Cuando llegó la hora de comprar mi nuevo uniforme
escolar (un suéter negro y pantalones grises) y mis útiles, mis papas
entendieron con temor que los días de ir al teatro se habían acabado. En otros
países seguía la prosperidad, pero aquí hace mucho que concluyó, y en realidad era
un bienestar falsificado. Pero en aquellos días, todos esos asuntos políticos y
sociales me irritaban, me parecían iguales; ¡de verdad! No distinguía la
diferencia entre los partidos políticos, no sabía reconocerlos. Nunca me
interesé en leer los periódicos, ni en ver las noticias a profundidad. Aclaro
esto debido al impacto que después tendrán estos conceptos más adelante. Yo
sólo tenía cabeza para mi poder. Deseaba incrementarlo, pero también me hallé
en esta encrucijada: ¿cómo podría desarrollar mi habilidad? ¿Practicando con
frecuencia, o evitando malgastarla? Me
puse a escuchar mucha música, toda la que fuese posible; llegué a la conclusión
de que la música, sólo la buena música, era mi fuente de energía. Ya, probablemente
estaba equivocado. Antes de entrar a la secundaria, pensé en comprarme un
reproductor portátil de canciones, o al menos uno de esos celulares capaces de
guardar música; todo con tal de permanecer atado a la música durante todo el
tiempo posible. Eventualmente lo hice, sobre todo para protegerme de las
canciones que mis compañeros escuchaban a todo volumen con sus celulares, sobre
todo en la hora de receso.
Mi salón estaba repleto de compañeros nuevos,
personas que nunca había visto. Me sentí intimidado, y debido a mi timidez se
me hacía muy difícil hacer amigos. Sólo hice amigos en la primaria porque ellos
se acercaban a mí, y no al revés. Aún conservaba las cicatrices que me dejó la
guardería. Bueno, después me puse a
pensar que salí de aquel lugar con éxito y seguramente siempre recordado. Me
propuse hacer lo mismo en la secundaria. Una secundaria dos veces más grande
que mi primaria, más boscosa, más colorida, más limpia y también más sucia.
Primero que
nada, tenía ganas de decirle a alguien lo que me pasaba. Ya me sentía cansado
de no poder externar mis sentimientos o simplemente confiar en alguien para
compartir los planes de mis siguientes travesuras. Yo quería a un amigo. Y dudé
durante mucho tiempo si lo encontraría en el nuevo grupo donde me acababa de
integrar: el 1°J. Mi nuevo salón se parecía mucho al de la primaria, con los
pupitres rayados, aunque no tan desvencijados. Chicles pegados en las aspas de
los ventiladores de techos, un olor perpetuo e inexplicable, que yo por alguna
razón siempre asocié al sexo; un pizarrón blanco, ventanas corredizas de
cristal. Afuera, los árboles, los demás edificios de salones, con sus techos
azules, y debajo, las explanadas repletas de hojarascas. Observé durante una
semana a mis compañeros, uno más extraño que el siguiente. Muchos de ellos
estaban como yo, vistiéndose con los uniformes de sus hermanos mayores (bueno,
yo no), escribiendo con bolígrafos que encontraron en algún lugar. También
había chicos que sudaban dinero; es más, ni siquiera sudaban, porque siempre
estaban frescos, usando ropa siempre nueva y portando audífonos modernos. Adiós
a los tiempos cuando salían al mercado radios extravagantes de bolsillo. En mi
inspección por encontrar a alguien interesante, hallé a una chica, muy guapa,
que no le hablaba a casi nadie. Era silenciosa, y oh, era de clase alta, o al
menos eso deduje al principio. Cuando no teníamos clases lo único que hacía
ella era escuchar música de su discman, y sólo hablaba si le preguntaban algo.
Era la única chica que utilizaba audífonos para escuchar música, como si ella
si conservase el sentido de la privacidad. No era alborotadora como la mayoría,
nada entrometida; era educada. Su cabello irradiaba pureza, sus ojos le ponían
dulzura a todo lo que veía, y las insólitas veces que sonreía, me dejaba llevar
por el acontecimiento y yo sonreía también para mis adentros. En medio de todo
este ensimismamiento, varias personas se acercaron a mí, haciéndome plática
sólo para resistirse al aburrimiento. Más que nada porque nuestros pupitres se
hallaban cerca. Entre ellas estaba esta chica, que creo se llamaba Rebeca, y
que me preguntó que por qué sonreía, y yo le dije que por nada.
-Los que se
ríen solos de sus maldades se acuerdan –dijo Rebeca y se fue.
Si
supieras.
Averigüé su
nombre: Vanessa. Permíteme aclararte, querido lector, que me tomé mi tiempo
para comenzar esta frase, para poder reír a gusto. Ese nombre indigna a su
verdadero, pero qué más le puedo hacer. Yo me bauticé como en verdad quise
llamarme, y a ella le puse el nombre que más se parece al real. Lo que sí me
parece una pena es no poder describírtela, pues toda ella era una efigie
genuina de la mejor música. Observé con sigilo todos sus movimientos, sus escapes,
los ademanes que pronto yo inconscientemente copié sin chistar. Después, me di
cuenta que ella tenía una cultura musical comparable a la mía. Escuché algunas
de sus conversaciones con su única amiga, Teresa, y le contó que muere por ver
en concierto a Metallica, y que cruza los dedos para que algún día se reúnan de
nuevo Mecano o Soda Stereo. Yo quería acercarme a ella, pero no tenía ni una
miserable idea de cómo. ¿Cómo podía explotar mis habilidades esta vez?
Necesitaba un anzuelo o algo así. Pasaba horas estudiando mi plan, sobre todo
en estos momentos muertos mientras esperaba al transporte público, o sea el
microbús, y luego me subía a éste para sentarme y apoyar mi codo sobre el
alféizar de la ventanilla. Mientras el microbús avanzaba por las calles
pintorescas y ruidosas de la colonia, mientras la gente bajaba o subía, yo me
perdía en este laberinto al cual Vanessa me arrastraba, para luego escondernos
en un salón vacío de la secundaria y hablar de nuestros discos favoritos, sin
que el tiempo se interponga. Yo la escuchaba, claro, pero sobre todo la veía,
veía su sonrisa acaramelada y bueno… también veía otras cosas.
En uno de
estos viajes mentales, fui interrumpido por uno de esos urbanos trovadores que
se suben a los microbuses y comienzan a cantar. Yo pensé “Ah, genial, justo lo
que necesitaba: más romanticismo”. Porque si te subes a un microbús con una
guitarra a cuestas y no cantas una canción de amor, entonces habrás roto un
estereotipo. Sin embargo, cuando este chavo tocó los primeros acordes y cantó:
-Sé que es tarde ya… para pedir perdón…
De inmediato pensé:
-Yo conozco
a esa voz.
Pero no lo
pensé; lo dije. Él me escuchó, y luego nos vimos: era Gustavo, el chavo que se
sentaba detrás de mí en el salón. Nos reímos, y él siguió cantando. No cantaba
nada mal, pero donde estaba su talento era en la guitarra. Su versión de Amargo Adiós era más lenta, calmada, que
se acoplaba a su guitarra acústica. Acabó la canción, y entonó otra: La planta de Caos, de nuevo en una
versión más sencilla y menos efectista que la original. Fue un alivio que haya
elegido cantar esas canciones, pues no estaba preparado para oír frases muy
melosas y malgastadas hasta el cansancio. Me entretuve escuchándolo, a la vez
que veía a los transeúntes entrar y salir de tiendas, bancos, de casas de
portones sin color, y perros que cruzaban la calle como si fuesen dueños de
ésta. Cuando Gustavo acabó, no pidió limosna ni dijo ninguna monserga del tipo
“con unos pesitos que no les afecté a su economía…”. Más bien se pasó por el
pasillo del microbús, haciéndose paso entre dos niños de primaria que cargaban
sus termos, y recibió el dinero de tres pasajeros que disfrutaron su voz. Yo
también pensaba darle, pero él me lo negó y se sentó a mi lado:
-¿Y tú qué
pedo? ¿Por dónde vives?
-Pues aquí
adelantito… Ya no falta mucho –dije, y como soy un acérrimo enemigo de los
silencios incómodos, agregué:- No sabía que podías tocar la guitarra.
-No pues
desde morro la sé tocar… Nada del otro mundo. ¿Y tú? ¿Qué sabes tocar? Aparte
de Manuela…
-Jaja…No
mucho la verdad. Pero sé que tengo talento.
-Pues es
fácil…
-Sé que es
fácil. Bueno, nos vemos –dije y me levanté, pues mi parada ya estaba muy
próxima.
-Cámara
bro, nos vemos –me dijo Gus.
Y así
fueron nuestras primeras pláticas; en el microbús, yo sentado mientras él
cantaba de pie. Nos subíamos juntos, pues vivíamos cerca, sólo que Gus se
quedaba más tiempo en la calle para subirse a otros microbuses a cantar, aún
con el uniforme puesto. Nunca le pregunté porque lo hacía, y en realidad, jamás
me llamó la atención, pues me parecía algo muy normal, un acto muy lógico de
cualquier verdadero guitarrista. Poco después él me aclaró que venía cantando
en los microbuses desde que tenía seis años, y que todo el dinero que ganaba lo
ahorraba pues tenía pensado comprarse una camioneta.
Siempre que
él acababa su repertorio de dos canciones (nunca eran las mismas; a veces
cantaba de Café Tacuba, de Rockdrigo y hasta de Marco Antonio Solís), se
sentaba a mi lado, y había a veces que se le olvidaba pasar por las monedas que
ciertos pasajeros querían darle. Era una ironía que hablábamos más en este
trayecto que en la escuela, pues en ésta, él sólo tenía tiempo y espacio para
sus viejos amigos, a los que iba a visitar en el receso, pues ellos estaban en
otros salones. Amigos que cosechó en la primaria, supongo. Realmente no sé como
describir a Gus. Siempre olía a sudor, y nunca entendí si su seboso cabello era
lacio o rizado Se saltaba muchas clases, su letra era espantosa, y su personalidad
variaba según la persona con la que esté. Con sus amigos de toda la vida, Gus
era ruidoso, grosero, y siempre hacía escenas para llamar la atención. Como
aquella vez que lo vi haciendo piruetas sobre la calle y casi lo atropellaban.
Pero conmigo era quieto, hablaba en voz baja y cuando me explicaba cómo colocar
los dedos sobre las cuerdas de la guitarra, se detenía para explicar cada
detalle, cada trasfondo. Todos los días él me impartía estas veloces lecciones
de guitarra en el microbús, pero yo siempre tenía que bajarme cuando él me
decía los consejos más interesantes. Me fastidié y le dije que me diera clases
formales de guitarra, y que le pagaría si fuese necesario. Aceptó. Por treinta
pesos la hora, Gus me enseñaba todo lo que sabía de música. Ah, porque no sólo
sabía tocar guitarra. También era bueno en el teclado, aunque no podía presumir
de la misma pericia como con la lira.
Sólo le
pagué las primeras cinco clases; para la sexta ya no quiso aceptar mi dinero.
Nos habíamos vuelto amigos. Lo cual era peculiar, pues yo no entraba en el
arquetipo de sus amigos: locos, revoltosos, fumadores y filósofos. Así que me
sorprendió bastante cuando me dijo:
-¿Te digo
la verdad? –Me preguntó, un día que andábamos sentados en su cama, él con su
guitarra en el regazo, y yo palpando entre manos un disco de La Maldita
Vecindad-. Me diste confianza luego luego… Se nota que eres un chavo muy
tranquilo, que no tienes nada en contra de nadie…
-Ya… ¿Te
gusta leer? –señalé la repisa repleta de libros que se hallaba sobre su
televisión. Cambié el tema de conversación, a propósito, claro está.
-No mucho,
la verdad. Esos libros son de mi hermana.
-¿Por qué
no me habías dicho que tenías hermana? –le pregunté, tras un mes de sólida
amistad.
-No sé…
Está en Estados Unidos, con mi papá.
-Y por eso
sólo vives con tu mamá –dije.
-Sí. ¿Y tú?
-Pues con
mis papás y mi abuelita.
-¿Y ellos
de qué trabajan?
-Son
maestros… No de música, como tu mamá. Son así, normales… equis… jeje.
-Ah pues…
te digo la verdad, a mí nunca me ha gustado como enseña música mi mamá –me
confesó Gus. Nos callamos por un momento, y yo me puse a revisar más a fondo su
habitación. Paredes púrpura, posters de Nirvana (que Cobain hubiese aborrecido)
y un olor permanente a desodorante. Una montaña de ropa oscura que descansaba
sobre una silla de plástico. Una estantería metálica donde estaban ordenados un
televisor, dos guitarras, libros, y un cuadro con una fotografía de su papá y
su mamá, juntos, posando frente a la pirámide de Teotihuacán.
-¿Por qué
no? –le pregunté, y seguí analizando las paredes, pues estaban rellenas de
frases escritas con plumón o con aerosol: “El pueblo nunca calla”, “Anarquía
liberadora”, “Sin música la vida sería un error”, “Si avanzo, sígueme, si me
detengo, empújame, si retrocedo, mátame”.
-Es que
tiene un punto de vista muy cerrado. Les enseña a sus alumnos por pura teoría,
puro solfeo, pura lectura. Cuando tocan, se oyen como desanimados, con hueva.
Como si no les gustara. En serio… Yo quise aprender de oído y a ella no le gustó.
Ni modo.
-Creo que
estoy de acuerdo contigo… -le dije-. Yo tengo una pianola en mi casa…
-¿En serio?
No mames, aprovéchala…
-Sí, pero
estaba muy distraído con…
-¿Con qué?
-Mmm… Gus…
Tengo algo que decirte.
Me detuve a
pensar. ¿En verdad lo haría? ¿En verdad le diría a Gus mi mayor secreto?
-Es que no
es algo fácil –dije sin pensar-. Es algo que nadie sabe… Es que… Es que soy
especial…
-¿Eres gay?
-¿…Qué?
-Es lo que
dicen todos…
-¡No! ¡Me
gusta Vanessa!
-¿Te gusta
Vanessa? Pensé que te gustaba la tiesa…
-¡No,
pendejo! –dije, pero no pude evitar reír.
-Bueno la
verdad es que me dijeron que te gustaba un chavo…
-Pues no
insistas, que no soy gay… ¿Y si lo fuera qué?
-¿Vanessa?
¿En serio?
-Sí, pero
no era eso lo que te iba a decir, no manches…
-¿Qué era?
-No sé, ya
no quiero decir nada…
-No seas
mamón… Ya dime –dijo Gus y me pateó levemente.
-Ya, ya
cálmate pendejo… Te iba a decir que yo compongo canciones –mentí-. No mames,
qué oso…
-No seas
fresa –me dijo, y asentí.
-Ya, ya…
Pues era eso.
-Pues qué
mamada, porque todos lo hacen. Hasta los pendejos componen canciones. No mames,
yo hasta me emocioné, pensé que me ibas a decir que tenías un súper poder o una
mamada así… “Soy especial…” Qué mamada.
No supe qué
decir. Pero sí supe qué hacer.
Le arrebaté
la guitarra a Gus, me puse de espaldas, y comencé a tocar Tico Tico de Paco de Lucía.
En realidad fingí tocar las cuerdas, moviendo las manos a manera de los
guitarristas. Como Gus me veía de espaldas, no podía saber si en verdad yo deslizaba
mis dedos entre las cuerdas, sin necesidad de púa. Continué actuando durante
otros veinte segundos hasta que lentamente me volteé, y sólo así, Gus pudo
constatar, que mis manos no se hallaban ni cerca de las cuerdas, y que éstas
vibraban solas, obedeciendo a los comandos de mi memoria.
-No… no
mames –lamentó Gus, se puso de pie, y entreví en sus piernas que deseaba en
verdad salir de su habitación. Abría y cerraba los ojos, pero yo lo tranquilicé
con una sonrisa mientras Tico Tico se
aceleraba.
-Gus… Tengo
el poder de la música –confesé lo innecesario. Gus intentaba calmarse, pero le
costaba mucho trabajo.
-No pasa
nada –le dije.
-Es que no
mames… ¿Lo estás haciendo tú?
-Puedo
hacer más, ¿eh? –dije, con un dejo de superioridad del que poco después me
arrepentí. Para demostrar más mi poder, trasladé la melodía de las cuerdas de
su guitarra acústica hacia las bocinas de su computadora, dónde la canción
adquirió más poder y más instrumentos de fondo. La guitarra seguía moviendo sus
cuerdas al ritmo de la canción. Después, busqué otra posible fuente de sonido,
y la hallé en las bocinas de la televisión. La canción llegó a escucharse en
cinco fuentes distintas: el teclado de su computadora, la voz de Gus y sus pies.
Parecía que los poltergeists se
habían vuelto locos y les dio por hacer un carnaval. Gus intentaba resistirse,
pero se sintió acorralado. El sudor le resbalaba por el rostro, pero le dije
que respirara profundamente y le previne que la música no le haría ningún daño.
Yo por un momento pensé que no se asustaría ni un poco al presenciar mi poder,
pues había escuchado que era famoso por su valentía. Pero descubrí que hasta
los más valerosos se asustan al presenciar eventos extraordinarios y de tintes
sobrenaturales que son exclusivos de las películas y en los libros. A Gus le
quedó claro lo que le dije. Lo sorprendí a más no poder, y llegó a tenerme
miedo, pero al final me gané su confianza, como yo quería.
-Noé, no
mames, tú sí que podrías ser un súper héroe si te lo propusieras, ¿ah? –me dijo
Gus en otro día, mientras hablábamos más calmadamente acostados en la cama, con
las piernas levantadas y apoyadas en la pared.
-¿Tú crees?
–le pregunté.
-Sí, ¡jaja,
no mames, de veras que sí! Si te pones a pensar, podrías, no sé… Pues no sé, la
verdad no sé cómo madres podrías ayudar a la sociedad con ese pinche poder -dijo
Gus y me imaginé siendo el protagonista de un comic llamado “Melomanía”-. ¿Cuál
sería tu nombre?
-No lo sé….
¿Amadeus? –pregunté, de inmediato sonó en las bocinas de la computadora la
canción Rock me Amadeus de Falco, y nos
reímos.
-¿Y cuál
sería tu disfraz? –me preguntó Gus.
-Mmm… Pues
me gustaría usar una corbata con forma de piano –le contesté rápido porque ya
me había pasado por la cabeza aquella idea-. Un sombrero, y una metralleta con
forma de guitarra.
Ya por fin
me sentía cómodo con mi habilidad, ahora que no era el único que la conocía.
Aunque eso sí, Gus se aprovechó muchas veces de mí. A veces me llevaba a
fiestas aunque yo le insistía que no me gustaban mucho, y me proponía como DJ.
Después le dije que no quería hacerlo gratis, y que aparte tenía que aprender a
moverme como DJ, para disimular. Accedí a sus peticiones. Gus me llevaba a fiestas,
me patrocinaba y cobraba por mi espectáculo. Yo lo único que hacía era sentarme
frente a una laptop y un mezclador de audio, que se hallaban conectados a unos
colosales altavoces desperdigados por todo la casa. Chavos y chavas que
apagaban las luces para bailar más y besar mejor, mientras yo hacía mis mezclas
de los Beatles con los Backstreet Boys, y de Mozart con Britney Spears. Las
fiestas tenían su toque original. Gus me aconsejó que buscara mi propio
sobrenombre como DJ, y no tardé en responderle: Orfeo. No había vuelta de hoja.
Gus cobraba
por mí y se llevaba su diezmo de comisión. Con este dinero saqué poco a poco a
mi familia de la crisis, y mis papas me felicitaron por ello. Estaban
confundidos porque no sabían que yo tuve clases para ser DJ, y yo les decía que
era sorpresa. Mi abuela me dijo que el talento para la música lo heredé de mi
abuelo. Mientras tanto, yo le pedía a Gus que investigara todo lo que pudiera
sobre Vanessa. No le costó mucho trabajo, porque tenía contactos por todos
lados. De hecho, él y Vanessa se hicieron amigos, en una de tantas fiestas.
-Preséntamela –le ordené a Gus.
-Espera…
Primero la conozco yo para decirte si te conviene.
Eso no me
gustaba nada pero bueno. Tuve paciencia, hasta que un día, en la escuela, justo
en el salón de clases, ella misma se presento ante mí. ¡Oh, lector, si hubieses
atestiguado aquel momento, y cómo me sentía!
-Oye… ¿Tú
eres Orfeo? –me preguntó un día, mientras yo, sentado en mi pupitre, hacía una
tarea de historia. Su voz era un susurro apacible y cadencioso. Me ruboricé, porque
me daba pena escuchar en otros labios mi alias, y más en los suyos. Le dije que
sí, y me dijo que le gustaban mucho mis mezclas. Me preguntó que dónde había
tomado clases, pues ella estaba interesada en aprender. Le dije que mi papá me
enseñó, y ella a su vez me dijo que no conocía un papá más moderno. No hablamos
mucho, pero con eso me bastaba
-Oye… ¿Cuál
es tu canción favorita? –le pregunté, antes de que se fuera.
-Mmm… Creo
que Dios bendiga a los gusanos de
Fobia –dijo y se fue, llevándose un pedazo de mí.
Nos despedimos.
Durante todo aquel día no pude borrar mi sonrisa; Gus me preguntó si ya perdí
mi virginidad y le dije que eso no era necesario, que lo que perdí fue la
inocencia.
Entré a la
adolescencia. Y a pesar de que conservé la vitalidad y la curiosidad de mi
niñez, ahora el estrés implícito de ésta etapa averiaba mis impulsos e
incrementaba la intensidad de mis emociones. Ya no podía mantenerme neutral.
Cuando me sentía enojado, ya sea porque Gus me invitó a una fiesta a la cual yo
no quería ir, o mi mamá que no me dejaba
usar el automóvil ni para ir a comprar leche, me paseaba por toda la
casa y las bocinas del equipo de sonido temblaban con música de rock a todo
volumen. Mi abuela seguía creyendo que era su difunto esposo, pero esta vez se
contrarió hasta a un punto en el que creyó que los fantasmas con el paso del
tiempo rejuvenecen, y que ahora mi abuelo debía estar en la adolescencia. Ahora
le deleitaban los feroces gritos de Bruce Dickinson, o el carisma de Ozzy, o la
imponencia del Master of Puppets. Una que otra vez mi mamá encontraba rotos o
resquebrajados los vidrios de la ventana del baño, y hallaba todo fuera de
lugar; la pasta de dientes en el lugar que le corresponde a la crema bronceadora,
o el ventilador en el patio, o el plato de comida de Roy dentro del
refrigerador. Realmente había perdido control de mi poder. Ya ni siquiera era
sólo por estar enojado. Cuando estaba triste, ya sea porque encontraba a
Vanessa con un chico más atractivo que yo, o porque una desgracia barría los
escombros de las buenas apariencias y dejaba limpio el suelo de la verdadera
naturaleza humana, las bocinas de toda la casa lloraban con pasión canciones de
Lionel Richie, baladas de José José, o simplemente canciones instrumentales
capaces de aflorar en el corazón las mismas emociones que provocan las más
cruentas palabras de la poesía romántica más desgarradora. “Me debe estar
extrañando” pensó mi abuela, y me dieron unas ganas de agarrarla de los hombros
y decirle que el causante era yo, en una mezcla de reproche y dolor contra la
vida. Así fue como paulatinamente perdí la correa con la que sujetaba mi
energía musical, y a partir de ahora casi siempre que llegaba a un lugar se
infestaba de música, siempre influenciada por mi estado de ánimo. Cuando
llegaba a casa de Gus, su mamá se sobresaltaba porque las bocinas de toda la
casa contaban en canciones el amor que no podrá ser, y se asustaba más al
descubrir que los artefactos no estaban ni siquiera conectados. Se alarmó por
la presencia de fantasmas, y Gus no le reveló nada para guardar las
apariencias. Su mamá incluso acudió a una adivina para que a través del tarot
pueda comprender el por qué la locura sonora de su casa; los resultados
arrojaron que alguien moriría tarde o temprano. Después de eso le dijo que
normalmente las hormonas adolescentes influyen en los aparatos eléctricos, y le
recetó a su hijo una lavativa. No pude dejar de reírme por semanas, al ver la
cara de profunda vergüenza de Gus, y siempre me escondía su bolsa de enema.
“Vas a ver” me decía. Por consiguiente, por varios días entraba a una
habitación y lo que se escuchaba en las bocinas era música alegre y optimista.
“Tu abuelo está feliz. Me temo que me engaña con otra” me decía mi abuela.
A pesar de
lo que involuntariamente le hice, Gus aún quería ayudarme con Vanessa, y
siempre me proponía opciones. Yo le advertía que no quería asustarla con mi habilidad,
y Gus me repetía que yo estaba obligado a usarla para sorprenderla y atraer su atención.
-Ahora que
sabes cuál es su canción favorita, utilízala a tu favor –me decía
Planeé lo
que haría con anticipación, como todo lo que hago. La observaba constantemente,
sin que ella se diera cuenta. Cuando nos tocaba hacer trabajo en equipo,
siempre me ofrecí para ayudarle. Ésta época la recuerdo con cariño porque, debido
a mi condición de hacer explotar la música como si fuera combustible y yo el
fuego, la idea de una clase tranquila y silenciosa había quedado olvidada, y
nuestro salón siempre perdurará en la memoría de todos los estudiantes de esa
escuela como el salón de la música eterna, porque pasara lo que pasara, siempre
había música en las clases. Yo trataba de evitarlo pero era imposible, tan
imposible como controlar los esfínteres cuando tienes diarrea. En las clases de
matemáticas los oídos se revolcaban en un festín de acordeones franceses,
antecedidos por los comentarios de Vanessa a su amor por la música parisiense.
Todos los profesores se quejaban y pedían una explicación, pero todos los
alumnos afirmaban que sus celulares estaban apagados, y que nadie llevaba
radios a la escuela. Cuando el director se enteró, ordenó cambiar de ubicación
al grupo, pero fue inútil; en los laboratorios o en las canchas, la música se
escuchaba. Entonces prohibieron el uso de celulares, pero tuvieron que pensarlo
mejor después de que un estudiante fue incapaz de avisar a su mamá o llamar al
hospital, cuando se había caído de un árbol escondido en el bosque del colegio
al tratar de escalarlo, y había gritado auxilio durante dos horas sin recibir
ayuda. Entonces, bajo las protestas de todos los profesores, se resignaron a
dar sus clases bajo el incesante ruido del melancólico piano de Yann Tiersen o
del repertorio completo de Muse; para acabar pronto, de todas las
predilecciones auditivas de Vanessa. La única beneficiada siempre fue ella;
aunque los dueños de los celulares siempre trataban de cambiar esas canciones a
algo más afín a sus gustos, los celulares tenían independencia propia.
-¿Quién
está cantando? –preguntó uno.
-Thom Yorke
–respondió Vanessa, con satisfacción.
-En su casa
lo conocen –contestó el chico.
Me cansaba
que siempre atribuían la causa a los fantasmas. Y ésta vez no era la excepción.
Decían que los espíritus no querían estar retrasados en materia de música, e
igual surgieron los rumores de que eran los hijos perdidos de la profesora de
música. La profesora lo negó todo, pero al llegar a su casa y caer la noche no
podía dormir ni siquiera tomando pastillas contra el insomnio. Recordaba con
dolor sus tres abortos.
En poco
tiempo llegué a un plan. Concentraría todas mis fuerzas para hacer todo lo
contrario a lo que siempre hago: el silencio. Ese día desperté temprano y me
puse a meditar; vaciar mi cabeza, llenarla de aire y ligereza. Debido al
silencio inusitado, mi abuela dijo que esa mañana su esposo se despertó con
pereza, y que le está metiendo ahínco a su nueva amante. “Desgraciado” decía
ella, “hasta en la muerte me engaña”.
Cuando
entré al salón, me fue difícil reconocerlo debido a su tranquilidad inusitada,
y yo mismo me quedé atónito al descubrir que ya había olvidado lo que era el
silencio. Todos se preguntaban entre sí el rumor sobre si el director de la
escuela ya había contratado chamanes para alejar a los malos espíritus para que
estos descansen en paz y dejen estudiar a los vivos. Cuando la centenaria
profesora de matemáticas entró al salón, preguntó a nadie en particular:
-¿Me quedé
sorda?
Tan
acostumbrados estábamos todos a la música que ahora era difícil concentrarse
sin el penetrante ruido. Vanessa se sintió de alguna manera triste porque pensó
que el show había terminado. “Espera y verás” pensé, “que todo es parte del
plan”.
-Gus,
préstame tu celular. Te lo devuelvo mañana –le pedí a mi amigo, en plena clase
de física.
-¿Ah? ¿Y
ahora? Aparte de que pierdes tus habilidades, me pides por un día entero mi
celular nuevo… Mi culo no se ha olvidado de lo que le hiciste, eh –dijo Gus en
voz baja.
-No he
perdido mi poder, al contrario… Cada día me hago más fuerte. Ahora puedo crear
el silencio. Préstamelo por favor. Es por Vanessa.
Gus me lo
prestó a regañadientes. Ahora tenía que prepararme para la siguiente fase del plan.
Llegué a la conclusión de que si podía hacer brotar la música de donde sea,
también debería tener el don de inhabilitarla, de anularla. Lo practiqué
durante arduos meses, y varias veces hice que la electricidad de la casa se
desvaneciera. Lo probé en todos lados; en los supermercados, en las tiendas de
música, en la calle en sí. Un día Gus me invitó al cine, y practiqué esta nueva
habilidad ahí. Al notar que la película por la cual habían comprado un boleto
no contaba con sonido, el público exigió la devolución de su dinero, y el
gerente del cine no tuvo otro remedio que aceptar, tras intentar arreglar por
horas lo que sucedía, con sus mejores técnicos.
A la hora
de la salida, esperé a que algunos se fueran, excepto Vanessa, y reproduje en
el celular de Gus la canción favorita de Vanessa: Dios bendiga a los gusanos de Fobia. A raíz de la costumbre
musical, todos mis compañeros se habían hecho hábiles para detectar cualquier
sonido cercano y localizar su lugar exacto. Para evitar eso, desvié el sonido
(sí lector, como lo lees) hacia la puerta del salón. Todos creyeron que en el
umbral estaba el fantasma. Vanessa desde un principio sabía que no se trataba
de fantasmas, y quería averiguar de qué se trataba. Para saciar su curiosidad,
cogió su mochila de un asa y salió del salón. Sin que me viera, yo me adelanté,
y me coloqué a varios metros delante de ella. Esta vez concentré el sonido de
nuevo en el celular. Cómo me hubiese encantado volverme invisible para esto.
Pero me las tenía que arreglar con ingenio; justo cuando pensé que ella estaba
sobre mí, desviaba el sonido hacia otra parte. Ella estaba empecinada en
buscarme y yo en que me encontrara, pero no se la iba a poner fácil. Repetía y
repetía la canción, y a veces entraba a un baño para volver a salir, y ella,
valiente y decidida, entraba al baño de hombres para encontrar la fuente de su
canción favorita. Al salir, Vanessa tuvo la sensación de haber visto cosas que
no quiso ver, pero no se rindió en su búsqueda. Yo me paseaba por toda la
escuela, a veces caminaba en círculos, siempre pendiente de que no había
perdido su interés. Amplifiqué el sonido del celular por si me alejaba
demasiado. La tenía atrapada en un verdadero laberinto melódico. Después, salí
de la escuela, y me decidí a presentarme ante y ella y confesarle: Yo soy el
fantasma, soy Orfeo, el superhéroe de la música. Cuando vi que ella salió, fue
interceptada por un grupo de amigas que le preguntaban en dónde se había
metido. Fue tanto mi shock y mi desagrado que la canción de Fobia se transmutó
al coro de I hate you, de Slayer. Yo
quería al final acorralarla entre mis brazos y endulzarle los oídos con sus
melodías favoritas, para enamorarla no con mi voz sino con la voz de todos los
cantantes de música romántica de la historia. Y carajo, no pude hacerlo. Por
vez primera, uno de mis planes había fallado.
Esa noche
no pude dormir. La casa estaba atrofiada por el silencio. “Maldito seas” le
recriminaba mi abuela a su muerto esposo. Parecía que una mano se metió a mi
garganta y me arrancó la felicidad de mi cuerpo. Sólo estaba acostado en mi
cama, observando con pesimismo el techo de mi cuarto, repleto de equipos de DJ
profesionales que nunca en mi vida había tocado y mucho menos sabía manejar, e
instrumentos que jamás aprendí a tocar. Soy un mediocre, eso soy. Y creo que
eso sigo siendo, en el fondo. Lector, yo sé que siempre has pensado eso, que no
ayudo a nadie con este poder, que detrás de toda felicidad que causo, quedan
las sobras de la incertidumbre y la tristeza. La muerte de mi abuelo es una de
ellas. El trauma psicológico de Mauricio debe ser otro (aunque de este no me
arrepiento por nada). Me sentía perdido, sin personalidad propia más que la de
los artistas que cantan por mí. De repente, recibí una llamada en el celular de
Gustavo.
-¿Sí, bueno?
–pregunté al contestar.
-Noé, qué
pedo. Cómo andas
-Pues bien…
-Ajá…
-¿Qué pasó,
Gus?
-Pues, me
habló tu mamá diciéndome que no quisiste comer hoy, que sólo llegaste a tu
casa, y te encerraste en tu cuarto. ¿Es cierto?
-Ay, mi
mamá es una entrometida…
-Noé, ya
deja de decir mamadas. Y ponte a hacer las cosas. Ya, de una vez por todas,
dile lo que sientes. Si no le gustas, no pasa nada. Hay varias chicas que
conozco que quieren contigo. Aunque seas gay…
-Pero yo la
quiero a ella.
-Cómo me
gustaría que tu poder te salvé a ti en esta ocasión –dijo Gus. Siguió regañándome, pero lo demás fue redundante. Lo
que más me afectó fue aquella frase, que seguro dijo sin pensar. Cuando colgó,
yo seguía pensando en ella. Me acosté de nuevo, observando al techo, y comencé
a soñar en ella, que estábamos solos en mi habitación, ella sobre mí, unidos en
un abrazo, para dormir sin sueños.
No podía
dormir. Mis ojos estaban cerrados, el silencio y la oscuridad eran soporíferos,
pero mi mente seguía despierta, exaltada. Algo dentro de mí se movía, quería
estallar. No era rabia o algo parecido, era algo… espectacular. De repente,
sentí cómo mis brazos y mis piernas temblaban y mis cuerdas vocales también,
sin que yo lo pudiera evitar. Un vértigo que me daba nauseas, una necesidad por
expulsar una emoción volcánica, feroz y teatral. Me sentía caliente y sudoroso.
Mis piernas comenzaban a tener independencia de mi cuerpo, al igual que mi
garganta y mis pulmones. De inmediato me levanté, lancé la sábana al aire, me
puse de pie y comencé a cantar Debo
hacerlo de Juan Gabriel. Oh sí, lector, ríete lo que quieras.
-¡Necesito un buen amor! ¡Porque ya no aguanto
más! Veo la vida con dolor… ¡Quítenme esta soledad!
La luz de mi cuarto se
encendió, y comencé a bailar, sin que yo pudiera detenerme. Irónicamente
comprendí que mi poder se había apoderado de mí, valga la redundancia.
-¡Calla tu
pinche escándalo! –gritó mi mamá, adentro de su dormitorio. Yo por dentro moría de vergüenza; ¿por qué
específicamente tenía que escoger aquella ridícula canción? Y no sólo eso; mi
poder me forzaba a bailarla. Abrí la puerta con una teatralidad que mis papas
hubiesen podido apreciar, y continué cantando, como si la vida fuese un video
musical.
-Necesito que alguien… me haga compañía… ya
no quiero noches… que son de agonía…
-¡Yo tampoco, ya
cállate! –gritó mi abuela. Bajé las escaleras con cadencia, moviendo las
caderas, mientras continuaba cantando. ¡Carajo, me dirigía a la puerta
principal! Mi propio poder me obligaba a salir a la calle y hacer el ridículo
de mi vida. Aún así, ninguna de estas emociones era transmitida por mi rostro o
por mis gestos. Parecía el chico más afeminado del mundo.
-Ay que soledad… Ay que soledad…
Salí
despampanante a la calle, sólo vistiendo un pijama y usando pantuflas de
conejo. Seguía cantando la canción mientras salía al patio principal con vista
a la calle del vecindario, mientras bailaba con mi pareja invisible. Si te lo
preguntas lector, eran las nueve de la noche.
-Me ata, me araña, me muerde, me daña, me
hiere de más… Me enferma, me hunde, me quema, me mata al final… Y antes de que
acabe con mi vida debo hallar una salida inmediatamente ya, allá, allá…
Llegué a la
acera, y fui el entretenimiento de no pocas personas: una chica que hablaba en
un teléfono público, un grupo de niños que jugaba videojuegos afuera de una
tienda, dos mujeres mayores que se estaban sentadas en las afueras de su casa,
y claro, los transeúntes de toda la vida. De verdad que en ese momento quería
morir. Pero aún así, yo seguía bailando, dando giros voluptuosamente como lo
hace el intérprete de ésta canción, imitando sus movimientos. Los niños dejaron
de jugar para verme, y la chica que hablaba por teléfono interrumpió su
llamada. Mientras tanto, yo avanzaba a través de la acera, captando la atención
de todo el mundo. Comencé a agrupar mi propio público, que entre risas me
aplaudía. Seguro pensaban que era el drogado del vecindario.
-Debo hacerlo todo, con amor… Hoy esta noche
yo saldré a algún bar…
-¡A prostituirte!
–gritó un chistosito.
-Si no me escapo de ella va a acabar, con
esta fuerza de voluntad… Y me va a dejar toda el alma enferma.
Para acabar
pronto, porque bastantes… valor tengo para incluir esto en mi relato, llegué a
acabar bailando en un paso peatonal, impidiendo que ciertos autos transitaran,
aunque no fue del todo desagradable para ellos; varias personas sacaron sus
modernos celulares para aquellos tiempos y comenzaron a grabar mis acrobacias y
desmanes, ejecutando el clásico “¡Ay, Uy!” y lanzando patadas al aire, cual
parodia de Michael Jackson. No querrán saber la vergüenza en mis ojos cuando
regresé a casa, asediado de curiosos y preguntas, y con la carga de la lección
aprendida. Eso sí, uno que otro se encendió con mi pasión desbordada y cantaba
conmigo, presionando play sobre la
locura reprimida de la sociedad.
Al regresar
a casa, nadie me esperaba como yo supuse. La quietud y la oscuridad me hizo
darme cuenta que mi poder desafía el autoritarismo de la realidad y sus costumbres
que entorpecen la innata demencia del hombre: su estado natural. Si yo
realmente fuera superhéroe como quisiera Gus, Orfeo, lucharía contra las fuerzas que aplastan las necesidades
teatrales del hombre, los impulsos de salir a la calle a bailar y cantar como
yo lo hice, de permitirse el lujo de ser niños, ser adolescentes y ser adultos
en todas las etapas. Fue en ese momento, lector, cuando comprendí la utilidad
de mi poder, mi misión, lo que me corresponde hacer en el mundo. También me
sentí egoísta de haber privado a mi beneficio este poder musical, pero por lo
menos reflexioné aliviado de que aún estaba a tiempo. Regresé a mi cama con una
agenda mental de todas las nuevas propuestas que haría, tales como inundar a la
ciudad con maremotos de música, sobre todo con canciones de protesta. Sabía que
podía hacerlo, puesto que todos los días descubría una nueva variante de mi
poder, y así como puedo enamorar a las personas, puedo hacerlas rabiar. Me
sentí acobijado por mis ilusiones, y el dolor caliente que Vanessa me
provocaba, poco a poco se fue enfriando. Fue una muy dulce manera de dormir.
Nota
aparte, lector; si te lo preguntas, sí, así es, mis sueños están musicalizados.
Si son sueños pletóricos de felicidad, escuchó a Tchaikovski; si son pesadillas,
escuchó la banda sonora de Tiburón.
Al día
siguiente, en la escuela, mi salón de clases detuvo de improviso su ciclo de
música Vanissiense y comenzó con canciones de protesta pura: Bob Dylan, Sunday bloody Sunday de U2, y otras del
mismo talante. Gus, quien era el único que conocía mis trampas y señales, me
preguntó qué me ocurría, y sobre todo, si mis sentimientos por Vanessa
persistían.
-Sí, pero
no es mi razón de vivir –le dije.
Claro que
seguía enamorado de ella, pero me decidí a no desperdiciar mi habilidad en algo
tan caprichoso y volátil. Un día desperté preocupado por una posibilidad que no
podía dejar pasar: que un día, sin previo aviso, pierda mi habilidad. Era una
perspectiva fatalista, y cada vez que pienso sobre ello me embarga el miedo
como una telaraña que atrapa mis nervios. Aún así, este corazón coronado de
espinas sigue acechado por la dulzura de Vanessa, sus labios que parecen
puertas al cielo, su perfume que se me antoja excelente afrodisiaco. Mis
miradas reptaban por todas las baldosas del salón, los pupitres mal acomodados,
la carencia de estética arquitectónica, hasta llegar y ser consagrados por su
belleza. “Pero qué cursi eres” me imagino que dices, queridísimo lector, pero
dime tú si es un pecado, y hazme un favor; quema estas hojas y arde estas
palabras si tú nunca has deseado una persona al grado de inventar una nueva
poesía. Si lo vas a hacer, quema esta prosa con canciones de amor.
¿Qué si
ella se daba cuenta? Qué pregunta más necia. Vanessa siempre sospechó de mí, y
los rumores de que a mí me gustaba se acrecentaban proporcionalmente en la
cercanía de mi pupitre al suyo. Gus ya estaba cansado de mi postura, y a cada
fiesta que me llevaba, organizaba cada detalle para, o hacerme olvidar a ésta
chica, o invitarla. En ciertas ocasiones que salíamos al cine o a pasear a una
plaza, el malnacido de Gus la invitaba a ella sin que yo supiera. Claro, eso
desataba en mí los mayores temores, las mejores inseguridades. Gus compró
palomitas, y cuando decidí ponerle salsa encima, se me pasó la mano y manché
mis manos y una salpicada llegó a mi pantalón. Desde ahí, toda la noche Gus se
la pasaba burlándome y diciéndoles a todos que yo orinaba salsa. Mi venganza
fue muy simple: convertí todas sus canciones de su celular en una selección
musical de lo mejor de Disney. Vanessa se rió disimuladamente de mi desgracia,
pero rió a carcajadas cuando Gus puso a todo volumen When you wish upon a star, cuando su intención era vanagloriarse
con su música alternativa
Aquella
noche no tenía intenciones de acabar. Después de ir al cine, Gus nos llevó a
través de su automóvil (no sé de marcas de autos, lector, cuánto lo siento) por
la ciudad, en un tour de force visual
y luminoso. El automóvil circulaba en las carreteras de una colina, con vista
panorámica de la ciudad y su juego de luces. No dejábamos de bromear, y sin que
nadie se diera cuenta, yo manipulaba la música de la radio para sólo reproducir
canciones entusiastas. Hablábamos de cualquier cosa, jugábamos sin complejos,
en una extraña manera de celebrar que estábamos vivos. Hasta me dan ganas de
haberte invitado, lector, para que degustes una saboreada de mi vida cuando
está en su mejor punto. Después, Gus se detuvo en una especie de mirador, un
pequeño espacio cual estacionamiento, a un lado de la carretera. Todos salieron
del auto, excepto Gus y yo, quien me indicó que quería decirme algo. Vanessa y
los demás (prescindibles para el relato, querido lector) salieron a tomar aire…
fresco, según ellos.
-Díselo –me
dijo Gus-. Díselo ya. Para eso te traje hasta aquí. Mira que chingona vista…
-Gracias
pero no… -le dije.
-No mames.
De veras, Noé, ¿qué esperas?
-Es que…
Gus, ya encontré el verdadero propósito de mi vida. No puedo… tener una pareja.
-¿Ahora
quieres cambiar al mundo?
-No.
Quiero… musicalizarlo
-Noé, todos, pero absolutamente todos los
músicos han querido cambiar el mundo, y ninguno lo ha logrado. ¿Qué te hace
pensar que tú si lo lograras?
-Que yo no
soy un músico. Ni me estás escuchando.
Llegó un
silencio que yo mismo anticipé.
-Date el
gusto de tener una pareja ahora que eres chavo. Ya después haz lo que quieras.
-Sólo
cuando eres joven te escuchan –respondí
-Pues
entonces haz lo que tu chingada gana… -dijo y salió del auto. Me quedé solo, y
no me dieron ganas de salir con mis supuestos amigos, quienes comenzaban a
tomarse fotos. Desde mi lugar podía escuchar sus preguntas: “¿Y Noé?”, y
Gustavo les respondía: “Ahorita viene, ahorita viene”.
Mi
determinación era de piedra. Me quedé observando la ciudad de noche, recostado
en el asiento del pasajero, con mi poder compacto. Después me sacaron a la
fuerza, y aunque estaba ahí con ellos, espiritualmente no lo estaba. Todos en
aquella velada me notaban diferente, y Gus casi no me dirigía la palabra. Para
cuando nos fuimos de ahí, todos pensaron que faltó algo. No lo querían decir,
pero en realidad falté yo.
Gus dejó a todos en sus casas, lo cual no fue
inconveniente pues todos vivían cerca. Para cuando llegó a casa de Vanessa,
ésta se bajó como quien no quiere la cosa, y con delicadeza nos dijo gracias
por haberla invitado. Gus le dijo que no era nada, que a ver para cuando otra.
Cuando me besó para despedirse, sentí el fuerte impulso de apretarla contra mi
pecho tan fuerte para que aniquile mis sentimientos y me quede vacío, sin
ansías amorosas; quizás así calmé mis nervios. Pero sólo me dio el beso en la
mejilla, y a Gus también, y se bajó del auto. Cuando Gus arrancó, sólo me
pregunto si no me molestaba que fuéramos a ponerle gasolina al carro, en un
establecimiento cerca. Le dije que no, y ese fue el único intercambio de
palabras que tuvimos en ese recorrido. Llegamos a la gasolinera, pero como
siempre, Gus me dijo una cosa pero hizo otra; estacionó el auto de manera que
la tienda nos quedaba de espaldas. Salió del auto, murmurando que iba a comprar
algo, y me dejo solo con mi confusión. Esperé un rato, y me puse a silbar la
canción favorita de Vanessa. Después suspiré, y comencé a reflexionar sobre mi
vida. Pero aquello me deprimía, así que decidí contar las canciones que era
capaz de escuchar desde mi posición, ya sea en la radio de la tienda, o en los
celulares que llevaban las personas dentro de otros automóviles. ¿No lo sabías
lector? Mi oído es superior al del humano normal. Debiste haberlo intuido.
Conté estas canciones: dos niñas encerradas en la camioneta aledaña, escuchando
a OV7; The Cure en las bocinas de la tienda en la que ahora Gustavo compraba
algo; Los Tigres del Norte en los audífonos de un trabajador, y en los de otro,
Rubén Blades; Madonna en los altavoces de una casa, Natalia Lafourcade en los
de otra. Seis en total. Pero de repente, tuve el presentimiento de que había
una séptima acercándose, bastante ligera y grácil, y que no podía identificar.
Se deslizaba y parecía que me desafiaba, incitándome a pelear. Una total
ridiculez, pero así la escuchaba. Una canción muy preciosa pero también muy
débil, siempre al borde de la destrucción. Una canción muy tímida, como si se
escondiera. Una canción voluptuosa.
Mi
corazón se aceleró cual tambor prestissimo. Necesitaba saber cuál era esa
canción. Ahora o nunca. Justo cuando me disponía a salir del auto, Vanessa
abrió la puerta y se sentó en el asiento del conductor.
Ella era la
séptima canción.
La vi, con
el corazón sostenido en un bemol imposible. El silencio en mi mente era la
mejor manera de demostrar lo alterado que estaba, lo temporalmente incapacitado
que estaba para la música. Ella me vio, sonrió, y me dijo con su susurrante voz:
-Me dijo
Gus que me querías decir algo.
En ese
momento, la radio se encendió y palpitó con violines de terror, con la banda
sonora de Psicosis, específicamente
de la escena del asesinato en la ducha. Yo de inmediato golpeé la carátula de
aquella radio, moliendo a golpes cada uno de sus estúpidos botones. Caí en la
cuenta que aquella rabia sólo intensificaba más la melodía, así que me dispuse
a calmarme. Respiré hondo, como siempre hago, y la música se fue desvaneciendo.
-Eres tú
–dijo Vanessa, con una sonrisa.
Por poco y
comenzó de nuevo la música debido a que no esperaba oír aquellas palabras. Pero
después me dije que era obvio, y continué con mi respiración. Anticipé lo que
diría Vanessa a continuación: “Tú eres Orfeo, el superhéroe de la música”. Pero
lo que dijo fue:
-Tú eres el
fantasma.
Carajo.
-¡No estoy
muerto! –le dije, y ella comenzó a reír, purificando mi alma.
-¿Qué me
querías decir? –me preguntó de nuevo, pero ésta vez yo no estaba tan nervioso
al grado de evocar la banda sonora de una película de terror. Respiré hondo una
vez más, y pensé en mis palabras. No quería decirle lo obvio. Gus seguramente
organizó esto con Vanessa, y ella fingió llegar a casa para sólo caminar unas
cuantas cuadras e intervenir, sin que fuese detectada. Y Gus no regresará hasta
que ella salga, con la respuesta en los bolsillos. Así, reflexioné en lo que le
diría, porque un “me gustas” es tan insípido y tan clásico de nuestra era. Ya
me conoces lector, soy Noé, el ambicioso compositor de versos, que encuentra
belleza en donde no la hay. Lo siento. Respiré hondo, lo pensé bien, y le dije:
-Vanessa…
Tú eres mi canción favorita.
Su primera
reacción fue de perplejidad, pero después cayó en la cuenta, y con la ternura
agolpada en su rostro, me sonrío y me dijo
-Eso es lo
más bonito que me han dicho en la vida… -pero sus últimas palabras fueron
adormecidas mientras nuestros labios se acercaban y para cuando nos dimos un
beso el silencio era armonía. Pero había que ensalzar la vida con teatralidad y
cinematografía, así que decidí cumplir el sueño frustrado de media humanidad:
musicalizar una escena de amor. En las bocinas de la radio, a pesar de que
estaban dañadas, se escuchó la canción de amor favorita de Vanessa: All I Want Is You de U2. Ella a través
de sus labios sanaba mi corazón. Para este acto, Gus seguramente ya nos veía.
Yo no me di cuenta, pero Vanessa después me dijo que yo estaba temblando.
Lector, si actualmente eres soltero o sufres de desamor, no me acuses de
insensible, que yo también sufriré después. Imagina que besas a tu amor no
correspondido tal y como yo lo hice en su momento con Vanessa, imagina de fondo
tu canción de amor favorita, e incluso imagina que tu mejor amigo haya planeado
tal ocasión. Más vale soñarlo que perdérselo. Suerte que lo mío no fue un
sueño, fue una escena digna de una película.
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