Nuestras
conversaciones tenían un estilo muy definido: hablábamos sin vernos a los ojos,
yo con mis palabras enhiestas por la música, y Vanessa con sus silencios bien
planificados. A ella sólo le gustaba hablar si de verdad consideraba que sus
ideas aportaran algo valioso; sólo si sus palabras fuesen certeras y atinadas.
Yo gozaba con su silencio, y mientras yo hablaba de mil situaciones optimistas,
de mis caricaturas favoritas, de mis álbumes predilectos, de mi fascinación por
lo poderoso, ella se reía y callaba, y se callaba y se reía y se volvía a
callar. Hablar era inútil. Ese era mi trabajo. Cuando obtuve el valor de pedir
que saliéramos un día a caminar, ella me dijo que sí, pero sin abrir la boca. A
ella sólo le gustaba abrir la boca sólo para comer. Ella besaba con los labios
cerrados.
En el
sábado siguiente, me desperté a las seis de la mañana. Hacía mucho frio,
aquellos vientos gélidos traspasaban las paredes de la casa; y sin embargo, yo
sudaba. Mi respiración era trabajosa, y mi corazón latía tan rápido que me
dolían las venas. No lo entendía en absoluto: en la noche anterior, dormí en la
más plácida de las tranquilidades. Pensé en Vanessa, en su silencio liberador,
en sus pausas armoniosas. Me calmaba la idea de salir con ella, de tomar su
mano y caminar por los caminitos de la Alameda, justo como acordamos. La paz me
llenaba como una fragancia sonora. Pero en estos momentos, el miedo me
atraviesa como un contrapunto peligroso. En la noche anterior respiraba con la
armonía de un soneto de Chopin; ahora respiraba con el ritmo de una exaltada
sinfonía de Prokófiev. Salté de la cama y me puse a hacer ejercicio por primera
vez en mi vida. Encendí la radio con mi mente y en las pequeñas bocinas se
transmitía la melodía sin concierto que se reproducía en mi cabeza. A las siete
de la mañana, bajé a la sala y me hice un desayuno veloz. Después lo vomité,
debido a los nervios. Me lavé los dientes, y después me comí una manzana. Me
senté derrotado en el sofá, y me puse a ver la televisión. Me dieron ganas de
morir. Mis papás se levantaron hasta las ocho de la mañana. Como no tenían que
trabajar aquel día, decidieron despertarse tarde. Mi abuelita se despertó a las
nueve. Yo seguía viendo la televisión, esforzándome para odiarme más. Después
me metí al baño, me afeité, me bañé, y me volví a afeitar. Pero una vez más,
confirmé mi estupidez, pues entré a bañarme sin llevar la ropa con la que me
cambiaría. Tuve que ponerme el pijama sucio con el que me dormí, subí a mi
cuarto, me cambié con mi pantalón negro y mi camisa más amarilla, y salí a
caminar. Después regresé a mi casa. ¡No sabía qué hacer! Nos citamos a las dos
de la tarde, en el Palacio de Bellas Artes. Mis papas salieron a desayunar en
un restaurante local, y mi abuelita se puso a lavar la ropa. Yo me ofrecí a
ayudarle, pero me dijo que mejor limpiara la popó de Roy. Hice todo, con tal de
no pensar. Pero, oh sí, Vanessa se inmiscuía en todos mis pensamientos, como
una advertencia intermitente, como un relámpago. Y a cada relámpago suyo, mis
nervios se estropeaban más. A las doce salí de mi casa, con mi mochila a
cuestas. Le dije a mi abuela que no llegaría tarde. La verdad, es que no quería
ni salir.
Me subí al primer microbús que pasó, y me
refugié de la vida con mis audífonos, y me puse a escuchar a David Bowie. No
había ningún disco en mi discman; los audífonos transmitían la música que
brotaba de mi memoria. Un cantante se subió al microbús, con su guitarra mal
pintada, y se puso a gritar más que a cantar. Recordé a Gustavo, y su facilidad
para la interacción social con las mujeres. Vanessa me inspiraba confianza,
pero también terror. Yo no sabía que eso era posible. Cuando el microbús se
detuvo en un andén del Metro, me bajé. Bajé las escaleras y comencé a caminar
por los pasillos azules y de baldosas grises de la estación Cuatro Caminos. ¿Te
das cuenta, lector? Te he dado una pista para que averigües la ubicación de mi
antigua casa. Como sea, me subí al Metro, y me senté egoístamente en un asiento
verde, y me puse a leer un libro que nos habían dejado de tarea en la
secundaria: El laberinto de la soledad
de Octavio Paz. Señoras de blusas coloridas y de miradas frías, hombres de
negocios, turistas mochileros, amantes sin escrúpulos, adolescentes de mirada
pérfida; todos se apretujaban en el pequeño pasillo del Metro, mientras los
vagones serpenteaban por las oscuras vías. Próxima
estación: Colegio Militar. Un vendedor de discos pirata se subió al vagón,
encendió su grabadora portátil y todos los pasajeros del Metro comenzaron a
escuchar un recopilatorio de antiguas canciones mexicanas, mientras el vendedor
gritaba “A diez pesitos, a diez pesitos, un MP3 de lo mejor de la música
folclórica mexicana…”. Mis pensamientos me traicionaban; yo trataba de indagar
sobre los hijos de la Malinche, pero Vanessa aparecía en escena, en la esquina
de cada hoja, en la esquirla de cada palabra. Próxima estación: Revolución. El amor es una canción veleidosa. Mi
ansiedad se tornó aliciente en el último segundo; cuando el Metro se detuvo en
la estación Bellas Artes, salí repleto de un aire inspirado, y mi miedo se
volvió deseo. Metí el libro en la mochila, me quite los audífonos, y me puse a
disfrutar de todas las canciones a mi redonda. No las pude contar, eran
demasiadas. Cien canciones, distribuidas en audífonos, en voces, en recuerdos y
altavoces.
Subí las
escaleras y respiré el aire profundo y denso de la Ciudad de México. A un lado,
el imponente y cesáreo Palacio de Bellas Artes, que se veía más blanco debido
al sol. Al otro lado, los vendedores ambulantes que colocaban libros o discos
compactos encima de lonas blancas, situadas en el suelo. Me puse a caminar,
rodeado de estudiantes universitarios, de hipsters, de padres de familia, de
mujeres solteras, de homosexuales reprimidos; de gente cualquiera. Pasé a un
lado de la estatua de Beethoven y me persigné. Entré a la Alameda, miré a todos
los lados, buscando a Vanessa pero sin querer hallarla. Ella me encontró a mí.
Apoyada en el barandal que cercaba a las áreas verdes, debajo de un árbol
dormido, y acompañada por un perro callejero. Me sonrió, pero no emitió ninguna
palabra. Yo sí:
-¿Me tardé?
Me
respondió con un ceño fruncido y una leve sonrisa. Me tomó de la mano y nos
pusimos a caminar. Ella no hablaba; a pesar de que ella siempre hablaba con su
amiga Teresa, o con Rebeca, o incluso con Gustavo, conmigo prefería callarse.
Quizás a ella también le daba pena. Le invité un helado y ella aceptó. El sol
calentaba nuestras inquietudes. Nos sentamos en un banco, y yo me puse a hablar
y ella se puso a escucharme: nuestro ya conocido lenguaje.
-En la
fiesta pasada me dijeron que, si me ponía las pilas, podía ser un DJ de un club
nocturno, ¿puedes creerlo? ¿Sí te gustó el helado? ¿Sí? Qué bueno… Y me dijeron
que “No pues, tú échale ganas, porque si de verdad quieres ganarte tus
tostones…” Jaja, así me dijeron, tostones… “Pues tienes que decirle a Gustavo
que no se haga wey, que ya sabemos que te está explotando” Y yo así de, bueno…
Mejor me callé. Y ya, después de mucho pensarlo, decidí no volver a ser DJ de
ninguna fiesta. No se lo he dicho a Gustavo aún, pero ya veré… No creo que se
enoje. Si se enoja, no es mi problema. ¿No crees?
-Debiste de
ser más sincero con Gus desde el principio –dijo Vanessa sin abrir mucho los
labios.
-Pues sí
pero… él casi casi me obligó. Bueno no, pero –me callé y traté de darle un giro
a la conversación-, qué más da. Si el problema es el dinero, que ni se
preocupe, que yo estoy más jodido que él.
Durante más
de una hora, hablé de cientos de detalles, de conflictos, de percances y
recuerdos, y me agoté la garganta mientras ella agotaba sus oídos y secaba su
mirada. Una mirada que dudaba si posarse en mí o no.
-¿Qué libro
estabas leyendo? –me preguntó.
-El
laberinto de la soledad… ¿Te gusta leer?
-¡Sí,
bastante! La literatura es como mi novia, jaja… Tú eres mi juguetito –musitó.
-Oh vaya…
-dije, y ella se rió.
-Es como tu
noviazgo con la música.
-La música
no es mi novia. Más bien soy su esclavo.
-Eres su
perra, jaja…
-Sí… Y la
literatura… Siempre he pensado que la literatura está debajo de la música. O
más bien, si lo piensas, y al menos yo lo veo así… La literatura es más música
que narración.
Poco
después me acosté en su regazo, cerré a los ojos debido al sol y me puse a
relatar mis mejores momentos de la primaria:
-…y justo
cuando el homenaje iba a acabar, yo hice mi magia y, jajaja… Todos comienzan a
cantar la del Tri, la de Todo me sale
mal: los niños, los profesores…
-¡No, no te
creo! Jajaja…
-¡De
verdad! Sí, parece mentira pero…
-Todo lo
que haces parece mentira –me interrumpió Vanessa.
-¿No crees
que pasó?
-No sé…
Quiero ser testigo de algo así. ¿Me regalarías un musical?
-Claro que
sí.
Comenzamos
a caminar mientras la tarde se desgranaba, y Vanessa me pellizcaba los dedos y
canturreaba Life on Mars? de David
Bowie, que era su segunda canción favorita. Cuando comenzó a cantar aquella
canción, me quedé estupefacto y le pregunté:
-¿Te gusta
David Bowie?
-¡Obviamente! ¡Es el artista más menospreciado de todos los tiempos!
Y después
se calló. Vanessa era así. Alternaba sus parloteos con sus silencios; pero
estos eran más largos, y más intensos. Se puso unos audífonos, y comenzó a
escuchar su canción favorita. Mientras paseábamos por las callecitas otoñales
de la Alameda, yo me deleitaba con su aurora y ella alzaba los brazos, y
caminando entre la gente, comenzó a cantar:
-Diooooos, bendiiiiiicelooooos… Dioooooos,
bendiiiiicelooooos…
Las personas a nuestro
alrededor observaron a Vanessa y creyeron que era fanática religiosa que
cantaba a todo pulmón una amorosa canción cristiana; la gente se sintió
bendecida y recuperó la fe en la juventud. Nosotros nos percatamos, nos reímos,
y seguimos caminando.
-¿Quieres
que te de mi regalo? –le susurré al oído mientras caminábamos a lado de la
Torre Latinoamericana.
-Obviamente.
-Pues
vámonos al Metro.
Bajábamos
las escaleras y corríamos por los pasillos, agarrados de la mano; por poco y
nos tropezábamos. Compramos los boletos con un billete de veinte pesos, y se
nos olvidó recibir el cambio. Nos subimos apresurados al primer Metro que pasara
por delante de nosotros. Fue muy difícil; estaba inundado de gente. No había ya
ni un espacio vacío. Hombres gordos que cargaban sus mochilas, mujeres delgadas
y de ojos tristes, jóvenes dormidos, niños gritones, chicas risueñas, soñadores
escondidos; todos se oprimían unos contra los otros, palpando piel ajena. El
olor a sudor flotaba entre los cuerpos y también funcionaba como lubricante.
Noé y Vanessa se dieron un beso. Lo escribo en tercera persona porque aquel
personaje ya no era yo. He cambiado mucho desde ese entonces. Aquel día fue el
más feliz de mi vida. O tal vez no. Vanessa absorbía mi música y yo bebía su
afonía; yo era la música y ella era el silencio que me completaba.
En ese
momento, otro vendedor de discos pirata se subió al andén, en la estación Pino
Suárez. El Metro estaba a reventar. Este vendedor ofrecía discos con lo mejor
del rock mexicano. Yo le alcé las cejas a Vanessa, y ella me sonrió. Observé a
mí alrededor. Un hombre muy serio, que se tocaba el bigote mientras leía un periódico,
sentado al lado de otro hombre de lentes que leía una novela tóxica de Carlos
Cuauhtémoc Sánchez, sentado al lado de una mujer que cargaba a su bebé, sentada
al lado de un chavo de vestimenta gótica, sentado al lado de una señora con
rostro triste y enojado, y así infinitamente… Universitarios, trabajadores
sociales, enfermeras, maestros, choferes, policías, ninis, amas de casa, cazafortunas, pseudointelectuales,
claustrofóbicos, personajes sin pena, hablando a voz viva, groserías y
desmadres… Todos, todos juntos, abandonados en un vagón, una porción de México,
una fracción de su población. El vendedor se hacía paso entre los cuerpos, todo
con tal de promocionar sus discos piratas. Observé la grabadora portátil que
cargaba, y seleccioné una canción de las que él vendía. No fue difícil. El
poder de la bocina se expandió más allá de su alcance. Casi dejó sordos a
todos. Las bocinas del Metro también participaron, mientras yo incrementaba su
capacidad de decibeles. De repente, el hombre pseudointelectual que leía su
libro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, se puso de pie, aventó el libro hacia el
exterior del Metro, cayendo en las herrumbrosas vías, y gritó:
-¡Ya llegó
su pachucote!
La canción
comenzó: las percusiones enloquecidas, la batería, el saxofón. Pachuco de La Maldita Vecindad. A
Gustavo le hubiese encantado estar ahí. La gente comenzó a moverse, a ponerse
de pie; todos, sin distinción, mujeres y hombres por igual, cantaron:
-No sé cómo te atreves a vestirte de esa
forma y salir… así. En mis tiempos todo era elegante, sin greñudos y sin rock…
Todos se pusieron de
pie y comenzaron a bailar, a empujarse entre sí; no estábamos ya en el Metro,
estábamos en una fiesta, en un sonidero,
en el cenit de un concierto, y todos éramos jóvenes, o mejor dicho, todos
perdieron su edad. Todas las señoras, los ancianos, los jóvenes, los niños,
todos los hombres, cantaron, a todo pulmón:
-¡Hey, pa, fuiste pachuco! ¡También te
regañaban! ¡Hey, pa, bailabas mambo! ¡Tienes que recordarlo!
Un hombre vestido con
su uniforme de oficinista comenzó a bailar a su propio estilo, mientras una
señora bailaba alrededor de un tubo, y dos niños comenzaron a hacer piruetas
por todo el pasillo. En ese momento, el Metro se detuvo; lentamente, quizás por
el peligro de algunas vías mojadas, debido a la lluvia de la noche anterior. Me
alivié, porque supe que tendríamos más tiempo para la canción. Vanessa no se
quiso quedar atrás, y se unió a la fiesta. Un hombre muy flaco y vestido con
ropas sucias por algún aceite, tomó de la mano a la chica que estaba frente a
él y comenzaron a bailar como si se conocieran de toda la vida. Todos sonreían,
se subían arriba de los asientos y exhibían sus mejores movimientos. El
vendedor de discos se acercaba libidinosamente a todas las mujeres.
Después,
todos nos organizamos para bailar sincronizadamente. Formamos una fila: yo me
coloqué en medio de dos señoras muy risueñas, y todos comenzaron a bailar,
alzando los brazos, moviendo los pies como los movía Tin Tan, una mezcla entre
danzón y baile urbano: una muy mixta coreografía. El chavo gótico sacó su
guitarra acústica de su funda y comenzó a tocarla como si fuera eléctrica. La
voz femenina que anunciaba las siguientes paradas en el Metro también se unió
al electrizante coro. Las luces de los vagones comenzaron a parpadear. El Metro
arrancó de nuevo. Próxima estación: San
Antonio Abad. La fila seguía bailando, y todos los pasajeros del Metro no
tenían intenciones de detenerse. La coreografía era perfecta; todos cantábamos
al unísono, y bailábamos tan sincronizadamente, como si lo hubiésemos ensayado
por meses. El Metro frenó suavemente. La canción llegó a su remate final, y
gritamos por última vez. Todas las mujeres se subieron a los asientos, y los
hombres derraparon en el suelo y estiraron sus dedos en un movimiento triunfal.
El Metro frenó. El pitido sonó. La música había acabado. Los hombres se
pusieron de pie, y las mujeres se bajaron de los asientos. Las puertas se
abrieron, y las personas que esperaban en la estación San Antonio Abad, se subieron a los vagones,
estupefactos. Nadie comentó nada. Hubo disimulados tosidos, aquí y allá. Los
que tenían que bajarse en la estación, se bajaban. Todos se acomodaron en sus
lugares, y se volvieron a sentar aburridamente, perdiendo de nuevo sus miradas,
y estableciendo el mismo silencio incómodo y tan propio de los transportes
públicos. La vida retomó su curso. Vanessa y Noé salieron del Metro, en el
último segundo, justo cuando las puertas se cerraban de nuevo. El Metro iniciaba
su recorrido. Adentro, entreví que ciertas personas rompían sus miedos y
hablaron de lo sucedido con confianza. Muchos temblaban de miedo. Otros
estallaron en risas. Unos se pusieron a llorar. Vanessa y yo nos miramos a los
ojos, nos reímos por enésima vez (ya nos dolían los labios de tanto sonreír),
nos tomamos del brazo y nos regalamos un beso sabor rebeldía. Misión cumplida.
Amo a
Vanessa por sus imperfecciones, y no por lo contrario. A partir de aquel
musical esclarecedor, pude contar ahora con una aliada, cuya principal poder
era la carencia de de uno, lo que la hacía superior a mí en muchos aspectos.
Todos los días que llegábamos al salón de clases, decidimos sembrar sorpresas,
y la música de fondo era de belleza inconmensurable. Decidimos esparcir nuestra
alegría, como cómplices del arte, y nos inculcamos el valor de la solidaridad.
Éramos un dúo inquebrantable. Nunca le dije a nadie que era mi novia, porque no
me gustaba esa palabra. Decía cualquier otra, menos esa. Ella nunca se enojó
por ello.
Por primera
vez en mi vida hice un plan con ayuda de otra persona. Si queríamos repartir
alegría, debíamos conocer a nuestros compañeros de clase. Vanessa se encargaba
de recolectar historias y problemas sin resolver, y yo me encargaba de buscar
una forma en la que pueda resolverlos a través de la música. Fueron mis años
dorados. Era el mejor trabajo del mundo, y la paga era observar la inmensa
felicidad que brillaba en los ojos de nuestros elegidos. Tengo problemas ahora
para escribir porque las pequeñas fantasías que propiciamos Vanessa y yo son de
carácter íntimo y redactarlas en esta
autobiografía para llevar sería violar las condiciones en las que las
realizamos. Me dirás lector, que use los sobrenombres que desde un principio
advertí usar, pero ése no es el punto. Lo que puedo hacer es no darles la
importancia que merece, y no contártelos. Este no es un cuento para exagerar
mis habilidades y alimentar mi ego. Aún así, oculto donde estoy ahora de la
civilización, quizás sea prudente confesar las atrocidades y pericias que me
deleitaron en la adolescencia, antes de llegar a la revolución. Está bien,
lector, pero sólo un poco.
Uno de los
primeros problemas que decidimos resolver Vanessa y yo es el caso de Alejandra,
la chica sin nombre ilustre y voz peor. Realmente sus ilusiones de cantar eran
proporcionalmente iguales a mis ilusiones de musicalizar el mundo, y me esforcé
por encontrar una solución, regalarle el don que Dios no le dio. Leí durante
días libros de acústica para perfeccionar mis habilidades, y me volví un
experto en fonología. Le pedí a Vanessa que grabara la voz de Alejandra sin que
ella se diera cuenta. Al conseguir un extracto de su voz, jugué con ella sin
necesidad de un software de modificación de voz o algo por el estilo, y me divertía
a lo grande transformando su voz, ya sea si se escuchara como una integrante
perdida de “Alvin y las ardillas”, o si se escuchara como un secuaz del
mismísimo diablo.
-Deja de
jugar y haz tu trabajo –me advertía Vanessa.
Una vez que
encontré la voz más perfectamente modulada que podía conseguir con el timbre de
Alejandra, llegaba la parte difícil: modificarle la voz para toda la vida, sin
necesidad de cirugía, sin necesidad siquiera de tocarle la garganta. Durante
días estaba perdido en esta tarea, tanto que Vanessa tuvo la amabilidad de
hacer mis tareas de matemáticas por mí. Mi mirada era persistente en Alejandra,
y fue tan obvio que los rumores de que engañaba a Vanessa se acrecentaron. Yo
los ignoraba y me concentraba en el trabajo. Cada vez que Alejandra abría la
boca, cambiaba el tono de su voz, ya sea a un tono más bajo, o uno más alto,
todo sea por encontrar el tono balanceado que decidí proporcionarle. Afectada
por su repentino y turbulento cambio de voz, las amigas de Alejandra, más que extrañarse,
se reían hasta las lágrimas al ver a la pobre Alejandra batallar con su voz de
pito, o con su voz de animal agónico. No pude evitar reírme como todos cuando
le dio un susto a la centenaria profesora de matemáticas, cuando dijo
“Presente” con una voz digna de Lucifer. “Ya deja de burlarte y termina eso” me
regañaba Vanessa. Antes de que terminara
ese día, los desentonos de Alejandra se
detuvieron, y su voz, ahora cambiada y mejorada, se escuchaba cristalina y sin
errores, como si cada vez que hablara fuese como una cascada que cayera sin
detenerse. Todas sus amigas repararon el cambio, y le pidieron que intentara
cantar, pero ella se negaba, debido a las burlas pasadas. Yo metí cartas en el
asunto y forcé a sus cuerdas vocales a cantar Ave María, que fue posteriormente recibida por aplausos, incluso de
la profesora de matemáticas, quien ya había llamado a un sacerdote para
realizarle a Alejandra un exorcismo. Lo que yo no supe en ese momento, y
Vanessa después me hizo saber, era que con la voz de Alejandra la basura
auditiva que se generaba en el salón, como el eterno “Brrr” de los aires
acondicionados o los zumbidos eternos que nadie sabe de dónde salen, se
difuminaron casi hasta desaparecer. Con su voz, Alejandra limpió de cera a las
orejas más sucias del salón, desencadenó una serie de acontecimientos que
promovieron la amabilidad y el buen humor, y liberó a los espíritus más
desnutridos de sus obsesiones y vicios. Con su voz, los canarios más atentos se
pusieron a cantar, y los oídos que habían perdido cierta capacidad se
recuperaron levemente. Por un segundo, los sordos recuperaron el sentido del
oído, y en ese intervalo capturaron toda la miseria y la alegría de sus vidas,
cual Big Bang instantáneo de sus sentimientos. Incluso yo, que he escuchado
tantas voces en mi vida como estrellas ha encontrado la astronomía en su
historia, advertí que la nueva voz de Alejandra era más bien un satélite; qué
digo, un sol, cuya energía electromagnética atraía la bondad en cualquier
lugar, como pedazos de metal.
-He creado
la voz perfecta –le confesé a Vanessa.
-Eres un
hijo de Dios –me dijo ella, hechizada por los efectos de esa bienhechora voz.
Lo que en verdad quería decirme es que era un hijo de puta.
Otro de los
problemas que Vanessa y yo nos dedicamos a resolver, era, por supuesto, la
sordera. Sabíamos que teníamos entre manos una fuerza curativa que era capaz de
invocar peregrinaciones de gente que pedía a gritos una cura para la sordera, y
que me buscaría desesperadamente a donde quiera que estaba, hasta convertirme
en el gurú del sonido, ser famoso, y ser finalmente asesinado, como hacen
cuando hay alguien que amenaza el american
way of life. Sí, lector, si en verdad hacía público mi poder, cabía la
posibilidad de ser visto como la segunda venida de Jesucristo, ser adorado y
perseguido por fanáticos, ferverosos anhelantes de un sentido para sus vidas.
Dale una pequeña dosis de un poder menor a un hombre, y lo convertirás en un dios.
Así que nos concentramos a arreglar lo que podíamos, y sobre todo, a las
personas más confiables. Pero sobre todo, sin que ellos se dieran cuenta. Es
así como empezaron lo que después serían denominados “Los milagros de la
secundaría Niños Héroes”, que abarcaría la primera página del diario de
circulación local, y que inspiraría a un guionista a la que después sería su
primera incursión en Hollywood, en una película de ganancias mediocres. Los
chicos que sufrían sordera, ya sea parcial o total, vieron sus problemas
desvanecidos de golpe, al escuchar de un instante a otro todo lo que era el
mundo. Fue tanta la impresión de uno de ellos al escuchar por primera vez la
voz de sus padres que fingió seguir teniendo sordera, debido al miedo y a la
seguridad que le proporcionaba su anterior posición de vulnerabilidad. Otra chica,
que jamás había escuchado música en su vida (no me preguntes que hacía en
nuestra escuela, lector, y no en una especial para sordos, porque no lo sé),
fue directamente sobre un discman como sedienta perdida en el desierto hacia un
oasis, y apretó play por primera vez;
fue tanto el éxtasis que le proporcionó la canción El Baile del Gorila que le pareció lo más hermoso del universo, y
entro en un estupor presionando play
una y otra vez, refiriéndose a la canción como una obra maestra, como una joya
del Señor. Después le dije a Vanessa que si esa chica escuchaba la novena
sinfonía de Beethoven, entraría en estado de coma y quizás en estado
vegetativo.
Soy una rumbera, soy una rumbera
escuchaba que cantaba la chica, saltando en los pasillos de la escuela con la
felicidad desbordada, tanto que me contagiaba. Vanessa y yo pronosticamos que
agencias paranormales del país se interesarían en la escuela, y que
investigarían sin cansancio la procedencia de los fenómenos que ocurrían en la
ya más famosa secundaria del país: música que parece provenir de ninguna parte,
voces celestiales de la mayoría del alumnado, extraordinaria ejecución de los
instrumentos, y sobre todo, que todos, absolutamente todos los alumnos de todos
los grados tenían un promedio superior al nueve. A esto yo le llamé el “Efecto
Alejandra”. Acabó el primer semestre, acabó el año, y el siguiente cruzó tan
rápido que Vanessa y yo nos asustamos. Nuestras calificaciones eran
irreprochables, Gustavo cada día ensayaba más con su guitarra para tocar mejor,
y todas las semanas acumulábamos nuevos éxitos causados por mi férrea
melomanía.
-¡El melomanoide! –me gritaba Gustavo desde
su camioneta Nissan que recién se compró con todo lo que había ganado desde los
seis años, cantando canciones altaneras en los microbuses. Ya estábamos en
segundo año, y ciertos aspectos habían cambiado bastante. Gus rompió relaciones
con antiguos amigos, que él llamó hipócritas, y se volvió el mejor amigo de
Vanessa. Éramos un trío inseparable.
Lector, ya llegamos a lo
que estábamos esperando: nuestra incursión en la fama. Vanessa y yo decidimos
que no podíamos sólo quedarnos en el reducido espacio de la secundaria, que ya
había sido elevada al lugar de leyenda urbana, y que debíamos apropiarnos del
internet como un medio de difusión del bien. Es natural que desde mi infancia
haya empezado a componer canciones, originales en su mayoría. Para cuando yo
tenía dieciséis años, la época cuando realizaba estos milagros y formaba un dúo
con Vanessa, ya tenía en mi haber mil canciones originales, completas de cabo a
rabo.
-Subámosle
la autoestima a la humanidad –me dijo al oído Vanessa, un día especial para
ponernos cariñosos. Dormíamos juntos cuando mis papas y mi abuela no estaban,
pero no teníamos relaciones sexuales. Bastante era con musicalizar cada beso y
cada caricia con canciones como Tú de Mecano, o Yo vengo a ofrecer mi corazón de Fito Páez, para continuar la
tradición familiar. Por supuesto, cada canción estaba aderezada con mis
arreglos.
-¿Cuál es
tu sueño, Orfeo? –me preguntó Vanessa, mientras su voz se volvía un violín que
erizaba a mi corazón. Estábamos acostados, ella encima de mí, mientras nos
dábamos respiración boca a boca.
-Te vas a
burlar de mí…
-A la mejor
y sí, pero dímelo…
-No, me da
pena…
-No seas
niña, Noé, dime…
-Está bien…
¿Sabías que… todas las personas guardan una canción en su interior?
-Eso suena
muy cursi.
-Pero es la
verdad. Cuando estoy cerca de alguien, escucho su canción. Al tocarle la mano,
al verle a los ojos, al escuchar su voz. La canción habla. Hay canciones muy
feas, y otras muy… hermosas, bellísimas. Todos tienen una, todos.
-¿Cómo es
la mía, Noé?
-Es muy…
frágil… muy… delicada.
-Qué loco
eres…
-¿Sabes
cuál es mi mayor sueño?
-Eso te
pregunté desde un principio.
-Quiero
escuchar las canciones de todos. Quiero salir a correr por… el mundo y escuchar
todas las canciones, y quiero comprobar mi teoría.
-¿Cuál es?
-Pues que
todas las canciones juntas, forman una sola.
-Ay Noé…
¿Por qué eres tan raro?
-¿Me
quieres?
-No. Y
tampoco te amo –me dijo Vanessa y me besó en la punta de la nariz.
Con ayuda
de Gus, en la guitarra, y Vanessa, con la batería (porque era lo único que ella
sabía tocar… bueno, de hecho no), grabé varias de mis composiciones, con mi
propia voz. Oh sí. Títulos como Confesión
al Universo, El último vals, Lo normal, Historia de una redención y Artista por accidente se difundieron por
la internet a una velocidad vertiginosa. Todas las canciones estaban firmadas
por Orfeo, mi nombre artístico. Las descargas aumentaban semana por semana, y
la página que había creado Gus recibía diariamente cientos, y después, miles de
visitas. Los tres decidimos ocultar mi identidad, y el tablón de mensajes con el
que contaba la página me mandaba saludos, o cosas tales como: “eeey orfeo no
seas mamonn y di kien puta madre eres” o “ERES MI IDOLO NO TE CONOZCO PERO
CANTAZ HERMOZO Y TUS CANCIONES ME LLEGAN AL ALMA SIGUE ASI” y los clásicos:
“dios te ama” y “chinga tu madre”. Todos aquellos elogios e insultos me cayeron
como un balde de agua fría. Lo que yo quería era despertar en las personas una
valentía por ir más allá de lo convencional y despedirse de la mezquindad, pero
lo que recibía eran cartas de amor sin oficio ni beneficio, con mala
ortografía, o incluso discusiones malsonantes entre los usuarios de la página.
Me sentía ya en el cuadro del músico que quiere cambiar el mundo pero que
aunque componga un himno que canalice y ate todas las voluntades de los hombres
sobre la tierra, todos los días el mundo despierta igual. Me sentí frustrado, y
aún más por los torpes consuelos de Gus, repitiéndome que “el mundo nunca
cambiará, nunca cambiará, nunca cambiará”. Me imaginaba a aquellas personas
sentadas frente a sus computadoras, escribiendo con sus teclados y
salpicándolos de saliva, reír con chistes siempre relacionados con el sexo,
masturbándose en su soledad, y escuchando mis canciones con el afán de
criticar; un espiral de ociosidad que representa el momento de diversión de sus
estresadas e incompletas vidas. Me daba mucha tristeza, y a la vez impotencia.
En ciertos momentos llegué a pensar que mi poder era en verdad inútil, que
hubiera dado lo que fuera para, en vez de distorsionar la voz de la garganta,
distorsionar la voz de la conciencia, o que en verdad la música se empapara de
las lágrimas del universo para aspirar a cambiar un poco las mentalidades de la
sociedad. ¿Por qué fui elegido yo? ¿Por qué específicamente este don? Sí, ya he
dado ciertos beneficios, pero con moderación. Si me voy a los excesos, las
consecuencias serían catastróficas.
El país se
hallaba en una crisis que era la segunda parte de la anterior. Vanessa me
alentaba a leer y conocer de historia, mi materia menos favorita. Llegué a
apreciarla, pero no porque me gustara, sino porque aclaraba mis dudas. Entendí
las personalidades de las naciones, el sometimiento de los países
tercermundistas, de la Latinoamérica reprimida, achicada por las grandes
naciones y como todo se mueve por un factor común; más bien, dos factores
comunes: poder y dinero. Llegué a sentir una verdadera y profunda aversión a
estos, y un día exploté con Vanessa:
-Prefiero
bañarme, beber, o hasta comer mierda de perro, antes de buscar dinero y poder.
Oh sí.
-No exageres
–me susurraba Vanessa.
Mi abuela
me advertía que una revolución estaba en puerta, una guerra civil emergente.
Una carrera de intereses que sólo está esperando el pitido de salida para
empezar. Me decía que ella quería participar, y recitaba con nostalgia cuando
se involucro en el intento de golpe de estado cuando yo era niño. Yo le decía
que ya era grande, que en poco tiempo cumpliría los setenta años. “No
subestimes a tu abuela” me decía. Se sentía segura ante la muerte, con entereza
afirmaba querer volver con su amado esposo, y esta vez tocar un dueto con él en
la pianola, como dos amantes que mandan al carajo los preceptos de la muerte.
Le quise decir que era yo el que hacía eso, pero le quitaría la luz de su vida.
Mi papá, pendiente de las intenciones de mi abuela, la vigilaba y le preguntaba
cada vez que volvía a casa en dónde había estado.
-Yo
sobreviví a la pinche dizque revolución, así que puedo ir al supermercado yo
sola –decía. Yo me encontraba en un dilema moral. Por un lado, no quería exponer
a mi abuela y arriesgarla en los nuevos planes que la gente con urgencia de
revolución quiera tramar. Por otro, quería que se involucrara de nuevo con sus
contactos de toda la vida, guerrilleros de corazón, en busca de una mejor
patria. “No se trata de patria, se trata de amor” me decía mi abuela. Lo que
terminé haciendo fue solicitarle lecciones de lo que ella sabía, que era
conmover a las masas con su poder de oratoria, de recriminación. Quería ser su
aprendiz, antes de que fuese demasiado tarde.
Y con una
disciplina feroz, con su mandíbula de hierro, mi abuela declamaba con pasión en
cada cena sus tendencias antiimperialistas, anticapitalistas, escupía sobre los
platos sus ideas del trabajo para todos, del progreso socialista, de la Cuba de
su corazón, de la Rusia ofuscada por ambición. Le dije a mi abuela que ciertas
cosas del socialismo no me gustaban, sobre todo el caso Corea del Norte, pero
le advertí más que nada que no sé de política. “Todo es intereses” resumió
ella. Aplaudía cada vez que aparecía una noticia en la televisión que avalaba o
se inclinaba a sus ideas, como asesinatos de policías corruptos, spots de
partidos de izquierda, o la reciente legitimidad de los matrimonios
homosexuales. Yo le insistía que la violencia era contraproducente, que la
violencia atrae más violencia, que los verdaderos guerreros combaten con ideas.
-Eres un
ingenuo, Noé… ¿Qué quieres? ¿Qué todos se pongan a cantar Agárrense de las manos?
Admito que
eso me dolió. Pero yo seguía insistiendo en mis ideas. Se acercaba el fin de la
secundaria, y por ende, el fin de la diversión. Vanessa comenzaba a aburrirse
de mí, que me había vuelto un aguerrido y desafinado liberal. “No debí
prestarte mi libro de historia” decía ella. “Ya no me entiendes” le contestaba.
Nuestra relación se enfrió, y ciertas veces que hablábamos por teléfono ya no
era con la candidez de antes, que siempre había un tema de qué hablar. Ahora,
la conversación estaba llena de pausas incómodas, contrarias a las anteriores
pausas que solíamos hacer por placer, y de muletillas imprecisas. Mi amigo Gus
se inquietaba y me decía que Vanessa iba a su casa preocupada, con el corazón
hecho un desorden. Gus se enojo un día y me dijo que mande al carajo todo eso
de la revolución, que desde me inicié en la educación socialista me he vuelto
reaccionario y errante.
-No; eso es
lo que quieren que haga –respondí.
Oh, lector,
si te caía mal antes, ahora me odias. Porque renuncie a lo que antes me
satisfacía, y mucha gente me consideró un falso, un fraude. Vanessa aún me
quería pero no soportaba que el poco tiempo que podía reservar para ella lo
dedicaba a otras actividades; una de ellas, a mi ingreso al grupo clandestino
“Frente Socialista Mexicano”, que operaba en la oscuridad, y cuyos integrantes
guardaban en secreto su incursión en esta afiliación. Por supuesto, entré a ese
grupo por mi abuela, quien también participaba. Cuando mis papas se iban a ver
una obra de teatro, nosotros nos escapábamos a las juntas de los líderes de
aquel frente, que discutían las noticias de actualidad, y leían La Jornada. El otrora dúo conformado por
Vanessa y yo se transformó al que ahora mi abuela y yo conformábamos, uno más
radical y menos inocente. Sin que se dieran cuenta, musicalizaba ciertas
sesiones con música intensa, casi siempre del romanticismo. Mi abuela daba
discursos, que yo musicalizaba con trompetas de triunfo, de esperanza. Mi
abuela, a pesar de su longevidad, era la oradora más aplaudida y celebrada, y
otros jóvenes la adoraban. Era mi orgullo. Todos los días que llegábamos a casa
observábamos con tristeza a mis papas, absorbidos por la televisión.
-Apaguen
eso, que no voy a estar viva para la mañana del jueves –predijo mi abuela un
día. Al escuchar eso, todos la hicimos entrar en razón, y le pedimos que no
dijera tonterías. Pero seguía ella insistiendo, y en la cena nos contó que
ahora su esposo le susurró al oído que su misión se acercaba, y que al momento
de realizarla podrá irse en paz. Mis papas no toleraron más y regañaron a mi
abuela. A mí tampoco me sentaron bien sus revelaciones, y aquella noche del
lunes, nadie descansó ni durmió con tranquilidad. Al día siguiente, me despertó
una llamada de Vanessa, anunciándome lo inevitable:
-Noé, ¿te
das cuenta que en un mes no salimos para nada?
La ruptura
que tuve con Vanessa no me afectó en absoluto, al ver la seguridad con la que
mi abuela escribía su testamento, dejándome a mí la pianola y todos sus discos.
Mi abuela fue a visitar a todas sus hermanas que aún seguían con vida, y les
dio la bendición. Ese martes, no dejó de reproducir su música favorita en los
altavoces de la casa, alardeando que “en la muerte no se escuchará con la misma
intensidad”. También aquel día ella y yo fuimos a una sesión con el FSM, en el
lugar de siempre, unas oficinas improvisadas en un antiguo almacén de productos
químicos. Contaba con un lugar espacioso, donde se podía reunir la multitud
para escuchar al orador que le tocaba subirse a la tarima y hablar por el
micrófono. Mi abuela agradeció con modestia, y luego se subió a la tarima, se
puso los lentes como siempre hacen los viejos para demostrar su sabiduría, y se
acercó al micrófono. Me miró por un momento, y me guiñó el ojo derecho.
-El jueves
voy a morir –les anunció a todos los integrantes de aquella organización
soñadora- Pero voy a morir bien.
Y comenzó a
modo de enseñanzas para las generaciones futuras, las vivencias tan grabadas en
su memoría de la fallida revolución del país, sus recuerdos arriba de los
árboles, escondiéndose de los indeseados, pero no de los campesinos armados,
sino de los hombres con pinta de exquisitos y cuyo dinero es más implacable que
la pólvora. Les recordó a todos que la música de sus tiempos no pretendía
obnubilar a las multitudes sino estimular sus vehemencias e interpretar las
angustias de su corazón, traduciendo a un idioma de partituras las cabalgatas
de la emoción. Levantaba el puño y animaba a todos a predicar el amor, a perder
la religión, a satisfacer cada minuto con la esperanza y rectificar los
errores. Después, nos contó su sueño de querer secar las lágrimas de los niños
que jamás en su vida comprenderán los artificios de los adultos y sus
aspiraciones estorbosas. Luego, nos sonrió, y a cada uno de nosotros nos pidió
un favor: que le susurremos al oído un sueño tímido, una felicidad oculta. Se
bajó de la tarima y escuchó con fervor las súplicas de algunos compañeros, que
le tocaban las manos como si fuesen las manos de un profeta, se acercaban a su
oído con delicadeza y se confesaban con apremiante necesidad, y ninguna ansía
era inválida y ningún deseo era pecaminoso. Ella pedía que no le hablen de
“usted” y la trataban como una amiga tan íntima que lamentaban no conocerla
desde la niñez. Por último, les dijo a todos que sus sueños bendecían los
sueños de la muerte, y que ahora podía descansar tranquila en la almohada de la
indulgencia.
-Pero antes
de morir, tengo que volverme loca –dijo mi abuela, quien se escuchaba tan
ancestral y mítica como un personaje mágico. Y entonces, agrupó a todos los
jóvenes que le parecían los más intensos, los más revoltosos, los más curtidos
de la piel, y les dio indicaciones. Se encerraron en una habitación aparte, y
todos cuchicheaban con curiosidad, intrigados en lo que tramaban. Yo estaba tan
confundido como todos ellos, que me olvidé por completo de quién era y me
convertí en una cabeza más de la muchedumbre expectante. Observaba la puerta
del lugar dónde habían entrado, y de vez en cuando veía una sombra desplazarse
en la rendija inferior, aquel espacio entre el suelo y la puerta. Cuando el
picaporte giró y mi abuela abrió la puerta, se le vio diez años más joven, y me
dijo con astucia que todo iba viento en popa. No entendí a lo que se refería,
pero sentí recelo al ver a los ojos maliciosos de los chicos con quienes se
encerró para hacer planes. Ahora sé de quién heredé la planificación.
Y llegó el
miércoles y todas las aves se posaban en los cables de luz de la misma manera
que han venido haciendo desde que la civilización depende del dinero, y mi
abuela abrió los ojos con la misma ternura desde que era niña, y el teléfono
sonó y mi mamá contestó, y alarmada gritó el nombre de su suegra con el hilo de
voz con el que se anuncian las tragedias. Y mi abuela se incorporó de golpe,
bajó con premura las escaleras y cuando contestó, vio limitada su vida a un
solo lapso determinante que condensaría cada emoción, en una pausa de cuatro
minutos y veintitrés segundos, en la canción perfecta. Lector, no te apenes si
lo que quieres hacerme notar es que no entiendes ni una palabra de lo que estoy
diciendo, porque lo entenderás. Yo estaba tan desorientado como tú lo estás
ahora de este narrador defectuoso, que en cada párrafo incluye una metáfora
musical. En fin, todo ese miércoles mi abuela se paseaba aprensiva por la casa,
miraba con envidia al pacífico Roy, acostado sobre el pasto con los pulmones
subiendo y bajando con lentitud, y se acordó que debía hacer una cosa más antes
de perpetrar su locura. Así que entró a la casa de nuevo, y me observó hablando
por teléfono y a mi mamá lavando los platos, y gritó a los cuatro vientos:
-Hay que
hacer una fiesta.
Y ninguno
de nosotros entendió lo que quiso decir, como si ella hablara en un código
senil. Yo le indique con una seña que me esperara a que acabara de hablar por
teléfono y mi mamá le preguntó, apenada, que a qué se refería con una fiesta.
Mi abuela, iracunda, se sintió poseída por una fuerza digna de su estirpe, y
cruzó la sala, y con las manos tocó ambos costados de la televisión, y se veía
a sí misma en aquella pantalla oscura y no se reconoció, pero eso no la detuvo
(ya sé lector, ya te harté con mi “y”), y con singular rabia inclinó la
televisión, se apartó lo suficiente para que ésta se estrelle contra el suelo
de la casa, desperdigando los cristales a su alrededor. El amigo con quien
hablaba escuchó el estrépito y me preguntó azorado que qué le hacían a la
televisión, como si hubiese presenciado el acontecimiento.
-Lo que
siempre debimos hacerle –respondí y colgué. Mi mamá estaba tan aterrada por el
acceso de locura febril de mi abuela, que le preguntó vociferante si esa era su
idea de una fiesta.
-Sí.
-¿Y qué
vamos a celebrar? –preguntó mi mamá.
-Que
estamos juntos y estamos vivos, carajo.
Mi abuela me pidió que invitara a Gus y a
Vanessa para resolver malentendidos. Al principio me negué pero me insistió
tanto que tuve que ceder. A las nueve de la noche, nos encontrábamos todos en
la sala: Mis padres, mi abuela, Vanessa, Gustavo, Roy y yo. Lector, tú también
estabas, puesto que nadie era relegado, y todos estaban en el mismo nivel de
importancia. Mi abuela me pidió que pusiera música y yo, experto en ese campo,
invité a la persona que faltaba en esa fiesta: mi difunto abuelo. Mientras él
tocaba con disimulo las teclas de la pianola, endulzándola con canciones breves
y sencillas, a mis papas les tocó preparar la fastuosa cena, a mi amigo Gus le
tocaba rascarle la panza al consentido Roy, y a Vanessa le tocaba divertirnos
con sus chistes tan particulares. A mí siempre me pedían que contara aquella
anécdota de mi infancia, cuando presencié asombrado como el niño más odiado del
salón y el profesor más odiado de la escuela comenzaban a cantar y a bailar Barbie Girl, y se reían con la misma
intensidad como cuando lo conté por primera vez. Mi abuelo se apresuraba con
las teclas, mientras nosotros descansábamos con el tenedor en la boca, probando
el ceviche o el agua de tamarindo. A Roy le tocaba la alfombra como plato, y a
nadie le molestó. Era su mejor día desde que entró a la tercera edad. Entonces,
mi abuela se levantó y pidió un brindis por cada uno de nosotros, tan enternecedor
que a mi papá le brotaron las lágrimas, como venía haciendo cada mañana desde
que mi abuela predijo su propia muerte. Entonces mi abuelo comenzó a tocar una
de mis favoritas: Truman Sleeps de
Philip Glass, y cada quién le tocó su turno de externar sus sentimientos a flor
de piel y del mantel, e incluso Roy ladró con amor. La fiesta se prolongó hasta
las doce de la noche, cuando, sin más ni más, mi abuela se levantó y dijo:
-Bueno…
Tengo que ir a sacar la basura.
Nadie la
contradijo, y todos continuamos con nuestras risas, aunque yo sabía que algo
estaba mal. Antes de irse, mi abuela me entregó en secreto una llave que me
prometió que me serviría: la llave del almacén donde se reunía el Frente
Mexicano Socialista. Yo le pedí explicaciones, pero mi abuela salió, bien
abrigada, sacando las bolsas de basura, una en cada mano, y al cerrar la
puerta, supe que nunca más la iba a volver a ver de pie. Mi abuela depositó las
bolsas en los cubículos, y siguió caminando en la acera, en aquél frio y citadino
discurso del viento que empalaga al suspenso o al sentimentalismo. La noche
nunca ha sido bienintencionada con las personas de la tercera edad, pero a mi
abuela no le importó, y siguió caminando hasta encontrar el paradero, lugar que
hasta el día de hoy se conserva en el misterio. Desde aquí todo es obra de mi
imaginación, para poder relatar el hecho final de la vida de mi venerada
abuela. La camioneta donde iban los chicos rebeldes y de piel curtida llegó al
punto de reunión donde se encontraba mi abuela, con los ojos brillándoles en
una chispa de motivación, y se sentó en el asiento del conductor, mientras
todos los demás estaban en la caja de la camioneta, con el viento azotándoles
el cabello. Llegaron a una universidad de prestigio, donde en esa noche se
celebraba un evento de caridad cristiana y de codicia americana. Al llegar,
estacionaron la camioneta pero no apagaron el motor, y mi abuela y los demás
jóvenes se escabulleron a través del estacionamiento arbolado, con la cabeza
gacha y los instintos arrodillados. Esperaron trémulos al final del evento,
donde se congregaban las mayores personalidades de los estratos del poder y del
sistema, hombres ataviados con gabardinas y mujeres con pieles de animales,
patrocinando con hipocresía la filantropía de una organización que oculta con
un velo los verdaderos intereses capitalistas, donde las almas de los poderosos
compran su boleto al cielo. Aquella institución era el lugar perfecto para el
comienzo de la destrucción de la nación y la redención de mi abuela. Fueron
saliendo poco a poco los hombres de las sonrisas perfectas y las mujeres de las
pestañas levantadas, pero mi abuela aguardaba con paciencia a su principal
objetivo. Paciencia dijo la ciencia, ése era su lema, que heredé yo. Olía con
desagrado los perfumes de aquellas personas, y las veía subirse a sus
automóviles de lujo, con sus gestos de asco. Uno de los jóvenes dio el
chivatazo, y señaló sin ser visto a la persona señalada como el objetivo: un
millonario de sangre extranjera, de poderosa influencia en el gobierno y en los
medios de comunicación, dueño de varias firmas, un impiadoso monopolista.
Mientras algunos jóvenes de aquella comitiva revolucionaria se mantenían
escépticos, el líder de ellos, un chico que bautizaré con el nombre de Ernesto,
le entregó el arma de fuego a mi amada abuela, un objeto que en secreto ella
siempre quería tocar. Con la pistola en la mano izquierda, mi abuela salió del
escondite, y apuntó con el arma al honorado hombre, de cincuenta años, quien
nunca en su vida ha sabido lo que es el hambre. El hombre vio a mi abuela, y
ella lo vio a él, y ella le dijo:
-Esto va en
nombre de todos, hijo de puta.
Y mi abuela
jaló el gatillo y el proyectil, que en su fuego y en su acero englobaba todos
los proyectiles alguna vez disparados por los idealistas, salió expulsado del
arma y agujeró el pecho de aquel hombre, triturando su corazón, al mismo tiempo
que el corazón de mi abuela sucumbía en un espasmo de manumisión y ambos
entraban al mismo tiempo al limbo de los arrepentidos. Mientras ellos yacían al
mismo tiempo, los hombres educados de primer mundo desenfundaban sus armas y
asesinaron sin piedad a los jóvenes, tan sólo protegidos por sus mugrientas y
sudorosas ropas. Las mujeres gritaron con pavor y los hombres cercioraron la
seguridad de su tribu. El humo de la pólvora aún revoloteaba en el aire, y en
aquél estacionamiento dormían los cadáveres de aquellos jóvenes y del hombre
dueño de empresas. Mientras, mi abuela, oh sí, fingía que moría.
Ella
realmente fue a sacar la basura.
A la mañana
siguiente, aquel escenario no pasó inadvertido. Los helicópteros sobrevolaban
el área y transmitían a las televisiones del país la noticia del asesinato
contra el hombre de poder, que era recordado por otros como un hombre insigne,
sobresaliente, guerrero de la democracia. Nadie en mi familia durmió la noche
anterior, puesto que mi abuela jamás regresó a casa. Después de recibir una
llamada del hospital para avisar que mi abuela aún se encontraba viva pero muy
grave, nos trasladamos al lugar. Incluso Vanessa fue, y Gus se quedó en casa
para cuidar a Roy, quien se encontraba enfermo por tanta comida. Al llegar al
recibidor del hospital, una enfermera nos interceptó, y nos indicó que la
siguiéramos. La habitación de mi abuela era la 333, exclusiva para ella. Mi
papá, con el temblor estropeándole los nervios, abrió la puerta. Encontramos a
la abuela acostada en su cama, mejor de lo que pensábamos, con la tranquilidad
que le proporcionaba el rocío de los haces de sol y de la soledad. Su cama
tenía un descolorido edredón y las almohadas estaban manchadas de líquidos
extraños. Mi mamá y mi papá se sentaron a un lado de ella, y Vanessa y yo nos
quedamos de pie. Todos estábamos expectantes, intrigados por las motivaciones
de mi abuela, pero ella se quedaba callada, con los ojos empañados en lágrimas.
Mi papá le pregunto que si le dolía algo, y ella le decía que no. Y habló por
primera vez:
-Son
lágrimas de felicidad.
Con una voz
tan ronca y gutural que podía ser la antítesis de la voz de Alejandra. Luego,
nos pidió con amabilidad a Vanessa y a mí que nos retiráramos por un lapso de
cinco minutos. Vanessa y yo salimos de la habitación, y se dio un silencio
incómodo compuesto por indirectas de antiguos enamorados. Apoyamos nuestras
espaldas a la pared del pasillo, mientras de vez en cuando un paciente herido
en una camilla de sabanas azules era trasladado por dos enfermeras y un doctor.
Mientras Vanessa me hacía las preguntas de rutina, yo veía a los ojos de
aquellos pacientes, negados a la vida sencilla, ya sea temporal o
definitivamente. Casi todas las miradas eran de desconcierto, envidia,
excluidos del calor y del color, donde la única luz que se posaba era la de los
amores vacantes y los desesperadamente buscados. No había más que depresión y
anestesia en este lugar, donde los adultos se encogían para volver a ser bebes
acurrucados en aparatos y tecnología fría que me parece aniquiladora de la
simpatía. Cruzaba los brazos, asediado por las luces titilantes del techo, que
iluminaban como enfriaban y arrancaban los colores de la piel y de los gestos.
Vanessa me preguntó qué me pasaba, y le dije que había mucho silencio en este
lugar, y me dijo que ni se me ocurra ambientarlo con música. Yo le dije que mejor no me diera ideas.
Mis papas
salieron de la habitación, y me murmuraron con tibieza que mi abuela quiere
verme. Aliviado de poder entrar a una habitación con vida, acepté, y entré para
despedirme de ella, lo sabía. La observé tan recóndita en esa cama, y tan
primaveral y luminosa que pareciera que en esa habitación jamás ha pasado el
otoño y que mi abuela era una flor estival efímera arrinconada en sábanas de
algodón procesado. Mi abuela, al verme, me miró para darme a entender que sus
labios estaban caducados y cualquier intento de palabras serían derrames de
suspiros y saliva, nada más. Me acerqué a ella, y con lo sensible que soy, me
pareció raro que no haya una lágrima en mi rostro. Le tomé la mano, tan
arrugada y firme, con las manchas que me recuerdan a las manchas solares en épocas
despiadadas para la naturaleza. Mi corazón estaba demasiado ocupado agitándose
para mandarle señales a mis sentimientos de derrota y encandilar mis ojos para
llorar. Veía a mi abuela batallar con sus labios, dejando de lado a sus ojos, y
comprendí que su mensaje sería más preciso en un murmullo que en un gesto
ocular. Así que me acerqué a ella y le presté una de mis orejas para que me
transmitiera ese bello mensaje, que sé que tiene la capacidad de congelarme
como una estatua y el potencial de alumbrarme en una epifanía. En toda su vida,
las palabras de mi abuela primero estuvieron en manos de la sabiduría y la
filosofía más cotidiana, y luego desplazadas en su boca como profecías del
conocimiento, flechas dirigidas a penetrar las más lúgubres y enmarañadas
selvas de la ignorancia… ¡Perdón de nuevo lector, perdón! No puedo evitar ser
solemne en el momento más definitorio de mi vida. Porque, una vez que mi abuela
abrió la boca para decirme las siguientes palabras, mi vida giró en un
revelador espiral de fuerza centrífuga que me llevó a conquistar y despojar de
silencio a los lugares más remotos de la tierra, desde islas ignotas hasta
bosques amazónicos, comenzando con mi mente descubierta:
-Sé fiel a
tus principios, Orfeo… -musitó mi abuela en un suspiro triunfal a la vez que
estremecedor, que suscitó en mi una serie de destellos mnemotécnicos, un
desfile de memorias que comenzaba desde la primera vez que manipulé mi entorno
con la mente, apagando el aparato enfermizo del siglo cuando era un bebe, pasando
por forzar la voz de mi padre a cantarle a mi madre, hasta endulzar con fas y
soles las escaleras y pasillos de mi secundaria. Era como abrir un libro y
deslizar sus páginas con velocidad hasta la última, y leer la revelación final,
la respuesta al misterio que te enganchaba al libro. Mi abuela siempre sabía
que era yo, que eran mis dedos invisibles los que tocaban con insistencia e
ilusión las teclas de la pianola, que era yo quien hacía temblar la casa con mi
música estruendosa y asustaba a las almas más desconfiadas y temerosas. Tras
confesarlo, ya no era necesario exhalar un último suspiro pues lo había gastado
en esas palabras, y murió con la celeridad y la astucia de quien dice algo que
debió llevar a la tumba pero que prefirió declararlo para irse sin asuntos
pendientes. La corona de la revolución de mi abuela estaba en mis manos. Pero
ella ha decidido ceder sus expectativas ante las mías, honrar mis sueños y
dejarme de legado el mundo que ella dejó inacabado. Lástima que esta novela del
mundo que se ha escrito con un pesimista estilo tendrá que ser acabado con otro
estilo; con el mío.
Con aquel
pensamiento latiendo en mi mente como un tambor poderoso y épico, salí de la
habitación olvidando que debía dar la noticia del fallecimiento, que no me parecía
tal; me parecía un renacer. Mis papas me veían atónitos y Vanessa exigía
explicaciones a mi maquiavélica sonrisa, que no borré una vez que se había
grabado en mis labios como perpetua muestra de triunfo y superioridad; de que
una vez más, la música había ganado. La música siempre ha ganado.
-¿Qué te
dijo? –preguntó Vanessa, exasperada.
Mi
respuesta fue una mirada perspicaz y un compás débil, minucioso y ligero, que
se manifestó en el aire y formó un eco minúsculo, pero que fue creciendo
exponencialmente a medida que tocaba otro objeto vacío y sonoro, así hasta
formar una avalancha sonora que hacía resonar las cajas metálicas de los
aparadores, las piezas de aluminio, las tijeras, los bisturís, los aparatos
ortopédicos, las suturas, los pitidos de las máquinas, los desfibriladores, las
agujas, las alarmas, las lámparas que se encendían y se apagaban, espirómetros,
proctoscopios, microscopios, esfigmómetros; un festival caótico de movimiento y
sonido que enloquecía a los médicos, a los cirujanos y las enfermeras, y
sacudían los corazones aletargados de los pacientes. Vanessa me suplicaba que
me detuviera, y mis padres se atemorizaban con ese horroroso circo que sacudía
sábanas y hacía bailar a las sillas y levitaba las camillas para después ver en
los pasillos a los flotadoras camas y sus repentinamente alegres ocupantes.
Todo aquél caos si era analizado con detenimiento por los musicólogos sería
interpretado como música deconstructiva, tratando de imitar un ritmo pesado y
una melodía metálica, trastabillante y absoluta. A cada paso que daba el
pasillo se abrumaba en sonidos de estropicio, jaleo mecánico y anarquía. Mis
papas me veían casi con sigilo y Vanessa me miraba con ojos furibundos. Los
dejé a ellos, ignorantes de la obviedad, y continué mi camino ahora
perfectamente trazado con las huellas del sueño musical y la fina frontera que
separa la muerte y la vida.
Y la fina
frontera que separa la muerte y la vida será más honda y más brava si me
entrometo, si me dispongo a hacer lo que siempre pretendí a hacer como
superhéroe de la música, desquiciar las conciencias y calmar las ansiedades,
mito sobre mito y canción sobre canción. Salí del hospital del bullicio
melódico y en mi mente ya esquematizaba mis siguientes movimientos,
jerarquizaba mis siguientes acciones y predisponía situaciones contando lo que
me quedaba. Durante el trayecto a casa escuché en todos lados que la revolución
había estallado en el país, que el gobierno hasta ahora había reprimido
cualquier alegato y se había ido contra los más desprotegidos. Al llegar a
casa, Gus me dijo preocupado que los profesores de la secundaria comenzaron la
huelga, y no son los únicos. Al parecer, la acción desesperada y drástica de una
anciana de setenta años había despertado las voluntades de los sindicatos, de
los obreros, de los trabajadores independientes, y en un lapso de semanas, de
los médicos, de los servidores sociales, de los burócratas mal pagados, de los
intelectuales, de los jubilados y de los estudiantes más desconfiados. Todas
las esferas de la sociedad se vieron afectadas por una sola bala. Un atentado
contra la vida de aquel líder monopolista bastó para que me diera cuenta que el
país pendía de una cuerda floja de doble moral. He aquí mi verdadero y único
enemigo, lector: la televisión. Siempre fue mi enemigo a vencer desde la niñez,
desde que apagué con la fuerza de mi pensamiento mi primer interruptor
televisivo. Desde ese día le declaré la guerra, y no moriré hasta salir
victorioso de ésta utópica pelea.
-¿Qué te
traes con la televisión? –me preguntó Gus.
-Nada, no
es personal –dije, pero era una mentira.
Le pedí a
Gus que buscara por todas las tiendas de ropa una corbata que tuviese impreso
en su borde las teclas de un piano, y un sombrero negro con una cinta blanca.
Ése sería mi disfraz, no usaré capas ni mallas, ni maquillaje. Es un disfraz
discreto, un atuendo que sólo llama la atención a mediodía, pero que en la
elegante oscuridad se confunde con la noche.
El sábado
se realizó el funeral de mi abuela. Mi papá ya había llorado en sus noches de
insomnio correspondientes, y su demás familia ya se habían tragado el pesar
desde hace años, pues opinaban que la locura se apoderó de ella como una
sanguijuela y que le había chupado todo sentido de seriedad, dejándola tan
flaca y sin ideas, sólo con delirios de grandeza. El funeral, realizado en la
casona de una de mis tías, no se distinguió de ningún funeral que se haya
realizado en la historia, y sentí que así se le faltaba respeto a mi abuela.
Sin que nadie se diera cuenta, reviví las bocinas, los amplificadores, y
cualquier fuente de sonido de esa casa y con estruendo latino irrumpió una
canción de Tito Puente, la música favorita de Inés (ajá, hasta que escribí su
nombre, lector… el único nombre no falso de este relato). Todos creían que era
una grosería aquella música en ese evento tan luctuoso, pero por más que mi tía
u algún otro primo hábil en tecnología intentaran acallar la música, era
imposible silenciar los timbales y las trompetas, los gritos y las piruetas de
esa música. Suerte que Vanessa no fue al funeral, debido a que acompañó a su
mamá a una junta sindical que pretendía organizar una huelga más. Terminaron
por aceptar ese carnaval sonoro y hasta recordaron con irreverencia que esa era
la misma música que bailaban Inés y su esposo, quienes ahora debían bailarla
juntos en el cielo, y, ¿por qué no?, también en el infierno.
Ambientado
con esa misma música dicharachera, me vestí de negro, camisa y pantalones, y me
coloqué la corbata de piano y mi sombrero blanquinegro, que Gus terminó
comprando por internet. Bailando con maracas, hice mi demostración triunfal,
sintonizando aquella música por todos los recovecos de la casa, aprovechando la
ausencia de mis papas.
-Te ves
ridículo –comentó Gus.
-¿Mucho?
–pregunté.
-Noé, eres
el superhéroe más gay que ha tocado la faz de la tierra, y eso que ya hay
muchos.
Que digan
lo que quieran, ya quisieran Superman y Batman cantar como yo; tontos ellos,
que tienen poderes convencionales y salvan a la gente con brusquedad y los
atiborran de moralejas, cuando lo importante es el arte.
-¿Y qué
harás ahora, Orfeo? –me preguntó Gus, esforzándose por no reír.
-Pues…
música, maestro.
Ataviado
con mi disfraz, asistí a las reuniones del Frente Socialista Mexicano, pero sin
que ellos se dieran cuenta. Hice insonoros a mis pasos y me volví mudo, a la
vez que sólo me posaba en lugares oscuros, en esquinas sombrías. ¿Por qué no
revelar mi presencia? Muy simple, querido lector: no quería participar en esas
reuniones, que se habían limitado a ser simples repeticiones de frases pro
socialistas de los años cincuenta, cuando el Che Guevara sembraba esperanza, y
que ahora sonaba a burla y propiciaban el descontento. Rompían las promesas que
mi abuela les había repartido antes de morir, y sólo se desgastaban en
episodios de retórica epiléptica. De todas maneras, le repetí hasta al
cansancio a Gus que no era socialista, que más bien soy cosmopolita y artista,
y lo único que quiero infundir en ellos es el sentido de la teatralidad. Al
darme cuenta que lo único que harían era hablar, y que nunca actuarían debido
al miedo que les provocaba ver en los periódicos las defunciones sospechosas y
los asesinatos baratos, decidí entrometerme. Pero no de cualquier forma. Nadie
conocería mi verdadera identidad, así que decidí utilizar a Gus para mis
malévolos y compasivos planes.
-¿Y si me
matan? –preguntó Gus.
-Vengaré tu
muerte –dije solemnemente.
Ambos
queríamos componer una canción que sea mi carta de presentación, algo como
hacen los raperos. Vanessa no estaba de acuerdo con mis intromisiones, pero
desde que su mamá fue injustificadamente despedida, olvidó su enojo conmigo y
se unió a la causa. Ella me dijo que compusiera una canción épica, breve y
concisa, como una rápida puñalada. Así que los tres compusimos una canción que comenzaba lento, una balada
preciosista, y que acababa en un rock desairado y radical, con un riff de
guitarra al mejor estilo de Guns n´Roses. Cada quien le mintió a sus papas de
la mejor manera que pudo, y después nos organizamos para salir en la camioneta
de Gus, para dirigirnos al almacén, punto de reunión de los socialistas. Al
llegar el lugar, Vanessa estacionó la camioneta en un lugar más apartado,
exhibiendo sus recientes conocimientos de manejo. Gus y yo nos escabullimos con
mudos pasos y sordos ademanes hacia las puertas, siempre prefiriendo las
sombras a las iluminaciones. Con la llave que me dejó mi abuela un día antes de
morir, entramos a una de las puertas traseras, esas escondidas que rezan: “Sólo
para personal autorizado”, y también silencié las clavijas y el rechineo de la
puerta: silenciaba todo lo que tocábamos. Nos adentramos a unos oscuros
pasillos, y como sabíamos que nadie cerca rondaba por ahí, Gus encendió la
diminuta lámpara de su celular y alumbró un perímetro minúsculo, pero
suficiente para no tropezarse. Gus accidentalmente derribó una escoba, pero el
ruido que normalmente produciría eso fue inexistente, pues, como ya mencione,
ruido que provocábamos, ruido que no existía. Entonces doblamos a la derecha a
un pasillo más grande, y Gus tuvo que apagar su celular para sofocar esa
lucecilla. Lo bueno era que las reuniones eran concéntricas en un solo lugar, y
debido a la crisis, el promedio de asistentes se reducía. Malas noticias para
mí, obviamente, pues necesitaba todo un ejército. Sí, lector, un ejército.
Llegamos al
espacioso recinto, donde estaban las sillas y la tarima, con el modesto
micrófono. El aire frio de septiembre se colaba en las inmensas ventanas, y las
luces biliosas ardían los suelos e hipnotizaban a los socialistas. Los vimos
entre las sombras, un hombre que declamaba prosa de Carlos Marx. Eso era todo
lo que hacían, hablar; ni siquiera se atrevían a lanzar propuestas que
involucraban dinamita. Fue entonces cuando silencié el micrófono, lo cual no
hizo mucha diferencia puesto que la voz del orador seguía siendo audible para
la mayoría de la concurrencia. Aún así, amplifiqué la voz de Gus y lo empujé
hacia la vista de todos, justo cuando parecía cambiar de opinión.
-Hola…
-dijo él, con la sonoridad de un tenor. Todos voltearon para verlo, como si
fuese un intruso derechista, un cristero, un testigo de Jehová que entró a la
casa equivocada. Gus dio más pasos adelante, con la guitarra en su espalda,
escondida en su funda. Lentamente posó la funda en el suelo, y la abrió,
sacando la guitarra.
-¿Quién
eres tú? –preguntó una mujer, alterada. Gus no se dejó intimidar, y de
inmediato toco los primeros acordes de Orfeo,
el soñador. Eran suaves, como la brisa del mar y la espuma de sus olas. La
guitarra, que en un principio sonaba acústica, después sonaba como guitarra
eléctrica, debido a que transformé el sonido con mis leyes de alquimia musical.
Gustavo cantó:
-No cuestionen de donde vine… Sólo escuchen
este mandamiento… Argumento de cuerdas y lamentos… Desesperado cantar de
verdades…
Y entonces la guitarra
fue acompañada por una orquesta sinfónica invisible, que ensordecía todo
intento de acallar esta canción de mi autoría. La voz de Gus, por supuesto,
había sido debidamente alterada para esta ocasión; sonaba como un moderno
intérprete barroco.
-¿Quién se atreverá a levantar, un muro de
ruido y tosquedad, en contra de esta musical realidad, levantamiento contra la
soledad…? Ellos se arman con armas de fuego, nosotros con versos y música en
juego, ellos lanzan piedras y sangran sus rezos, nosotros con danzas congelamos
sus huesos.
El rostro de un hombre
no apto para las volteretas teatrales parecía estar a punto de despotricar,
pero con mi mano sigilosa le distorsioné el gesto, moví sus labios con ligereza
y apreté sus cuerdas vocales, para que interviniera en la canción, cantando al
ritmo de ella, sin alterarla:
-¡Oh, dilo ahora o calla para siempre!
-Éste es el presagio de Orfeo el soñador, de
este mundo engañado por el amor, que se disuelve en un, naufragio sereno,
arpegio sin tregua contra la belleza…
Gus sincronizaba cada
sílaba de esa canción con un paso ágil y dancístico, pero no porque él lo
decidiera, sino porque la misma fuerza de la canción movía los hilos invisibles
de sus extremidades, piernas y brazos a su control. Ah, y no sólo eso, querido
lector; obligué a los oídos de la muchedumbre socialista a escuchar con
atención e ignorar los ruidos más ásperos y discordantes del entorno, un
tornillo que se resbala de una viga en los techos, una solapa ondulante de una
caja de cartón, un indiscreto susurro de Vanessa. Sólo así Gus, el portavoz de
Orfeo, de tu narrador, podía ejecutar con precisión académica la danza y el
canto de aquella escenificación improvisada, un episodio de misterio en una
obra de teatro que se doblega ante la vanidad de su público. Era yo el maestro
de ceremonias más absorto y feliz del mundo, pues yo no representaba mis actos
teatrales en un escenario que era precedido por un telón, sino que los
realizaba en la dimensión del espacio y del tiempo, esta realidad sufrida y
agridulce cuyo telón se cierra sólo cuando se cierran los ojos. Los
espectadores observaban con una atención tan exorbitante que sus ojos
reaccionaban a cada pirueta con un sobresalto de sus córneas, y reaccionaban a
cada nota conseguida por la voz de Gus que sus oídos se contraían y su tímpano
se retorcía en esa fina línea que divide el dolor y el placer. Fue entonces que
cayó sobre todos ellos el clímax de la canción, como un incendiario meteorito
que Gus consiguió atrapar con sus brazos levantados formando una u, y después extendió
sus dedos en un espasmo de jazz, asentando el golpe mortífero a esa canción
efímera. No preparé todo aquél espectáculo para que fuese recibido con un
silencio incómodo que dure décadas, o para que Gus fuese recordado como la
intromisión más fuera de lugar desde que un nazi asistiera a la Convención
Nacional Alemana de judíos; o peor aún, que se suscitaran aplausos de
compasión. Tampoco quería rebajarme al nivel de manipular sus palmas y
adjudicarme alabanzas vanagloriosas. Lo único que hice fue ambientar con bandas
de guerra, trompetas y tambores, aquél silencio que estaba predestinado a
morir, e hice mi aparición, no sin antes ponerme la máscara de color negro
muerte que Vanessa me recomendó usar. Al verme, los socialistas inquirieron sin
objeción que yo era Orfeo, y se sorprendieron al descubrir mi baja estatura y
mi languidez, contrario a la idea que ya se habían imaginado de Orfeo: un
director de orquesta malvado, amante de la pirotecnia y tan estricto con el
mundo que obligaba a la gente a hablar con la entonación correcta. Para que no
reconocieran mi voz, dado que ya era parcialmente conocida por algunos
integrantes de esa sociedad, la modifiqué de tal manera que pareciera aquella
voz de ultratumba que alguna vez padeció Alejandra en su metamorfosis vocal.
-Yo soy
Orfeo –imaginé que decía, sin detenerme a pensar que ponía en riesgo mi
originalidad y mi famoso instinto de ambición. Obviamente no dije esas secas
palabras, querido lector, aunque eran las palabras que no sólo Gus y Vanessa
esperaban que yo dijera, sino también el público socialista, consciente de las
trampas de la intriga. No llegué a este punto en mi vida, y tú no llegaste
hasta este punto del relato para que yo dijera convencionalismos, formales
revelaciones que no saciaban el apetito de nadie. Heredé el sentido de la
teatralidad de mis padres, y convine decir algo con el afán de trastornar sus
rígidas y civilizadas mentes, acostumbradas a comer con cubiertos y dormir a
sus horas.
-Yo soy un
Dios –dije, con la voz del diablo.
-Ay no ma…
-dejó salir Vanessa en un murmullo. Gus, del otro lado del salón, aún
respirando el aire del artista que acaba de romper el orden establecido, tuvo
que morder su lengua para reprimir su risa.
-¿Quién
eres tú? –preguntó con voz de idiota uno de los espectadores.
-¿No eres
Orfeo? –preguntó otro. Mi sentencia de peso celestial no tuvo el efecto que yo
esperaba, ahora que a todas horas surgen personajes garantizando ser Dios y
absolver a todos de sus pecados, a pesar de carecer poderes como caminar bajo
la lluvia sin empaparse o devolver la vista a los ciegos. Creo que hubiese
desencajado más mandíbulas si hubiese dicho “Soy gay”, y eso que todo el mundo
piensa eso.
-Soy un
Dios y te callas –sentencié, y le cerré la boca a todos al mismo tiempo,
escuchando el choque de sus dientes inferiores con sus dientes superiores. En
una de tantas charlas filosóficas, Gus indagaba con una lógica engañosa que mi
enemigo sería el silencio, pero le dije que no; el silencio es mi aliado, el
ruido es mi enemigo. En ese momento, necesitaba silencio. Lo dejé flotar por
unos segundos, y realizando los mismos aspavientos de un director de orquesta,
abrí las bocas de todos los socialistas al mismo tiempo, aflojé sus cuerdas
vocales, y comenzaron a cantar cual canto gregoriano el coro final de la
sinfonía número nueve en do menor, el himno a la alegría, el furioso Beethoven.
Por supuesto que no eran sus voces originales, eran voces sustitutas que sembré
en sus gargantas y que ahora florecen, crecen desmesuradamente como auténticas
secuoyas. Yo me deleitaba en aquella misiva de amor a la vida y mi tratamiento
contra las impurezas que tratan de corroerla. Gus se sintió tan exaltado que se
cubrió la boca para prohibirse emitir algún sonido, y Vanessa se tuvo que tapar
las orejas puesto que si las dejaba descubiertas, el poderío fulguroso de
aquellas voces la dejaría sorda.
Aquella
noche fue decisiva, fue un punto sin retorno para colocar la pólvora musical en
los corazones de aquellos idealistas, de las fértiles ilusiones de sus vidas.
Cuando acabó la sinfonía y sus voces se aliviaron de mi encantamiento melódico,
estaban tan enardecidas sus almas que irrumpieron en aplausos de verdadera
gloria y divina satisfacción, y no tuvieron otro remedio que ceder su orgullo
ante mí, que para sus ojos era Dios, por lo menos, de la música. Eso era, lo
único que necesitaba era un lenguaje para agitar sus corazones y encaminar sus
voluntades en medios más productivos. Uno que otro exclamaba que la religión es
el opio de los pueblos, pero yo le corregía diciéndole que yo no era un Dios
por el cual se debía de orar, sino más bien actuar. Y si levantarse y actuar
era una droga, considérense drogadictos.
-Pues lo
último que haremos en esta cruzada contra la injusticia será descansar –dije.
A la
velocidad de la música francesa que tanto le gustaba a Vanessa, les conté mis
planes e ideas a mi nuevo ejército, que en total sumaban cuarenta y dos. Yo les
recitaba con la fuerza y la cadencia de la voz hablada mis propuestas, casi siempre
bienvenidas con un ramillete de aplausos, y siempre los interrumpía con voz
enérgica, suplicaba por su silencio a favor de que dejaran de lado la euforia y
el paroxismo de sus emociones para el instante de la victoria. Estiramos la
noche, las piernas y las ideas, y no nos fuimos a dormir hasta que habíamos
construido una agenda de acciones furtivas, día por día, produciendo un
catálogo de canciones aplazadas.
El ruido
seguía invadiendo a la sociedad. Había tanto ruido que hacía imposible que las
personas pudieran comunicarse. La mala música estaba a un volumen tan alto, que
la gente tenía que gritar para darse a entender. Los malentendidos así nacían.
Las personas eran irreconocibles, la gente era una sola persona: la masa era
una maraña de ideas mal dirigidas. El semestre acabó, y Vanessa, Gus y yo
teníamos todo el tiempo de las vacaciones para informarnos y llevar a cabo
nuestras acciones. Salíamos a la calle para descubrir a la sociedad. Siempre
leíamos libros y veíamos videos por internet para descubrir al mundo. Los
disturbios brotaban a cada momento, en todas las calles, incluso en las más
europeas; dos mujeres obesas y de piel maltratada se peleaban a fuera de un
mercado, golpeándose con las bolsas de las compras, mientras de fondo se
escuchaba el llanto del bebe. Una compañía de mineros en una ciudad de
provincia se negaba a trabajar si los contratistas seguían repartiendo salarios
que apenas abarataba a la miseria, y una reportera descuidada era asesinada por
encontrar túneles innumerables que atravesaban la ciudad y que facilitaban el
traslado de drogas al vendedor. Una familia de migrantes fue separada de su
hijo con la nueva legislación en California, mientras un colegio privado en
Santa Fe pedía a los padres que firmaran un compromiso de admisión con el cual
estipularan que sus hijos no eran homosexuales. En otros lados más recónditos,
madres se prostituían en secreto para asegurar la comida de sus hijos, hijas se
refugiaban en el alcohol y en las fiestas para disfrazar la soledad que les causaba
la ausencia de sus padres. En rasgos más generales, actos terroristas se
perpetraban en las instalaciones donde el dinero estaba por encima de la
dignidad, y hombres eran decapitados por no acatar al pie de la letra las
amenazas de sus líderes. Mi abuela siempre me decía: “No vivas en el mundo
detrás de tus ojos, sino en el que tienes enfrente”, así que con ese lema como
cabecera comenzaba cada día las actividades del ahora Frente Mexicano
Idealista. Por una extraña razón comencé a encariñarme de Roy y lo llevaba
cargando a la camioneta de Gus, donde comenzábamos a trabajar.
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