viernes, 5 de octubre de 2012

Palabras vivas


Duele. Duele mucho. Pero duele bien. Tienes cáncer y te morirás en unos meses, o lo que es lo mismo, en unos días. ¿Y qué quieres que haga, ponerme a llorar? Eso es una grosería, y como me diste la razón, te tomé la palabra y te pregunté: ¿Qué quieres hacer? Y me dijiste que todo, ¿y qué es todo para ti? Porque si quieres vamos y matamos a alguien, si quieres vamos y hacemos un trío; si quieres, gastamos todos nuestros ahorros y nos vamos de viaje. Sí, algo así, dijiste, pero también quiero leer todos los libros que nos falta leer… ¡Ah, recuerdas la promesa! Exclamé. Claro que sí, dijiste, tú mismo me prometiste que todos los libros que compráramos los íbamos a leer juntos, tú un párrafo y yo otro… Sí, sí, nos faltan como veinte libros en la estantería, veinte libros y a morir. No seas necio, dijiste, moriré y moriré bien, porque amé y me dieron amor, es más, ni me di abasto, y fue tu culpa. No es nada, dije, pero déjame hacer algo, déjame…déjame algo tuyo. ¿Cómo qué? Preguntaste. ¿Quieres mis manuscritos, mis dibujos, mis pulseras, mis relojes? ¿Quieres un pelito mío, o quieres todo mi cabello? No, yo quiero tu voz, porque si ahora no puedo estar sin escuchar tu voz un día, ¿te imaginas cómo estaré todo lo que me queda de vida?
   ¿Y cómo te doy mi voz? Por mí te la doy, si quieres úsala, agárrala de mi garganta y póntela en la tuya, pero ¿cómo? Es imposible…
   Pero espera, dije, ¿qué será de mí cuando mueras? Tu voz es mi alarma, ¿cómo despertaré ahora? Tu voz es mi mapa, ¿cómo sabré a donde ir ahora? Tu voz es mi historia, ¿cómo recordaré ahora? Mira, mira, se me ocurrió una locura…
   ¿Tú? ¿Tú una locura? ¿Cuál de todas? ¿Cómo la locura de serme infiel y yo perdonarte? ¿Cómo la locura de vivir de la renta que cobramos, de no hacer nada en todo el día excepto leer, comer y coger? ¿Qué nueva locura ahora?
   Me duele lo que dices, pero duele bien. Ésta es mi locura: acercaré una grabadora a tu boca y haré que digas todas las palabras del español, del castellano más refinado, y una que otra del inglés. ¿Qué te parece mi locura?
   Prefiero tomes mi cuerpo, prefiero conserves el ataúd donde descansaré y lo coloques a un lado de la cama, ¿no es más fácil para tu alma? Grabar todas y cada una de las palabras del español, qué cansado, ¿me quieres matar del hastío?
   Vamos, sé que te divertirás, ¿es que ya no recuerdas cuantas palabras bonitas hay? Es para que las sientas por última vez en la boca, los últimos bocados de tu idioma. Vamos, será fácil y rápido, y si quieres, si nos apuramos, viajamos a todos lados.
   ¿Y los libros que nos falta leer? ¿Es que jamás sabré de que va Milan Kundera, es que jamás transitaré las carreteras que recorrió Kerouac, es que nunca más volveré a limpiar el whisky de los labios de Bukowski? Usa mi cuerpo, usa mi voz, haz lo que quieras conmigo, pero déjame leer esas historias y morir en paz.
   Pues agarremos los diccionarios que ya se hace tarde; de la A a la Z, yo quiero todas las palabras, desde los nombres propios hasta las terminologías, desde las locuciones latinas hasta las griegas. Las palabras en desuso también, ¿porque no? Las palabras más hermosas como nostalgia, ojalá y saxífraga, dilas con pasión, como si les fueras a dar un beso. Sí, sí, pasemos horas y horas en esta empresa, yo te grabo con una videocámara, mientras tú comes y comes palabras, y la grabadora las guarda. Después, las pasaré a la computadora, ¿y sabes algo? Serás inmortal.
   Doce horas diarias te la pasas grabando palabas ininterrumpidas, cumpliendo mi capricho. En las noches leemos tus libros pendientes y los pasajes de tus libros favoritos. Ahí me toca leer con mi voz.
   Yo también extrañare tu voz hijo de puta, dijiste, ¿a qué yo no puedo grabarla y llevármela? ¡Para dejarte mudo, sinvergüenza!
   Escucharas mi voz cuando quieras, reclamé, porque mi voz será la música que te guie por los pasillos de la muerte, y de ahí, ¡adonde te quiera llevar! ¿Qué más quieres? Tú te llevas mi paz, la seguridad de tu “Todo estará bien” que murmuras cada vez que me abrazas... ¡Ay, no se te vaya a olvidar grabar aquella oración, que es como un conjuro para mí…!

Te me moriste. El último día, te supliqué que no te fueras, que te quedaras, ¡qué me importa congelar tu voz, si la voz no me besa, no me toca, no me hace el amor! Y maldita sea, lo hicimos por vez última, de manera triunfal, ¡a ganar, a ganar! Pero luego te moriste, en nuestra cama, y no dejaste ni una nota, ni dijiste adiós;  tan de repente, como si todo este tiempo sólo hubieses sido carne.
   Pero ay, por suerte alcanzaste a grabar todas las miles y miles de palaras del idioma español, aunque al final casi te quedaras afónica, pues bien me di cuenta que cuando hacíamos el amor, para ti gemir era una dificultad. Tus últimas palabras fueron: “Adonde me lleven, me van a cambiar la voz”. Era cierto.
   Organicé todas las palabras grabadas y creé un software para usarlas a mi antojo. Me puse a llorar. Me puse a llorar porque la vi estantería y noté que no acabaste de leer tus novelas pendientes, y todo porque le hiciste caso a mi capricho. Escribí mi nombre para que el software lo leyera con tu voz. Quiero creer que pronunciabas mi nombre con ternura, o por lo menos con ese amor dolido que sigue a la infidelidad. Escuché mi nombre mil veces con tu voz, y mientras era tu funeral, coloqué tu arrullo “Todo estará bien” adentro de mi celular, sólo por si acaso. Pero mientras el ataúd bajaba a la tierra, no la quise escuchar. Porque me hubieses mentido.
   Porque conversaba contigo, enfrente de la computadora; yo te hablaba y yo escribía tus contestaciones; porque sabía de memoria lo que me dirías, así que sólo transcribía tu alma, alargándola. Te coloqué en el GPS del auto, y ahora era tu voz la que me decía a qué calle girar. Te coloqué en mi despertador y ahora eras tú la voz que me decía la hora. Te coloqué en los libros, y ahora eras tú la voz que los leía, y me alivié pues podías leer las novelas que no leíste en vida.
   Y todas las conversaciones que no tuvimos, esas postergadas por “un día de estos”, esas charlas sobre los secretos de nuestras vidas, que sólo se manifiestan debajo de las sábanas, donde dos pieles acostumbradas una de la otra se tocan; esas charlas que le dan sentido a la vida, donde los perdones llueven, las tuvimos. Tarde, pero charlamos así. Claro está que yo escribía en el teclado de la computadora portátil lo que tú decías, ¿pero qué querías?
   Haces bien, dije yo y dijiste tú, porque aún muerta no me quiero quedar callada, y escupiré todo lo que en vida me tragué, y lo haré sólo porque serás tú quien lo escriba, pues todo aquello vivía adentro de ti (vivía adentro de mi), esos remordimientos en el fondo de tu estómago; me tienes adentro, tu voz es mi voz ahora.
   Y tienes razón, te digo, amor mío, que tu voz sigue siendo tuya aunque yo la manipule, que tu amor es tuyo aunque yo lo juegue; y si tu quieres, sólo si tu quieres, hablaremos toda la vida, yo transcribiendo tus palabras desde la vida, y tú transcribiendo las mías desde la muerte, ¡porque sé que tú también escribes las palabras vivas que diré en una computadora! ¿Y sabes una cosa, sabes una cosa? Yo también grabaré todas las palabras del español, las colocaré en la computadora… y cuando me muera, habré creado un segundo software que responda al tuyo. Y aquellos programas, que seremos tú y yo, conversarán hasta el infinito, agotarán todas nuestras charlas posibles, incluso aquellas que no deberíamos tener… Nuestras voces estarán programadas para comunicarse conforme a las reglas de nuestras personalidades: con nuestras muletillas, nuestras pausas, nuestras palabras mal pronunciadas… Sí, sí, y ya hasta deseo la muerte, pero tendré que esperar, y mientras tanto, hablaremos así, combatiremos la muerte así, ¿no es esa una locura más? ¿No era lo que tú querías? Y leeremos juntos, hasta la eternidad, todas las novelas y libros que se han escrito, y los que ni siquiera se escribirán; ¿y sabes una cosa más? Sí, sí, duele muchísimo, duele demasiado, pero duele bien, duele muy bien.  


  

Melomanía (Última parte)


 Los indicios de la existencia del FMI (carajo, tiene las mismas siglas del “Fondo Monetario Internacional”, ya ni modo) comenzaron a darse en un pequeño delito en una unidad habitacional del sur de la ciudad, en las afueras de un departamento apropiado por narcotraficantes, quienes curiosamente también tenían importantes sillas que ocupar en el gobierno. Una comitiva de camionetas y automóviles de la policía se dirigió al lugar, y los oficiales, supuestamente alarmados por un chivatazo, rodearon el lugar. Una balacera inició sin previo aviso, desde la azotea del edificio, supuestos narcotraficantes contra supuestos policías. Los vecinos enmudecían de terror con el sonido de las balas cortando el aire, y eran testigos detrás de sus frágiles ventanas de cómo aquellos hombres se disparaban los unos a los otros, sin discriminar. De repente, el sonido de las balas dejó de rebotar en las paredes, y la balacera se volvió muda. Tanto policías y narcotraficantes asumieron que ya no tenían municiones, y fue en ese momento que un hombre, vestido de negro y con un sombrero blanquinegro, comenzó a cantar con parsimonia los primeros versos de Agárrense de las manos de José Luis Rodríguez:
   -Si quieren venir conmigo, a la tierra de las flores; si quieren buscar amores, de los que aman de verdad… No dejen que yo me vaya, con el corazón vacío…
   El hombre vestido de negro había encontrado el método perfecto para detener una balacera entre policías y narcotraficantes: cantar una canción colorida y alegre. No sólo contaba con su voz, sino con todas las bocinas a un radio de un kilometro de distancia. Su voz, cuyos pasajeros del vuelo 467 de Aeroméxico habían jurado escuchar, era lo suficientemente poderosa para anular el terror esparcido en las mentes de los habitantes de aquellos departamentos, pero no lo suficiente para sacarlos de su nuevo estado de shock, del cual seguramente necesitarían una terapia de electrochoques para poderlo superar.
   -… El calor de un buen amigo, que les hable, que les quiera, que una palabra sincera, pueda las penas callar.
   Pero, oh no, ahí no acababa la cosa. El poder absorbente de la voz de ese sujeto, hechizaba las voluntades de los policías cercanos a él, y ellos, atemorizados por lo que el resto de sus vidas recordarían como “el día en el que el diablo se nos metió al cuerpo”, comenzaron a moverse y acercarse al anónimo cantante; al principio se forzaban, pero ya después no pudieron contra aquella manipulación diabólica que los incitaba a tomarse de las manos unos con los otros, formando una cadena humana, cantando a coro:
   -¡Agárrense de las manos! ¡Unos a otros conmigo! ¡Agárrense de las manos! ¡Si ya encontraron su amigo!
   Los narcotraficantes que hace unos momentos observaban con estupor la escena, bajaban las escaleras dando saltos como conejos, y cuando salían del departamento, sonreían con sinceridad, y portaban sus pistolas semiautomáticas como si fuesen flores.
   -¡Juntos podemos llegar! ¡Dónde jamás hemos ido! ¡Juntos podemos llegar! Unan sus manos conmigo.
   Aquella cadena humana no se disolvió por horas, hasta que todos los habitantes de ese conjunto habitacional bajaron de sus hogares y se unieron a ese grupo de maniáticos, y bailaron con ellos, arrebatándoles las armas de sus manos y lanzándolas a la basura. Los niños eran los que más disfrutaban, puesto que para ellos aquello se les hacía normal, como en una película animada.
   Poco después sucedió un evento de la misma naturaleza, en una carretera que llevaba a Michoacán. Cinco automóviles perseguían a otros cuatro automóviles a toda velocidad, en una tarde que estaba a punto de morir para darle el paso a la noche. Uno de los automóviles perseguidos, un Jetta, se vio obligado a frenar debido a que su tanque de gasolina estaba prácticamente vacío. La persecución se convirtió en balacera, una vez que todos los autos se estacionaron, bloqueando la carretera, creando un tropel que asustaba a muerte a todos los automovilistas que recién llegaban detrás de ellos, quienes sólo querían llegar a Michoacán a visitar a sus familiares o hacer negocios. Las familias encerradas y agachadas en sus autos escuchaban con horror aquella pavorosa escena, donde hombres obesos y sudorosos se ocultaban en los costados de sus autos, evadiendo las balas de sus contrincantes. De repente, el sonido de las balas se fue desvaneciendo hasta desaparecer, y fue reemplazado por el atronador comienzo de la canción Single Ladies (Put a Ring on It) de Beyonce, emitido desde las potentes bocinas de todos los automóviles cercanos. La base de aquella canción retumbaba las bocinas como si fuesen corazones gigantes de plástico y metal, estremeciendo de tal modo los cristales de todos los automóviles a quinientos metros a la redonda. Un hombre salió de su auto, vestido de negro y con una sombrero, y comenzó a bailar robóticamente los pasos del video de aquella canción, moviendo las caderas y las piernas como la misma Beyonce. En otras circunstancias, cualquier persona con sentido común y un arma de fuego no dudaría en gastar una bala y disparar sin tregua a aquel hombre que se movía más delicadamente que las chicas del video. Pero dado que ese hombre ahora contagiaba a los demás participantes de la balacera, el verdadero asesino era él, quien no daba tregua, quien los desafiaba a una competencia de baile. Hábilmente embrujados, los hombres que anteriormente protagonizaban la balacera lanzaron sus armas al aire y comenzaron a quitarse la ropa provocativamente, tratando de seducirse los unos a los otros con sus velludos pechos y sus estómagos… qué digo, sus panzas infladísimas, sus ombligos llenos de pelusa, y la grasa aceitosa adquirida durante un día sin bañarse.
   -If you like it then you should have put a ring on it.
   La intensidad de la canción fue tal que en un simple estallido destrozó las ventanas de todos los autos ahí presentes, salpicando de cristales a sus usuarios. Después de un rato, todos decidieron salir de sus autos, y contagiados por el hechizo de mi meloquinesis, comenzaron a bailar como si alguien hubiese apretado el botón play oculto en su organismo. Adultos, adolescentes, mujeres embarazadas, hasta mascotas, todas se unían al concurso improvisado, en aquella carretera de baile. Si algún automóvil más se acercaba al lugar, los pasajeros, después de sufrir un embrutecimiento mental durante cinco minutos, se unían como si hubiesen llegado tarde a la fiesta. Incluso una anciana de ochenta y nueve años pidió que la bajaran del auto, que desplegaran su silla de ruedas, y que la movieran al ritmo de la canción. Después de un rato, le dio una bofetada a su hija que movía con lentitud su silla de ruedas, y deslizó su silla por el asfalto, moviendo sus manos como lo hacen los raperos, y haciendo gestos de proxeneta tan convincentes que se convirtió en la líder de la banda.
   Estos dos eventos ocurrieron prácticamente el mismo día. Durante la semana, se manifestaron varios altercados que acabaron de la misma manera: una pelea callejera entre pandillas acabó en un duelo coreográfico, donde comenzaban a cantar y bailar Beat it de Michael Jackson. Un enfrentamiento entre policías y manifestantes en contra de la mala administración del presidente municipal de su delegación, terminó en saldo blanco a la vez que cantaban todos al unísono I feel pretty  de la banda sonora de la película West Side Story, cuyo coro decía:
   I feel pretty! ¡Oh so pretty! ¡I feel pretty, and witty and gay!
   Otro acontecimiento destacable, sucedió en la Cámara de Diputados. Está bien, lector, debo de admitir que la televisión, bien usada, es una herramienta que potencializa a la cultura más desatendida. Éste es uno de esos casos: el Canal del Congreso, ese canal que antes usabas de fondo para cuando querías dormir, o el cual, si llegabas a él, tratabas de una manera titánica apretar todos los botones para cambiarle de canal, provocándote calambres y que el control remoto se descompusiera. Sí, bueno, ese canal, que creo ni conoces, transmitió en vivo una sesión ordinaria que parecía como cualquier otra, aunque un tanto polémica debido a las tensiones entre los rumoreados negocios de ciertos diputados con las mafias narcótraficas. Un senador se puso de pie, y se dirigió al estrado, aquel que está frente a dos banderas mexicanas enormes, y comenzó a decir alegatos interesantísimos, uno de esos milagros de sinceridad, irrefrenables cuando son enfocados por una cámara de video. El senador criticaba energúmeno las hipocresías, y detallaba con groserías las idioteces, el canibalismo del egoísmo entre sus contemporáneos, y, bueno, en sus propias palabras:
   -¡…Viven del pueblo pero traicionan al pueblo! ¡No tienen cara para salir a la calle! ¿Acaso les dijeron a sus electores que les iban a dar una puñalada? ¡No, no lo hicieron! Porque si lo hubieran hecho, no hubieran sido electos ninguno de ustedes… ¡No jueguen a la demagogia, pendejos!
   -¡Mejor no hables porque si de dinero se trata, tú…! –gritaba uno de los criticados, pero fue interrumpido:
   -No, yo renuncié a la mitad de mi ingreso, señor diputado…
   El conflicto verbal adquiría color en el rostro y en los brazos de aquellos hombres, cuyas manos se cerraban para formar puños. Uno de ellos se adelantó, directo al estrado, buscando pelea. Otro trató de detenerlo, pero un amigo del senador, a un lado de este, bajó de la tribuna y, embravecido, comenzó a golpear al diputado. Diputados y senadores se acercaban a ellos como atraídos por un imán de furia, y, ya sea para tratar de separarlos o para asestar puñetazos, se desquitaban de la máquina rompeilusiones del sistema. Una masa de cuerpos envestidos con trajes y corbatas se acoplaba en un remolino que, si le quitamos la ropa, sería confundido por una orgía.
   De repente, un senador de tantos, pero que detrás de sus trajes tenía puesto una camisa negra, se colocó un sombrero blanquinegro, y se levantó de su asiento. A la par con esto, todas las fuentes de sonido de la sala proclamaron con vigorosidad una nota fulminante de trompetas de triunfo. Todos los presentes voltearon a verlo, olvidando la pelea comunal, y observaron acomplejados que el senador, un conocido radical con ciertas tendencias antiderechistas, se movía como director de orquesta, ordenando a la sinfonía a ir a su ritmo. Pero repentinamente, la sinfonía se detuvo en un silencio orgásmico, y dio paso a la canción Why can´t we be friends? de War. El senador saltaba como primate al ritmo de la canción, propagando su efecto de embriagadora alegría a todos. La magia hizo todo lo demás.
   Cinco minutos después, todos se abrazaban a los hombros y cantaban el coro:
   - Why can´t we be friends? Why can´t we be friends? Why can´t we be friends? Why can´t we be friends?
   Lanzaban al aire el papeleo de la semana, se subían a la tribuna y se quitaban el traje para hacerlo girar por los aires, se daban besos en las mejillas, bebían cervezas que aparecieron de la nada, se abrazaban y se decían amigos de toda la vida: te acuerdas cuando nos gustaba la misma chica, ah que tiempos, a la mierda con todo, vamos a una fiesta, ¿no quieres salir con otros amigos? El acontecimiento tuvo una repercusión mundial; las Naciones Unidas acusaban a México de permitir la introducción de sustancias ilegales a recintos soberanos, y el presidente hizo un llamado a sus subordinados a que tomen las cosas con seriedad. Hicieron parodias de lo ocurrido en todos los programas cómicos, y era el tema principal de los stand-ups de las noches en las cantinas. A más de uno se le antojó estar ahí.

  
Algunos de estos acontecimientos eran de carácter íntimo. Una riña casera entre mis padres, causada por un malentendido que tenía como protagonista a una amiga de mi papá, pudo haber acabado a golpes si no fuera porque comenzaron a cantar A esa de Pimpinela.
   -A esa vete y dile tú… -declamaba mi mamá con pasión, en medio de la sala.
   -¿Qué? –preguntaba mi papá.
   -¡Que venga!
   -¿Para qué?
   -¡Yo le doy mi lugar!
   -¿Qué quieres probar?
   -¡Que recoja tu mesa, que lave tu ropa y todas tus miserias!
   Horas más tarde, en la privacidad de su dormitorio, se cantaban al oído I Want your sex de George Michael. Escuché todo; deseé ser sordo durante toda la madrugada.
   La lista sigue: una estampida provocada por otra balacera fue evitada cuando la multitud comenzó a cantar The Bad Touch de Bloodhound Gang. Sucedió en Tamaulipas, en una de las avenidas más concéntricas de Nuevo Laredo. En pleno mediodía, dos hombres armados con escopetas comenzaron a cantar:
   -Sweat baby, Sweat baby, sex is a Texas drought, me and you do the kind of stuff than only Prince would sing about…
   Los transeúntes que anteriormente huían despavoridos, regresaron de sus pasos y se unieron al musical. Los policías que llegaban al lugar, al igual que los reporteros, comenzaron a cantar:
   -You and me, baby ain´t, nothing that mammals so let´s, doit like they do on the Discovery Channel…
   -Gettin horny now! –exclamó uno de los policías mientras se subía a la patrulla y comenzaba a bailar, mientras todos se arremolinaban alrededor del vehículo y aplaudían.
   Una reportera amarillista comenzó a cantar Puto de Molotov en cadena nacional; un famoso sacerdote quien condenaba el aborto y las relaciones homosexuales, mientras concedía una entrevista, comenzó a cantar con su voz más aguda:
   Everybody dance now!
   La canción en cuestión era Gonna Make You Sweat de C&C Music Factory, e instigó a todos en la iglesia a que bailen al ritmo de aquel himno gay. Por supuesto, ninguno de estos sucesos pasó desapercibido. Durante semanas, lo único de lo que se hablaba era la salida del closet del cardenal más influyente del país, y las grotescas groserías de una reportera conservadora. Por supuesto, sin olvidar las multitudinarias e improvisadas coreografías que repentinamente ocurrían en las balaceras. “Pelean contra el narcotráfico pero ya hasta drogados pelean, qué ironía” decía mi mamá mientras veía en la televisión la noticia de que policías y narcotraficantes dejaron de lado sus armas y comenzaron a cantar y a bailar.
   Queridísimo lector, la fiebre musical había llegado al país, cortesía de tu querido y odiado narrador: Orfeo. Las imágenes de las violentas contiendas que se transformaban en baile y canto le daban la vuelta al mundo entero, dando la imagen de que México, aparte de ser un país ridículo (que ya era), era un país donde bailar y cantar era ley, y había que saber hacerlo como uno sabe atarse las cuerdas de sus zapatos. La canción de Orfeo, el soñador que se filtró a la internet de manera misteriosa se convirtió en la canción más descargada de la historia, una vez que se difundió un reportaje en televisión de que aquellos eventos estaban presumiblemente orquestados por un sujeto llamado Orfeo, que lo único que hacía era montar supuestas balaceras, aprovechando el boom del narcotráfico, para darle publicidad a uno de sus productos. Se difundió el rumor de que todo estaba planeado por una empresa extranjera, o una organización privada. En los muros de las ciudades encontrabas las palabras: “Orfeo es Dios” escritas en aerosol, y una letra Omega gigante, que también podía ser identificada como una lira. El presidente de la república se refirió a esto como un hecho “chusco, pero nada más”, y los funcionarios de las embajadas del país recibían llamadas constantes de extranjeros pidiendo explicaciones. Una ola de turistas llegó a principios de octubre, emocionados por presenciar uno de esos actos violentos pero con final feliz. Uno de los cantantes más famosos de Latinoamérica buscaba desesperadamente a los organizadores de esas “balaceras con final feliz” para que en la próxima ocasión canten o bailen cualquiera de las canciones de su más reciente disco.
   Todo se reducía a lo que planeábamos Vanessa, Gus y yo, en el interior de la camioneta de Gus, quien debía ser lavada constantemente debido a los “regalitos” de Roy. El proceso no era tan largo ni difícil como podría parecer. Primero, mandábamos espías y reporteros por todos los estados de la república para comunicarnos sobre algún posible atentado. Teníamos suerte, pues varios de ellos tenían contactos con el gobierno y con las empresas narcotraficantes. Una vez que conocíamos a qué hora y en que lugar sucedería el altercado, nos organizábamos con una rapidez prodigiosa: seleccionábamos al siguiente “kamikaze musical” (era difícil puesto que todos querían), quien era el causante del revuelo y del contagio melódico. Mientras tanto, Vanessa elegía la canción adecuada. Al “kamikaze musical” lo vestíamos de negro y le poníamos un sombrero para poder identificarlo después, y yo me encargaba de programarlo como si fuese una rocola: lo hipnotizaba de tal manera para que cantara una canción específica, y para que comenzara a cantarla en el momento adecuado, justo en el cenit del conflicto. Sé que esto suena surrealista de explicar, querido lector, pero tú sígueme; después, debía de conferirle la habilidad de trasladar la melodía que estaba cantando o bailando a las bocinas más cercanas a él, las cuales reproducirían la canción en sí. Y, lo más importante de todo, el “kamikaze musical” debía tener la capacidad de contagiar a las personas más cercanas a él para que lo imitaran, como flautista de Hamelín, cantando o bailando la canción correspondiente. Una vez hecho esto, Gus trasladaba al kamikaze musical al sitio correspondiente. Vanessa y yo los acompañábamos, y cabe decir que yo estaba vestido con mi disfraz de Orfeo, mi corbata de piano, y mi sombrero negro con cinta blanca.
   En el caso de la reportera o del cardenal, tuve que sacrificarme y ver la televisión, y hacer de ella mi aliada. Me di cuenta que podía distorsionar voces con tan sólo ver y oír a las personas, sin la necesidad de estar ahí presente. Así pude, a través de la televisión, distorsionar la voz de la reportera y del cardenal. Gus, muerto de risa, me suplicaba que hiciera lo mismo con las personalidades más respetadas de la televisión, y yo le decía que no, que no quería malgastar mi poder. Incluso me dijo que me pagaría. Vaya que era mucha la tentación, así que una noche, en casa de Gus, él encendió la televisión a manera de indirecta. Una vez dijo Oscar Wilde que “la mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella”, así que sintonicé un importante noticiario, conducido por uno de los más prestigiosos periodistas del país, y lo obligué a cantar Wannabe de las Spice Girls; bailando, por supuesto, la coreografía, con una maestría que ya quisiera cualquiera de las integrantes de ese extinto grupo.
   -¿Y por qué no eres tú el próximo kamikaze musical? –me preguntó un día Vanessa.
   A mí me sonaba como un reto, así que me armé de valor, y les pedí a los reporteros del FMI que me informaran de un evento de una magnitud enorme, de aquellos que no se repiten en veinte años por lo menos. Al instante me recordaron que el presidente del país se reuniría con el presidente de Estados Unidos, pero que no me preocupase, pues tal suceso sería televisado. Yo les dije que no quería hacerlo en la comodidad de mi casa, que quería estar presente y lo más cercano posible a ambos mandatarios. Fue lo más difícil que les pedí durante el corto tiempo que existió el FMI, pero desafiando toda lógica, consiguieron una credencial falsa de una importante radiodifusora del país, cuyo propietario decidí manipular para no crear controversias. Mientras lees este cuento, seguramente ese reportero debe estar vagabundeando en las calles de la ciudad, cantando sin cesar Bohemian Rhapsody de Queen, predicando el sentido de la teatralidad por las calles como Dios manda.
   Gus me trasladó hasta la Universidad Nacional Autónoma de México, donde sería recibido el presidente de Estados Unidos, pero las calles colindantes estaban por completo cerradas. Gus tuvo que estacionar su auto cuatro kilómetros más lejos, y tuvimos que caminar para llegar al lugar. Llegamos a una de las entradas de Ciudad Universitaria,  donde estaba la multitud de periodistas, formadas para cruzar la puerta con el detector de metales y asediada por guardias y agentes, vestidos con trajes negros y lentes oscuros. Fue una larga espera, y cuando crucé el arco, un hombre corpulento y de cara severa me esculcó, palpando cada parte de mi cuerpo, haciendo énfasis en mis bolsillos traseros.
   Tres horas después, me encontraba en el corro de periodistas que tomaban fotografías con incesantes flashes, y grababan el acontecimiento con esas cámaras profesionales, costosas y enormes. Los mandatarios estaban sentados en sillas acomodadas de tal manera que tenían de frente a las cámaras, y se daban la mano como si fuesen camaradas de toda la vida. El recinto dónde nos encontrábamos era un auditorio espacioso, un anfiteatro cuyas butacas estaban ocupadas por cientos de estudiantes, algunos interesados pero la mayoría deseosos de gritar a los cuatro vientos su odio al imperialismo, pero no se atrevían al observar fijamente a los cerrados puños de los agentes del servicio secreto.
   Era mi momento de actuar. Debía evitar que dieran su conferencia pública y que respondieran cualquier pregunta de un estudiante, pues no quería siquiera que lograran su cometido. Vaya que era un evento inusitado. Así que debía aprovecharlo. Respiré hondo, me calmé, conté hasta cinco… Observé sin tregua a la garganta del presidente de México, y luego a la de su homólogo, me imaginé sus voces, cuyos ecos se escuchan en todas partes, en los comunicados, en los masivos mensajes a sus naciones. Una vez que tenía sus voces en mi cabeza, cerraba y abría los ojos, y forcé a sus cuerdas vocales para que cantaran a dueto ni más ni menos “Te quiero” del programa infantil del dinosaurio morado
   Oh yeah.
   -Te quiero yo –cantaba un presidente.
   -Y tú a mí –cantaba el otro.
   -Somos una familia feliz –cantaban ambos-, con un fuerte abrazo y un beso me dirás, mi cariño es para ti.
   Ese pequeño, minúsculo fragmento, fue suficiente. Cuando llegué a casa, en todos los miserables televisores de todo el miserable mundo, se transmitía la grabación de cómo los presidentes se cantaban tiernamente el uno al otro, uno tocándole la mejilla al otro, en un gesto de amor universal. Esos segundos se repetían una y otra vez en el subconsciente de millones de mexicanos y estadounidenses, tan desorientados y perdidos por aquel inolvidable, histórico, épico momento, que los psicólogos de los respectivos países se harán millonarios con los tratamientos que deberán realizar a cientos de personas, seriamente traumadas por el evento. La esposa del mandatario estadounidense admitió años después haber sufrido de crisis nerviosa, y una década más tarde, en la decadencia, la esposa del presidente mexicano se suicidaría con un certero disparo en la sien, tras haber escuchado en todos lados ese “te quiero yo y tú a mí” como una repetición constante, un espejismo auditivo que te invita a arrojarte ácido a los oídos. Los días siguientes el país se encontraba en un estado de aturdimiento general. En las revistas del corazón se publicaban confesiones de hombres que juraban haber compartido la cama con el presidente. El presidente estadounidense, en una declaración posterior, reveló que se trataba de un atentado terrorista y que el Pentágono ya tenía sospechosos. Los ojos estaban de nuevo puestos en el medio oriente, y los integrantes de Al Qaeda, con una sonrisa de oreja a oreja, negaban cualquier responsabilidad. En cambio, el presidente mexicano asumió su homosexualidad, y el país podía festejar a mucha honra su reciente orgullo homosexual. “Está bien ser gay” decía el cardenal más conocido del país, quien ya había sido anteriormente sorprendido cantando un himno de la comunidad homosexual. En el Vaticano, el Papa condenó las ideas de la iglesia mexicana, y perfilaba a la ciudad de México como la nueva Sodoma.
   Y todo por una sencilla canción infantil.
   Decidimos celebrar a lo grande nuestro éxito. En el antiguo almacén de productos químicos, la ahora sede del Frente Mexicano Idealista, lo único que se escuchaba eran las carcajadas, al ver una y otra vez aquel fragmento. Todos los integrantes sabían que tenían en su poder el secreto de aquella travesura. Pero todos habíamos quedado en un pacto; si alguna vez alguien revelaba el paradero de la sede del FMI, o la identidad de algunos de los integrantes, él y su familia se quedarían sordomudos el resto de su vida. Es una amenaza severa pero justa. Y nadie quiere quedarse sordo ahora que un presidente le dijo “te quiero” al otro, mientras le guiñaba el ojo.
   Por supuesto que la FMI no se trataba sólo de realizar travesuras monumentales. El principal cometido era contagiar el bien. En mis ráfagas de recuerdos, me vino a la mente la voz sobrenatural de Alejandra, que pone celosos a los canarios y que motiva a los pecadores a redimirse. Asocié la omnipotente voz de Alejandra con la camioneta de Gus y ¡tarán! Había creado la ambulancia de Orfeo, que recorría las calles de la ciudad con la intención de curar a los enfermos del corazón, una ambulancia que en vez de sirena tenía la voz penetrante de Alejandra cantando Ave María; aunque después, bajo el pedido de Vanessa, cantaba Dios bendiga a los gusanos. Alejandra no dudó ni un instante en colaborar con nosotros, una vez que se dio cuenta que una carrera discográfica no era lo suyo, pues siempre que se disponía a grabar una canción en un estudio, los ingenieros de sonido rompían a llorar como niños pequeños, sollozando que jamás en su vida habían escuchado algo tan hermoso y liberador. Los ingenieros de sonido se disputaban por el amor de Alejandra, y mientras uno le regalaba un reloj de lujo, otro le regalaba un yate, y un tercero le regalaba un departamento en Nueva York. Los productores terminaban por matarse entre ellos, y esta misma historia se repitió en cinco disqueras diferentes. Dado que Alejandra no quería matar a la gente, se unió con nosotros, con la condición de que mantuviéramos su identidad en el anonimato. Fue así como, diariamente, la voz de Alejandra se paseaba por los parques de la ciudad, por las plazas, pero sobre todo, por los vecindarios más pobres de la metrópolis. Eso propició a un masivo despertar de conciencias. El “efecto Alejandra” recorrió la ciudad, barrio por barrio, y las madres se sintieron hechizadas al oír aquella voz purificadora, que se introdujo a sus oídos y heló a su corazón. Comenzaron a llorar, al igual que sus hijos, y mientras trataban de secarse las lágrimas, entendieron de golpe que sus vidas son sólo un puñado de emociones e impulsos mal dirigidos, y que la felicidad no era la meta; era el camino. Una epidemia de abrazos y besos se manifestó en todas las calles por donde Alejandra cantaba. Un joven ateo y homosexual, víctima del amor no correspondido, la verdadera enfermedad del siglo, estaba a punto de suicidarse con un coctel de pastillas cuando de pronto escuchó la dulce voz de Alejandra que volaba como una paloma. El joven se desmayó y sintió que cayó encima de una cama que lo salvaba de todas sus suicidas iniciativas. Una familia detuvo su discusión para oír mejor a Alejandra. Dios, bendícelos. Dos hombres fornidos que estaban a punto de dispararse entre sí con pistolas calibre 22 se sintieron conmovidos por la sola presencia de una voz, que no era voz, que era en realidad un alma, una mano, un beso, un amor. Dios, bendícelos. No pude evitar sacar mi cabeza de la ventana de la camioneta de Gus, y sentir el aire fresco golpear en mi cara, cuando detrás de nosotros, una multitud nos seguía, desesperados por explicaciones. Dios, bendícelos.
   Esta epidemia de la bondad lamentablemente tenía fecha de caducidad, dado que la voz de Alejandra no se impregnaba en las paredes para siempre y lamentablemente tampoco en las memorias, pero aún así seguíamos insistiendo en recorrerla por diversos pueblos olvidados. Aún así, a tan sólo cinco días de mi cumpleaños, la gente estaba desesperada por saber qué clase de diablo se había apoderado del pueblo de México, que ahora aceptaba la homosexualidad y donde los ricos y los pobres habían hecho amistad. “Orfeo es Satanás” dijo un obispo, que había roto todo lazo que lo conectaba con el cardenal principal. Varios programas de debate político tenían como tema principal a Orfeo, el nombre que estaba en boca de todos, el hombre o la mujer que se burló del sistema y de las calamidades nacionales. Vanessa me contaba que había grupos en las redes sociales que me veían como la segunda venida de Jesucristo, así que mis antiguas predicciones resultaron estar en lo cierto. Yo no dejé que la fama licuara mi cabeza; es más, me concentré más que nunca. Cualquier movimiento en falso y me caía al abismo. El diez de octubre, Vanessa, Gus y yo leímos con asombro una nota en el periódico, que informaba la creación del Nuevo Frente Socialista Mexicano, y que entre sus miembros se encontraba un político que poseía una navaja como lengua, y que en todos sus populistas discursos trastocaba las mentes de las personas, haciéndoles creer que la violencia era el camino ideal de la revolución. La revolución, los atentados y la guerra contra el narcotráfico habían sido asombrosamente relegados con todo el fenómeno Orfeo, pero el regreso de este hombre a la escena pública le ponía vencimiento a mi movimiento si yo no actuaba con inteligencia. Una noche estábamos mis padres, Vanessa, Gus y yo viendo la televisión (carajo), en una cena que mi mamá había hecho para recordar viejos tiempos. El noticiero, que ahora contaba con un nuevo presentador debido a que el anterior inició una carrera en el medio artístico, transmitió en vivo un comunicado de Isaías, el nuevo dirigente del Nuevo Frente Socialista Mexicano:
   -México se encuentra más perdido que nunca… El gobierno se ha lucido, vaya que sí, recreando montajes y escenas ridículas para llamar la atención de la gente y que ésta olvide la crisis en la que está sumida la nación. Una crisis que, seamos honestos, ha existido desde que México es México, desde que entregamos las riquezas del país a los extranjeros. Sólo hay una manera de defender nuestros principios, y ustedes saben cuál es. Basta de tonterías. Quiero hacerle una atenta invitación al pueblo de México para que se reúna en el zócalo capitalino el día trece de octubre. También invito al supuesto Orfeo, a que se presente y de la cara como buen ciudadano, si es que existe.
   Isaías no pudo haber escogido un día mejor. Vanessa y Gus me observaron de reojo, con los frijoles reposando en sus cucharas. Ésa era mi prueba de fuego. Nadie más podía ayudarme. Realmente sentí para vivir ese día, querido lector, y tú estarás de acuerdo. Sólo de escribir éste suceso se me eriza la piel y comienzo a temblar poco a poco, pues la emoción que me embargó en esos días era demasiada para un chico tan tímido como yo.
   Cuando decidí que debía ir, Vanessa me abofeteó, y me dijo que me matarían. Yo le dije que ésta era la única manera de consumar todo lo que habíamos hecho como equipo; que, al fin y al cabo, yo no hubiese sido capaz de ser Orfeo sin la ayuda de ellos. Que se los debía. Vanessa insistió en la necesidad de conservar mi anonimato, y yo le dije que no se preocupe por ella ni por Gus, que ellos dos estarían a salvos.
   -Eso no me importa, carajo –dijo ella. Después comenzó a llorar. Estábamos en mi casa, y mis papas se habían ido a ver una obra de teatro, pues, en sus propias palabras: “queremos ver una antes de que llegué un dictador al poder y condene la libertad de expresión”. Solos, redescubrimos el amor que se había quedado suspendido en un estado de complicidad heroica. La besé con frenesí, y ella a mí, y tocábamos nuestros cuerpos como si fuese la última piel que nuestros dedos recorrerán jamás. Esa noche la rematamos haciendo el amor, cada quien perdiendo su virginidad de la manera más perfecta, en la víspera de mi prueba final.
   El trece de octubre, nadie me deseó feliz cumpleaños sin que lo dijera con un tono de recelo. Mis papas pensaron fantasiosamente que cuando a las tres de la tarde salí de casa fue porque mis amigos me invitaron a una fiesta en Satélite. En realidad mi destino era el zócalo; fui solo, a pesar de las continuas insistencias de Gus de acompañarme y llevarme en su camioneta. Tomé el metro, con una mochila a cuestas que guardaba mi disfraz de superhéroe. Todos los usuarios del metro tuvimos que bajarnos dos estaciones antes de la del zócalo, debido a que el acceso al metro estaba bloqueado. Así que recorrí las calles de aspecto colonial y moderno del centro histórico, y cuando llegué a la plancha del zócalo me sorprendí al ver la cantidad colosal de personas, un gentío que aglutinaba en su mayoría a personas pobres de mente, seguramente las mismas que escribían groserías en el tablón de mensajes de mi antigua página de internet. Perdón, perdón, mi estimadísimo lector; de nuevo yo subestimando a la plebe y por ende a ti y a todos, como si yo fuese santo de la armonía y defensor del deber. Me acerqué al escenario, y fui con uno de los trabajadores que portaba una camisa con el logo del NFMS, para decirle que quería ver a Isaías.
   -¿Y tú quién puta madre eres? –me preguntó.
   -Soy Orfeo –le dije, y al instante lo volví sordomudo, y obligué a que escribiera en una hoja mi respuesta. En vez de eso, me subió al escenario, y me hizo esperar a Isaías. Arriba del escenario, sentí un miedo alucinante que casi me hace desmayar, al observar el mar de gente, sus cabezas negras, sus movimientos que asemejaban a olas. Por un instante de ensueño observé como todos se abalanzaban hacía mí y me devoraban vivo. Pero abrí los ojos bien y los vi de nuevo. Seguramente entre todos ellos debe estar al menos uno de los niños que me miraba feo en la guardería, y sentí que todo ese infierno de público era ese niño multiplicado por mil. Abrí mi mochila y extraje la única pieza que vestiría de mi disfraz: mi máscara negra, que me coloqué inmediatamente.  Después de media hora de espera, llegó al escenario Isaías. Fue recibido con entusiastas aplausos, que sonaban tan al unísono que parecían dos palmas gigantescas aplaudiendo una y otra vez. Isaías sonrío, y me miró desconcertado. Para evitar que el trabajador que sabía mi identidad le revelara quien soy, lo hechicé para que cantara con los labios Aserejé. En el escenario sólo estábamos Isaías y yo.
   Al momento de acercarse para preguntar mi nombre, Isaías sintió como una mano invisible ataba sus cuerdas vocales en un nudo irreparable, que lo volvió mudo toda la vida. Se tocó la garganta, y muy apesadumbrado, me miró con piedad, y luego con enojo, como si supiera que fui yo el causante. Después, miró con impotencia la masa de gente que esperaba oírlo hablar de nuevo sobre la revolución y la importancia de actuar. Todos sus colaboradores estaban distraídos con el ataque epiléptico de uno de ellos, así que Isaías estaba solo. Lo ignoré, y di un paso adelante.
   Tenía ante mí a todo aquel pueblo, suficiente para destruir lo que se propusieran con tan sólo usar sus pies. Los miré, y respiré hondo. Ahí estaba el micrófono, frente a mí, esperando a que yo me acercara y revelara: Soy Orfeo. Pero eso no haré. No es algo que yo hago. Querido lector, tú ya me conoces bien, soy un chico muy sensible que trata de agregarle ambición a cada verso y una dosis de belleza a mi triste y pequeña vida. No la quería desperdiciar con una revelación estúpida e insubstancial. Así que los miré a todos ellos, como si mirara a una sola persona, y me fijé en sus gargantas, como si fuese una sola. Y con la misma seguridad de que funcionaría cuando manipulé por primera vez la voz de mi papá, manipulé todas esas voces como una sola, porque al final, de eso se trataba. De una sola y poderosa voz.
   Y todas las bocinas y las fuentes de sonido más próximas a la plancha del zócalo, que no eran pocas (contando con las enormes bocinas del escenario), comenzaron a tocar los primeros compases de We´ve Had Enough de Michael Jackson. Las bocinas retumbaban de nuevo como enormes corazones, simbolizando los de todos ahí presentes, hasta el de él mudo Isaías que observaba todo aquello, azorado.
   Y el pueblo cantó:
   -Love was taken, from a young life, and no one told her why…
   Y quizás no era el sonido más poderoso registrado en la historia, pero los decibeles que alcanzaba esa voz (sí, en singular) podían compararse con los registrados en la erupción de un volcán, en el impacto de un asteroide, en el trabajo de las esferas celestes que flotan en el espacio y conceden energía musical a los hombres. Aquella enervante y rebelde voz puede que no cruce el umbral del dolor, pero sí el de la eufonía, y aunque en sus rostros aún se reflejaba el desconcierto y la confusión, la abrupta necesidad de cantar los sobrecogía a todos:
   -She innocently questioned why, why her father had to die? She asked the men in blue. How is it that you get to choose, who will live or who will die, did God said that you could decide? You saw he didn´t run, and that my daddy had no gun…
   Por supuesto que nadie conocía esa canción, y que, a diferencia de otras ocasiones, ellos eran libres de todas las ataduras que algunas veces impuse, tales como bailar al ritmo de la canción o agarrarse de las manos. Ellos podían irse si quisieran, aún con la canción en la garganta, pero no lo hacían. Ni siquiera lo intentaban. Era como si hubiesen venido por esto. Y varios de ellos me miraban: los hombres con recelo y las mujeres con admiración. Tendrían que ser tontos para no deducir que ese chico enmascarado era Orfeo. 
   -We´re innocently standing by, watching people lose their lives; it seems as if we have no voice, it´s time for us to make a choice… Only God could decide, who will live and who will die, there´s nothing that can´t be done, if we raise our voice as one… 
   Oh, lector, la sensación que me embargaba en aquel momento era de un exquisito éxtasis, paradisíaco placer comparable con la alegría desvergonzada de los más históricos compositores que movían montañas con sus sinfonías con una facilidad paralizante; y yo hechizaba las cuerdas vocales de todos ellos como si hechizara las cuerdas vocales de Dios, pues Él lo disponía, Él me dio este poder para que yo estuviera ahí, de pie, como director de aquella orquesta humana; y la canción explotó en un clímax voraz y definitorio:
   -They´ve gotta hear it from me… They´ve gotta hear it from you… They´re gotta hear it from us… We can´t take it, we´ve already had enough…
   Y sus voces eran mías, oh sí querido lector, pero sus corazones aún les pertenecían, e hicieron con ellos lo que querían; se zarandeaban con furia, exigentes, lanzaban un puño al aire con fuerza, y los invitados más escépticos perdían su incredulidad y observaron con la misma confusión que mis ojos tenían, al ver como las personas en el borde de la multitud comenzaron a irse, pero no para huir de aquella fiesta de locos, sino para darse a escuchar a los transeúntes y los vendedores de las calles ambulantes, y hasta un sordo podía adivinar lo que cantaban, y hasta los animales, los perros, los gatos y las aves adquirieron el mismo idioma y lo sentían, sentían todo su furor, y yo estaba a punto de desmayarme, de volverme Dios, de observar la inquebrantable voluntad de los mensajeros, los que se iban para no volver sin dar noticias de que habían cambiado la vida de un suspicaz, y desafiaban la capacidad de sus voces, la intensidad de sus alaridos, y, oh Dios, puedo jurar que en la actualidad aún se escuchan sus voces, flotando en el aire de la plaza de la constitución, y de vez en cuando alguien abría una puerta o encendía un aparato se expulsaba otra voz, y otra, y otra, cantando they´re gotta hear it from us, confirmando sus sospechas y las mías, de que la vida sólo adquiere sentido de esta enardecida manera. En ese momento me sentí contrariado, porque cuando despertaran de su trance se sentirán traidores de su idioma natal; caprichoso yo que elegí una de mis canciones favoritas sin pedir permiso a sus esperanzas. Así que hábilmente cambié de canción sin distorsionar la armonía. La canción que elegí no pudo haber sido más perfecta: Canción revolucionaria de Azero; que es, junto con la anterior, mis dos canciones favoritas de todos los tiempos. Y el pueblo cantaba con estos fragmentos:
   -Esta canción no habla de amor ni placer, habla de ese niño que no tiene qué comer… No sonará nunca en Radio Avaricia, sonara en donde se cometa una injusticia; esta canción no está hecha por las iglesias… Porque esta es, una canción revolucionaria, por eso no saldrá nunca en la televisión, ni concursará en Neurovisión, pero con tu apoyo cumplirá su función.
   Podía jurar que todo el mundo nos escuchaba, y así fue, lástima que con efecto retardado: el acontecimiento fue hábilmente grabado, y esas imágenes recorrieron el planeta e infundieron un sentimiento de perplejidad y repartieron alicientes, mira qué locos son los mexicanos decían los europeos, pero esa locura yo quiero tener, ya me harté de todo, de los de arriba y de los de abajo, salgamos a la calle, no me importa que piensen de mí, al carajo con todo; apretemos play.
   Y yo, asustado y feliz, esperaba impaciente a que se firmaran los acuerdos de paz, que se desactivaran los misiles nucleares, que se pudrieran las religiones y que el dinero se transformara en sal. Esperaba todas las mañanas a que el neófito amanecer inculcara amor en los hombres y les regalara música gratuita para sus almas, que los dirigentes se quitaran las corbatas, se deshicieran de sus modales de aprehensión y solicitaran un sitio en la fiesta comunal de la pobreza, para ser recibidos no como viejos enemigos sino como nuevos colegas. Mis papas pensaron que estaba enfermo, delirante, y me decían que debía ir a ver a un doctor, que tengo ojos más hundidos que el viejísimo Roy y los brazos más esqueléticos desde que tenían memoria. Para que ya no me molestaran, obligué a mi padre a cantar Yo vengo a ofrecer mi corazón como si acabara de conocer a mi mama y realizara un ritual para reconquistarla. A Vanessa ya no le gustaba besarme, decía que yo sólo movía los labios por compromiso y no por pasión, y me dijo que mejor me fuera a Europa, que me ligara a una puta francesa. A Gus ya no le gustaba mi silencio y mis ojos pegados al televisor, expectantes de la siguiente noticia que redimiera a la humanidad, ya sea que liberen al Tíbet, que un presidente se fuera a vivir en el Himalaya o una nueva legislación en la India que metiera a la cárcel a quién contribuyera a la sobrepoblación, y prefirió decirme en la cara que era un hipócrita, que no me dé por vencido, que mi tarea no se ha terminado. Yo, con un susurro victorioso, le dije que lo mejor estaba a punto de ocurrir. Nadie me entendía en esos momentos, sólo Roy y sus bufidos de cansancio me hacían sentir menos solo. En efecto, llegó el día que tanto esperaba para poder morir tranquilo. El mudo líder del Nuevo Frente Socialista Mexicano, Isaías, se reuniría en una junta con el dirigente del partido político derechista, su rival más directo. Isaías alzó una hoja para que las cámaras de televisión la enfocaran, y esa hoja decía: “Orfeo, estás cordialmente invitado”.
   Era el veintinueve de octubre, y la ciudad respiraba un aire que no había respirado en su historia. La masa de smog que cotidianamente estaba sobre sus cabezas era sustituida por la niebla de la incertidumbre, y ningún pensamiento de ninguna persona no estaba asociado a la unión de aquellos dos hombres, que simbolizaban dos cosas tan dispares, y que estaban comprometidos a firmar un tratado para unificar sus partidos. Yo que sé de utopías, ésta me parecía la más irreal y fastuosa, que sólo podía ser concertada con la fría mentalidad de este narrador que está detrás del telón. La reunión sería en uno de los edificios más imponentes de la capital, en la zona de Polanco. La gente se arremolinaba en las afueras del edificio, con enormes carteles exigiendo equidad, que me parecían tan sórdidos y pasados de moda que quise levantar una antorcha y quemarlos. Yo era uno entre todos ellos, un curioso más, que observaba como la calle principal fue cercada, y limosinas llegaban al lugar y de ellas salían influyentes personalidades. Esto no me satisfacía, yo quería entrar o por lo menos presenciar más de cerca el acontecimiento. Pero ésta vez no quería darle el placer de verme una vez más a Isaías, quien ya me imaginaba frotando sus palmas y sonriendo de regocijo, soñando en un mundo donde será reconocido por desenmascarar a Orfeo, y para reservarme a la gloria funesta de bautizar a una calle con mi nombre, mientras él se regocijaba con sus mares de dinero. Entré a un edificio comercial, una tienda de ropa de doce pisos, y entré al elevador. Oprimí el botón doce, y sentí como este escarabajo de metal me elevaba al piso deseado. Al salir, divisé como el piso contaba con un balcón usado para admirar las calles de esa zona exclusiva. Me dirigí hacia ese lugar, cruzando a través de la ropa de negocios, y pensando en mi interior que había olvidado vestirme como Orfeo, y que en ese momento más que nunca sólo era Noé. Al asomarme al balcón, lo único que vi era el silencio ser del edificio y las mudas llegadas de las limosinas, rodeadas por la cerca y agentes de seguridad. Deduje que Isaías y su rival ya debían estar adentro, esperándome, a que con mi poder me infiltrara hasta su ubicación exacta y una vez ahí, seguramente me solicitarían que hiciera gala de mis poderes, que los hiciera cantar Macarena o alguna otra desfachatez, y que una vez que fuese honorado como un héroe ante los ojos del pueblo que dominaban, y que apagasen las cámaras, me taparían la cabeza y me llevarían en un avión privado a las salas de tortura del Pentágono, dónde recibiría un tormento inadmisible. Sólo me limité a observar esas frías y opacas ventanas, ventanas de las salas dónde alguna de ellas era ocupada por ambos. Apoyé mis brazos en el barandal del balcón, y con mi cabello moviéndose con el viento, esperé. ¿Creías que sólo me pondría a mirar, querido lector? Parece que no me conoces, pues ya lo tenía planeado. Esperé quince minutos más, a que el ajetreo de la calle se apaciguara, ahora que ya estaba seguro que adentro de ese edificio se hervía la tensión, y hasta los protestantes con sus carteles se callaron, esperando una respuesta inmediata. El mundo se detuvo por unos instantes, y supe que era mi momento de brillar. Como si ya lo tuvieran planeado, como si organizaran ese silencio con antelación para que yo participara. Respiré hondo, cerré los ojos, y detecté todas las fuentes de sonido existentes en Polanco.
   Fue en ese momento cuando apreté play.  
   Todas las bocinas, con una intensidad tan maligna que parecía el rugido de una quimera mitológica, se encendieron al mismo tiempo y comenzaron a reproducir All is full of love de Björk.
   -You´ll be given love, you´ll be taken care of, you´ll be given love, you have to trust it.
   Y la ciudad se vio perfumada en ese arrullo sofisticado, ese vals moderno que contraatacaba todas las malas intenciones, y que puso a soñar despierto a más de uno. Cada una de las bocinas de todos los edificios, en un radio de cinco kilómetros, latía en una agonía resonante, con aquella tranquila canción que invitaba al pueblo a bailar con la luz de la reflexión y besarse eróticamente a la vista de todos. Yo me sentía como una madre que adormecía a un enorme bebe llorón y caprichoso.
   -Twist your head around, it´s all around you; all is full of love, all around you.
   Me sentía de nuevo arriba de un escenario, esta vez más discreto. Pero en el momento en que la canción viraba sobre sí misma en una culminación, una estentórea y resplandeciente explosión sacudía los cimientos del edificio en donde se encontraban aquellos dos hombres. No sólo fue una, fueron dos, tres, cuatro, y que resquebrajaban las vigas, torcían las escaleras y detenían ritmos cardíacos. La canción seguía declamando que todo estaba lleno de amor a la par que tres explosiones en la superficie remataron aquel espectáculo de luces, y el bramido de la dinamita hacía temblar el asfalto y espantaba a las multitudes que rodeaban el edificio, que corrían desesperadamente, huyendo de sus propias vidas. Todos en el piso doce del edificio comercial corrían despavoridos hacia los elevadores y las escaleras, y una mujer se me acercó y muy amablemente me invitó que me retirara, pues era todo, no había que ver esto, vámonos, si te quedas vas a morir, y yo le contesté:
   -Yo ya estoy muerto.
   Y ella me miró con compasión pero a la vez con odio, pues no quería pasar ni un segundo más intentando salvar la vida de un demente. Todos me dejaron solos, observando el fuego y el humo apocalíptico que nacía de las ventanas y los pisos, donde los antiguos ocupantes de las limosinas morían, con una teatralidad que mis papás sabrían reconocer. Las motas de pólvora, las partículas de los escombros y de la piel me llegaban a mí y tuve que salir de ese balcón, convencido de que todo fue en vano. El edificio ardía sin misericordia, y todos los edificios vecinos se encogían de miedo, y sus ocupantes salían y corrían azorados, trémulos, sin voltear a ver como ese gigante de hierro moría. Agobiado, no quise estar ahí por un segundo más, y salí sin prisa del edificio, y al salir a la calle era el único mortal que caminaba despacio. Al llegar a casa, observé en la televisión el reportaje de aquel atentado, y reportaron que los cuerpos de Isaías y su rival estaban irreconocibles, pues muchos de sus miembros salieron desperdigados en una explosión que los mató instantáneamente.
   Estaba muerto. “México es un país de locos” dijo un primer ministro europeo, y rompió relaciones con nuestro país, mientras invitaba a otros a hacerlo. El presidente declaró un luto nacional por la muerte de uno de sus más férreos enemigos, y confesó haber sido manipulado a cantar Te quiero yo y tú a mí, extorsionado a hacerlo por motivos monetarios y truculentos. El presidente de Estados Unidos lo confirmó en una carta, y señaló que ya habían dispositivos y tecnología capaces de dominar las cuerdas vocales y los pulmones, para que las víctimas fuesen poseídas por maquinas sin tregua a decir y cantar lo que ellas pidieran. Si yo antes estaba muerto, ahora estaba sepultado. Los antiguos policías que habían cantado Agárrense de las manos en un conjunto habitacional de la zona sur del Distrito Federal seguían negociando ilícitamente con empresarios extranjeros y con los mismos policías que anteriormente combatían, y recordaban con buen humor aquel episodio cuando el diablo se les metió al cuerpo y los obligó a tomarse de las manos con los policías. El “fenómeno Orfeo” había sido relegado a la posteridad de los libros de texto gratuitos, que lo recordarán como un capítulo “curioso y chusco”, sin causa aparente, y que vino a demostrar que todo lo hecho a base de ideas nobles y sentimentales era insensato y estúpido. Alejandra, la de la voz angelical, entró en una depresión tan grande que se sumió al alcohol, y cada bebida y cada licor le quemaba la garganta y día tras día envenenaba la belleza de su voz, y lo peor de todo es que ella se alegró por el hecho, pues ya no tenía que cargar con la responsabilidad de ser un fenómeno de circo.
   En la última junta del FMI, les pedí a todos encarecidamente que dejaran de lado esas repentinas fantasías y nos hiciéramos cargo de nuestras vidas, que para eso venimos al mundo, para estudiar, trabajar y morir, en un infinito ciclo de mediocridad que Dios inventó para satisfacer Sus necesidades televisivas. La mayoría me abucheó, pero en su interior sabían que escuchaban lo que querían escuchar. Gus me dijo que era un idiota, de esos que hay que recordar sólo para saber cuán idiota puede llegar a ser el ser humano, y que se arrepentía mucho de haberme ayudado para haber acabado de esta manera. Yo le sonreí y le dije “lo siento” con una mirada patética, y él, sin inmutarse, tomó su guitarra y salió de mi casa, para no verlo nunca más. Vanessa, quien me estimaba tanto y llegó a creer que era un verdadero ángel, me recriminó con palabras deletéreas que era un patán, un cobarde, un farsante que ilusionó a toda una población al hacerles creer que las cosas podrían cambiar, pero nunca cambian, nunca cambian, nunca cambian. Con lágrimas en los ojos, me hizo jurar no volver a realizar mi poder que sólo humilló a medio mundo, y me dijo que le volviera a hablar cuando la raza humana cague diamantes. Incluso mis papas, que seguían viendo la televisión con el mismo énfasis, a pesar del antiguo y abrupto intento de mi abuela para sofocarla, me decían que no podían creer lo mal que estaba éste mundo, que ya no había nada en qué creer, que ni siquiera la teatralidad de un terrorista musical los salvó de la tragedia, y que parecía que lo único que había que hacer es esperar a que el fin de todo llegase, rascándose el ombligo, viendo la televisión, teniendo relaciones sexuales sin protección, porque, decían mis papas, y me lo decían de frente, decepcionados, enojados, que sólo venimos al mundo para obtener todo placer y no para aprender, para reproducirnos a toda costa hasta desfallecer y vencer al mundo en una comida caníbal, devorando naturaleza pacífica y atragantándonos con recursos naturales, cortesía de la divinidad; a la mierda con la sabiduría, mis papas dejaron de lado al teatro para encerrarse en su habitación; y ni siquiera se encerraban para hacer el amor, sino para ver la televisión.
   Oh, pero si me dieran a apostar, diría que el que más me odia ahora eres tú mismo, querido lector, pues realmente me había ganado esa perra de rayos catódicos, o de plasma, o de LCD, o de la mierda que sea. ¿Y por qué ese odio tan visceral e irracional contra aquel inofensivo aparatito, has de preguntar,  por qué no mejor tu enemigo es el dinero o el poder, cómo dijiste que odiabas? Pero tú has de saber más que yo, lector, que la televisión es la defensora  más universal de todo lo que odio, atrofia los oídos, reparte la mala música, y con su lengua vituperante desalma a todo aquél que se entregue a ella, le arrebata la certeza de tener vida, y se arropa detrás de aquel aparato, miedoso de participar en la montaña rusa de la vida y sus conflictos, miedoso de sus semejantes, miedoso de sí mismo. Y se evaden, se evaden todos, e incluso tú, querido lector, tuviste que hacer esfuerzos sobrehumanos para llegar a este punto del relato sin estar tentado a abandonarlo y encender la televisión, a pesar de que ahora sólo transmita estática; algo que seguramente hiciste, dejando pendiente esta lectura. Tú más que nadie sabes que esta carta, porque eso es, era dirigida para ti, en un intento desesperado de abolir mi soledad, ahora que me encuentro escondido en un punto terrestre, donde la oscuridad es amable y la soledad es una amiga de años; qué digo, ha sido mi única amiga. Seguramente te estarás preguntando que fue lo que pasó para que el mundo haya quedado en su estado actual, que es la razón principal por la cual te adentraste a éste relato, sabiendo que me vas odiar toda la vida.
   Estaba solo, en la casa de mis padres (porque ya no era mía), en un silencio tan acogedor que quise continuarlo para siempre. Estaba sentado en el sofá, el que está frente a la pianola, y recordaba todas mis desventuras. Mis papás estaban muy lejos, en su dormitorio, arrullados por mamá televisión. Podía escuchar las pisadas de las cucarachas, el tictac de todos los relojes de esta casa, la paz del sueño de Roy, y el aleteo de las moscas y su zumbido transitorio. Yo también estaba a punto de caer al sueño, cuando de repente escuché que Roy, mi mascota de toda la vida, se sobresaltó y se levantaba de inmediato para ladrar incesantemente. Ladraba hacia la pianola, quien estaba imperturbable en su descanso, inmóvil y prácticamente muerta. No la había tocado desde que mi abuela murió, y se había atestado de telarañas y polvo. Roy no dejaba de ladrar, como si un intruso se hubiese sentado en el taburete de la pianola, y movía la cola como un metrónomo allegro. En ese momento, sucedió algo que hoy en día me sigue asombrando, y cada vez que lo recuerdo se me llenan los ojos de lágrimas, se me paralizan los brazos, y pienso en la nostalgia que se revuelca como cerda sobre el lodo de mi vida, al mismo tiempo que pienso en mi abuela, en mis amigos, en Vanessa, en la secundaria, en la primaria y en mi concepción.
   La pianola comenzó a tocar Non, Je ne Regrette Rien de Edith Piaf, la primera canción que mis tiernos oídos de bebe escucharon en mi nacimiento. Aún puedo recordar la sonrisa de mi padre cuando se aventuró a sacar ese radio-llavero, rompiendo el orden establecido, cometiendo una esas pequeñas locuras que le da sabor a nuestras vidas. Quizás yo no tenía recuerdos precisos de aquel momento, pero los tejía con las anécdotas que me contaba mi papá, antes de ser comido por la tristeza. Ahí estaba, aquella canción, en la pianola que heredó mi abuela, sin que yo la manipulara, sin que yo la tocara con mis dedos invisibles de meloquinesis. Me asusté mucho al principio, como debieron asustarse mi abuela y mi mamá en su día, y observé alelado como las teclas tocaban al compás de la canción, esperando a que el intérprete cantara con su inequívoca voz. Entonces lo entendí. No importaba quien en verdad estuviese tocando, si mi abuelo, o mi abuela, o Dios, ahora comprendí que era lo que debía hacer. Me incorporé, y la canción se reprodujo en la televisión, ahora incapaz de transmitir la programación. Lo mismo hice con las bocinas del equipo de sonido, con la televisión del cuarto de mis padres, y las bocinas de la computadora. Me disponía a salir de casa cuando observé a Roy, con su mirada de tristeza, pero moviendo su cola como si fuese un cachorro.
   -Vamos, Roy, sígueme.
   Y él no dudo ni un instante y me siguió. Antes de salir de casa, cogí mi mochila de un asa y coloqué mis objetos más personales, como El laberinto de la soledad de Octavio Paz, el disco de Yann Tiersen que me regaló Vanessa, la llave que me dio mi abuela antes de morir, una fotografía de mis papás, un cuaderno, un bolígrafo, tres mudas de ropa, y mi traje de superhéroe.  Al salir al patio, contagié mi canción a la casa de los vecinos, los de ambos lados y los de enfrente. Sus televisores se retorcían en colores, y se doblegaron a transmitir exclusivamente la canción de Edith. Así lo hicieron todas las fuentes de sonido de su casa. Seguí caminando, con Roy a mis espaldas, y en el vecindario entero poco a poco se fue contagiando esa canción, una viruela musical, de la cual no había y nunca habrá vacuna. A cada paso que daba, un nuevo televisor se encendía o se transformaba para transmitir aquella canción.
   -¡Vamos, corre, Roy!
   Y pensé que no lo haría, que yo estaba forzado a levantarlo, pero él no se rindió ni se quedó estancado en su vejez, e hizo gala de su gloria canina y corrió, con la lengua por fuera y los ojos brillantes, y lo mismo hacía yo, con energía renovada. En pocos minutos la canción se propagó por todo el municipio, las televisiones se contagiaban a sí mismas de la voz de Edith, y cuando ésta acababa, empezaba otra vez, insistente, terca. No, nada de nada. No lamento nada. Ni el bien que me han hecho. Ni el mal, ¡todo me da igual! Roy y yo corrimos como nunca en nuestras vidas, pero ya no para propagar la canción sino para huir, ¿de qué? Hasta el día de hoy no lo sé. La canción tomó fuerza y se transformó en un ciclón de proporciones bíblicas, en una reacción en cadena que desinfectaba todos los televisores. Los habitantes de las casas se asustaban, creyeron que los fantasmas estaban haciendo estragos en el plano terrenal, que Edith Piaf vino de nuevo al mundo a cobrar venganza. Intentaban apagarlos, pero era inútil, e incluso llamaron a la compañía federal de electricidad para que desactivaran la energía, y lo hicieron, y fue inútil, porque la música tenía su propia energía. El perímetro se fue agrandando, se propagó por toda la capital, y para la medianoche, todo el país estaba en una crisis melódica que impedía a ricos y pobres a dormir, a ver televisión, a usar sus computadoras, a escuchar la radio para oír sus canciones de amor modernas, y lo único que les quedaba por hacer era, o sentarse a leer, beber,  o a relacionarse con sus semejantes. México le pidió socorro a Estados Unidos, quien también ya sufría los embates de aquella epidemia sonora que invalidaba sus aparatos electrónicos, y exigió a las naciones socialistas a dar una explicación. Ellos, con sus mejores científicos, explicaron con sencillez que la posibilidad de infectar los televisores del mundo con música francesa era supuestamente imposible, y si existía tal tecnología, debía provenir de Estados Unidos. Una manifestación de artistas de música pop demandaba a las afueras de las oficinas discográficas que se detuvieran en sus experimentos sonoros, o, que al menos, cambiaran la canción para que por lo menos no cantara una muerta y que cantara una mujer viva, en una canción bailable y que hable de sexo.
   Cuando la epidemia llegó a China, manifestaron su aversión por la música francesa y sus inventores comenzaron a estudiar todas las fuentes de sonido existentes para crear algo igual. En Francia ocurrían atentados de todo tipo, desde intentos de moler a golpes al presidente, o a su primera dama, o la iniciativa de destruir todos los pianos, todos los acordeones, todos los violines. Otros querían canonizar a Edith Piaf.
   Por supuesto que la canción cambió; se transmutó a sinfonías de Mozart, a solos de Paganini. A partir de ese momento, los instrumentos y las radios se callaron, y las únicas fuentes de sonido que perpetuamente reproducían esas sinfonías eran los televisores. El mundo entero estaba enfermo de música, y de nuevo recordaron a Orfeo: en las paredes y los muros de las ciudades se leía: “Orfeo es Dios, él te ama, y chinga tu madre”; y los adolescentes incluso se organizaban para hacer peregrinaciones en búsqueda del que llamaban “ángel de la música”. Se culpó a México de ser el causante de todo, de este acto terrorista internacional, pero cuando los mandatarios querían hablar, al momento de amplificar su voz, las bocinas comenzaban a ensordecer el aire con su atronador discurso de Beethoven. A una niña inocente se le ocurrió que el problema no era México, sino Orfeo, y se hizo mi búsqueda: un trillón de dólares de recompensa  a quien me encontrara vivo. Yo, preso de mis propios demonios, realizando una maratón catatónica, acompañado del incansable y victorioso Roy, podía escuchar las voces de mis seres queridos porque, a pesar de que las voces no se pueden impregnar en las paredes, si lo hacen en el corazón, y una vez que éste sirve de magnetófono y grabé sus voces, las podía escuchar a todo momento, en cualquier lugar. Claro, tampoco olvides lector que mi oído está más desarrollado que el tuyo. Escuchaba a Vanessa desesperada por encontrarme, y miraba con lágrimas en los ojos el celular que a propósito dejé olvidado. Gus tuvo que revelar a mis padres que yo soy Orfeo, y entraron a un estado de shock tan grande que lo primero que dijeron fue:
   -… Está bien ser gay.
   Y Gus les dijo que no, que yo no era gay, aunque parecía, que sólo quería hacer de mi vida lo que quería, y recordarle al mundo locuras que no debe olvidar. En ese momento, mis papas destruyeron a martillazos a los televisores hasta destruir cada pedazo de su materia, cada pequeño cristal. Entonces un niño más inocente que la anterior niña cayó en la cuenta y le dijo a sus padres que el problema no era Orfeo, que lo eran las televisiones. Y todos, con el dolor en sus corazones, destruyeron sus cajas de entretenimiento, aventaron al mar a todas las pantallas planas, contaminando más al planeta tierra, y para cuando el presidente transmitió en vivo el mensaje de que la gente debía hacer una cruzada contra la televisión, como ya muchos lo habían hecho, se lo perdieron. A tan sólo seis meses de mi partida de casa, el sesenta por ciento de los televisores del mundo era enterrado en fosas de tamaño divino, enormes lechos de putrefacción tecnológica, y ahí yacían los talk-shows baratos, la moral de antaño. Y a partir de aquí comenzó a gestarse el mundo tal y como lo conoces ahora, querido lector: la gente comenzó a verse entre sí, y descubrieron que estaban vivos y juntos, carajo, y que se tenían, pero qué carajo, un descubrimiento comparable al de Colón cuando descubrió América. Al pasar un año sin televisión, recuperaron el interés por el misticismo y la magia, y, ahora libres de las modas anteriormente impuestas por los videos musicales, se vestían de la manera más liviana y cómoda,  jugaban juegos olvidados y reiniciaron sus amores. Las vehemencias de la hechicería resurgieron en las voces del alma, pues nuevas enfermeras pronosticaban tragedias si no escuchábamos música barroca; a los niños enfermos de viruela les recetaban sinfonías de Bach para sanarse y a los aquejados por la depresión les recetaban cantar canciones de sus artistas favoritos. A los enfermos de amor, a las chicas que se escondían bajo las almohadas a causa de un amor no correspondido, les aconsejaban que compusieran sus propias canciones, para poder derramar lágrimas como gotas de un piano romántico. Y los adoloridos por la fatiga de la vida, los carentes de fe, los suicidas en potencia, estaban obligados a cantar, pues su propia voz melodiosa sanaba todas sus dudas, y deshacía sus miedos, porque la voz propia es el mejor analgésico contra la baja autoestima.
   El mundo se tuvo que inventar de nuevo, qué lástima, tan cómodo y poderoso que era, y la gente, con la nostalgia de sus antiguas canciones de amor, tuvieron que arreglárselas como siempre han hecho, y comenzaron a componer canciones, comenzaron a aprender a tocar piano, guitarra, y en poco tiempo ya estaban tocando canciones de su autoría, ya sea individual o en conjunto. La cinematografía se tuvo que reinventar de nuevo, volviendo a sus principios, cuando las escenas eran musicalizadas con orquesta en vivo, tocando a Rajmáninov,  debido a que cuando intentaban reproducir una canción provocativa en sus bocinas, éstas lo impedían con la conocida huelga del silencio. El dinero seguía moviendo la alfombra de la sociedad. El mundo no cambió del todo, pues aún seguía habiendo antivalores, y el niño más inocente de todos dijo que la culpa no la tenía ni México ni Orfeo ni los televisores, sino todos nosotros. El niño fue regañado por sus padres, y se fue al cuarto sin hojas para componer música, que era el castigo de ahora. La guerra contra el narcotráfico persistía, aún había balaceras donde las personas se mataban entre sí, pero eso pocos lo sabían, puesto que el medio de comunicación más masivo fue clausurado. Ni siquiera el internet funcionaba del todo, pues las pantallas de las computadoras rara vez funcionaban. Eso si no sé por qué.
   La violencia, anteriormente conocida y vista como permanente anfitrión de la fiesta, ahora era vista con atrocidad, y los niños pequeños, si llegaban a presenciar un acto violento, casi morían del susto pues jamás, en la vida de sus ojos, habían presenciado el derramamiento de sangre siquiera en fotografías. Eso sí, la gente encontraba ahora formas de entretenimiento más peligrosas, que los incitaba a salir a la calle, subirse a una motocicleta, y arriesgarse la vida, ignorantes de los muros que anteriormente la comunicación televisiva levantaba. Seguía habiendo alcoholismo, prostitución, delincuencia. Las madres aún seguían siendo golpeadas por los cinturones de sus maridos, niños de la calle aún debían subirse a los camiones e inventarse una buena historia para ganar unos pocos pesos, y las editoriales aceptaban publicar novelas sustitutas de la televisión, que con palabras monosilábicas excitaban a los lectores carroñeros. Pero de vez en cuando me llegaban noticias de hombres y mujeres que caminaban en las aceras, rodeados por el gentío citadino, y cuando menos se lo esperaban, ellos comenzaban a cantar y a bailar, fingiendo ser víctimas del fenómeno Orfeo. A veces eran secundados, otras abucheados. Pero jamás borrados, pues estaba en su ser la necesidad de la locura, de la teatralidad. Mis padres llegaron a ver uno, y fue tanta su emoción que decidieron participar con él, cantando y bailando I´m singing on the rain, en medio de una torrencial lluvia, mientras otra gente solo la grababa en su celular. Mi padre olvidó que alguna vez hizo un pacto consigo mismo de no cantar jamás en su vida debido a su horrenda voz.  Por primera vez en sus vidas, mis padres estaban felices de ser actores en la máxima obra teatral que existe.
   Un día dejé de correr. Había llegado a olvidar la diferencia entre el día y la noche, pues a todas horas me ponía a descansar después de una larga caminata, en cualquier banco público, en cualquier iglesia, en cualquier refugio. A veces pedí posada en una casa, siempre y cuando aceptaran a Roy. Mi pobre perro, que ya tenía canas en su hocico, y cada vez respiraba más lento, jamás me abandonó. Claro, yo terminé cargándolo a donde quiera que fuere. ¿Por qué decidí escapar, porqué decidí correr sin rumbo fijo hacia un horizonte infinito, a expensas de alimentarme en comedores públicos y en casas desconocidas? Aún me lo pregunto. Pero hice mi sueño realidad. Viví un año en la calle, en las carreteras más oscuras del país, protegido por el silencio y por las voces de mis seres queridos que me abrazaban en las horas más oscuras de la noche. Mi sueño era recorrer el mundo y escuchar las canciones que las personas albergaban en sus corazones, tesoros que estaban destinados a morir olvidados. Me paseé por las ciudades más ajetreadas, por los pueblos más áridos y salvajes, dormí en las camas más sucias, en las casas más amables, y fui querido por personas distintas en cada noche. Me dormía escuchando las canciones que ellos ocultaban con mucha pena. No lo entiendo. La belleza de aquellas melodías era indescriptible, una belleza inclasificable, y, contraria a la belleza física, ésta era inmortal. Un día compré croquetas de perro en una tienda en una ciudad fronteriza; me senté en la banqueta de una avenida concurrida, y me puse a alimentar al pobre Roy. Yo estaba consciente de que él iba a morir, así que me puse a escuchar su canción, alegre y sencilla. Después, escuché las canciones de los peatones que caminaban detrás de mí; canciones aceleradas, tormentosas, y que no parecían tener lazo alguno de las personas a las que pertenecían. No pude identificar la autoría de las canciones del alma, pero todas, en conjunto, sonaban en armonía divina, sin errores, complementándose unas con otras como un concierto universal. Sí, la humanidad era un íntimo concierto universal, y todos aportan una melodía, un tono, una voz única. Me puse a hablar con Roy. Le dije que yo jamás había escuchado mi canción. Le dije que tal vez yo jamás tuve una, y estuve bendecido para escuchar las de los demás. Roy me respondió con un bostezo; se dio la vuelta y se puso a dormir.
   Extrañé como loco a Vanessa. Extrañé a mi silencio, a mi pausa, a mi locura. Al momento de dormir, yo escuchaba su insomnio, sus lágrimas tercas, su corazón latiendo por mí. Podía escuchar su canción, a pesar de que yo me encontraba casi a mil kilómetros lejos de ella. Me era posible escuchar su canción porque deje varado al mundo en un estado de silencio indefinido, y me aseguré de que ningún altavoz y ninguna bocina fuese capaz de reproducir sonido. Sólo los sonidos naturales de los instrumentos podían brotar y fluir como les placiera. Cumplí mi sueño sólo porque lleve a cabo un plan egoísta. Privé de música sintética a todos los habitantes del planeta. Era el extremo de mi poder, no podía hacer más. Mi poder egoísta. Quise decirle a Vanessa todo esto. Quise decirle que encontré las respuestas de mis preguntas, y de paso hallé más preguntas. Quise decirle de que llegué a la conclusión, después de tres años vagando en los caminos sórdidos del mundo, que el ruido no existe, y que mi enemigo siempre fue irreal. Todos los sonidos, hasta los más desagradables, eran pruebas fehacientes de música real. Incluso las canciones más fastidiosas cobran sentido si las colocas en el contexto de la gran canción de la humanidad, este himno que conformamos todos. Quise decirle eso a mi canción favorita. Y se lo dije.
   Decidí levantar la huelga de la música en un domingo, después de tres años. La gente se había acostumbrado al silencio, al que anteriormente le tenían miedo, pues no podían concebir la idea de una comida, de una reunión familiar, de una fiesta o de un funeral, sin música. Los restaurantes ya no tenían música de fondo, así que los comensales degustaban sus platillos en silencio. Desaparecieron los clubes nocturnos, los conciertos en estadios. En las bodas, era necesaria la presencia de una banda que tocara instrumentos, aún con la desventaja de que no serían amplificados electrónicamente. Aquel domingo, a las doce del día, todas las bocinas y todos los altavoces resucitaron al mismo tiempo. Yo me encontraba en la azotea de un departamento, teniendo como vista una ciudad desolada por su propia naturaleza. Me puse a silbar, mientras Roy dormía a mi lado. Todas las fuentes de sonido del mundo transmitieron una sola canción: Life on Mars? de David Bowie. De esta manera, le dije todo a Vanessa. Le susurré mi amor loco e insensato. Le formulé todas mis preguntas y le respondí las suyas. Le dije que yo me encontraba bien, sano y salvo, y que pronto regresaría. Y yo la escuché. La escuché gritar de felicidad, contrariando a su habitual silencio, y la escuché llorar. A Gustavo también le dije cosas, que sólo él podía escuchar. A mis padres también. Sólo ellos podían interpretar mis voces subliminales que incluí en la canción, que ahora todo el mundo escuchaba. La reacción del público fue ensordecedora. Se sintieron aliviados, optimistas de que pronto, la música tendría su regreso triunfal. Al igual que yo. Emprendí mi camino de regreso a mi hogar, con el deseo de volver a abrazar a Vanessa, con el deseo de de volver a ver a Gustavo, y sobre todo, a mis papás. Para completar mi vida. Comencé a planear todo lo que haría: me subiré a un microbús donde se encuentre Gustavo, y con una guitarra, cantaré Amargo adiós, y él se reirá de la nostalgia; escribiré el guión de un musical basado en mi propia vida, y montaré una obra de teatro que le dedicaré a mis padres; y buscaré a Natalia, la mujer que me cuidaba en la guardería, y ahora yo cuidaré de ella. Oh sí. Cargué al dormido Roy, y me puse a bajar las escaleras del departamento. Pero antes, en el último peldaño frente a la puerta de salida, me senté, saqué el cuaderno y el bolígrafo de mi mochila y comencé a escribir esta carta. La carta que ahora lees tú, queridísimo lector. Tú, que me has acompañado en mi viaje, y que decidí que fuese breve para no interrumpir mucho en tu ocupada vida. Gracias por haber llegado hasta aquí. Sé que tú, junto conmigo, habrás notado que nada se nos ha pasado desapercibido. Debido al silencio del mundo, pudimos llegar a escuchar las canciones que habitaban los corazones de los hombres y de las mujeres.
   Y me fue tan plácido escuchar cada una de esas canciones, que de esa manera me entretuve en ésta decidida soledad: recorrí campos y ciudades escuchando canciones salvajes provenientes de hombres rectos y meticulosos, baladas apasionadas en mujeres anegadizas, sinfonías de arrepentimiento en prácticamente todas las edades, canciones de belleza dominante que acorralaban a las almas menos pensantes, y canciones de amor en los corazones menos facultados para recibirlo. Era realmente como tener un termómetro de esperanza en la humanidad, cuyo mercurio constantemente bajaba o subía. Y a ti, querido lector, te puedo contar con lujo de detalle la canción que guardas en tu corazón, pues todas las canciones tienen algo en común, y es su deseo de locura, de explosión, la necesidad de un desahogo, del exterminio de la soledad pero también la preservación de ella, en un vals contradictorio que tienes que bailar en tu rutinaria vida; y ya te puedo ver, querido lector, cargando con ello, muriendo por ello, y te puedo jurar que tú y yo no somos nada diferentes, que tú también tienes un don oculto, y que seguramente disfrutas igual que yo estar flotando en una burbuja, como en la que estamos ahora los dos, y perpetuar en nuestros oídos cada detalle de la voraz oscuridad que se empeña en acabar con las leves melodías de la esperanza. Y aunque tú me odies, yo te quiero mucho, y de hecho quiero a todos, pues son tan irremediablemente estúpidos, salvajes, indecentes y musicales, que no hay manera de no amarlos. Cuando acabé este relato, lo colocaré dentro de tu buzón, y me veré de nuevo en mi soledad, con la sensación de que todo sigue igual, de que en pocos años se inventará algo de mayor poder de difusión que la televisión, y que esto será recordado como un episodio simpático pero vergonzoso en la historia del mundo. Observé a Roy, quién parece a estar a punto de morir, y me da un acceso de melancolía. Suertudo de él, que no sabe distinguir la música ni sus tormentosas emociones, preparadas para discriminar. Creo que quiero llorar, pero no puedo. No puedo. Creo ni yo me conozco a mí mismo, creo que ni siquiera soy tímido ni mucho menos sensible, y en este intento por agregarle belleza a las vidas de todos, tal y como lo quise con la mía, siempre hubiese fallado aunque lo hubiese intentado mil veces, pues estamos predispuestos a fallar, y que Dios en su televisión se ría, y escucha la música de nuestros corazones, y que al final es sólo una canción y un solo corazón, que siente las mismas pasiones y ansiedades tales como el deseo de desquitarse, de matar, de amar, y la certeza de que el mundo nunca cambiará, nunca cambiará, nunca cambiará.
   Pero como dijo mi difunta abuela: “Paciencia dijo la ciencia”
   Oh sí.   

Tu melómano que te quiere,
Orfeo.