viernes, 5 de octubre de 2012

Melomania (Tercera parte)


   Nuestras conversaciones tenían un estilo muy definido: hablábamos sin vernos a los ojos, yo con mis palabras enhiestas por la música, y Vanessa con sus silencios bien planificados. A ella sólo le gustaba hablar si de verdad consideraba que sus ideas aportaran algo valioso; sólo si sus palabras fuesen certeras y atinadas. Yo gozaba con su silencio, y mientras yo hablaba de mil situaciones optimistas, de mis caricaturas favoritas, de mis álbumes predilectos, de mi fascinación por lo poderoso, ella se reía y callaba, y se callaba y se reía y se volvía a callar. Hablar era inútil. Ese era mi trabajo. Cuando obtuve el valor de pedir que saliéramos un día a caminar, ella me dijo que sí, pero sin abrir la boca. A ella sólo le gustaba abrir la boca sólo para comer. Ella besaba con los labios cerrados.
   En el sábado siguiente, me desperté a las seis de la mañana. Hacía mucho frio, aquellos vientos gélidos traspasaban las paredes de la casa; y sin embargo, yo sudaba. Mi respiración era trabajosa, y mi corazón latía tan rápido que me dolían las venas. No lo entendía en absoluto: en la noche anterior, dormí en la más plácida de las tranquilidades. Pensé en Vanessa, en su silencio liberador, en sus pausas armoniosas. Me calmaba la idea de salir con ella, de tomar su mano y caminar por los caminitos de la Alameda, justo como acordamos. La paz me llenaba como una fragancia sonora. Pero en estos momentos, el miedo me atraviesa como un contrapunto peligroso. En la noche anterior respiraba con la armonía de un soneto de Chopin; ahora respiraba con el ritmo de una exaltada sinfonía de Prokófiev. Salté de la cama y me puse a hacer ejercicio por primera vez en mi vida. Encendí la radio con mi mente y en las pequeñas bocinas se transmitía la melodía sin concierto que se reproducía en mi cabeza. A las siete de la mañana, bajé a la sala y me hice un desayuno veloz. Después lo vomité, debido a los nervios. Me lavé los dientes, y después me comí una manzana. Me senté derrotado en el sofá, y me puse a ver la televisión. Me dieron ganas de morir. Mis papás se levantaron hasta las ocho de la mañana. Como no tenían que trabajar aquel día, decidieron despertarse tarde. Mi abuelita se despertó a las nueve. Yo seguía viendo la televisión, esforzándome para odiarme más. Después me metí al baño, me afeité, me bañé, y me volví a afeitar. Pero una vez más, confirmé mi estupidez, pues entré a bañarme sin llevar la ropa con la que me cambiaría. Tuve que ponerme el pijama sucio con el que me dormí, subí a mi cuarto, me cambié con mi pantalón negro y mi camisa más amarilla, y salí a caminar. Después regresé a mi casa. ¡No sabía qué hacer! Nos citamos a las dos de la tarde, en el Palacio de Bellas Artes. Mis papas salieron a desayunar en un restaurante local, y mi abuelita se puso a lavar la ropa. Yo me ofrecí a ayudarle, pero me dijo que mejor limpiara la popó de Roy. Hice todo, con tal de no pensar. Pero, oh sí, Vanessa se inmiscuía en todos mis pensamientos, como una advertencia intermitente, como un relámpago. Y a cada relámpago suyo, mis nervios se estropeaban más. A las doce salí de mi casa, con mi mochila a cuestas. Le dije a mi abuela que no llegaría tarde. La verdad, es que no quería ni salir.
   Me subí al primer microbús que pasó, y me refugié de la vida con mis audífonos, y me puse a escuchar a David Bowie. No había ningún disco en mi discman; los audífonos transmitían la música que brotaba de mi memoria. Un cantante se subió al microbús, con su guitarra mal pintada, y se puso a gritar más que a cantar. Recordé a Gustavo, y su facilidad para la interacción social con las mujeres. Vanessa me inspiraba confianza, pero también terror. Yo no sabía que eso era posible. Cuando el microbús se detuvo en un andén del Metro, me bajé. Bajé las escaleras y comencé a caminar por los pasillos azules y de baldosas grises de la estación Cuatro Caminos. ¿Te das cuenta, lector? Te he dado una pista para que averigües la ubicación de mi antigua casa. Como sea, me subí al Metro, y me senté egoístamente en un asiento verde, y me puse a leer un libro que nos habían dejado de tarea en la secundaria: El laberinto de la soledad de Octavio Paz. Señoras de blusas coloridas y de miradas frías, hombres de negocios, turistas mochileros, amantes sin escrúpulos, adolescentes de mirada pérfida; todos se apretujaban en el pequeño pasillo del Metro, mientras los vagones serpenteaban por las oscuras vías. Próxima estación: Colegio Militar. Un vendedor de discos pirata se subió al vagón, encendió su grabadora portátil y todos los pasajeros del Metro comenzaron a escuchar un recopilatorio de antiguas canciones mexicanas, mientras el vendedor gritaba “A diez pesitos, a diez pesitos, un MP3 de lo mejor de la música folclórica mexicana…”. Mis pensamientos me traicionaban; yo trataba de indagar sobre los hijos de la Malinche, pero Vanessa aparecía en escena, en la esquina de cada hoja, en la esquirla de cada palabra. Próxima estación: Revolución. El amor es una canción veleidosa. Mi ansiedad se tornó aliciente en el último segundo; cuando el Metro se detuvo en la estación Bellas Artes, salí repleto de un aire inspirado, y mi miedo se volvió deseo. Metí el libro en la mochila, me quite los audífonos, y me puse a disfrutar de todas las canciones a mi redonda. No las pude contar, eran demasiadas. Cien canciones, distribuidas en audífonos, en voces, en recuerdos y altavoces.
   Subí las escaleras y respiré el aire profundo y denso de la Ciudad de México. A un lado, el imponente y cesáreo Palacio de Bellas Artes, que se veía más blanco debido al sol. Al otro lado, los vendedores ambulantes que colocaban libros o discos compactos encima de lonas blancas, situadas en el suelo. Me puse a caminar, rodeado de estudiantes universitarios, de hipsters, de padres de familia, de mujeres solteras, de homosexuales reprimidos; de gente cualquiera. Pasé a un lado de la estatua de Beethoven y me persigné. Entré a la Alameda, miré a todos los lados, buscando a Vanessa pero sin querer hallarla. Ella me encontró a mí. Apoyada en el barandal que cercaba a las áreas verdes, debajo de un árbol dormido, y acompañada por un perro callejero. Me sonrió, pero no emitió ninguna palabra. Yo sí:
   -¿Me tardé?
   Me respondió con un ceño fruncido y una leve sonrisa. Me tomó de la mano y nos pusimos a caminar. Ella no hablaba; a pesar de que ella siempre hablaba con su amiga Teresa, o con Rebeca, o incluso con Gustavo, conmigo prefería callarse. Quizás a ella también le daba pena. Le invité un helado y ella aceptó. El sol calentaba nuestras inquietudes. Nos sentamos en un banco, y yo me puse a hablar y ella se puso a escucharme: nuestro ya conocido lenguaje.
   -En la fiesta pasada me dijeron que, si me ponía las pilas, podía ser un DJ de un club nocturno, ¿puedes creerlo? ¿Sí te gustó el helado? ¿Sí? Qué bueno… Y me dijeron que “No pues, tú échale ganas, porque si de verdad quieres ganarte tus tostones…” Jaja, así me dijeron, tostones… “Pues tienes que decirle a Gustavo que no se haga wey, que ya sabemos que te está explotando” Y yo así de, bueno… Mejor me callé. Y ya, después de mucho pensarlo, decidí no volver a ser DJ de ninguna fiesta. No se lo he dicho a Gustavo aún, pero ya veré… No creo que se enoje. Si se enoja, no es mi problema. ¿No crees?
   -Debiste de ser más sincero con Gus desde el principio –dijo Vanessa sin abrir mucho los labios.
   -Pues sí pero… él casi casi me obligó. Bueno no, pero –me callé y traté de darle un giro a la conversación-, qué más da. Si el problema es el dinero, que ni se preocupe, que yo estoy más jodido que él.
   Durante más de una hora, hablé de cientos de detalles, de conflictos, de percances y recuerdos, y me agoté la garganta mientras ella agotaba sus oídos y secaba su mirada. Una mirada que dudaba si posarse en mí o no.
   -¿Qué libro estabas leyendo? –me preguntó.
   -El laberinto de la soledad… ¿Te gusta leer?
   -¡Sí, bastante! La literatura es como mi novia, jaja… Tú eres mi juguetito –musitó.
   -Oh vaya… -dije, y ella se rió.
   -Es como tu noviazgo con la música.
   -La música no es mi novia. Más bien soy su esclavo.
   -Eres su perra, jaja…
   -Sí… Y la literatura… Siempre he pensado que la literatura está debajo de la música. O más bien, si lo piensas, y al menos yo lo veo así… La literatura es más música que narración.
   Poco después me acosté en su regazo, cerré a los ojos debido al sol y me puse a relatar mis mejores momentos de la primaria:
   -…y justo cuando el homenaje iba a acabar, yo hice mi magia y, jajaja… Todos comienzan a cantar la del Tri, la de Todo me sale mal: los niños, los profesores…
   -¡No, no te creo! Jajaja…
   -¡De verdad! Sí, parece mentira pero…
   -Todo lo que haces parece mentira –me interrumpió Vanessa.
   -¿No crees que pasó?
   -No sé… Quiero ser testigo de algo así. ¿Me regalarías un musical?
   -Claro que sí.
   Comenzamos a caminar mientras la tarde se desgranaba, y Vanessa me pellizcaba los dedos y canturreaba Life on Mars? de David Bowie, que era su segunda canción favorita. Cuando comenzó a cantar aquella canción, me quedé estupefacto y le pregunté:
   -¿Te gusta David Bowie?
   -¡Obviamente! ¡Es el artista más menospreciado de todos los tiempos!
   Y después se calló. Vanessa era así. Alternaba sus parloteos con sus silencios; pero estos eran más largos, y más intensos. Se puso unos audífonos, y comenzó a escuchar su canción favorita. Mientras paseábamos por las callecitas otoñales de la Alameda, yo me deleitaba con su aurora y ella alzaba los brazos, y caminando entre la gente, comenzó a cantar:
   -Diooooos, bendiiiiiicelooooos… Dioooooos, bendiiiiicelooooos…
   Las personas a nuestro alrededor observaron a Vanessa y creyeron que era fanática religiosa que cantaba a todo pulmón una amorosa canción cristiana; la gente se sintió bendecida y recuperó la fe en la juventud. Nosotros nos percatamos, nos reímos, y seguimos caminando.
   -¿Quieres que te de mi regalo? –le susurré al oído mientras caminábamos a lado de la Torre Latinoamericana.
   -Obviamente.
   -Pues vámonos al Metro.
   Bajábamos las escaleras y corríamos por los pasillos, agarrados de la mano; por poco y nos tropezábamos. Compramos los boletos con un billete de veinte pesos, y se nos olvidó recibir el cambio. Nos subimos apresurados al primer Metro que pasara por delante de nosotros. Fue muy difícil; estaba inundado de gente. No había ya ni un espacio vacío. Hombres gordos que cargaban sus mochilas, mujeres delgadas y de ojos tristes, jóvenes dormidos, niños gritones, chicas risueñas, soñadores escondidos; todos se oprimían unos contra los otros, palpando piel ajena. El olor a sudor flotaba entre los cuerpos y también funcionaba como lubricante. Noé y Vanessa se dieron un beso. Lo escribo en tercera persona porque aquel personaje ya no era yo. He cambiado mucho desde ese entonces. Aquel día fue el más feliz de mi vida. O tal vez no. Vanessa absorbía mi música y yo bebía su afonía; yo era la música y ella era el silencio que me completaba.
   En ese momento, otro vendedor de discos pirata se subió al andén, en la estación Pino Suárez. El Metro estaba a reventar. Este vendedor ofrecía discos con lo mejor del rock mexicano. Yo le alcé las cejas a Vanessa, y ella me sonrió. Observé a mí alrededor. Un hombre muy serio, que se tocaba el bigote mientras leía un periódico, sentado al lado de otro hombre de lentes que leía una novela tóxica de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, sentado al lado de una mujer que cargaba a su bebé, sentada al lado de un chavo de vestimenta gótica, sentado al lado de una señora con rostro triste y enojado, y así infinitamente… Universitarios, trabajadores sociales, enfermeras, maestros, choferes, policías, ninis, amas de casa, cazafortunas, pseudointelectuales, claustrofóbicos, personajes sin pena, hablando a voz viva, groserías y desmadres… Todos, todos juntos, abandonados en un vagón, una porción de México, una fracción de su población. El vendedor se hacía paso entre los cuerpos, todo con tal de promocionar sus discos piratas. Observé la grabadora portátil que cargaba, y seleccioné una canción de las que él vendía. No fue difícil. El poder de la bocina se expandió más allá de su alcance. Casi dejó sordos a todos. Las bocinas del Metro también participaron, mientras yo incrementaba su capacidad de decibeles. De repente, el hombre pseudointelectual que leía su libro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, se puso de pie, aventó el libro hacia el exterior del Metro, cayendo en las herrumbrosas vías,  y gritó:
   -¡Ya llegó su pachucote!
   La canción comenzó: las percusiones enloquecidas, la batería, el saxofón. Pachuco de La Maldita Vecindad. A Gustavo le hubiese encantado estar ahí. La gente comenzó a moverse, a ponerse de pie; todos, sin distinción, mujeres y hombres por igual, cantaron:
   -No sé cómo te atreves a vestirte de esa forma y salir… así. En mis tiempos todo era elegante, sin greñudos y sin rock…
   Todos se pusieron de pie y comenzaron a bailar, a empujarse entre sí; no estábamos ya en el Metro, estábamos en una fiesta, en un sonidero, en el cenit de un concierto, y todos éramos jóvenes, o mejor dicho, todos perdieron su edad. Todas las señoras, los ancianos, los jóvenes, los niños, todos los hombres, cantaron, a todo pulmón:
   -¡Hey, pa, fuiste pachuco! ¡También te regañaban! ¡Hey, pa, bailabas mambo! ¡Tienes que recordarlo!
   Un hombre vestido con su uniforme de oficinista comenzó a bailar a su propio estilo, mientras una señora bailaba alrededor de un tubo, y dos niños comenzaron a hacer piruetas por todo el pasillo. En ese momento, el Metro se detuvo; lentamente, quizás por el peligro de algunas vías mojadas, debido a la lluvia de la noche anterior. Me alivié, porque supe que tendríamos más tiempo para la canción. Vanessa no se quiso quedar atrás, y se unió a la fiesta. Un hombre muy flaco y vestido con ropas sucias por algún aceite, tomó de la mano a la chica que estaba frente a él y comenzaron a bailar como si se conocieran de toda la vida. Todos sonreían, se subían arriba de los asientos y exhibían sus mejores movimientos. El vendedor de discos se acercaba libidinosamente a todas las mujeres.
   Después, todos nos organizamos para bailar sincronizadamente. Formamos una fila: yo me coloqué en medio de dos señoras muy risueñas, y todos comenzaron a bailar, alzando los brazos, moviendo los pies como los movía Tin Tan, una mezcla entre danzón y baile urbano: una muy mixta coreografía. El chavo gótico sacó su guitarra acústica de su funda y comenzó a tocarla como si fuera eléctrica. La voz femenina que anunciaba las siguientes paradas en el Metro también se unió al electrizante coro. Las luces de los vagones comenzaron a parpadear. El Metro arrancó de nuevo. Próxima estación: San Antonio Abad. La fila seguía bailando, y todos los pasajeros del Metro no tenían intenciones de detenerse. La coreografía era perfecta; todos cantábamos al unísono, y bailábamos tan sincronizadamente, como si lo hubiésemos ensayado por meses. El Metro frenó suavemente. La canción llegó a su remate final, y gritamos por última vez. Todas las mujeres se subieron a los asientos, y los hombres derraparon en el suelo y estiraron sus dedos en un movimiento triunfal. El Metro frenó. El pitido sonó. La música había acabado. Los hombres se pusieron de pie, y las mujeres se bajaron de los asientos. Las puertas se abrieron, y las personas que esperaban en la estación San Antonio Abad, se subieron a los vagones, estupefactos. Nadie comentó nada. Hubo disimulados tosidos, aquí y allá. Los que tenían que bajarse en la estación, se bajaban. Todos se acomodaron en sus lugares, y se volvieron a sentar aburridamente, perdiendo de nuevo sus miradas, y estableciendo el mismo silencio incómodo y tan propio de los transportes públicos. La vida retomó su curso. Vanessa y Noé salieron del Metro, en el último segundo, justo cuando las puertas se cerraban de nuevo. El Metro iniciaba su recorrido. Adentro, entreví que ciertas personas rompían sus miedos y hablaron de lo sucedido con confianza. Muchos temblaban de miedo. Otros estallaron en risas. Unos se pusieron a llorar. Vanessa y yo nos miramos a los ojos, nos reímos por enésima vez (ya nos dolían los labios de tanto sonreír), nos tomamos del brazo y nos regalamos un beso sabor rebeldía. Misión cumplida.


   Amo a Vanessa por sus imperfecciones, y no por lo contrario. A partir de aquel musical esclarecedor, pude contar ahora con una aliada, cuya principal poder era la carencia de de uno, lo que la hacía superior a mí en muchos aspectos. Todos los días que llegábamos al salón de clases, decidimos sembrar sorpresas, y la música de fondo era de belleza inconmensurable. Decidimos esparcir nuestra alegría, como cómplices del arte, y nos inculcamos el valor de la solidaridad. Éramos un dúo inquebrantable. Nunca le dije a nadie que era mi novia, porque no me gustaba esa palabra. Decía cualquier otra, menos esa. Ella nunca se enojó por ello.                            
   Por primera vez en mi vida hice un plan con ayuda de otra persona. Si queríamos repartir alegría, debíamos conocer a nuestros compañeros de clase. Vanessa se encargaba de recolectar historias y problemas sin resolver, y yo me encargaba de buscar una forma en la que pueda resolverlos a través de la música. Fueron mis años dorados. Era el mejor trabajo del mundo, y la paga era observar la inmensa felicidad que brillaba en los ojos de nuestros elegidos. Tengo problemas ahora para escribir porque las pequeñas fantasías que propiciamos Vanessa y yo son de carácter  íntimo y redactarlas en esta autobiografía para llevar sería violar las condiciones en las que las realizamos. Me dirás lector, que use los sobrenombres que desde un principio advertí usar, pero ése no es el punto. Lo que puedo hacer es no darles la importancia que merece, y no contártelos. Este no es un cuento para exagerar mis habilidades y alimentar mi ego. Aún así, oculto donde estoy ahora de la civilización, quizás sea prudente confesar las atrocidades y pericias que me deleitaron en la adolescencia, antes de llegar a la revolución. Está bien, lector, pero sólo un poco.
   Uno de los primeros problemas que decidimos resolver Vanessa y yo es el caso de Alejandra, la chica sin nombre ilustre y voz peor. Realmente sus ilusiones de cantar eran proporcionalmente iguales a mis ilusiones de musicalizar el mundo, y me esforcé por encontrar una solución, regalarle el don que Dios no le dio. Leí durante días libros de acústica para perfeccionar mis habilidades, y me volví un experto en fonología. Le pedí a Vanessa que grabara la voz de Alejandra sin que ella se diera cuenta. Al conseguir un extracto de su voz, jugué con ella sin necesidad de un software de modificación de voz o algo por el estilo, y me divertía a lo grande transformando su voz, ya sea si se escuchara como una integrante perdida de “Alvin y las ardillas”, o si se escuchara como un secuaz del mismísimo diablo.
   -Deja de jugar y haz tu trabajo –me advertía Vanessa.
   Una vez que encontré la voz más perfectamente modulada que podía conseguir con el timbre de Alejandra, llegaba la parte difícil: modificarle la voz para toda la vida, sin necesidad de cirugía, sin necesidad siquiera de tocarle la garganta. Durante días estaba perdido en esta tarea, tanto que Vanessa tuvo la amabilidad de hacer mis tareas de matemáticas por mí. Mi mirada era persistente en Alejandra, y fue tan obvio que los rumores de que engañaba a Vanessa se acrecentaron. Yo los ignoraba y me concentraba en el trabajo. Cada vez que Alejandra abría la boca, cambiaba el tono de su voz, ya sea a un tono más bajo, o uno más alto, todo sea por encontrar el tono balanceado que decidí proporcionarle. Afectada por su repentino y turbulento cambio de voz, las amigas de Alejandra, más que extrañarse, se reían hasta las lágrimas al ver a la pobre Alejandra batallar con su voz de pito, o con su voz de animal agónico. No pude evitar reírme como todos cuando le dio un susto a la centenaria profesora de matemáticas, cuando dijo “Presente” con una voz digna de Lucifer. “Ya deja de burlarte y termina eso” me regañaba Vanessa.  Antes de que terminara ese día, los  desentonos de Alejandra se detuvieron, y su voz, ahora cambiada y mejorada, se escuchaba cristalina y sin errores, como si cada vez que hablara fuese como una cascada que cayera sin detenerse. Todas sus amigas repararon el cambio, y le pidieron que intentara cantar, pero ella se negaba, debido a las burlas pasadas. Yo metí cartas en el asunto y forcé a sus cuerdas vocales a cantar Ave María, que fue posteriormente recibida por aplausos, incluso de la profesora de matemáticas, quien ya había llamado a un sacerdote para realizarle a Alejandra un exorcismo. Lo que yo no supe en ese momento, y Vanessa después me hizo saber, era que con la voz de Alejandra la basura auditiva que se generaba en el salón, como el eterno “Brrr” de los aires acondicionados o los zumbidos eternos que nadie sabe de dónde salen, se difuminaron casi hasta desaparecer. Con su voz, Alejandra limpió de cera a las orejas más sucias del salón, desencadenó una serie de acontecimientos que promovieron la amabilidad y el buen humor, y liberó a los espíritus más desnutridos de sus obsesiones y vicios. Con su voz, los canarios más atentos se pusieron a cantar, y los oídos que habían perdido cierta capacidad se recuperaron levemente. Por un segundo, los sordos recuperaron el sentido del oído, y en ese intervalo capturaron toda la miseria y la alegría de sus vidas, cual Big Bang instantáneo de sus sentimientos. Incluso yo, que he escuchado tantas voces en mi vida como estrellas ha encontrado la astronomía en su historia, advertí que la nueva voz de Alejandra era más bien un satélite; qué digo, un sol, cuya energía electromagnética atraía la bondad en cualquier lugar, como pedazos de metal.
   -He creado la voz perfecta –le confesé a Vanessa.
   -Eres un hijo de Dios –me dijo ella, hechizada por los efectos de esa bienhechora voz. Lo que en verdad quería decirme es que era un hijo de puta.
   Otro de los problemas que Vanessa y yo nos dedicamos a resolver, era, por supuesto, la sordera. Sabíamos que teníamos entre manos una fuerza curativa que era capaz de invocar peregrinaciones de gente que pedía a gritos una cura para la sordera, y que me buscaría desesperadamente a donde quiera que estaba, hasta convertirme en el gurú del sonido, ser famoso, y ser finalmente asesinado, como hacen cuando hay alguien que amenaza el american way of life. Sí, lector, si en verdad hacía público mi poder, cabía la posibilidad de ser visto como la segunda venida de Jesucristo, ser adorado y perseguido por fanáticos, ferverosos anhelantes de un sentido para sus vidas. Dale una pequeña dosis de un poder menor a un hombre, y lo convertirás en un dios. Así que nos concentramos a arreglar lo que podíamos, y sobre todo, a las personas más confiables. Pero sobre todo, sin que ellos se dieran cuenta. Es así como empezaron lo que después serían denominados “Los milagros de la secundaría Niños Héroes”, que abarcaría la primera página del diario de circulación local, y que inspiraría a un guionista a la que después sería su primera incursión en Hollywood, en una película de ganancias mediocres. Los chicos que sufrían sordera, ya sea parcial o total, vieron sus problemas desvanecidos de golpe, al escuchar de un instante a otro todo lo que era el mundo. Fue tanta la impresión de uno de ellos al escuchar por primera vez la voz de sus padres que fingió seguir teniendo sordera, debido al miedo y a la seguridad que le proporcionaba su anterior posición de vulnerabilidad. Otra chica, que jamás había escuchado música en su vida (no me preguntes que hacía en nuestra escuela, lector, y no en una especial para sordos, porque no lo sé), fue directamente sobre un discman como sedienta perdida en el desierto hacia un oasis, y apretó play por primera vez; fue tanto el éxtasis que le proporcionó la canción El Baile del Gorila que le pareció lo más hermoso del universo, y entro en un estupor presionando play una y otra vez, refiriéndose a la canción como una obra maestra, como una joya del Señor. Después le dije a Vanessa que si esa chica escuchaba la novena sinfonía de Beethoven, entraría en estado de coma y quizás en estado vegetativo.
   Soy una rumbera, soy una rumbera escuchaba que cantaba la chica, saltando en los pasillos de la escuela con la felicidad desbordada, tanto que me contagiaba. Vanessa y yo pronosticamos que agencias paranormales del país se interesarían en la escuela, y que investigarían sin cansancio la procedencia de los fenómenos que ocurrían en la ya más famosa secundaria del país: música que parece provenir de ninguna parte, voces celestiales de la mayoría del alumnado, extraordinaria ejecución de los instrumentos, y sobre todo, que todos, absolutamente todos los alumnos de todos los grados tenían un promedio superior al nueve. A esto yo le llamé el “Efecto Alejandra”. Acabó el primer semestre, acabó el año, y el siguiente cruzó tan rápido que Vanessa y yo nos asustamos. Nuestras calificaciones eran irreprochables, Gustavo cada día ensayaba más con su guitarra para tocar mejor, y todas las semanas acumulábamos nuevos éxitos causados por mi férrea melomanía.
   -¡El melomanoide! –me gritaba Gustavo desde su camioneta Nissan que recién se compró con todo lo que había ganado desde los seis años, cantando canciones altaneras en los microbuses. Ya estábamos en segundo año, y ciertos aspectos habían cambiado bastante. Gus rompió relaciones con antiguos amigos, que él llamó hipócritas, y se volvió el mejor amigo de Vanessa. Éramos un trío inseparable. 
   Lector, ya llegamos a lo que estábamos esperando: nuestra incursión en la fama. Vanessa y yo decidimos que no podíamos sólo quedarnos en el reducido espacio de la secundaria, que ya había sido elevada al lugar de leyenda urbana, y que debíamos apropiarnos del internet como un medio de difusión del bien. Es natural que desde mi infancia haya empezado a componer canciones, originales en su mayoría. Para cuando yo tenía dieciséis años, la época cuando realizaba estos milagros y formaba un dúo con Vanessa, ya tenía en mi haber mil canciones originales, completas de cabo a rabo.
   -Subámosle la autoestima a la humanidad –me dijo al oído Vanessa, un día especial para ponernos cariñosos. Dormíamos juntos cuando mis papas y mi abuela no estaban, pero no teníamos relaciones sexuales. Bastante era con musicalizar cada beso y cada caricia con canciones como de Mecano, o Yo vengo a ofrecer mi corazón de Fito Páez, para continuar la tradición familiar. Por supuesto, cada canción estaba aderezada con mis arreglos.
   -¿Cuál es tu sueño, Orfeo? –me preguntó Vanessa, mientras su voz se volvía un violín que erizaba a mi corazón. Estábamos acostados, ella encima de mí, mientras nos dábamos respiración boca a boca.
   -Te vas a burlar de mí…
   -A la mejor y sí, pero dímelo…
   -No, me da pena…
   -No seas niña, Noé, dime…
   -Está bien… ¿Sabías que… todas las personas guardan una canción en su interior?
   -Eso suena muy cursi.
   -Pero es la verdad. Cuando estoy cerca de alguien, escucho su canción. Al tocarle la mano, al verle a los ojos, al escuchar su voz. La canción habla. Hay canciones muy feas, y otras muy… hermosas, bellísimas. Todos tienen una, todos.
   -¿Cómo es la mía, Noé?
   -Es muy… frágil… muy… delicada.
   -Qué loco eres…
   -¿Sabes cuál es mi mayor sueño?
   -Eso te pregunté desde un principio.
   -Quiero escuchar las canciones de todos. Quiero salir a correr por… el mundo y escuchar todas las canciones, y quiero comprobar mi teoría.
   -¿Cuál es?
   -Pues que todas las canciones juntas, forman una sola.
   -Ay Noé… ¿Por qué eres tan raro?
   -¿Me quieres?
    -No. Y tampoco te amo –me dijo Vanessa y me besó en la punta de la nariz.
   Con ayuda de Gus, en la guitarra, y Vanessa, con la batería (porque era lo único que ella sabía tocar… bueno, de hecho no), grabé varias de mis composiciones, con mi propia voz. Oh sí. Títulos como Confesión al Universo, El último vals, Lo normal, Historia de una redención y Artista por accidente se difundieron por la internet a una velocidad vertiginosa. Todas las canciones estaban firmadas por Orfeo, mi nombre artístico. Las descargas aumentaban semana por semana, y la página que había creado Gus recibía diariamente cientos, y después, miles de visitas. Los tres decidimos ocultar mi identidad, y el tablón de mensajes con el que contaba la página me mandaba saludos, o cosas tales como: “eeey orfeo no seas mamonn y di kien puta madre eres” o “ERES MI IDOLO NO TE CONOZCO PERO CANTAZ HERMOZO Y TUS CANCIONES ME LLEGAN AL ALMA SIGUE ASI” y los clásicos: “dios te ama” y “chinga tu madre”. Todos aquellos elogios e insultos me cayeron como un balde de agua fría. Lo que yo quería era despertar en las personas una valentía por ir más allá de lo convencional y despedirse de la mezquindad, pero lo que recibía eran cartas de amor sin oficio ni beneficio, con mala ortografía, o incluso discusiones malsonantes entre los usuarios de la página. Me sentía ya en el cuadro del músico que quiere cambiar el mundo pero que aunque componga un himno que canalice y ate todas las voluntades de los hombres sobre la tierra, todos los días el mundo despierta igual. Me sentí frustrado, y aún más por los torpes consuelos de Gus, repitiéndome que “el mundo nunca cambiará, nunca cambiará, nunca cambiará”. Me imaginaba a aquellas personas sentadas frente a sus computadoras, escribiendo con sus teclados y salpicándolos de saliva, reír con chistes siempre relacionados con el sexo, masturbándose en su soledad, y escuchando mis canciones con el afán de criticar; un espiral de ociosidad que representa el momento de diversión de sus estresadas e incompletas vidas. Me daba mucha tristeza, y a la vez impotencia. En ciertos momentos llegué a pensar que mi poder era en verdad inútil, que hubiera dado lo que fuera para, en vez de distorsionar la voz de la garganta, distorsionar la voz de la conciencia, o que en verdad la música se empapara de las lágrimas del universo para aspirar a cambiar un poco las mentalidades de la sociedad. ¿Por qué fui elegido yo? ¿Por qué específicamente este don? Sí, ya he dado ciertos beneficios, pero con moderación. Si me voy a los excesos, las consecuencias serían catastróficas.
   El país se hallaba en una crisis que era la segunda parte de la anterior. Vanessa me alentaba a leer y conocer de historia, mi materia menos favorita. Llegué a apreciarla, pero no porque me gustara, sino porque aclaraba mis dudas. Entendí las personalidades de las naciones, el sometimiento de los países tercermundistas, de la Latinoamérica reprimida, achicada por las grandes naciones y como todo se mueve por un factor común; más bien, dos factores comunes: poder y dinero. Llegué a sentir una verdadera y profunda aversión a estos, y un día exploté con Vanessa:
   -Prefiero bañarme, beber, o hasta comer mierda de perro, antes de buscar dinero y poder. Oh sí. 
   -No exageres –me susurraba Vanessa.
   Mi abuela me advertía que una revolución estaba en puerta, una guerra civil emergente. Una carrera de intereses que sólo está esperando el pitido de salida para empezar. Me decía que ella quería participar, y recitaba con nostalgia cuando se involucro en el intento de golpe de estado cuando yo era niño. Yo le decía que ya era grande, que en poco tiempo cumpliría los setenta años. “No subestimes a tu abuela” me decía. Se sentía segura ante la muerte, con entereza afirmaba querer volver con su amado esposo, y esta vez tocar un dueto con él en la pianola, como dos amantes que mandan al carajo los preceptos de la muerte. Le quise decir que era yo el que hacía eso, pero le quitaría la luz de su vida. Mi papá, pendiente de las intenciones de mi abuela, la vigilaba y le preguntaba cada vez que volvía a casa en dónde había estado.
   -Yo sobreviví a la pinche dizque revolución, así que puedo ir al supermercado yo sola –decía. Yo me encontraba en un dilema moral. Por un lado, no quería exponer a mi abuela y arriesgarla en los nuevos planes que la gente con urgencia de revolución quiera tramar. Por otro, quería que se involucrara de nuevo con sus contactos de toda la vida, guerrilleros de corazón, en busca de una mejor patria. “No se trata de patria, se trata de amor” me decía mi abuela. Lo que terminé haciendo fue solicitarle lecciones de lo que ella sabía, que era conmover a las masas con su poder de oratoria, de recriminación. Quería ser su aprendiz, antes de que fuese demasiado tarde.
   Y con una disciplina feroz, con su mandíbula de hierro, mi abuela declamaba con pasión en cada cena sus tendencias antiimperialistas, anticapitalistas, escupía sobre los platos sus ideas del trabajo para todos, del progreso socialista, de la Cuba de su corazón, de la Rusia ofuscada por ambición. Le dije a mi abuela que ciertas cosas del socialismo no me gustaban, sobre todo el caso Corea del Norte, pero le advertí más que nada que no sé de política. “Todo es intereses” resumió ella. Aplaudía cada vez que aparecía una noticia en la televisión que avalaba o se inclinaba a sus ideas, como asesinatos de policías corruptos, spots de partidos de izquierda, o la reciente legitimidad de los matrimonios homosexuales. Yo le insistía que la violencia era contraproducente, que la violencia atrae más violencia, que los verdaderos guerreros combaten con ideas.
   -Eres un ingenuo, Noé… ¿Qué quieres? ¿Qué todos se pongan a cantar Agárrense de las manos?
   Admito que eso me dolió. Pero yo seguía insistiendo en mis ideas. Se acercaba el fin de la secundaria, y por ende, el fin de la diversión. Vanessa comenzaba a aburrirse de mí, que me había vuelto un aguerrido y desafinado liberal. “No debí prestarte mi libro de historia” decía ella. “Ya no me entiendes” le contestaba. Nuestra relación se enfrió, y ciertas veces que hablábamos por teléfono ya no era con la candidez de antes, que siempre había un tema de qué hablar. Ahora, la conversación estaba llena de pausas incómodas, contrarias a las anteriores pausas que solíamos hacer por placer, y de muletillas imprecisas. Mi amigo Gus se inquietaba y me decía que Vanessa iba a su casa preocupada, con el corazón hecho un desorden. Gus se enojo un día y me dijo que mande al carajo todo eso de la revolución, que desde me inicié en la educación socialista me he vuelto reaccionario y errante.
   -No; eso es lo que quieren que haga –respondí.
   Oh, lector, si te caía mal antes, ahora me odias. Porque renuncie a lo que antes me satisfacía, y mucha gente me consideró un falso, un fraude. Vanessa aún me quería pero no soportaba que el poco tiempo que podía reservar para ella lo dedicaba a otras actividades; una de ellas, a mi ingreso al grupo clandestino “Frente Socialista Mexicano”, que operaba en la oscuridad, y cuyos integrantes guardaban en secreto su incursión en esta afiliación. Por supuesto, entré a ese grupo por mi abuela, quien también participaba. Cuando mis papas se iban a ver una obra de teatro, nosotros nos escapábamos a las juntas de los líderes de aquel frente, que discutían las noticias de actualidad, y leían La Jornada. El otrora dúo conformado por Vanessa y yo se transformó al que ahora mi abuela y yo conformábamos, uno más radical y menos inocente. Sin que se dieran cuenta, musicalizaba ciertas sesiones con música intensa, casi siempre del romanticismo. Mi abuela daba discursos, que yo musicalizaba con trompetas de triunfo, de esperanza. Mi abuela, a pesar de su longevidad, era la oradora más aplaudida y celebrada, y otros jóvenes la adoraban. Era mi orgullo. Todos los días que llegábamos a casa observábamos con tristeza a mis papas, absorbidos por la televisión.
   -Apaguen eso, que no voy a estar viva para la mañana del jueves –predijo mi abuela un día. Al escuchar eso, todos la hicimos entrar en razón, y le pedimos que no dijera tonterías. Pero seguía ella insistiendo, y en la cena nos contó que ahora su esposo le susurró al oído que su misión se acercaba, y que al momento de realizarla podrá irse en paz. Mis papas no toleraron más y regañaron a mi abuela. A mí tampoco me sentaron bien sus revelaciones, y aquella noche del lunes, nadie descansó ni durmió con tranquilidad. Al día siguiente, me despertó una llamada de Vanessa, anunciándome lo inevitable:
   -Noé, ¿te das cuenta que en un mes no salimos para nada?
   La ruptura que tuve con Vanessa no me afectó en absoluto, al ver la seguridad con la que mi abuela escribía su testamento, dejándome a mí la pianola y todos sus discos. Mi abuela fue a visitar a todas sus hermanas que aún seguían con vida, y les dio la bendición. Ese martes, no dejó de reproducir su música favorita en los altavoces de la casa, alardeando que “en la muerte no se escuchará con la misma intensidad”. También aquel día ella y yo fuimos a una sesión con el FSM, en el lugar de siempre, unas oficinas improvisadas en un antiguo almacén de productos químicos. Contaba con un lugar espacioso, donde se podía reunir la multitud para escuchar al orador que le tocaba subirse a la tarima y hablar por el micrófono. Mi abuela agradeció con modestia, y luego se subió a la tarima, se puso los lentes como siempre hacen los viejos para demostrar su sabiduría, y se acercó al micrófono. Me miró por un momento, y me guiñó el ojo derecho.
   -El jueves voy a morir –les anunció a todos los integrantes de aquella organización soñadora- Pero voy a morir bien.
   Y comenzó a modo de enseñanzas para las generaciones futuras, las vivencias tan grabadas en su memoría de la fallida revolución del país, sus recuerdos arriba de los árboles, escondiéndose de los indeseados, pero no de los campesinos armados, sino de los hombres con pinta de exquisitos y cuyo dinero es más implacable que la pólvora. Les recordó a todos que la música de sus tiempos no pretendía obnubilar a las multitudes sino estimular sus vehemencias e interpretar las angustias de su corazón, traduciendo a un idioma de partituras las cabalgatas de la emoción. Levantaba el puño y animaba a todos a predicar el amor, a perder la religión, a satisfacer cada minuto con la esperanza y rectificar los errores. Después, nos contó su sueño de querer secar las lágrimas de los niños que jamás en su vida comprenderán los artificios de los adultos y sus aspiraciones estorbosas. Luego, nos sonrió, y a cada uno de nosotros nos pidió un favor: que le susurremos al oído un sueño tímido, una felicidad oculta. Se bajó de la tarima y escuchó con fervor las súplicas de algunos compañeros, que le tocaban las manos como si fuesen las manos de un profeta, se acercaban a su oído con delicadeza y se confesaban con apremiante necesidad, y ninguna ansía era inválida y ningún deseo era pecaminoso. Ella pedía que no le hablen de “usted” y la trataban como una amiga tan íntima que lamentaban no conocerla desde la niñez. Por último, les dijo a todos que sus sueños bendecían los sueños de la muerte, y que ahora podía descansar tranquila en la almohada de la indulgencia.
   -Pero antes de morir, tengo que volverme loca –dijo mi abuela, quien se escuchaba tan ancestral y mítica como un personaje mágico. Y entonces, agrupó a todos los jóvenes que le parecían los más intensos, los más revoltosos, los más curtidos de la piel, y les dio indicaciones. Se encerraron en una habitación aparte, y todos cuchicheaban con curiosidad, intrigados en lo que tramaban. Yo estaba tan confundido como todos ellos, que me olvidé por completo de quién era y me convertí en una cabeza más de la muchedumbre expectante. Observaba la puerta del lugar dónde habían entrado, y de vez en cuando veía una sombra desplazarse en la rendija inferior, aquel espacio entre el suelo y la puerta. Cuando el picaporte giró y mi abuela abrió la puerta, se le vio diez años más joven, y me dijo con astucia que todo iba viento en popa. No entendí a lo que se refería, pero sentí recelo al ver a los ojos maliciosos de los chicos con quienes se encerró para hacer planes. Ahora sé de quién heredé la planificación.
   Y llegó el miércoles y todas las aves se posaban en los cables de luz de la misma manera que han venido haciendo desde que la civilización depende del dinero, y mi abuela abrió los ojos con la misma ternura desde que era niña, y el teléfono sonó y mi mamá contestó, y alarmada gritó el nombre de su suegra con el hilo de voz con el que se anuncian las tragedias. Y mi abuela se incorporó de golpe, bajó con premura las escaleras y cuando contestó, vio limitada su vida a un solo lapso determinante que condensaría cada emoción, en una pausa de cuatro minutos y veintitrés segundos, en la canción perfecta. Lector, no te apenes si lo que quieres hacerme notar es que no entiendes ni una palabra de lo que estoy diciendo, porque lo entenderás. Yo estaba tan desorientado como tú lo estás ahora de este narrador defectuoso, que en cada párrafo incluye una metáfora musical. En fin, todo ese miércoles mi abuela se paseaba aprensiva por la casa, miraba con envidia al pacífico Roy, acostado sobre el pasto con los pulmones subiendo y bajando con lentitud, y se acordó que debía hacer una cosa más antes de perpetrar su locura. Así que entró a la casa de nuevo, y me observó hablando por teléfono y a mi mamá lavando los platos, y gritó a los cuatro vientos:
   -Hay que hacer una fiesta.
   Y ninguno de nosotros entendió lo que quiso decir, como si ella hablara en un código senil. Yo le indique con una seña que me esperara a que acabara de hablar por teléfono y mi mamá le preguntó, apenada, que a qué se refería con una fiesta. Mi abuela, iracunda, se sintió poseída por una fuerza digna de su estirpe, y cruzó la sala, y con las manos tocó ambos costados de la televisión, y se veía a sí misma en aquella pantalla oscura y no se reconoció, pero eso no la detuvo (ya sé lector, ya te harté con mi “y”), y con singular rabia inclinó la televisión, se apartó lo suficiente para que ésta se estrelle contra el suelo de la casa, desperdigando los cristales a su alrededor. El amigo con quien hablaba escuchó el estrépito y me preguntó azorado que qué le hacían a la televisión, como si hubiese presenciado el acontecimiento.
   -Lo que siempre debimos hacerle –respondí y colgué. Mi mamá estaba tan aterrada por el acceso de locura febril de mi abuela, que le preguntó vociferante si esa era su idea de una fiesta.
   -Sí.
   -¿Y qué vamos a celebrar? –preguntó mi mamá.
   -Que estamos juntos y estamos vivos, carajo.
   Mi abuela me pidió que invitara a Gus y a Vanessa para resolver malentendidos. Al principio me negué pero me insistió tanto que tuve que ceder. A las nueve de la noche, nos encontrábamos todos en la sala: Mis padres, mi abuela, Vanessa, Gustavo, Roy y yo. Lector, tú también estabas, puesto que nadie era relegado, y todos estaban en el mismo nivel de importancia. Mi abuela me pidió que pusiera música y yo, experto en ese campo, invité a la persona que faltaba en esa fiesta: mi difunto abuelo. Mientras él tocaba con disimulo las teclas de la pianola, endulzándola con canciones breves y sencillas, a mis papas les tocó preparar la fastuosa cena, a mi amigo Gus le tocaba rascarle la panza al consentido Roy, y a Vanessa le tocaba divertirnos con sus chistes tan particulares. A mí siempre me pedían que contara aquella anécdota de mi infancia, cuando presencié asombrado como el niño más odiado del salón y el profesor más odiado de la escuela comenzaban a cantar y a bailar Barbie Girl, y se reían con la misma intensidad como cuando lo conté por primera vez. Mi abuelo se apresuraba con las teclas, mientras nosotros descansábamos con el tenedor en la boca, probando el ceviche o el agua de tamarindo. A Roy le tocaba la alfombra como plato, y a nadie le molestó. Era su mejor día desde que entró a la tercera edad. Entonces, mi abuela se levantó y pidió un brindis por cada uno de nosotros, tan enternecedor que a mi papá le brotaron las lágrimas, como venía haciendo cada mañana desde que mi abuela predijo su propia muerte. Entonces mi abuelo comenzó a tocar una de mis favoritas: Truman Sleeps de Philip Glass, y cada quién le tocó su turno de externar sus sentimientos a flor de piel y del mantel, e incluso Roy ladró con amor. La fiesta se prolongó hasta las doce de la noche, cuando, sin más ni más, mi abuela se levantó y dijo:
   -Bueno… Tengo que ir a sacar la basura.
   Nadie la contradijo, y todos continuamos con nuestras risas, aunque yo sabía que algo estaba mal. Antes de irse, mi abuela me entregó en secreto una llave que me prometió que me serviría: la llave del almacén donde se reunía el Frente Mexicano Socialista. Yo le pedí explicaciones, pero mi abuela salió, bien abrigada, sacando las bolsas de basura, una en cada mano, y al cerrar la puerta, supe que nunca más la iba a volver a ver de pie. Mi abuela depositó las bolsas en los cubículos, y siguió caminando en la acera, en aquél frio y citadino discurso del viento que empalaga al suspenso o al sentimentalismo. La noche nunca ha sido bienintencionada con las personas de la tercera edad, pero a mi abuela no le importó, y siguió caminando hasta encontrar el paradero, lugar que hasta el día de hoy se conserva en el misterio. Desde aquí todo es obra de mi imaginación, para poder relatar el hecho final de la vida de mi venerada abuela. La camioneta donde iban los chicos rebeldes y de piel curtida llegó al punto de reunión donde se encontraba mi abuela, con los ojos brillándoles en una chispa de motivación, y se sentó en el asiento del conductor, mientras todos los demás estaban en la caja de la camioneta, con el viento azotándoles el cabello. Llegaron a una universidad de prestigio, donde en esa noche se celebraba un evento de caridad cristiana y de codicia americana. Al llegar, estacionaron la camioneta pero no apagaron el motor, y mi abuela y los demás jóvenes se escabulleron a través del estacionamiento arbolado, con la cabeza gacha y los instintos arrodillados. Esperaron trémulos al final del evento, donde se congregaban las mayores personalidades de los estratos del poder y del sistema, hombres ataviados con gabardinas y mujeres con pieles de animales, patrocinando con hipocresía la filantropía de una organización que oculta con un velo los verdaderos intereses capitalistas, donde las almas de los poderosos compran su boleto al cielo. Aquella institución era el lugar perfecto para el comienzo de la destrucción de la nación y la redención de mi abuela. Fueron saliendo poco a poco los hombres de las sonrisas perfectas y las mujeres de las pestañas levantadas, pero mi abuela aguardaba con paciencia a su principal objetivo. Paciencia dijo la ciencia, ése era su lema, que heredé yo. Olía con desagrado los perfumes de aquellas personas, y las veía subirse a sus automóviles de lujo, con sus gestos de asco. Uno de los jóvenes dio el chivatazo, y señaló sin ser visto a la persona señalada como el objetivo: un millonario de sangre extranjera, de poderosa influencia en el gobierno y en los medios de comunicación, dueño de varias firmas, un impiadoso monopolista. Mientras algunos jóvenes de aquella comitiva revolucionaria se mantenían escépticos, el líder de ellos, un chico que bautizaré con el nombre de Ernesto, le entregó el arma de fuego a mi amada abuela, un objeto que en secreto ella siempre quería tocar. Con la pistola en la mano izquierda, mi abuela salió del escondite, y apuntó con el arma al honorado hombre, de cincuenta años, quien nunca en su vida ha sabido lo que es el hambre. El hombre vio a mi abuela, y ella lo vio a él, y ella le dijo:
   -Esto va en nombre de todos, hijo de puta.
   Y mi abuela jaló el gatillo y el proyectil, que en su fuego y en su acero englobaba todos los proyectiles alguna vez disparados por los idealistas, salió expulsado del arma y agujeró el pecho de aquel hombre, triturando su corazón, al mismo tiempo que el corazón de mi abuela sucumbía en un espasmo de manumisión y ambos entraban al mismo tiempo al limbo de los arrepentidos. Mientras ellos yacían al mismo tiempo, los hombres educados de primer mundo desenfundaban sus armas y asesinaron sin piedad a los jóvenes, tan sólo protegidos por sus mugrientas y sudorosas ropas. Las mujeres gritaron con pavor y los hombres cercioraron la seguridad de su tribu. El humo de la pólvora aún revoloteaba en el aire, y en aquél estacionamiento dormían los cadáveres de aquellos jóvenes y del hombre dueño de empresas. Mientras, mi abuela, oh sí, fingía que moría.
   Ella realmente fue a sacar la basura.
   A la mañana siguiente, aquel escenario no pasó inadvertido. Los helicópteros sobrevolaban el área y transmitían a las televisiones del país la noticia del asesinato contra el hombre de poder, que era recordado por otros como un hombre insigne, sobresaliente, guerrero de la democracia. Nadie en mi familia durmió la noche anterior, puesto que mi abuela jamás regresó a casa. Después de recibir una llamada del hospital para avisar que mi abuela aún se encontraba viva pero muy grave, nos trasladamos al lugar. Incluso Vanessa fue, y Gus se quedó en casa para cuidar a Roy, quien se encontraba enfermo por tanta comida. Al llegar al recibidor del hospital, una enfermera nos interceptó, y nos indicó que la siguiéramos. La habitación de mi abuela era la 333, exclusiva para ella. Mi papá, con el temblor estropeándole los nervios, abrió la puerta. Encontramos a la abuela acostada en su cama, mejor de lo que pensábamos, con la tranquilidad que le proporcionaba el rocío de los haces de sol y de la soledad. Su cama tenía un descolorido edredón y las almohadas estaban manchadas de líquidos extraños. Mi mamá y mi papá se sentaron a un lado de ella, y Vanessa y yo nos quedamos de pie. Todos estábamos expectantes, intrigados por las motivaciones de mi abuela, pero ella se quedaba callada, con los ojos empañados en lágrimas. Mi papá le pregunto que si le dolía algo, y ella le decía que no. Y habló por primera vez:
   -Son lágrimas de felicidad.
   Con una voz tan ronca y gutural que podía ser la antítesis de la voz de Alejandra. Luego, nos pidió con amabilidad a Vanessa y a mí que nos retiráramos por un lapso de cinco minutos. Vanessa y yo salimos de la habitación, y se dio un silencio incómodo compuesto por indirectas de antiguos enamorados. Apoyamos nuestras espaldas a la pared del pasillo, mientras de vez en cuando un paciente herido en una camilla de sabanas azules era trasladado por dos enfermeras y un doctor. Mientras Vanessa me hacía las preguntas de rutina, yo veía a los ojos de aquellos pacientes, negados a la vida sencilla, ya sea temporal o definitivamente. Casi todas las miradas eran de desconcierto, envidia, excluidos del calor y del color, donde la única luz que se posaba era la de los amores vacantes y los desesperadamente buscados. No había más que depresión y anestesia en este lugar, donde los adultos se encogían para volver a ser bebes acurrucados en aparatos y tecnología fría que me parece aniquiladora de la simpatía. Cruzaba los brazos, asediado por las luces titilantes del techo, que iluminaban como enfriaban y arrancaban los colores de la piel y de los gestos. Vanessa me preguntó qué me pasaba, y le dije que había mucho silencio en este lugar, y me dijo que ni se me ocurra ambientarlo con música. Yo  le dije que mejor no me diera ideas.
   Mis papas salieron de la habitación, y me murmuraron con tibieza que mi abuela quiere verme. Aliviado de poder entrar a una habitación con vida, acepté, y entré para despedirme de ella, lo sabía. La observé tan recóndita en esa cama, y tan primaveral y luminosa que pareciera que en esa habitación jamás ha pasado el otoño y que mi abuela era una flor estival efímera arrinconada en sábanas de algodón procesado. Mi abuela, al verme, me miró para darme a entender que sus labios estaban caducados y cualquier intento de palabras serían derrames de suspiros y saliva, nada más. Me acerqué a ella, y con lo sensible que soy, me pareció raro que no haya una lágrima en mi rostro. Le tomé la mano, tan arrugada y firme, con las manchas que me recuerdan a las manchas solares en épocas despiadadas para la naturaleza. Mi corazón estaba demasiado ocupado agitándose para mandarle señales a mis sentimientos de derrota y encandilar mis ojos para llorar. Veía a mi abuela batallar con sus labios, dejando de lado a sus ojos, y comprendí que su mensaje sería más preciso en un murmullo que en un gesto ocular. Así que me acerqué a ella y le presté una de mis orejas para que me transmitiera ese bello mensaje, que sé que tiene la capacidad de congelarme como una estatua y el potencial de alumbrarme en una epifanía. En toda su vida, las palabras de mi abuela primero estuvieron en manos de la sabiduría y la filosofía más cotidiana, y luego desplazadas en su boca como profecías del conocimiento, flechas dirigidas a penetrar las más lúgubres y enmarañadas selvas de la ignorancia… ¡Perdón de nuevo lector, perdón! No puedo evitar ser solemne en el momento más definitorio de mi vida. Porque, una vez que mi abuela abrió la boca para decirme las siguientes palabras, mi vida giró en un revelador espiral de fuerza centrífuga que me llevó a conquistar y despojar de silencio a los lugares más remotos de la tierra, desde islas ignotas hasta bosques amazónicos, comenzando con mi mente descubierta:
   -Sé fiel a tus principios, Orfeo… -musitó mi abuela en un suspiro triunfal a la vez que estremecedor, que suscitó en mi una serie de destellos mnemotécnicos, un desfile de memorias que comenzaba desde la primera vez que manipulé mi entorno con la mente, apagando el aparato enfermizo del siglo cuando era un bebe, pasando por forzar la voz de mi padre a cantarle a mi madre, hasta endulzar con fas y soles las escaleras y pasillos de mi secundaria. Era como abrir un libro y deslizar sus páginas con velocidad hasta la última, y leer la revelación final, la respuesta al misterio que te enganchaba al libro. Mi abuela siempre sabía que era yo, que eran mis dedos invisibles los que tocaban con insistencia e ilusión las teclas de la pianola, que era yo quien hacía temblar la casa con mi música estruendosa y asustaba a las almas más desconfiadas y temerosas. Tras confesarlo, ya no era necesario exhalar un último suspiro pues lo había gastado en esas palabras, y murió con la celeridad y la astucia de quien dice algo que debió llevar a la tumba pero que prefirió declararlo para irse sin asuntos pendientes. La corona de la revolución de mi abuela estaba en mis manos. Pero ella ha decidido ceder sus expectativas ante las mías, honrar mis sueños y dejarme de legado el mundo que ella dejó inacabado. Lástima que esta novela del mundo que se ha escrito con un pesimista estilo tendrá que ser acabado con otro estilo; con el mío.
   Con aquel pensamiento latiendo en mi mente como un tambor poderoso y épico, salí de la habitación olvidando que debía dar la noticia del fallecimiento, que no me parecía tal; me parecía un renacer. Mis papas me veían atónitos y Vanessa exigía explicaciones a mi maquiavélica sonrisa, que no borré una vez que se había grabado en mis labios como perpetua muestra de triunfo y superioridad; de que una vez más, la música había ganado. La música siempre ha ganado.
   -¿Qué te dijo? –preguntó Vanessa, exasperada.
   Mi respuesta fue una mirada perspicaz y un compás débil, minucioso y ligero, que se manifestó en el aire y formó un eco minúsculo, pero que fue creciendo exponencialmente a medida que tocaba otro objeto vacío y sonoro, así hasta formar una avalancha sonora que hacía resonar las cajas metálicas de los aparadores, las piezas de aluminio, las tijeras, los bisturís, los aparatos ortopédicos, las suturas, los pitidos de las máquinas, los desfibriladores, las agujas, las alarmas, las lámparas que se encendían y se apagaban, espirómetros, proctoscopios, microscopios, esfigmómetros; un festival caótico de movimiento y sonido que enloquecía a los médicos, a los cirujanos y las enfermeras, y sacudían los corazones aletargados de los pacientes. Vanessa me suplicaba que me detuviera, y mis padres se atemorizaban con ese horroroso circo que sacudía sábanas y hacía bailar a las sillas y levitaba las camillas para después ver en los pasillos a los flotadoras camas y sus repentinamente alegres ocupantes. Todo aquél caos si era analizado con detenimiento por los musicólogos sería interpretado como música deconstructiva, tratando de imitar un ritmo pesado y una melodía metálica, trastabillante y absoluta. A cada paso que daba el pasillo se abrumaba en sonidos de estropicio, jaleo mecánico y anarquía. Mis papas me veían casi con sigilo y Vanessa me miraba con ojos furibundos. Los dejé a ellos, ignorantes de la obviedad, y continué mi camino ahora perfectamente trazado con las huellas del sueño musical y la fina frontera que separa la muerte y la vida.
   Y la fina frontera que separa la muerte y la vida será más honda y más brava si me entrometo, si me dispongo a hacer lo que siempre pretendí a hacer como superhéroe de la música, desquiciar las conciencias y calmar las ansiedades, mito sobre mito y canción sobre canción. Salí del hospital del bullicio melódico y en mi mente ya esquematizaba mis siguientes movimientos, jerarquizaba mis siguientes acciones y predisponía situaciones contando lo que me quedaba. Durante el trayecto a casa escuché en todos lados que la revolución había estallado en el país, que el gobierno hasta ahora había reprimido cualquier alegato y se había ido contra los más desprotegidos. Al llegar a casa, Gus me dijo preocupado que los profesores de la secundaria comenzaron la huelga, y no son los únicos. Al parecer, la acción desesperada y drástica de una anciana de setenta años había despertado las voluntades de los sindicatos, de los obreros, de los trabajadores independientes, y en un lapso de semanas, de los médicos, de los servidores sociales, de los burócratas mal pagados, de los intelectuales, de los jubilados y de los estudiantes más desconfiados. Todas las esferas de la sociedad se vieron afectadas por una sola bala. Un atentado contra la vida de aquel líder monopolista bastó para que me diera cuenta que el país pendía de una cuerda floja de doble moral. He aquí mi verdadero y único enemigo, lector: la televisión. Siempre fue mi enemigo a vencer desde la niñez, desde que apagué con la fuerza de mi pensamiento mi primer interruptor televisivo. Desde ese día le declaré la guerra, y no moriré hasta salir victorioso de ésta utópica pelea.
   -¿Qué te traes con la televisión? –me preguntó Gus.
   -Nada, no es personal –dije, pero era una mentira.
   Le pedí a Gus que buscara por todas las tiendas de ropa una corbata que tuviese impreso en su borde las teclas de un piano, y un sombrero negro con una cinta blanca. Ése sería mi disfraz, no usaré capas ni mallas, ni maquillaje. Es un disfraz discreto, un atuendo que sólo llama la atención a mediodía, pero que en la elegante oscuridad se confunde con la noche.
   El sábado se realizó el funeral de mi abuela. Mi papá ya había llorado en sus noches de insomnio correspondientes, y su demás familia ya se habían tragado el pesar desde hace años, pues opinaban que la locura se apoderó de ella como una sanguijuela y que le había chupado todo sentido de seriedad, dejándola tan flaca y sin ideas, sólo con delirios de grandeza. El funeral, realizado en la casona de una de mis tías, no se distinguió de ningún funeral que se haya realizado en la historia, y sentí que así se le faltaba respeto a mi abuela. Sin que nadie se diera cuenta, reviví las bocinas, los amplificadores, y cualquier fuente de sonido de esa casa y con estruendo latino irrumpió una canción de Tito Puente, la música favorita de Inés (ajá, hasta que escribí su nombre, lector… el único nombre no falso de este relato). Todos creían que era una grosería aquella música en ese evento tan luctuoso, pero por más que mi tía u algún otro primo hábil en tecnología intentaran acallar la música, era imposible silenciar los timbales y las trompetas, los gritos y las piruetas de esa música. Suerte que Vanessa no fue al funeral, debido a que acompañó a su mamá a una junta sindical que pretendía organizar una huelga más. Terminaron por aceptar ese carnaval sonoro y hasta recordaron con irreverencia que esa era la misma música que bailaban Inés y su esposo, quienes ahora debían bailarla juntos en el cielo, y, ¿por qué no?, también en el infierno.
   Ambientado con esa misma música dicharachera, me vestí de negro, camisa y pantalones, y me coloqué la corbata de piano y mi sombrero blanquinegro, que Gus terminó comprando por internet. Bailando con maracas, hice mi demostración triunfal, sintonizando aquella música por todos los recovecos de la casa, aprovechando la ausencia de mis papas.
   -Te ves ridículo –comentó Gus.
   -¿Mucho? –pregunté.
   -Noé, eres el superhéroe más gay que ha tocado la faz de la tierra, y eso que ya hay muchos.
   Que digan lo que quieran, ya quisieran Superman y Batman cantar como yo; tontos ellos, que tienen poderes convencionales y salvan a la gente con brusquedad y los atiborran de moralejas, cuando lo importante es el arte.
   -¿Y qué harás ahora, Orfeo? –me preguntó Gus, esforzándose por no reír.
   -Pues… música, maestro.
   Ataviado con mi disfraz, asistí a las reuniones del Frente Socialista Mexicano, pero sin que ellos se dieran cuenta. Hice insonoros a mis pasos y me volví mudo, a la vez que sólo me posaba en lugares oscuros, en esquinas sombrías. ¿Por qué no revelar mi presencia? Muy simple, querido lector: no quería participar en esas reuniones, que se habían limitado a ser simples repeticiones de frases pro socialistas de los años cincuenta, cuando el Che Guevara sembraba esperanza, y que ahora sonaba a burla y propiciaban el descontento. Rompían las promesas que mi abuela les había repartido antes de morir, y sólo se desgastaban en episodios de retórica epiléptica. De todas maneras, le repetí hasta al cansancio a Gus que no era socialista, que más bien soy cosmopolita y artista, y lo único que quiero infundir en ellos es el sentido de la teatralidad. Al darme cuenta que lo único que harían era hablar, y que nunca actuarían debido al miedo que les provocaba ver en los periódicos las defunciones sospechosas y los asesinatos baratos, decidí entrometerme. Pero no de cualquier forma. Nadie conocería mi verdadera identidad, así que decidí utilizar a Gus para mis malévolos y compasivos planes.
   -¿Y si me matan? –preguntó Gus.
   -Vengaré tu muerte –dije solemnemente.
   Ambos queríamos componer una canción que sea mi carta de presentación, algo como hacen los raperos. Vanessa no estaba de acuerdo con mis intromisiones, pero desde que su mamá fue injustificadamente despedida, olvidó su enojo conmigo y se unió a la causa. Ella me dijo que compusiera una canción épica, breve y concisa, como una rápida puñalada. Así que los tres compusimos  una canción que comenzaba lento, una balada preciosista, y que acababa en un rock desairado y radical, con un riff de guitarra al mejor estilo de Guns n´Roses. Cada quien le mintió a sus papas de la mejor manera que pudo, y después nos organizamos para salir en la camioneta de Gus, para dirigirnos al almacén, punto de reunión de los socialistas. Al llegar el lugar, Vanessa estacionó la camioneta en un lugar más apartado, exhibiendo sus recientes conocimientos de manejo. Gus y yo nos escabullimos con mudos pasos y sordos ademanes hacia las puertas, siempre prefiriendo las sombras a las iluminaciones. Con la llave que me dejó mi abuela un día antes de morir, entramos a una de las puertas traseras, esas escondidas que rezan: “Sólo para personal autorizado”, y también silencié las clavijas y el rechineo de la puerta: silenciaba todo lo que tocábamos. Nos adentramos a unos oscuros pasillos, y como sabíamos que nadie cerca rondaba por ahí, Gus encendió la diminuta lámpara de su celular y alumbró un perímetro minúsculo, pero suficiente para no tropezarse. Gus accidentalmente derribó una escoba, pero el ruido que normalmente produciría eso fue inexistente, pues, como ya mencione, ruido que provocábamos, ruido que no existía. Entonces doblamos a la derecha a un pasillo más grande, y Gus tuvo que apagar su celular para sofocar esa lucecilla. Lo bueno era que las reuniones eran concéntricas en un solo lugar, y debido a la crisis, el promedio de asistentes se reducía. Malas noticias para mí, obviamente, pues necesitaba todo un ejército. Sí, lector, un ejército.
   Llegamos al espacioso recinto, donde estaban las sillas y la tarima, con el modesto micrófono. El aire frio de septiembre se colaba en las inmensas ventanas, y las luces biliosas ardían los suelos e hipnotizaban a los socialistas. Los vimos entre las sombras, un hombre que declamaba prosa de Carlos Marx. Eso era todo lo que hacían, hablar; ni siquiera se atrevían a lanzar propuestas que involucraban dinamita. Fue entonces cuando silencié el micrófono, lo cual no hizo mucha diferencia puesto que la voz del orador seguía siendo audible para la mayoría de la concurrencia. Aún así, amplifiqué la voz de Gus y lo empujé hacia la vista de todos, justo cuando parecía cambiar de opinión.
   -Hola… -dijo él, con la sonoridad de un tenor. Todos voltearon para verlo, como si fuese un intruso derechista, un cristero, un testigo de Jehová que entró a la casa equivocada. Gus dio más pasos adelante, con la guitarra en su espalda, escondida en su funda. Lentamente posó la funda en el suelo, y la abrió, sacando la guitarra.
   -¿Quién eres tú? –preguntó una mujer, alterada. Gus no se dejó intimidar, y de inmediato toco los primeros acordes de Orfeo, el soñador. Eran suaves, como la brisa del mar y la espuma de sus olas. La guitarra, que en un principio sonaba acústica, después sonaba como guitarra eléctrica, debido a que transformé el sonido con mis leyes de alquimia musical. Gustavo cantó:
   -No cuestionen de donde vine… Sólo escuchen este mandamiento… Argumento de cuerdas y lamentos… Desesperado cantar de verdades…
   Y entonces la guitarra fue acompañada por una orquesta sinfónica invisible, que ensordecía todo intento de acallar esta canción de mi autoría. La voz de Gus, por supuesto, había sido debidamente alterada para esta ocasión; sonaba como un moderno intérprete barroco.
   -¿Quién se atreverá a levantar, un muro de ruido y tosquedad, en contra de esta musical realidad, levantamiento contra la soledad…?  Ellos se arman con armas de fuego, nosotros con versos y música en juego, ellos lanzan piedras y sangran sus rezos, nosotros con danzas congelamos sus huesos.
   El rostro de un hombre no apto para las volteretas teatrales parecía estar a punto de despotricar, pero con mi mano sigilosa le distorsioné el gesto, moví sus labios con ligereza y apreté sus cuerdas vocales, para que interviniera en la canción, cantando al ritmo de ella, sin alterarla:
   Oh, dilo ahora o calla para siempre!
   -Éste es el presagio de Orfeo el soñador, de este mundo engañado por el amor, que se disuelve en un, naufragio sereno, arpegio sin tregua contra la belleza…
   Gus sincronizaba cada sílaba de esa canción con un paso ágil y dancístico, pero no porque él lo decidiera, sino porque la misma fuerza de la canción movía los hilos invisibles de sus extremidades, piernas y brazos a su control. Ah, y no sólo eso, querido lector; obligué a los oídos de la muchedumbre socialista a escuchar con atención e ignorar los ruidos más ásperos y discordantes del entorno, un tornillo que se resbala de una viga en los techos, una solapa ondulante de una caja de cartón, un indiscreto susurro de Vanessa. Sólo así Gus, el portavoz de Orfeo, de tu narrador, podía ejecutar con precisión académica la danza y el canto de aquella escenificación improvisada, un episodio de misterio en una obra de teatro que se doblega ante la vanidad de su público. Era yo el maestro de ceremonias más absorto y feliz del mundo, pues yo no representaba mis actos teatrales en un escenario que era precedido por un telón, sino que los realizaba en la dimensión del espacio y del tiempo, esta realidad sufrida y agridulce cuyo telón se cierra sólo cuando se cierran los ojos. Los espectadores observaban con una atención tan exorbitante que sus ojos reaccionaban a cada pirueta con un sobresalto de sus córneas, y reaccionaban a cada nota conseguida por la voz de Gus que sus oídos se contraían y su tímpano se retorcía en esa fina línea que divide el dolor y el placer. Fue entonces que cayó sobre todos ellos el clímax de la canción, como un incendiario meteorito que Gus consiguió atrapar con sus brazos levantados formando una u, y después extendió sus dedos en un espasmo de jazz, asentando el golpe mortífero a esa canción efímera. No preparé todo aquél espectáculo para que fuese recibido con un silencio incómodo que dure décadas, o para que Gus fuese recordado como la intromisión más fuera de lugar desde que un nazi asistiera a la Convención Nacional Alemana de judíos; o peor aún, que se suscitaran aplausos de compasión. Tampoco quería rebajarme al nivel de manipular sus palmas y adjudicarme alabanzas vanagloriosas. Lo único que hice fue ambientar con bandas de guerra, trompetas y tambores, aquél silencio que estaba predestinado a morir, e hice mi aparición, no sin antes ponerme la máscara de color negro muerte que Vanessa me recomendó usar. Al verme, los socialistas inquirieron sin objeción que yo era Orfeo, y se sorprendieron al descubrir mi baja estatura y mi languidez, contrario a la idea que ya se habían imaginado de Orfeo: un director de orquesta malvado, amante de la pirotecnia y tan estricto con el mundo que obligaba a la gente a hablar con la entonación correcta. Para que no reconocieran mi voz, dado que ya era parcialmente conocida por algunos integrantes de esa sociedad, la modifiqué de tal manera que pareciera aquella voz de ultratumba que alguna vez padeció Alejandra en su metamorfosis vocal.
   -Yo soy Orfeo –imaginé que decía, sin detenerme a pensar que ponía en riesgo mi originalidad y mi famoso instinto de ambición. Obviamente no dije esas secas palabras, querido lector, aunque eran las palabras que no sólo Gus y Vanessa esperaban que yo dijera, sino también el público socialista, consciente de las trampas de la intriga. No llegué a este punto en mi vida, y tú no llegaste hasta este punto del relato para que yo dijera convencionalismos, formales revelaciones que no saciaban el apetito de nadie. Heredé el sentido de la teatralidad de mis padres, y convine decir algo con el afán de trastornar sus rígidas y civilizadas mentes, acostumbradas a comer con cubiertos y dormir a sus horas.
   -Yo soy un Dios –dije, con la voz del diablo.
   -Ay no ma… -dejó salir Vanessa en un murmullo. Gus, del otro lado del salón, aún respirando el aire del artista que acaba de romper el orden establecido, tuvo que morder su lengua para reprimir su risa.
   -¿Quién eres tú? –preguntó con voz de idiota uno de los espectadores.
   -¿No eres Orfeo? –preguntó otro. Mi sentencia de peso celestial no tuvo el efecto que yo esperaba, ahora que a todas horas surgen personajes garantizando ser Dios y absolver a todos de sus pecados, a pesar de carecer poderes como caminar bajo la lluvia sin empaparse o devolver la vista a los ciegos. Creo que hubiese desencajado más mandíbulas si hubiese dicho “Soy gay”, y eso que todo el mundo piensa eso.
   -Soy un Dios y te callas –sentencié, y le cerré la boca a todos al mismo tiempo, escuchando el choque de sus dientes inferiores con sus dientes superiores. En una de tantas charlas filosóficas, Gus indagaba con una lógica engañosa que mi enemigo sería el silencio, pero le dije que no; el silencio es mi aliado, el ruido es mi enemigo. En ese momento, necesitaba silencio. Lo dejé flotar por unos segundos, y realizando los mismos aspavientos de un director de orquesta, abrí las bocas de todos los socialistas al mismo tiempo, aflojé sus cuerdas vocales, y comenzaron a cantar cual canto gregoriano el coro final de la sinfonía número nueve en do menor, el himno a la alegría, el furioso Beethoven. Por supuesto que no eran sus voces originales, eran voces sustitutas que sembré en sus gargantas y que ahora florecen, crecen desmesuradamente como auténticas secuoyas. Yo me deleitaba en aquella misiva de amor a la vida y mi tratamiento contra las impurezas que tratan de corroerla. Gus se sintió tan exaltado que se cubrió la boca para prohibirse emitir algún sonido, y Vanessa se tuvo que tapar las orejas puesto que si las dejaba descubiertas, el poderío fulguroso de aquellas voces la dejaría sorda.
   Aquella noche fue decisiva, fue un punto sin retorno para colocar la pólvora musical en los corazones de aquellos idealistas, de las fértiles ilusiones de sus vidas. Cuando acabó la sinfonía y sus voces se aliviaron de mi encantamiento melódico, estaban tan enardecidas sus almas que irrumpieron en aplausos de verdadera gloria y divina satisfacción, y no tuvieron otro remedio que ceder su orgullo ante mí, que para sus ojos era Dios, por lo menos, de la música. Eso era, lo único que necesitaba era un lenguaje para agitar sus corazones y encaminar sus voluntades en medios más productivos. Uno que otro exclamaba que la religión es el opio de los pueblos, pero yo le corregía diciéndole que yo no era un Dios por el cual se debía de orar, sino más bien actuar. Y si levantarse y actuar era una droga, considérense drogadictos.
   -Pues lo último que haremos en esta cruzada contra la injusticia será descansar –dije.
   A la velocidad de la música francesa que tanto le gustaba a Vanessa, les conté mis planes e ideas a mi nuevo ejército, que en total sumaban cuarenta y dos. Yo les recitaba con la fuerza y la cadencia de la voz hablada mis propuestas, casi siempre bienvenidas con un ramillete de aplausos, y siempre los interrumpía con voz enérgica, suplicaba por su silencio a favor de que dejaran de lado la euforia y el paroxismo de sus emociones para el instante de la victoria. Estiramos la noche, las piernas y las ideas, y no nos fuimos a dormir hasta que habíamos construido una agenda de acciones furtivas, día por día, produciendo un catálogo de canciones aplazadas.
   El ruido seguía invadiendo a la sociedad. Había tanto ruido que hacía imposible que las personas pudieran comunicarse. La mala música estaba a un volumen tan alto, que la gente tenía que gritar para darse a entender. Los malentendidos así nacían. Las personas eran irreconocibles, la gente era una sola persona: la masa era una maraña de ideas mal dirigidas. El semestre acabó, y Vanessa, Gus y yo teníamos todo el tiempo de las vacaciones para informarnos y llevar a cabo nuestras acciones. Salíamos a la calle para descubrir a la sociedad. Siempre leíamos libros y veíamos videos por internet para descubrir al mundo. Los disturbios brotaban a cada momento, en todas las calles, incluso en las más europeas; dos mujeres obesas y de piel maltratada se peleaban a fuera de un mercado, golpeándose con las bolsas de las compras, mientras de fondo se escuchaba el llanto del bebe. Una compañía de mineros en una ciudad de provincia se negaba a trabajar si los contratistas seguían repartiendo salarios que apenas abarataba a la miseria, y una reportera descuidada era asesinada por encontrar túneles innumerables que atravesaban la ciudad y que facilitaban el traslado de drogas al vendedor. Una familia de migrantes fue separada de su hijo con la nueva legislación en California, mientras un colegio privado en Santa Fe pedía a los padres que firmaran un compromiso de admisión con el cual estipularan que sus hijos no eran homosexuales. En otros lados más recónditos, madres se prostituían en secreto para asegurar la comida de sus hijos, hijas se refugiaban en el alcohol y en las fiestas para disfrazar la soledad que les causaba la ausencia de sus padres. En rasgos más generales, actos terroristas se perpetraban en las instalaciones donde el dinero estaba por encima de la dignidad, y hombres eran decapitados por no acatar al pie de la letra las amenazas de sus líderes. Mi abuela siempre me decía: “No vivas en el mundo detrás de tus ojos, sino en el que tienes enfrente”, así que con ese lema como cabecera comenzaba cada día las actividades del ahora Frente Mexicano Idealista. Por una extraña razón comencé a encariñarme de Roy y lo llevaba cargando a la camioneta de Gus, donde comenzábamos a trabajar.

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