagaría. Vaya que era mucha la tentación, así que
una noche, en casa de Gus, él encendió la televisión a manera de indirecta. Una
vez dijo Oscar Wilde que “la mejor manera de librarse de la tentación es caer
en ella”, así que sintonicé un importante noticiario, conducido por uno de los
más prestigiosos periodistas del país, y lo obligué a cantar Wannabe de las Spice Girls; bailando,
por supuesto, la coreografía, con una maestría que ya quisiera cualquiera de
las integrantes de ese extinto grupo.
-¿Y por qué
no eres tú el próximo kamikaze musical? –me preguntó un día Vanessa.
A mí me
sonaba como un reto, así que me armé de valor, y les pedí a los reporteros del
FMI que me informaran de un evento de una magnitud enorme, de aquellos que no
se repiten en veinte años por lo menos. Al instante me recordaron que el presidente
del país se reuniría con el presidente de Estados Unidos, pero que no me
preocupase, pues tal suceso sería televisado. Yo les dije que no quería hacerlo
en la comodidad de mi casa, que quería estar presente y lo más cercano posible
a ambos mandatarios. Fue lo más difícil que les pedí durante el corto tiempo
que existió el FMI, pero desafiando toda lógica, consiguieron una credencial
falsa de una importante radiodifusora del país, cuyo propietario decidí
manipular para no crear controversias. Mientras lees este cuento, seguramente
ese reportero debe estar vagabundeando en las calles de la ciudad, cantando sin
cesar Bohemian Rhapsody de Queen,
predicando el sentido de la teatralidad por las calles como Dios manda.
Gus me
trasladó hasta la Universidad Nacional Autónoma de México, donde sería recibido
el presidente de Estados Unidos, pero las calles colindantes estaban por
completo cerradas. Gus tuvo que estacionar su auto cuatro kilómetros más lejos,
y tuvimos que caminar para llegar al lugar. Llegamos a una de las entradas de
Ciudad Universitaria, donde estaba la
multitud de periodistas, formadas para cruzar la puerta con el detector de
metales y asediada por guardias y agentes, vestidos con trajes negros y lentes
oscuros. Fue una larga espera, y cuando crucé el arco, un hombre corpulento y
de cara severa me esculcó, palpando cada parte de mi cuerpo, haciendo énfasis
en mis bolsillos traseros.
Tres horas
después, me encontraba en el corro de periodistas que tomaban fotografías con
incesantes flashes, y grababan el acontecimiento con esas cámaras
profesionales, costosas y enormes. Los mandatarios estaban sentados en sillas
acomodadas de tal manera que tenían de frente a las cámaras, y se daban la mano
como si fuesen camaradas de toda la vida. El recinto dónde nos encontrábamos
era un auditorio espacioso, un anfiteatro cuyas butacas estaban ocupadas por
cientos de estudiantes, algunos interesados pero la mayoría deseosos de gritar
a los cuatro vientos su odio al imperialismo, pero no se atrevían al observar
fijamente a los cerrados puños de los agentes del servicio secreto.
Era mi
momento de actuar. Debía evitar que dieran su conferencia pública y que
respondieran cualquier pregunta de un estudiante, pues no quería siquiera que
lograran su cometido. Vaya que era un evento inusitado. Así que debía
aprovecharlo. Respiré hondo, me calmé, conté hasta cinco… Observé sin tregua a
la garganta del presidente de México, y luego a la de su homólogo, me imaginé
sus voces, cuyos ecos se escuchan en todas partes, en los comunicados, en los
masivos mensajes a sus naciones. Una vez que tenía sus voces en mi cabeza,
cerraba y abría los ojos, y forcé a sus cuerdas vocales para que cantaran a
dueto ni más ni menos “Te quiero” del programa infantil del dinosaurio morado
Oh yeah.
-Te quiero yo –cantaba un presidente.
-Y tú a mí –cantaba el otro.
-Somos una familia feliz –cantaban
ambos-, con un fuerte abrazo y un beso me
dirás, mi cariño es para ti.
Ese pequeño, minúsculo
fragmento, fue suficiente. Cuando llegué a casa, en todos los miserables
televisores de todo el miserable mundo, se transmitía la grabación de cómo los
presidentes se cantaban tiernamente el uno al otro, uno tocándole la mejilla al
otro, en un gesto de amor universal. Esos segundos se repetían una y otra vez
en el subconsciente de millones de mexicanos y estadounidenses, tan
desorientados y perdidos por aquel inolvidable, histórico, épico momento, que
los psicólogos de los respectivos países se harán millonarios con los
tratamientos que deberán realizar a cientos de personas, seriamente traumadas
por el evento. La esposa del mandatario estadounidense admitió años después
haber sufrido de crisis nerviosa, y una década más tarde, en la decadencia, la
esposa del presidente mexicano se suicidaría con un certero disparo en la sien,
tras haber escuchado en todos lados ese “te quiero yo y tú a mí” como una
repetición constante, un espejismo auditivo que te invita a arrojarte ácido a
los oídos. Los días siguientes el país se encontraba en un estado de
aturdimiento general. En las revistas del corazón se publicaban confesiones de
hombres que juraban haber compartido la cama con el presidente. El presidente
estadounidense, en una declaración posterior, reveló que se trataba de un
atentado terrorista y que el Pentágono ya tenía sospechosos. Los ojos estaban
de nuevo puestos en el medio oriente, y los integrantes de Al Qaeda, con una
sonrisa de oreja a oreja, negaban cualquier responsabilidad. En cambio, el
presidente mexicano asumió su homosexualidad, y el país podía festejar a mucha
honra su reciente orgullo homosexual. “Está bien ser gay” decía el cardenal más
conocido del país, quien ya había sido anteriormente sorprendido cantando un
himno de la comunidad homosexual. En el Vaticano, el Papa condenó las ideas de
la iglesia mexicana, y perfilaba a la ciudad de México como la nueva Sodoma.
Y todo por
una sencilla canción infantil.
Decidimos
celebrar a lo grande nuestro éxito. En el antiguo almacén de productos
químicos, la ahora sede del Frente Mexicano Idealista, lo único que se
escuchaba eran las carcajadas, al ver una y otra vez aquel fragmento. Todos los
integrantes sabían que tenían en su poder el secreto de aquella travesura. Pero
todos habíamos quedado en un pacto; si alguna vez alguien revelaba el paradero
de la sede del FMI, o la identidad de algunos de los integrantes, él y su
familia se quedarían sordomudos el resto de su vida. Es una amenaza severa pero
justa. Y nadie quiere quedarse sordo ahora que un presidente le dijo “te
quiero” al otro, mientras le guiñaba el ojo.
Por
supuesto que la FMI no se trataba sólo de realizar travesuras monumentales. El
principal cometido era contagiar el bien. En mis ráfagas de recuerdos, me vino
a la mente la voz sobrenatural de Alejandra, que pone celosos a los canarios y
que motiva a los pecadores a redimirse. Asocié la omnipotente voz de Alejandra
con la camioneta de Gus y ¡tarán! Había creado la ambulancia de Orfeo, que
recorría las calles de la ciudad con la intención de curar a los enfermos del
corazón, una ambulancia que en vez de sirena tenía la voz penetrante de
Alejandra cantando Ave María; aunque
después, bajo el pedido de Vanessa, cantaba Dios
bendiga a los gusanos. Alejandra no dudó ni un instante en colaborar con
nosotros, una vez que se dio cuenta que una carrera discográfica no era lo
suyo, pues siempre que se disponía a grabar una canción en un estudio, los
ingenieros de sonido rompían a llorar como niños pequeños, sollozando que jamás
en su vida habían escuchado algo tan hermoso y liberador. Los ingenieros de
sonido se disputaban por el amor de Alejandra, y mientras uno le regalaba un
reloj de lujo, otro le regalaba un yate, y un tercero le regalaba un departamento
en Nueva York. Los productores terminaban por matarse entre ellos, y esta misma
historia se repitió en cinco disqueras diferentes. Dado que Alejandra no quería
matar a la gente, se unió con nosotros, con la condición de que mantuviéramos
su identidad en el anonimato. Fue así como, diariamente, la voz de Alejandra se
paseaba por los parques de la ciudad, por las plazas, pero sobre todo, por los
vecindarios más pobres de la metrópolis. Eso propició a un masivo despertar de
conciencias. El “efecto Alejandra” recorrió la ciudad, barrio por barrio, y las
madres se sintieron hechizadas al oír aquella voz purificadora, que se
introdujo a sus oídos y heló a su corazón. Comenzaron a llorar, al igual que
sus hijos, y mientras trataban de secarse las lágrimas, entendieron de golpe
que sus vidas son sólo un puñado de emociones e impulsos mal dirigidos, y que
la felicidad no era la meta; era el camino. Una epidemia de abrazos y besos se
manifestó en todas las calles por donde Alejandra cantaba. Un joven ateo y
homosexual, víctima del amor no correspondido, la verdadera enfermedad del
siglo, estaba a punto de suicidarse con un coctel de pastillas cuando de pronto
escuchó la dulce voz de Alejandra que volaba como una paloma. El joven se
desmayó y sintió que cayó encima de una cama que lo salvaba de todas sus
suicidas iniciativas. Una familia detuvo su discusión para oír mejor a
Alejandra. Dios, bendícelos. Dos
hombres fornidos que estaban a punto de dispararse entre sí con pistolas
calibre 22 se sintieron conmovidos por la sola presencia de una voz, que no era
voz, que era en realidad un alma, una mano, un beso, un amor. Dios, bendícelos. No pude evitar sacar
mi cabeza de la ventana de la camioneta de Gus, y sentir el aire fresco golpear
en mi cara, cuando detrás de nosotros, una multitud nos seguía, desesperados
por explicaciones. Dios, bendícelos.
Esta
epidemia de la bondad lamentablemente tenía fecha de caducidad, dado que la voz
de Alejandra no se impregnaba en las paredes para siempre y lamentablemente
tampoco en las memorias, pero aún así seguíamos insistiendo en recorrerla por
diversos pueblos olvidados. Aún así, a tan sólo cinco días de mi cumpleaños, la
gente estaba desesperada por saber qué clase de diablo se había apoderado del
pueblo de México, que ahora aceptaba la homosexualidad y donde los ricos y los
pobres habían hecho amistad. “Orfeo es Satanás” dijo un obispo, que había roto
todo lazo que lo conectaba con el cardenal principal. Varios programas de
debate político tenían como tema principal a Orfeo, el nombre que estaba en
boca de todos, el hombre o la mujer que se burló del sistema y de las
calamidades nacionales. Vanessa me contaba que había grupos en las redes
sociales que me veían como la segunda venida de Jesucristo, así que mis
antiguas predicciones resultaron estar en lo cierto. Yo no dejé que la fama
licuara mi cabeza; es más, me concentré más que nunca. Cualquier movimiento en
falso y me caía al abismo. El diez de octubre, Vanessa, Gus y yo leímos con
asombro una nota en el periódico, que informaba la creación del Nuevo Frente
Socialista Mexicano, y que entre sus miembros se encontraba un político que
poseía una navaja como lengua, y que en todos sus populistas discursos
trastocaba las mentes de las personas, haciéndoles creer que la violencia era el
camino ideal de la revolución. La revolución, los atentados y la guerra contra
el narcotráfico habían sido asombrosamente relegados con todo el fenómeno
Orfeo, pero el regreso de este hombre a la escena pública le ponía vencimiento
a mi movimiento si yo no actuaba con inteligencia. Una noche estábamos mis
padres, Vanessa, Gus y yo viendo la televisión (carajo), en una cena que mi
mamá había hecho para recordar viejos tiempos. El noticiero, que ahora contaba
con un nuevo presentador debido a que el anterior inició una carrera en el
medio artístico, transmitió en vivo un comunicado de Isaías, el nuevo dirigente
del Nuevo Frente Socialista Mexicano:
-México se
encuentra más perdido que nunca… El gobierno se ha lucido, vaya que sí,
recreando montajes y escenas ridículas para llamar la atención de la gente y
que ésta olvide la crisis en la que está sumida la nación. Una crisis que,
seamos honestos, ha existido desde que México es México, desde que entregamos
las riquezas del país a los extranjeros. Sólo hay una manera de defender
nuestros principios, y ustedes saben cuál es. Basta de tonterías. Quiero
hacerle una atenta invitación al pueblo de México para que se reúna en el
zócalo capitalino el día trece de octubre. También invito al supuesto Orfeo, a
que se presente y de la cara como buen ciudadano, si es que existe.
Isaías no
pudo haber escogido un día mejor. Vanessa y Gus me observaron de reojo, con los
frijoles reposando en sus cucharas. Ésa era mi prueba de fuego. Nadie más podía
ayudarme. Realmente sentí para vivir ese día, querido lector, y tú estarás de
acuerdo. Sólo de escribir éste suceso se me eriza la piel y comienzo a temblar
poco a poco, pues la emoción que me embargó en esos días era demasiada para un
chico tan tímido como yo.
Cuando
decidí que debía ir, Vanessa me abofeteó, y me dijo que me matarían. Yo le dije
que ésta era la única manera de consumar todo lo que habíamos hecho como
equipo; que, al fin y al cabo, yo no hubiese sido capaz de ser Orfeo sin la
ayuda de ellos. Que se los debía. Vanessa insistió en la necesidad de conservar
mi anonimato, y yo le dije que no se preocupe por ella ni por Gus, que ellos
dos estarían a salvos.
-Eso no me
importa, carajo –dijo ella. Después comenzó a llorar. Estábamos en mi casa, y mis
papas se habían ido a ver una obra de teatro, pues, en sus propias palabras:
“queremos ver una antes de que llegué un dictador al poder y condene la
libertad de expresión”. Solos, redescubrimos el amor que se había quedado
suspendido en un estado de complicidad heroica. La besé con frenesí, y ella a
mí, y tocábamos nuestros cuerpos como si fuese la última piel que nuestros
dedos recorrerán jamás. Esa noche la rematamos haciendo el amor, cada quien
perdiendo su virginidad de la manera más perfecta, en la víspera de mi prueba
final.
El trece de
octubre, nadie me deseó feliz cumpleaños sin que lo dijera con un tono de
recelo. Mis papas pensaron fantasiosamente que cuando a las tres de la tarde
salí de casa fue porque mis amigos me invitaron a una fiesta en Satélite. En
realidad mi destino era el zócalo; fui solo, a pesar de las continuas
insistencias de Gus de acompañarme y llevarme en su camioneta. Tomé el metro,
con una mochila a cuestas que guardaba mi disfraz de superhéroe. Todos los
usuarios del metro tuvimos que bajarnos dos estaciones antes de la del zócalo,
debido a que el acceso al metro estaba bloqueado. Así que recorrí las calles de
aspecto colonial y moderno del centro histórico, y cuando llegué a la plancha
del zócalo me sorprendí al ver la cantidad colosal de personas, un gentío que
aglutinaba en su mayoría a personas pobres de mente, seguramente las mismas que
escribían groserías en el tablón de mensajes de mi antigua página de internet.
Perdón, perdón, mi estimadísimo lector; de nuevo yo subestimando a la plebe y
por ende a ti y a todos, como si yo fuese santo de la armonía y defensor del
deber. Me acerqué al escenario, y fui con uno de los trabajadores que portaba
una camisa con el logo del NFMS, para decirle que quería ver a Isaías.
-¿Y tú
quién puta madre eres? –me preguntó.
-Soy Orfeo
–le dije, y al instante lo volví sordomudo, y obligué a que escribiera en una
hoja mi respuesta. En vez de eso, me subió al escenario, y me hizo esperar a
Isaías. Arriba del escenario, sentí un miedo alucinante que casi me hace
desmayar, al observar el mar de gente, sus cabezas negras, sus movimientos que
asemejaban a olas. Por un instante de ensueño observé como todos se abalanzaban
hacía mí y me devoraban vivo. Pero abrí los ojos bien y los vi de nuevo.
Seguramente entre todos ellos debe estar al menos uno de los niños que me
miraba feo en la guardería, y sentí que todo ese infierno de público era ese
niño multiplicado por mil. Abrí mi mochila y extraje la única pieza que
vestiría de mi disfraz: mi máscara negra, que me coloqué inmediatamente. Después de media hora de espera, llegó al
escenario Isaías. Fue recibido con entusiastas aplausos, que sonaban tan al
unísono que parecían dos palmas gigantescas aplaudiendo una y otra vez. Isaías
sonrío, y me miró desconcertado. Para evitar que el trabajador que sabía mi
identidad le revelara quien soy, lo hechicé para que cantara con los labios Aserejé. En el escenario sólo estábamos
Isaías y yo.
Al momento
de acercarse para preguntar mi nombre, Isaías sintió como una mano invisible
ataba sus cuerdas vocales en un nudo irreparable, que lo volvió mudo toda la
vida. Se tocó la garganta, y muy apesadumbrado, me miró con piedad, y luego con
enojo, como si supiera que fui yo el causante. Después, miró con impotencia la
masa de gente que esperaba oírlo hablar de nuevo sobre la revolución y la
importancia de actuar. Todos sus colaboradores estaban distraídos con el ataque
epiléptico de uno de ellos, así que Isaías estaba solo. Lo ignoré, y di un paso
adelante.
Tenía ante
mí a todo aquel pueblo, suficiente para destruir lo que se propusieran con tan
sólo usar sus pies. Los miré, y respiré hondo. Ahí estaba el micrófono, frente
a mí, esperando a que yo me acercara y revelara: Soy Orfeo. Pero eso no haré.
No es algo que yo hago. Querido lector, tú ya me conoces bien, soy un chico muy
sensible que trata de agregarle ambición a cada verso y una dosis de belleza a
mi triste y pequeña vida. No la quería desperdiciar con una revelación estúpida
e insubstancial. Así que los miré a todos ellos, como si mirara a una sola
persona, y me fijé en sus gargantas, como si fuese una sola. Y con la misma
seguridad de que funcionaría cuando manipulé por primera vez la voz de mi papá,
manipulé todas esas voces como una sola, porque al final, de eso se trataba. De
una sola y poderosa voz.
Y todas las
bocinas y las fuentes de sonido más próximas a la plancha del zócalo, que no
eran pocas (contando con las enormes bocinas del escenario), comenzaron a tocar
los primeros compases de We´ve Had Enough
de Michael Jackson. Las bocinas retumbaban de nuevo como enormes corazones,
simbolizando los de todos ahí presentes, hasta el de él mudo Isaías que
observaba todo aquello, azorado.
Y el pueblo cantó:
-Love
was taken, from a young life, and no one told her why…
Y
quizás no era el sonido más poderoso registrado en la historia, pero los
decibeles que alcanzaba esa voz (sí, en singular) podían compararse con los
registrados en la erupción de un volcán, en el impacto de un asteroide, en el
trabajo de las esferas celestes que flotan en el espacio y conceden energía
musical a los hombres. Aquella enervante y rebelde voz puede que no cruce el umbral
del dolor, pero sí el de la eufonía, y aunque en sus rostros aún se reflejaba
el desconcierto y la confusión, la abrupta necesidad de cantar los sobrecogía a
todos:
-She innocently
questioned why, why her father had to die? She asked the men in blue. How is it
that you get to choose, who will live or who will die, did God said that you
could decide? You saw he didn´t run, and that my daddy had no gun…
Por
supuesto que nadie conocía esa canción, y que, a diferencia de otras ocasiones,
ellos eran libres de todas las ataduras que algunas veces impuse, tales como
bailar al ritmo de la canción o agarrarse de las manos. Ellos podían irse si
quisieran, aún con la canción en la garganta, pero no lo hacían. Ni siquiera lo
intentaban. Era como si hubiesen venido por esto. Y varios de ellos me miraban:
los hombres con recelo y las mujeres con admiración. Tendrían que ser tontos
para no deducir que ese chico enmascarado era Orfeo.
-We´re
innocently standing by, watching people lose their lives; it seems as if we
have no voice, it´s time for us to make a choice… Only God could decide, who
will live and who will die, there´s nothing that can´t be done, if we raise our
voice as one…
Oh,
lector, la sensación que me embargaba en aquel momento era de un exquisito
éxtasis, paradisíaco placer comparable con la alegría desvergonzada de los más
históricos compositores que movían montañas con sus sinfonías con una facilidad
paralizante; y yo hechizaba las cuerdas vocales de todos ellos como si
hechizara las cuerdas vocales de Dios, pues Él lo disponía, Él me dio este
poder para que yo estuviera ahí, de pie, como director de aquella orquesta
humana; y la canción explotó en un clímax voraz y definitorio:
-They´ve gotta
hear it from me… They´ve gotta hear it from you… They´re gotta hear it from us…
We can´t take it, we´ve already had enough…
Y
sus voces eran mías, oh sí querido lector, pero sus corazones aún les
pertenecían, e hicieron con ellos lo que querían; se zarandeaban con furia,
exigentes, lanzaban un puño al aire con fuerza, y los invitados más escépticos
perdían su incredulidad y observaron con la misma confusión que mis ojos
tenían, al ver como las personas en el borde de la multitud comenzaron a irse,
pero no para huir de aquella fiesta de locos, sino para darse a escuchar a los
transeúntes y los vendedores de las calles ambulantes, y hasta un sordo podía
adivinar lo que cantaban, y hasta los animales, los perros, los gatos y las
aves adquirieron el mismo idioma y lo sentían, sentían todo su furor, y yo
estaba a punto de desmayarme, de volverme Dios, de observar la inquebrantable
voluntad de los mensajeros, los que se iban para no volver sin dar noticias de
que habían cambiado la vida de un suspicaz, y desafiaban la capacidad de sus
voces, la intensidad de sus alaridos, y, oh Dios, puedo jurar que en la
actualidad aún se escuchan sus voces, flotando en el aire de la plaza de la
constitución, y de vez en cuando alguien abría una puerta o encendía un aparato
se expulsaba otra voz, y otra, y otra, cantando they´re gotta hear it from us, confirmando sus sospechas y las
mías, de que la vida sólo adquiere sentido de esta enardecida manera. En ese
momento me sentí contrariado, porque cuando despertaran de su trance se
sentirán traidores de su idioma natal; caprichoso yo que elegí una de mis
canciones favoritas sin pedir permiso a sus esperanzas. Así que hábilmente
cambié de canción sin distorsionar la armonía. La canción que elegí no pudo
haber sido más perfecta: Canción
revolucionaria de Azero; que es, junto con la anterior, mis dos canciones
favoritas de todos los tiempos. Y el pueblo cantaba con estos fragmentos:
-Esta canción no habla de amor ni placer,
habla de ese niño que no tiene qué comer… No sonará nunca en Radio Avaricia,
sonara en donde se cometa una injusticia; esta canción no está hecha por las
iglesias… Porque esta es, una canción revolucionaria, por eso no saldrá nunca
en la televisión, ni concursará en Neurovisión, pero con tu apoyo cumplirá su
función.
Podía jurar
que todo el mundo nos escuchaba, y así fue, lástima que con efecto retardado:
el acontecimiento fue hábilmente grabado, y esas imágenes recorrieron el
planeta e infundieron un sentimiento de perplejidad y repartieron alicientes,
mira qué locos son los mexicanos decían los europeos, pero esa locura yo quiero
tener, ya me harté de todo, de los de arriba y de los de abajo, salgamos a la
calle, no me importa que piensen de mí, al carajo con todo; apretemos play.
Y yo,
asustado y feliz, esperaba impaciente a que se firmaran los acuerdos de paz,
que se desactivaran los misiles nucleares, que se pudrieran las religiones y
que el dinero se transformara en sal. Esperaba todas las mañanas a que el
neófito amanecer inculcara amor en los hombres y les regalara música gratuita
para sus almas, que los dirigentes se quitaran las corbatas, se deshicieran de
sus modales de aprehensión y solicitaran un sitio en la fiesta comunal de la
pobreza, para ser recibidos no como viejos enemigos sino como nuevos colegas.
Mis papas pensaron que estaba enfermo, delirante, y me decían que debía ir a
ver a un doctor, que tengo ojos más hundidos que el viejísimo Roy y los brazos más
esqueléticos desde que tenían memoria. Para que ya no me molestaran, obligué a
mi padre a cantar Yo vengo a ofrecer mi
corazón como si acabara de conocer a mi mama y realizara un ritual para
reconquistarla. A Vanessa ya no le gustaba besarme, decía que yo sólo movía los
labios por compromiso y no por pasión, y me dijo que mejor me fuera a Europa,
que me ligara a una puta francesa. A Gus ya no le gustaba mi silencio y mis
ojos pegados al televisor, expectantes de la siguiente noticia que redimiera a
la humanidad, ya sea que liberen al Tíbet, que un presidente se fuera a vivir
en el Himalaya o una nueva legislación en la India que metiera a la cárcel a
quién contribuyera a la sobrepoblación, y prefirió decirme en la cara que era
un hipócrita, que no me dé por vencido, que mi tarea no se ha terminado. Yo,
con un susurro victorioso, le dije que lo mejor estaba a punto de ocurrir.
Nadie me entendía en esos momentos, sólo Roy y sus bufidos de cansancio me
hacían sentir menos solo. En efecto, llegó el día que tanto esperaba para poder
morir tranquilo. El mudo líder del Nuevo Frente Socialista Mexicano, Isaías, se
reuniría en una junta con el dirigente del partido político derechista, su
rival más directo. Isaías alzó una hoja para que las cámaras de televisión la
enfocaran, y esa hoja decía: “Orfeo, estás cordialmente invitado”.
Era el
veintinueve de octubre, y la ciudad respiraba un aire que no había respirado en
su historia. La masa de smog que cotidianamente estaba sobre sus cabezas era
sustituida por la niebla de la incertidumbre, y ningún pensamiento de ninguna
persona no estaba asociado a la unión de aquellos dos hombres, que simbolizaban
dos cosas tan dispares, y que estaban comprometidos a firmar un tratado para
unificar sus partidos. Yo que sé de utopías, ésta me parecía la más irreal y
fastuosa, que sólo podía ser concertada con la fría mentalidad de este narrador
que está detrás del telón. La reunión sería en uno de los edificios más
imponentes de la capital, en la zona de Polanco. La gente se arremolinaba en
las afueras del edificio, con enormes carteles exigiendo equidad, que me
parecían tan sórdidos y pasados de moda que quise levantar una antorcha y
quemarlos. Yo era uno entre todos ellos, un curioso más, que observaba como la
calle principal fue cercada, y limosinas llegaban al lugar y de ellas salían
influyentes personalidades. Esto no me satisfacía, yo quería entrar o por lo
menos presenciar más de cerca el acontecimiento. Pero ésta vez no quería darle
el placer de verme una vez más a Isaías, quien ya me imaginaba frotando sus
palmas y sonriendo de regocijo, soñando en un mundo donde será reconocido por
desenmascarar a Orfeo, y para reservarme a la gloria funesta de bautizar a una
calle con mi nombre, mientras él se regocijaba con sus mares de dinero. Entré a
un edificio comercial, una tienda de ropa de doce pisos, y entré al elevador.
Oprimí el botón doce, y sentí como este escarabajo de metal me elevaba al piso
deseado. Al salir, divisé como el piso contaba con un balcón usado para admirar
las calles de esa zona exclusiva. Me dirigí hacia ese lugar, cruzando a través
de la ropa de negocios, y pensando en mi interior que había olvidado vestirme
como Orfeo, y que en ese momento más que nunca sólo era Noé. Al asomarme al
balcón, lo único que vi era el silencio ser del edificio y las mudas llegadas
de las limosinas, rodeadas por la cerca y agentes de seguridad. Deduje que
Isaías y su rival ya debían estar adentro, esperándome, a que con mi poder me
infiltrara hasta su ubicación exacta y una vez ahí, seguramente me solicitarían
que hiciera gala de mis poderes, que los hiciera cantar Macarena o alguna otra desfachatez, y que una vez que fuese
honorado como un héroe ante los ojos del pueblo que dominaban, y que apagasen
las cámaras, me taparían la cabeza y me llevarían en un avión privado a las
salas de tortura del Pentágono, dónde recibiría un tormento inadmisible. Sólo
me limité a observar esas frías y opacas ventanas, ventanas de las salas dónde
alguna de ellas era ocupada por ambos. Apoyé mis brazos en el barandal del
balcón, y con mi cabello moviéndose con el viento, esperé. ¿Creías que sólo me
pondría a mirar, querido lector? Parece que no me conoces, pues ya lo tenía
planeado. Esperé quince minutos más, a que el ajetreo de la calle se
apaciguara, ahora que ya estaba seguro que adentro de ese edificio se hervía la
tensión, y hasta los protestantes con sus carteles se callaron, esperando una
respuesta inmediata. El mundo se detuvo por unos instantes, y supe que era mi
momento de brillar. Como si ya lo tuvieran planeado, como si organizaran ese
silencio con antelación para que yo participara. Respiré hondo, cerré los ojos,
y detecté todas las fuentes de sonido existentes en Polanco.
Fue en ese
momento cuando apreté play.
Todas las
bocinas, con una intensidad tan maligna que parecía el rugido de una quimera
mitológica, se encendieron al mismo tiempo y comenzaron a reproducir All is full of love de Björk.
-You´ll be given
love, you´ll be taken care of, you´ll be given love, you have to trust it.
Y la ciudad se vio
perfumada en ese arrullo sofisticado, ese vals moderno que contraatacaba todas
las malas intenciones, y que puso a soñar despierto a más de uno. Cada una de
las bocinas de todos los edificios, en un radio de cinco kilómetros, latía en
una agonía resonante, con aquella tranquila canción que invitaba al pueblo a
bailar con la luz de la reflexión y besarse eróticamente a la vista de todos.
Yo me sentía como una madre que adormecía a un enorme bebe llorón y caprichoso.
-Twist your head
around, it´s all around you; all is full of love, all around you.
Me
sentía de nuevo arriba de un escenario, esta vez más discreto. Pero en el
momento en que la canción viraba sobre sí misma en una culminación, una
estentórea y resplandeciente explosión sacudía los cimientos del edificio en
donde se encontraban aquellos dos hombres. No sólo fue una, fueron dos, tres,
cuatro, y que resquebrajaban las vigas, torcían las escaleras y detenían ritmos
cardíacos. La canción seguía declamando que todo estaba lleno de amor a la par
que tres explosiones en la superficie remataron aquel espectáculo de luces, y
el bramido de la dinamita hacía temblar el asfalto y espantaba a las multitudes
que rodeaban el edificio, que corrían desesperadamente, huyendo de sus propias
vidas. Todos en el piso doce del edificio comercial corrían despavoridos hacia
los elevadores y las escaleras, y una mujer se me acercó y muy amablemente me
invitó que me retirara, pues era todo, no había que ver esto, vámonos, si te
quedas vas a morir, y yo le contesté:
-Yo ya
estoy muerto.
Y ella me
miró con compasión pero a la vez con odio, pues no quería pasar ni un segundo
más intentando salvar la vida de un demente. Todos me dejaron solos, observando
el fuego y el humo apocalíptico que nacía de las ventanas y los pisos, donde
los antiguos ocupantes de las limosinas morían, con una teatralidad que mis
papás sabrían reconocer. Las motas de pólvora, las partículas de los escombros
y de la piel me llegaban a mí y tuve que salir de ese balcón, convencido de que
todo fue en vano. El edificio ardía sin misericordia, y todos los edificios
vecinos se encogían de miedo, y sus ocupantes salían y corrían azorados,
trémulos, sin voltear a ver como ese gigante de hierro moría. Agobiado, no
quise estar ahí por un segundo más, y salí sin prisa del edificio, y al salir a
la calle era el único mortal que caminaba despacio. Al llegar a casa, observé
en la televisión el reportaje de aquel atentado, y reportaron que los cuerpos
de Isaías y su rival estaban irreconocibles, pues muchos de sus miembros
salieron desperdigados en una explosión que los mató instantáneamente.
Estaba
muerto. “México es un país de locos” dijo un primer ministro europeo, y rompió
relaciones con nuestro país, mientras invitaba a otros a hacerlo. El presidente
declaró un luto nacional por la muerte de uno de sus más férreos enemigos, y
confesó haber sido manipulado a cantar Te
quiero yo y tú a mí, extorsionado a hacerlo por motivos monetarios y
truculentos. El presidente de Estados Unidos lo confirmó en una carta, y señaló
que ya habían dispositivos y tecnología capaces de dominar las cuerdas vocales
y los pulmones, para que las víctimas fuesen poseídas por maquinas sin tregua a
decir y cantar lo que ellas pidieran. Si yo antes estaba muerto, ahora estaba
sepultado. Los antiguos policías que habían cantado Agárrense de las manos en un conjunto habitacional de la zona sur
del Distrito Federal seguían negociando ilícitamente con empresarios
extranjeros y con los mismos policías que anteriormente combatían, y recordaban
con buen humor aquel episodio cuando el diablo se les metió al cuerpo y los
obligó a tomarse de las manos con los policías. El “fenómeno Orfeo” había sido
relegado a la posteridad de los libros de texto gratuitos, que lo recordarán
como un capítulo “curioso y chusco”, sin causa aparente, y que vino a demostrar
que todo lo hecho a base de ideas nobles y sentimentales era insensato y
estúpido. Alejandra, la de la voz angelical, entró en una depresión tan grande
que se sumió al alcohol, y cada bebida y cada licor le quemaba la garganta y
día tras día envenenaba la belleza de su voz, y lo peor de todo es que ella se
alegró por el hecho, pues ya no tenía que cargar con la responsabilidad de ser
un fenómeno de circo.
En la
última junta del FMI, les pedí a todos encarecidamente que dejaran de lado esas
repentinas fantasías y nos hiciéramos cargo de nuestras vidas, que para eso
venimos al mundo, para estudiar, trabajar y morir, en un infinito ciclo de
mediocridad que Dios inventó para satisfacer Sus necesidades televisivas. La
mayoría me abucheó, pero en su interior sabían que escuchaban lo que querían
escuchar. Gus me dijo que era un idiota, de esos que hay que recordar sólo para
saber cuán idiota puede llegar a ser el ser humano, y que se arrepentía mucho
de haberme ayudado para haber acabado de esta manera. Yo le sonreí y le dije
“lo siento” con una mirada patética, y él, sin inmutarse, tomó su guitarra y
salió de mi casa, para no verlo nunca más. Vanessa, quien me estimaba tanto y
llegó a creer que era un verdadero ángel, me recriminó con palabras deletéreas
que era un patán, un cobarde, un farsante que ilusionó a toda una población al
hacerles creer que las cosas podrían cambiar, pero nunca cambian, nunca
cambian, nunca cambian. Con lágrimas en los ojos, me hizo jurar no volver a
realizar mi poder que sólo humilló a medio mundo, y me dijo que le volviera a
hablar cuando la raza humana cague diamantes. Incluso mis papas, que seguían
viendo la televisión con el mismo énfasis, a pesar del antiguo y abrupto intento
de mi abuela para sofocarla, me decían que no podían creer lo mal que estaba
éste mundo, que ya no había nada en qué creer, que ni siquiera la teatralidad
de un terrorista musical los salvó de la tragedia, y que parecía que lo único
que había que hacer es esperar a que el fin de todo llegase, rascándose el
ombligo, viendo la televisión, teniendo relaciones sexuales sin protección,
porque, decían mis papas, y me lo decían de frente, decepcionados, enojados,
que sólo venimos al mundo para obtener todo placer y no para aprender, para
reproducirnos a toda costa hasta desfallecer y vencer al mundo en una comida
caníbal, devorando naturaleza pacífica y atragantándonos con recursos
naturales, cortesía de la divinidad; a la mierda con la sabiduría, mis papas
dejaron de lado al teatro para encerrarse en su habitación; y ni siquiera se
encerraban para hacer el amor, sino para ver la televisión.
Oh, pero si
me dieran a apostar, diría que el que más me odia ahora eres tú mismo, querido
lector, pues realmente me había ganado esa perra de rayos catódicos, o de
plasma, o de LCD, o de la mierda que sea. ¿Y por qué ese odio tan visceral e
irracional contra aquel inofensivo aparatito, has de preguntar, por qué no mejor tu enemigo es el dinero o el
poder, cómo dijiste que odiabas? Pero tú has de saber más que yo, lector, que
la televisión es la defensora más
universal de todo lo que odio, atrofia los oídos, reparte la mala música, y con
su lengua vituperante desalma a todo aquél que se entregue a ella, le arrebata
la certeza de tener vida, y se arropa detrás de aquel aparato, miedoso de
participar en la montaña rusa de la vida y sus conflictos, miedoso de sus
semejantes, miedoso de sí mismo. Y se evaden, se evaden todos, e incluso tú,
querido lector, tuviste que hacer esfuerzos sobrehumanos para llegar a este
punto del relato sin estar tentado a abandonarlo y encender la televisión, a
pesar de que ahora sólo transmita estática; algo que seguramente hiciste,
dejando pendiente esta lectura. Tú más que nadie sabes que esta carta, porque
eso es, era dirigida para ti, en un intento desesperado de abolir mi soledad,
ahora que me encuentro escondido en un punto terrestre, donde la oscuridad es
amable y la soledad es una amiga de años; qué digo, ha sido mi única amiga.
Seguramente te estarás preguntando que fue lo que pasó para que el mundo haya
quedado en su estado actual, que es la razón principal por la cual te
adentraste a éste relato, sabiendo que me vas odiar toda la vida.
Estaba
solo, en la casa de mis padres (porque ya no era mía), en un silencio tan
acogedor que quise continuarlo para siempre. Estaba sentado en el sofá, el que
está frente a la pianola, y recordaba todas mis desventuras. Mis papás estaban
muy lejos, en su dormitorio, arrullados por mamá televisión. Podía escuchar las
pisadas de las cucarachas, el tictac de todos los relojes de esta casa, la paz
del sueño de Roy, y el aleteo de las moscas y su zumbido transitorio. Yo
también estaba a punto de caer al sueño, cuando de repente escuché que Roy, mi
mascota de toda la vida, se sobresaltó y se levantaba de inmediato para ladrar
incesantemente. Ladraba hacia la pianola, quien estaba imperturbable en su
descanso, inmóvil y prácticamente muerta. No la había tocado desde que mi
abuela murió, y se había atestado de telarañas y polvo. Roy no dejaba de
ladrar, como si un intruso se hubiese sentado en el taburete de la pianola, y
movía la cola como un metrónomo allegro. En ese momento, sucedió algo que hoy
en día me sigue asombrando, y cada vez que lo recuerdo se me llenan los ojos de
lágrimas, se me paralizan los brazos, y pienso en la nostalgia que se revuelca
como cerda sobre el lodo de mi vida, al mismo tiempo que pienso en mi abuela,
en mis amigos, en Vanessa, en la secundaria, en la primaria y en mi concepción.
La pianola
comenzó a tocar Non, Je ne Regrette Rien de
Edith Piaf, la primera canción que mis tiernos oídos de bebe escucharon en mi
nacimiento. Aún puedo recordar la sonrisa de mi padre cuando se aventuró a
sacar ese radio-llavero, rompiendo el orden establecido, cometiendo una esas
pequeñas locuras que le da sabor a nuestras vidas. Quizás yo no tenía recuerdos
precisos de aquel momento, pero los tejía con las anécdotas que me contaba mi
papá, antes de ser comido por la tristeza. Ahí estaba, aquella canción, en la
pianola que heredó mi abuela, sin que yo la manipulara, sin que yo la tocara
con mis dedos invisibles de meloquinesis. Me asusté mucho al principio, como
debieron asustarse mi abuela y mi mamá en su día, y observé alelado como las
teclas tocaban al compás de la canción, esperando a que el intérprete cantara
con su inequívoca voz. Entonces lo entendí. No importaba quien en verdad
estuviese tocando, si mi abuelo, o mi abuela, o Dios, ahora comprendí que era
lo que debía hacer. Me incorporé, y la canción se reprodujo en la televisión,
ahora incapaz de transmitir la programación. Lo mismo hice con las bocinas del
equipo de sonido, con la televisión del cuarto de mis padres, y las bocinas de
la computadora. Me disponía a salir de casa cuando observé a Roy, con su mirada
de tristeza, pero moviendo su cola como si fuese un cachorro.
-Vamos,
Roy, sígueme.
Y él no
dudo ni un instante y me siguió. Antes de salir de casa, cogí mi mochila de un
asa y coloqué mis objetos más personales, como El laberinto de la soledad de Octavio Paz, el disco de Yann Tiersen
que me regaló Vanessa, la llave que me dio mi abuela antes de morir, una
fotografía de mis papás, un cuaderno, un bolígrafo, tres mudas de ropa, y mi
traje de superhéroe. Al salir al patio,
contagié mi canción a la casa de los vecinos, los de ambos lados y los de
enfrente. Sus televisores se retorcían en colores, y se doblegaron a transmitir
exclusivamente la canción de Edith. Así lo hicieron todas las fuentes de sonido
de su casa. Seguí caminando, con Roy a mis espaldas, y en el vecindario entero
poco a poco se fue contagiando esa canción, una viruela musical, de la cual no
había y nunca habrá vacuna. A cada paso que daba, un nuevo televisor se
encendía o se transformaba para transmitir aquella canción.
-¡Vamos,
corre, Roy!
Y pensé que
no lo haría, que yo estaba forzado a levantarlo, pero él no se rindió ni se
quedó estancado en su vejez, e hizo gala de su gloria canina y corrió, con la
lengua por fuera y los ojos brillantes, y lo mismo hacía yo, con energía
renovada. En pocos minutos la canción se propagó por todo el municipio, las
televisiones se contagiaban a sí mismas de la voz de Edith, y cuando ésta
acababa, empezaba otra vez, insistente, terca. No, nada de nada. No lamento nada. Ni el bien que me han hecho. Ni el
mal, ¡todo me da igual! Roy y yo corrimos como nunca en nuestras vidas,
pero ya no para propagar la canción sino para huir, ¿de qué? Hasta el día de
hoy no lo sé. La canción tomó fuerza y se transformó en un ciclón de proporciones
bíblicas, en una reacción en cadena que desinfectaba todos los televisores. Los
habitantes de las casas se asustaban, creyeron que los fantasmas estaban
haciendo estragos en el plano terrenal, que Edith Piaf vino de nuevo al mundo a
cobrar venganza. Intentaban apagarlos, pero era inútil, e incluso llamaron a la
compañía federal de electricidad para que desactivaran la energía, y lo
hicieron, y fue inútil, porque la música tenía su propia energía. El perímetro
se fue agrandando, se propagó por toda la capital, y para la medianoche, todo
el país estaba en una crisis melódica que impedía a ricos y pobres a dormir, a
ver televisión, a usar sus computadoras, a escuchar la radio para oír sus
canciones de amor modernas, y lo único que les quedaba por hacer era, o
sentarse a leer, beber, o a relacionarse
con sus semejantes. México le pidió socorro a Estados Unidos, quien también ya
sufría los embates de aquella epidemia sonora que invalidaba sus aparatos
electrónicos, y exigió a las naciones socialistas a dar una explicación. Ellos,
con sus mejores científicos, explicaron con sencillez que la posibilidad de
infectar los televisores del mundo con música francesa era supuestamente
imposible, y si existía tal tecnología, debía provenir de Estados Unidos. Una
manifestación de artistas de música pop demandaba a las afueras de las oficinas
discográficas que se detuvieran en sus experimentos sonoros, o, que al menos,
cambiaran la canción para que por lo menos no cantara una muerta y que cantara
una mujer viva, en una canción bailable y que hable de sexo.
Cuando la
epidemia llegó a China, manifestaron su aversión por la música francesa y sus
inventores comenzaron a estudiar todas las fuentes de sonido existentes para
crear algo igual. En Francia ocurrían atentados de todo tipo, desde intentos de
moler a golpes al presidente, o a su primera dama, o la iniciativa de destruir
todos los pianos, todos los acordeones, todos los violines. Otros querían
canonizar a Edith Piaf.
Por
supuesto que la canción cambió; se transmutó a sinfonías de Mozart, a solos de
Paganini. A partir de ese momento, los instrumentos y las radios se callaron, y
las únicas fuentes de sonido que perpetuamente reproducían esas sinfonías eran
los televisores. El mundo entero estaba enfermo de música, y de nuevo
recordaron a Orfeo: en las paredes y los muros de las ciudades se leía: “Orfeo
es Dios, él te ama, y chinga tu madre”; y los adolescentes incluso se
organizaban para hacer peregrinaciones en búsqueda del que llamaban “ángel de
la música”. Se culpó a México de ser el causante de todo, de este acto
terrorista internacional, pero cuando los mandatarios querían hablar, al
momento de amplificar su voz, las bocinas comenzaban a ensordecer el aire con
su atronador discurso de Beethoven. A una niña inocente se le ocurrió que el
problema no era México, sino Orfeo, y se hizo mi búsqueda: un trillón de
dólares de recompensa a quien me
encontrara vivo. Yo, preso de mis propios demonios, realizando una maratón catatónica,
acompañado del incansable y victorioso Roy, podía escuchar las voces de mis
seres queridos porque, a pesar de que las voces no se pueden impregnar en las
paredes, si lo hacen en el corazón, y una vez que éste sirve de magnetófono y
grabé sus voces, las podía escuchar a todo momento, en cualquier lugar. Claro,
tampoco olvides lector que mi oído está más desarrollado que el tuyo. Escuchaba
a Vanessa desesperada por encontrarme, y miraba con lágrimas en los ojos el
celular que a propósito dejé olvidado. Gus tuvo que revelar a mis padres que yo
soy Orfeo, y entraron a un estado de shock tan grande que lo primero que
dijeron fue:
-… Está
bien ser gay.
Y Gus les
dijo que no, que yo no era gay, aunque parecía, que sólo quería hacer de mi
vida lo que quería, y recordarle al mundo locuras que no debe olvidar. En ese
momento, mis papas destruyeron a martillazos a los televisores hasta destruir
cada pedazo de su materia, cada pequeño cristal. Entonces un niño más inocente
que la anterior niña cayó en la cuenta y le dijo a sus padres que el problema
no era Orfeo, que lo eran las televisiones. Y todos, con el dolor en sus
corazones, destruyeron sus cajas de entretenimiento, aventaron al mar a todas
las pantallas planas, contaminando más al planeta tierra, y para cuando el
presidente transmitió en vivo el mensaje de que la gente debía hacer una
cruzada contra la televisión, como ya muchos lo habían hecho, se lo perdieron.
A tan sólo seis meses de mi partida de casa, el sesenta por ciento de los
televisores del mundo era enterrado en fosas de tamaño divino, enormes lechos
de putrefacción tecnológica, y ahí yacían los talk-shows baratos, la moral de
antaño. Y a partir de aquí comenzó a gestarse el mundo tal y como lo conoces
ahora, querido lector: la gente comenzó a verse entre sí, y descubrieron que estaban
vivos y juntos, carajo, y que se tenían, pero qué carajo, un descubrimiento
comparable al de Colón cuando descubrió América. Al pasar un año sin
televisión, recuperaron el interés por el misticismo y la magia, y, ahora
libres de las modas anteriormente impuestas por los videos musicales, se
vestían de la manera más liviana y cómoda, jugaban juegos olvidados y reiniciaron sus
amores. Las vehemencias de la hechicería resurgieron en las voces del alma,
pues nuevas enfermeras pronosticaban tragedias si no escuchábamos música
barroca; a los niños enfermos de viruela les recetaban sinfonías de Bach para
sanarse y a los aquejados por la depresión les recetaban cantar canciones de
sus artistas favoritos. A los enfermos de amor, a las chicas que se escondían
bajo las almohadas a causa de un amor no correspondido, les aconsejaban que
compusieran sus propias canciones, para poder derramar lágrimas como gotas de
un piano romántico. Y los adoloridos por la fatiga de la vida, los carentes de
fe, los suicidas en potencia, estaban obligados a cantar, pues su propia voz
melodiosa sanaba todas sus dudas, y deshacía sus miedos, porque la voz propia
es el mejor analgésico contra la baja autoestima.
El mundo se tuvo que inventar de nuevo, qué
lástima, tan cómodo y poderoso que era, y la gente, con la nostalgia de sus
antiguas canciones de amor, tuvieron que arreglárselas como siempre han hecho,
y comenzaron a componer canciones, comenzaron a aprender a tocar piano,
guitarra, y en poco tiempo ya estaban tocando canciones de su autoría, ya sea
individual o en conjunto. La cinematografía se tuvo que reinventar de nuevo,
volviendo a sus principios, cuando las escenas eran musicalizadas con orquesta
en vivo, tocando a Rajmáninov, debido a
que cuando intentaban reproducir una canción provocativa en sus bocinas, éstas
lo impedían con la conocida huelga del silencio. El dinero seguía moviendo la
alfombra de la sociedad. El mundo no cambió del todo, pues aún seguía habiendo
antivalores, y el niño más inocente de todos dijo que la culpa no la tenía ni
México ni Orfeo ni los televisores, sino todos nosotros. El niño fue regañado
por sus padres, y se fue al cuarto sin hojas para componer música, que era el
castigo de ahora. La guerra contra el narcotráfico persistía, aún había
balaceras donde las personas se mataban entre sí, pero eso pocos lo sabían,
puesto que el medio de comunicación más masivo fue clausurado. Ni siquiera el
internet funcionaba del todo, pues las pantallas de las computadoras rara vez
funcionaban. Eso si no sé por qué.
La
violencia, anteriormente conocida y vista como permanente anfitrión de la
fiesta, ahora era vista con atrocidad, y los niños pequeños, si llegaban a
presenciar un acto violento, casi morían del susto pues jamás, en la vida de
sus ojos, habían presenciado el derramamiento de sangre siquiera en
fotografías. Eso sí, la gente encontraba ahora formas de entretenimiento más
peligrosas, que los incitaba a salir a la calle, subirse a una motocicleta, y
arriesgarse la vida, ignorantes de los muros que anteriormente la comunicación
televisiva levantaba. Seguía habiendo alcoholismo, prostitución, delincuencia.
Las madres aún seguían siendo golpeadas por los cinturones de sus maridos,
niños de la calle aún debían subirse a los camiones e inventarse una buena
historia para ganar unos pocos pesos, y las editoriales aceptaban publicar
novelas sustitutas de la televisión, que con palabras monosilábicas excitaban a
los lectores carroñeros. Pero de vez en cuando me llegaban noticias de hombres
y mujeres que caminaban en las aceras, rodeados por el gentío citadino, y
cuando menos se lo esperaban, ellos comenzaban a cantar y a bailar, fingiendo
ser víctimas del fenómeno Orfeo. A veces eran secundados, otras abucheados. Pero
jamás borrados, pues estaba en su ser la necesidad de la locura, de la
teatralidad. Mis padres llegaron a ver uno, y fue tanta su emoción que
decidieron participar con él, cantando y bailando I´m singing on the rain, en medio de una torrencial lluvia, mientras
otra gente solo la grababa en su celular. Mi padre olvidó que alguna vez hizo
un pacto consigo mismo de no cantar jamás en su vida debido a su horrenda voz. Por primera vez en sus vidas, mis padres
estaban felices de ser actores en la máxima obra teatral que existe.
Un día dejé
de correr. Había llegado a olvidar la diferencia entre el día y la noche, pues
a todas horas me ponía a descansar después de una larga caminata, en cualquier
banco público, en cualquier iglesia, en cualquier refugio. A veces pedí posada
en una casa, siempre y cuando aceptaran a Roy. Mi pobre perro, que ya tenía
canas en su hocico, y cada vez respiraba más lento, jamás me abandonó. Claro,
yo terminé cargándolo a donde quiera que fuere. ¿Por qué decidí escapar, porqué
decidí correr sin rumbo fijo hacia un horizonte infinito, a expensas de
alimentarme en comedores públicos y en casas desconocidas? Aún me lo pregunto.
Pero hice mi sueño realidad. Viví un año en la calle, en las carreteras más
oscuras del país, protegido por el silencio y por las voces de mis seres
queridos que me abrazaban en las horas más oscuras de la noche. Mi sueño era recorrer
el mundo y escuchar las canciones que las personas albergaban en sus corazones,
tesoros que estaban destinados a morir olvidados. Me paseé por las ciudades más
ajetreadas, por los pueblos más áridos y salvajes, dormí en las camas más
sucias, en las casas más amables, y fui querido por personas distintas en cada
noche. Me dormía escuchando las canciones que ellos ocultaban con mucha pena.
No lo entiendo. La belleza de aquellas melodías era indescriptible, una belleza
inclasificable, y, contraria a la belleza física, ésta era inmortal. Un día
compré croquetas de perro en una tienda en una ciudad fronteriza; me senté en
la banqueta de una avenida concurrida, y me puse a alimentar al pobre Roy. Yo
estaba consciente de que él iba a morir, así que me puse a escuchar su canción,
alegre y sencilla. Después, escuché las canciones de los peatones que caminaban
detrás de mí; canciones aceleradas, tormentosas, y que no parecían tener lazo
alguno de las personas a las que pertenecían. No pude identificar la autoría de
las canciones del alma, pero todas, en conjunto, sonaban en armonía divina, sin
errores, complementándose unas con otras como un concierto universal. Sí, la
humanidad era un íntimo concierto universal, y todos aportan una melodía, un
tono, una voz única. Me puse a hablar con Roy. Le dije que yo jamás había
escuchado mi canción. Le dije que tal vez yo jamás tuve una, y estuve bendecido
para escuchar las de los demás. Roy me respondió con un bostezo; se dio la
vuelta y se puso a dormir.
Extrañé
como loco a Vanessa. Extrañé a mi silencio, a mi pausa, a mi locura. Al momento
de dormir, yo escuchaba su insomnio, sus lágrimas tercas, su corazón latiendo
por mí. Podía escuchar su canción, a pesar de que yo me encontraba casi a mil
kilómetros lejos de ella. Me era posible escuchar su canción porque deje varado
al mundo en un estado de silencio indefinido, y me aseguré de que ningún
altavoz y ninguna bocina fuese capaz de reproducir sonido. Sólo los sonidos
naturales de los instrumentos podían brotar y fluir como les placiera. Cumplí
mi sueño sólo porque lleve a cabo un plan egoísta. Privé de música sintética a
todos los habitantes del planeta. Era el extremo de mi poder, no podía hacer
más. Mi poder egoísta. Quise decirle a Vanessa todo esto. Quise decirle que
encontré las respuestas de mis preguntas, y de paso hallé más preguntas. Quise
decirle de que llegué a la conclusión, después de tres años vagando en los
caminos sórdidos del mundo, que el ruido no existe, y que mi enemigo siempre
fue irreal. Todos los sonidos, hasta los más desagradables, eran pruebas
fehacientes de música real. Incluso las canciones más fastidiosas cobran
sentido si las colocas en el contexto de la gran canción de la humanidad, este
himno que conformamos todos. Quise decirle eso a mi canción favorita. Y se lo
dije.
Decidí
levantar la huelga de la música en un domingo, después de tres años. La gente
se había acostumbrado al silencio, al que anteriormente le tenían miedo, pues
no podían concebir la idea de una comida, de una reunión familiar, de una
fiesta o de un funeral, sin música. Los restaurantes ya no tenían música de
fondo, así que los comensales degustaban sus platillos en silencio.
Desaparecieron los clubes nocturnos, los conciertos en estadios. En las bodas,
era necesaria la presencia de una banda que tocara instrumentos, aún con la
desventaja de que no serían amplificados electrónicamente. Aquel domingo, a las
doce del día, todas las bocinas y todos los altavoces resucitaron al mismo
tiempo. Yo me encontraba en la azotea de un departamento, teniendo como vista
una ciudad desolada por su propia naturaleza. Me puse a silbar, mientras Roy
dormía a mi lado. Todas las fuentes de sonido del mundo transmitieron una sola
canción: Life on Mars? de David
Bowie. De esta manera, le dije todo a Vanessa. Le susurré mi amor loco e
insensato. Le formulé todas mis preguntas y le respondí las suyas. Le dije que
yo me encontraba bien, sano y salvo, y que pronto regresaría. Y yo la escuché.
La escuché gritar de felicidad, contrariando a su habitual silencio, y la
escuché llorar. A Gustavo también le dije cosas, que sólo él podía escuchar. A
mis padres también. Sólo ellos podían interpretar mis voces subliminales que
incluí en la canción, que ahora todo el mundo escuchaba. La reacción del
público fue ensordecedora. Se sintieron aliviados, optimistas de que pronto, la
música tendría su regreso triunfal. Al igual que yo. Emprendí mi camino de
regreso a mi hogar, con el deseo de volver a abrazar a Vanessa, con el deseo de
de volver a ver a Gustavo, y sobre todo, a mis papás. Para completar mi vida.
Comencé a planear todo lo que haría: me subiré a un microbús donde se encuentre
Gustavo, y con una guitarra, cantaré Amargo
adiós, y él se reirá de la nostalgia; escribiré el guión de un musical
basado en mi propia vida, y montaré una obra de teatro que le dedicaré a mis
padres; y buscaré a Natalia, la mujer que me cuidaba en la guardería, y ahora
yo cuidaré de ella. Oh sí. Cargué al dormido Roy, y me puse a bajar las
escaleras del departamento. Pero antes, en el último peldaño frente a la puerta
de salida, me senté, saqué el cuaderno y el bolígrafo de mi mochila y comencé a
escribir esta carta. La carta que ahora lees tú, queridísimo lector. Tú, que me
has acompañado en mi viaje, y que decidí que fuese breve para no interrumpir
mucho en tu ocupada vida. Gracias por haber llegado hasta aquí. Sé que tú,
junto conmigo, habrás notado que nada se nos ha pasado desapercibido. Debido al
silencio del mundo, pudimos llegar a escuchar las canciones que habitaban los
corazones de los hombres y de las mujeres.
Y me fue
tan plácido escuchar cada una de esas canciones, que de esa manera me entretuve
en ésta decidida soledad: recorrí campos y ciudades escuchando canciones
salvajes provenientes de hombres rectos y meticulosos, baladas apasionadas en
mujeres anegadizas, sinfonías de arrepentimiento en prácticamente todas las edades,
canciones de belleza dominante que acorralaban a las almas menos pensantes, y
canciones de amor en los corazones menos facultados para recibirlo. Era
realmente como tener un termómetro de esperanza en la humanidad, cuyo mercurio
constantemente bajaba o subía. Y a ti, querido lector, te puedo contar con lujo
de detalle la canción que guardas en tu corazón, pues todas las canciones
tienen algo en común, y es su deseo de locura, de explosión, la necesidad de un
desahogo, del exterminio de la soledad pero también la preservación de ella, en
un vals contradictorio que tienes que bailar en tu rutinaria vida; y ya te
puedo ver, querido lector, cargando con ello, muriendo por ello, y te puedo
jurar que tú y yo no somos nada diferentes, que tú también tienes un don
oculto, y que seguramente disfrutas igual que yo estar flotando en una burbuja,
como en la que estamos ahora los dos, y perpetuar en nuestros oídos cada
detalle de la voraz oscuridad que se empeña en acabar con las leves melodías de
la esperanza. Y aunque tú me odies, yo te quiero mucho, y de hecho quiero a
todos, pues son tan irremediablemente estúpidos, salvajes, indecentes y
musicales, que no hay manera de no amarlos. Cuando acabé este relato, lo
colocaré dentro de tu buzón, y me veré de nuevo en mi soledad, con la sensación
de que todo sigue igual, de que en pocos años se inventará algo de mayor poder
de difusión que la televisión, y que esto será recordado como un episodio
simpático pero vergonzoso en la historia del mundo. Observé a Roy, quién parece
a estar a punto de morir, y me da un acceso de melancolía. Suertudo de él, que
no sabe distinguir la música ni sus tormentosas emociones, preparadas para
discriminar. Creo que quiero llorar, pero no puedo. No puedo. Creo ni yo me
conozco a mí mismo, creo que ni siquiera soy tímido ni mucho menos sensible, y
en este intento por agregarle belleza a las vidas de todos, tal y como lo quise
con la mía, siempre hubiese fallado aunque lo hubiese intentado mil veces, pues
estamos predispuestos a fallar, y que Dios en su televisión se ría, y escucha
la música de nuestros corazones, y que al final es sólo una canción y un solo
corazón, que siente las mismas pasiones y ansiedades tales como el deseo de
desquitarse, de matar, de amar, y la certeza de que el mundo nunca cambiará,
nunca cambiará, nunca cambiará.
Pero como
dijo mi difunta abuela: “Paciencia dijo la ciencia”
Oh sí.
Tu melómano que te quiere,
Orfeo.