viernes, 5 de octubre de 2012

Melomanía (Segunda parte)


Cuando llegó la hora de comprar mi nuevo uniforme escolar (un suéter negro y pantalones grises) y mis útiles, mis papas entendieron con temor que los días de ir al teatro se habían acabado. En otros países seguía la prosperidad, pero aquí hace mucho que concluyó, y en realidad era un bienestar falsificado. Pero en aquellos días, todos esos asuntos políticos y sociales me irritaban, me parecían iguales; ¡de verdad! No distinguía la diferencia entre los partidos políticos, no sabía reconocerlos. Nunca me interesé en leer los periódicos, ni en ver las noticias a profundidad. Aclaro esto debido al impacto que después tendrán estos conceptos más adelante. Yo sólo tenía cabeza para mi poder. Deseaba incrementarlo, pero también me hallé en esta encrucijada: ¿cómo podría desarrollar mi habilidad? ¿Practicando con frecuencia, o evitando malgastarla?  Me puse a escuchar mucha música, toda la que fuese posible; llegué a la conclusión de que la música, sólo la buena música, era mi fuente de energía. Ya, probablemente estaba equivocado. Antes de entrar a la secundaria, pensé en comprarme un reproductor portátil de canciones, o al menos uno de esos celulares capaces de guardar música; todo con tal de permanecer atado a la música durante todo el tiempo posible. Eventualmente lo hice, sobre todo para protegerme de las canciones que mis compañeros escuchaban a todo volumen con sus celulares, sobre todo en la hora de receso. 
   Mi salón estaba repleto de compañeros nuevos, personas que nunca había visto. Me sentí intimidado, y debido a mi timidez se me hacía muy difícil hacer amigos. Sólo hice amigos en la primaria porque ellos se acercaban a mí, y no al revés. Aún conservaba las cicatrices que me dejó la guardería.  Bueno, después me puse a pensar que salí de aquel lugar con éxito y seguramente siempre recordado. Me propuse hacer lo mismo en la secundaria. Una secundaria dos veces más grande que mi primaria, más boscosa, más colorida, más limpia y también más sucia.
   Primero que nada, tenía ganas de decirle a alguien lo que me pasaba. Ya me sentía cansado de no poder externar mis sentimientos o simplemente confiar en alguien para compartir los planes de mis siguientes travesuras. Yo quería a un amigo. Y dudé durante mucho tiempo si lo encontraría en el nuevo grupo donde me acababa de integrar: el 1°J. Mi nuevo salón se parecía mucho al de la primaria, con los pupitres rayados, aunque no tan desvencijados. Chicles pegados en las aspas de los ventiladores de techos, un olor perpetuo e inexplicable, que yo por alguna razón siempre asocié al sexo; un pizarrón blanco, ventanas corredizas de cristal. Afuera, los árboles, los demás edificios de salones, con sus techos azules, y debajo, las explanadas repletas de hojarascas. Observé durante una semana a mis compañeros, uno más extraño que el siguiente. Muchos de ellos estaban como yo, vistiéndose con los uniformes de sus hermanos mayores (bueno, yo no), escribiendo con bolígrafos que encontraron en algún lugar. También había chicos que sudaban dinero; es más, ni siquiera sudaban, porque siempre estaban frescos, usando ropa siempre nueva y portando audífonos modernos. Adiós a los tiempos cuando salían al mercado radios extravagantes de bolsillo. En mi inspección por encontrar a alguien interesante, hallé a una chica, muy guapa, que no le hablaba a casi nadie. Era silenciosa, y oh, era de clase alta, o al menos eso deduje al principio. Cuando no teníamos clases lo único que hacía ella era escuchar música de su discman, y sólo hablaba si le preguntaban algo. Era la única chica que utilizaba audífonos para escuchar música, como si ella si conservase el sentido de la privacidad. No era alborotadora como la mayoría, nada entrometida; era educada. Su cabello irradiaba pureza, sus ojos le ponían dulzura a todo lo que veía, y las insólitas veces que sonreía, me dejaba llevar por el acontecimiento y yo sonreía también para mis adentros. En medio de todo este ensimismamiento, varias personas se acercaron a mí, haciéndome plática sólo para resistirse al aburrimiento. Más que nada porque nuestros pupitres se hallaban cerca. Entre ellas estaba esta chica, que creo se llamaba Rebeca, y que me preguntó que por qué sonreía, y yo le dije que por nada.
   -Los que se ríen solos de sus maldades se acuerdan –dijo Rebeca y se fue.
   Si supieras.
   Averigüé su nombre: Vanessa. Permíteme aclararte, querido lector, que me tomé mi tiempo para comenzar esta frase, para poder reír a gusto. Ese nombre indigna a su verdadero, pero qué más le puedo hacer. Yo me bauticé como en verdad quise llamarme, y a ella le puse el nombre que más se parece al real. Lo que sí me parece una pena es no poder describírtela, pues toda ella era una efigie genuina de la mejor música. Observé con sigilo todos sus movimientos, sus escapes, los ademanes que pronto yo inconscientemente copié sin chistar. Después, me di cuenta que ella tenía una cultura musical comparable a la mía. Escuché algunas de sus conversaciones con su única amiga, Teresa, y le contó que muere por ver en concierto a Metallica, y que cruza los dedos para que algún día se reúnan de nuevo Mecano o Soda Stereo. Yo quería acercarme a ella, pero no tenía ni una miserable idea de cómo. ¿Cómo podía explotar mis habilidades esta vez? Necesitaba un anzuelo o algo así. Pasaba horas estudiando mi plan, sobre todo en estos momentos muertos mientras esperaba al transporte público, o sea el microbús, y luego me subía a éste para sentarme y apoyar mi codo sobre el alféizar de la ventanilla. Mientras el microbús avanzaba por las calles pintorescas y ruidosas de la colonia, mientras la gente bajaba o subía, yo me perdía en este laberinto al cual Vanessa me arrastraba, para luego escondernos en un salón vacío de la secundaria y hablar de nuestros discos favoritos, sin que el tiempo se interponga. Yo la escuchaba, claro, pero sobre todo la veía, veía su sonrisa acaramelada y bueno… también veía otras cosas.  
   En uno de estos viajes mentales, fui interrumpido por uno de esos urbanos trovadores que se suben a los microbuses y comienzan a cantar. Yo pensé “Ah, genial, justo lo que necesitaba: más romanticismo”. Porque si te subes a un microbús con una guitarra a cuestas y no cantas una canción de amor, entonces habrás roto un estereotipo. Sin embargo, cuando este chavo tocó los primeros acordes y cantó:
   -Sé que es tarde ya… para pedir perdón…
   De inmediato pensé:
   -Yo conozco a esa voz.
   Pero no lo pensé; lo dije. Él me escuchó, y luego nos vimos: era Gustavo, el chavo que se sentaba detrás de mí en el salón. Nos reímos, y él siguió cantando. No cantaba nada mal, pero donde estaba su talento era en la guitarra. Su versión de Amargo Adiós era más lenta, calmada, que se acoplaba a su guitarra acústica. Acabó la canción, y entonó otra: La planta de Caos, de nuevo en una versión más sencilla y menos efectista que la original. Fue un alivio que haya elegido cantar esas canciones, pues no estaba preparado para oír frases muy melosas y malgastadas hasta el cansancio. Me entretuve escuchándolo, a la vez que veía a los transeúntes entrar y salir de tiendas, bancos, de casas de portones sin color, y perros que cruzaban la calle como si fuesen dueños de ésta. Cuando Gustavo acabó, no pidió limosna ni dijo ninguna monserga del tipo “con unos pesitos que no les afecté a su economía…”. Más bien se pasó por el pasillo del microbús, haciéndose paso entre dos niños de primaria que cargaban sus termos, y recibió el dinero de tres pasajeros que disfrutaron su voz. Yo también pensaba darle, pero él me lo negó y se sentó a mi lado:
   -¿Y tú qué pedo? ¿Por dónde vives?
   -Pues aquí adelantito… Ya no falta mucho –dije, y como soy un acérrimo enemigo de los silencios incómodos, agregué:- No sabía que podías tocar la guitarra.
   -No pues desde morro la sé tocar… Nada del otro mundo. ¿Y tú? ¿Qué sabes tocar? Aparte de Manuela…
   -Jaja…No mucho la verdad. Pero sé que tengo talento.
   -Pues es fácil…
   -Sé que es fácil. Bueno, nos vemos –dije y me levanté, pues mi parada ya estaba muy próxima.
   -Cámara bro, nos vemos –me dijo Gus.     
   Y así fueron nuestras primeras pláticas; en el microbús, yo sentado mientras él cantaba de pie. Nos subíamos juntos, pues vivíamos cerca, sólo que Gus se quedaba más tiempo en la calle para subirse a otros microbuses a cantar, aún con el uniforme puesto. Nunca le pregunté porque lo hacía, y en realidad, jamás me llamó la atención, pues me parecía algo muy normal, un acto muy lógico de cualquier verdadero guitarrista. Poco después él me aclaró que venía cantando en los microbuses desde que tenía seis años, y que todo el dinero que ganaba lo ahorraba pues tenía pensado comprarse una camioneta.
   Siempre que él acababa su repertorio de dos canciones (nunca eran las mismas; a veces cantaba de Café Tacuba, de Rockdrigo y hasta de Marco Antonio Solís), se sentaba a mi lado, y había a veces que se le olvidaba pasar por las monedas que ciertos pasajeros querían darle. Era una ironía que hablábamos más en este trayecto que en la escuela, pues en ésta, él sólo tenía tiempo y espacio para sus viejos amigos, a los que iba a visitar en el receso, pues ellos estaban en otros salones. Amigos que cosechó en la primaria, supongo. Realmente no sé como describir a Gus. Siempre olía a sudor, y nunca entendí si su seboso cabello era lacio o rizado Se saltaba muchas clases, su letra era espantosa, y su personalidad variaba según la persona con la que esté. Con sus amigos de toda la vida, Gus era ruidoso, grosero, y siempre hacía escenas para llamar la atención. Como aquella vez que lo vi haciendo piruetas sobre la calle y casi lo atropellaban. Pero conmigo era quieto, hablaba en voz baja y cuando me explicaba cómo colocar los dedos sobre las cuerdas de la guitarra, se detenía para explicar cada detalle, cada trasfondo. Todos los días él me impartía estas veloces lecciones de guitarra en el microbús, pero yo siempre tenía que bajarme cuando él me decía los consejos más interesantes. Me fastidié y le dije que me diera clases formales de guitarra, y que le pagaría si fuese necesario. Aceptó. Por treinta pesos la hora, Gus me enseñaba todo lo que sabía de música. Ah, porque no sólo sabía tocar guitarra. También era bueno en el teclado, aunque no podía presumir de la misma pericia como con la lira.
   Sólo le pagué las primeras cinco clases; para la sexta ya no quiso aceptar mi dinero. Nos habíamos vuelto amigos. Lo cual era peculiar, pues yo no entraba en el arquetipo de sus amigos: locos, revoltosos, fumadores y filósofos. Así que me sorprendió bastante cuando me dijo:
   -¿Te digo la verdad? –Me preguntó, un día que andábamos sentados en su cama, él con su guitarra en el regazo, y yo palpando entre manos un disco de La Maldita Vecindad-. Me diste confianza luego luego… Se nota que eres un chavo muy tranquilo, que no tienes nada en contra de nadie…
   -Ya… ¿Te gusta leer? –señalé la repisa repleta de libros que se hallaba sobre su televisión. Cambié el tema de conversación, a propósito, claro está.
   -No mucho, la verdad. Esos libros son de mi hermana.
   -¿Por qué no me habías dicho que tenías hermana? –le pregunté, tras un mes de sólida amistad.
   -No sé… Está en Estados Unidos, con mi papá.
   -Y por eso sólo vives con tu mamá –dije.
   -Sí. ¿Y tú?
   -Pues con mis papás y mi abuelita.
   -¿Y ellos de qué trabajan?
   -Son maestros… No de música, como tu mamá. Son así, normales… equis… jeje.
   -Ah pues… te digo la verdad, a mí nunca me ha gustado como enseña música mi mamá –me confesó Gus. Nos callamos por un momento, y yo me puse a revisar más a fondo su habitación. Paredes púrpura, posters de Nirvana (que Cobain hubiese aborrecido) y un olor permanente a desodorante. Una montaña de ropa oscura que descansaba sobre una silla de plástico. Una estantería metálica donde estaban ordenados un televisor, dos guitarras, libros, y un cuadro con una fotografía de su papá y su mamá, juntos, posando frente a la pirámide de Teotihuacán.
   -¿Por qué no? –le pregunté, y seguí analizando las paredes, pues estaban rellenas de frases escritas con plumón o con aerosol: “El pueblo nunca calla”, “Anarquía liberadora”, “Sin música la vida sería un error”, “Si avanzo, sígueme, si me detengo, empújame, si retrocedo, mátame”.
   -Es que tiene un punto de vista muy cerrado. Les enseña a sus alumnos por pura teoría, puro solfeo, pura lectura. Cuando tocan, se oyen como desanimados, con hueva. Como si no les gustara. En serio… Yo quise aprender de oído y a ella no le gustó. Ni modo.
   -Creo que estoy de acuerdo contigo… -le dije-. Yo tengo una pianola en mi casa…
   -¿En serio? No mames, aprovéchala…
   -Sí, pero estaba muy distraído con…
   -¿Con qué?
   -Mmm… Gus… Tengo algo que decirte.
   Me detuve a pensar. ¿En verdad lo haría? ¿En verdad le diría a Gus mi mayor secreto?
   -Es que no es algo fácil –dije sin pensar-. Es algo que nadie sabe… Es que… Es que soy especial…
   -¿Eres gay?
   -¿…Qué?
   -Es lo que dicen todos…
   -¡No! ¡Me gusta Vanessa!
   -¿Te gusta Vanessa? Pensé que te gustaba la tiesa…
   -¡No, pendejo! –dije, pero no pude evitar reír.
   -Bueno la verdad es que me dijeron que te gustaba un chavo…
   -Pues no insistas, que no soy gay… ¿Y si lo fuera qué?
   -¿Vanessa? ¿En serio?
   -Sí, pero no era eso lo que te iba a decir, no manches…
   -¿Qué era?
   -No sé, ya no quiero decir nada…
   -No seas mamón… Ya dime –dijo Gus y me pateó levemente.
   -Ya, ya cálmate pendejo… Te iba a decir que yo compongo canciones –mentí-. No mames, qué oso…
   -No seas fresa –me dijo, y asentí.
   -Ya, ya… Pues era eso.
   -Pues qué mamada, porque todos lo hacen. Hasta los pendejos componen canciones. No mames, yo hasta me emocioné, pensé que me ibas a decir que tenías un súper poder o una mamada así… “Soy especial…” Qué mamada.
   No supe qué decir. Pero sí supe qué hacer.
   Le arrebaté la guitarra a Gus, me puse de espaldas, y comencé a tocar Tico Tico  de Paco de Lucía. En realidad fingí tocar las cuerdas, moviendo las manos a manera de los guitarristas. Como Gus me veía de espaldas, no podía saber si en verdad yo deslizaba mis dedos entre las cuerdas, sin necesidad de púa. Continué actuando durante otros veinte segundos hasta que lentamente me volteé, y sólo así, Gus pudo constatar, que mis manos no se hallaban ni cerca de las cuerdas, y que éstas vibraban solas, obedeciendo a los comandos de mi memoria. 
   -No… no mames –lamentó Gus, se puso de pie, y entreví en sus piernas que deseaba en verdad salir de su habitación. Abría y cerraba los ojos, pero yo lo tranquilicé con una sonrisa mientras Tico Tico se aceleraba.                        
   -Gus… Tengo el poder de la música –confesé lo innecesario. Gus intentaba calmarse, pero le costaba mucho trabajo.
   -No pasa nada –le dije.
   -Es que no mames… ¿Lo estás haciendo tú?
   -Puedo hacer más, ¿eh? –dije, con un dejo de superioridad del que poco después me arrepentí. Para demostrar más mi poder, trasladé la melodía de las cuerdas de su guitarra acústica hacia las bocinas de su computadora, dónde la canción adquirió más poder y más instrumentos de fondo. La guitarra seguía moviendo sus cuerdas al ritmo de la canción. Después, busqué otra posible fuente de sonido, y la hallé en las bocinas de la televisión. La canción llegó a escucharse en cinco fuentes distintas: el teclado de su computadora, la voz de Gus y sus pies. Parecía que los poltergeists se habían vuelto locos y les dio por hacer un carnaval. Gus intentaba resistirse, pero se sintió acorralado. El sudor le resbalaba por el rostro, pero le dije que respirara profundamente y le previne que la música no le haría ningún daño. Yo por un momento pensé que no se asustaría ni un poco al presenciar mi poder, pues había escuchado que era famoso por su valentía. Pero descubrí que hasta los más valerosos se asustan al presenciar eventos extraordinarios y de tintes sobrenaturales que son exclusivos de las películas y en los libros. A Gus le quedó claro lo que le dije. Lo sorprendí a más no poder, y llegó a tenerme miedo, pero al final me gané su confianza, como yo quería.
   -Noé, no mames, tú sí que podrías ser un súper héroe si te lo propusieras, ¿ah? –me dijo Gus en otro día, mientras hablábamos más calmadamente acostados en la cama, con las piernas levantadas y apoyadas en la pared.
   -¿Tú crees? –le pregunté.
   -Sí, ¡jaja, no mames, de veras que sí! Si te pones a pensar, podrías, no sé… Pues no sé, la verdad no sé cómo madres podrías ayudar a la sociedad con ese pinche poder -dijo Gus y me imaginé siendo el protagonista de un comic llamado “Melomanía”-. ¿Cuál sería tu nombre?
   -No lo sé…. ¿Amadeus? –pregunté, de inmediato sonó en las bocinas de la computadora la canción Rock me Amadeus de Falco, y nos reímos.
   -¿Y cuál sería tu disfraz? –me preguntó Gus.       
   -Mmm… Pues me gustaría usar una corbata con forma de piano –le contesté rápido porque ya me había pasado por la cabeza aquella idea-. Un sombrero, y una metralleta con forma de guitarra.
   Ya por fin me sentía cómodo con mi habilidad, ahora que no era el único que la conocía. Aunque eso sí, Gus se aprovechó muchas veces de mí. A veces me llevaba a fiestas aunque yo le insistía que no me gustaban mucho, y me proponía como DJ. Después le dije que no quería hacerlo gratis, y que aparte tenía que aprender a moverme como DJ, para disimular. Accedí a sus peticiones. Gus me llevaba a fiestas, me patrocinaba y cobraba por mi espectáculo. Yo lo único que hacía era sentarme frente a una laptop y un mezclador de audio, que se hallaban conectados a unos colosales altavoces desperdigados por todo la casa. Chavos y chavas que apagaban las luces para bailar más y besar mejor, mientras yo hacía mis mezclas de los Beatles con los Backstreet Boys, y de Mozart con Britney Spears. Las fiestas tenían su toque original. Gus me aconsejó que buscara mi propio sobrenombre como DJ, y no tardé en responderle: Orfeo. No había vuelta de hoja.
   Gus cobraba por mí y se llevaba su diezmo de comisión. Con este dinero saqué poco a poco a mi familia de la crisis, y mis papas me felicitaron por ello. Estaban confundidos porque no sabían que yo tuve clases para ser DJ, y yo les decía que era sorpresa. Mi abuela me dijo que el talento para la música lo heredé de mi abuelo. Mientras tanto, yo le pedía a Gus que investigara todo lo que pudiera sobre Vanessa. No le costó mucho trabajo, porque tenía contactos por todos lados. De hecho, él y Vanessa se hicieron amigos, en una de tantas fiestas.
   -Preséntamela –le ordené a Gus.
   -Espera… Primero la conozco yo para decirte si te conviene.
   Eso no me gustaba nada pero bueno. Tuve paciencia, hasta que un día, en la escuela, justo en el salón de clases, ella misma se presento ante mí. ¡Oh, lector, si hubieses atestiguado aquel momento, y cómo me sentía!
   -Oye… ¿Tú eres Orfeo? –me preguntó un día, mientras yo, sentado en mi pupitre, hacía una tarea de historia. Su voz era un susurro apacible y cadencioso. Me ruboricé, porque me daba pena escuchar en otros labios mi alias, y más en los suyos. Le dije que sí, y me dijo que le gustaban mucho mis mezclas. Me preguntó que dónde había tomado clases, pues ella estaba interesada en aprender. Le dije que mi papá me enseñó, y ella a su vez me dijo que no conocía un papá más moderno. No hablamos mucho, pero con eso me bastaba
   -Oye… ¿Cuál es tu canción favorita? –le pregunté, antes de que se fuera.
   -Mmm… Creo que Dios bendiga a los gusanos de Fobia –dijo y se fue, llevándose un pedazo de mí.  
   Nos despedimos. Durante todo aquel día no pude borrar mi sonrisa; Gus me preguntó si ya perdí mi virginidad y le dije que eso no era necesario, que lo que perdí fue la inocencia.
   Entré a la adolescencia. Y a pesar de que conservé la vitalidad y la curiosidad de mi niñez, ahora el estrés implícito de ésta etapa averiaba mis impulsos e incrementaba la intensidad de mis emociones. Ya no podía mantenerme neutral. Cuando me sentía enojado, ya sea porque Gus me invitó a una fiesta a la cual yo no quería ir, o mi mamá que no me dejaba  usar el automóvil ni para ir a comprar leche, me paseaba por toda la casa y las bocinas del equipo de sonido temblaban con música de rock a todo volumen. Mi abuela seguía creyendo que era su difunto esposo, pero esta vez se contrarió hasta a un punto en el que creyó que los fantasmas con el paso del tiempo rejuvenecen, y que ahora mi abuelo debía estar en la adolescencia. Ahora le deleitaban los feroces gritos de Bruce Dickinson, o el carisma de Ozzy, o la imponencia del Master of Puppets. Una que otra vez mi mamá encontraba rotos o resquebrajados los vidrios de la ventana del baño, y hallaba todo fuera de lugar; la pasta de dientes en el lugar que le corresponde a la crema bronceadora, o el ventilador en el patio, o el plato de comida de Roy dentro del refrigerador. Realmente había perdido control de mi poder. Ya ni siquiera era sólo por estar enojado. Cuando estaba triste, ya sea porque encontraba a Vanessa con un chico más atractivo que yo, o porque una desgracia barría los escombros de las buenas apariencias y dejaba limpio el suelo de la verdadera naturaleza humana, las bocinas de toda la casa lloraban con pasión canciones de Lionel Richie, baladas de José José, o simplemente canciones instrumentales capaces de aflorar en el corazón las mismas emociones que provocan las más cruentas palabras de la poesía romántica más desgarradora. “Me debe estar extrañando” pensó mi abuela, y me dieron unas ganas de agarrarla de los hombros y decirle que el causante era yo, en una mezcla de reproche y dolor contra la vida. Así fue como paulatinamente perdí la correa con la que sujetaba mi energía musical, y a partir de ahora casi siempre que llegaba a un lugar se infestaba de música, siempre influenciada por mi estado de ánimo. Cuando llegaba a casa de Gus, su mamá se sobresaltaba porque las bocinas de toda la casa contaban en canciones el amor que no podrá ser, y se asustaba más al descubrir que los artefactos no estaban ni siquiera conectados. Se alarmó por la presencia de fantasmas, y Gus no le reveló nada para guardar las apariencias. Su mamá incluso acudió a una adivina para que a través del tarot pueda comprender el por qué la locura sonora de su casa; los resultados arrojaron que alguien moriría tarde o temprano. Después de eso le dijo que normalmente las hormonas adolescentes influyen en los aparatos eléctricos, y le recetó a su hijo una lavativa. No pude dejar de reírme por semanas, al ver la cara de profunda vergüenza de Gus, y siempre me escondía su bolsa de enema. “Vas a ver” me decía. Por consiguiente, por varios días entraba a una habitación y lo que se escuchaba en las bocinas era música alegre y optimista. “Tu abuelo está feliz. Me temo que me engaña con otra” me decía mi abuela.
   A pesar de lo que involuntariamente le hice, Gus aún quería ayudarme con Vanessa, y siempre me proponía opciones. Yo le advertía que no quería asustarla con mi habilidad, y Gus me repetía que yo estaba obligado a usarla para sorprenderla y atraer su atención.
   -Ahora que sabes cuál es su canción favorita, utilízala a tu favor –me decía
   Planeé lo que haría con anticipación, como todo lo que hago. La observaba constantemente, sin que ella se diera cuenta. Cuando nos tocaba hacer trabajo en equipo, siempre me ofrecí para ayudarle. Ésta época la recuerdo con cariño porque, debido a mi condición de hacer explotar la música como si fuera combustible y yo el fuego, la idea de una clase tranquila y silenciosa había quedado olvidada, y nuestro salón siempre perdurará en la memoría de todos los estudiantes de esa escuela como el salón de la música eterna, porque pasara lo que pasara, siempre había música en las clases. Yo trataba de evitarlo pero era imposible, tan imposible como controlar los esfínteres cuando tienes diarrea. En las clases de matemáticas los oídos se revolcaban en un festín de acordeones franceses, antecedidos por los comentarios de Vanessa a su amor por la música parisiense. Todos los profesores se quejaban y pedían una explicación, pero todos los alumnos afirmaban que sus celulares estaban apagados, y que nadie llevaba radios a la escuela. Cuando el director se enteró, ordenó cambiar de ubicación al grupo, pero fue inútil; en los laboratorios o en las canchas, la música se escuchaba. Entonces prohibieron el uso de celulares, pero tuvieron que pensarlo mejor después de que un estudiante fue incapaz de avisar a su mamá o llamar al hospital, cuando se había caído de un árbol escondido en el bosque del colegio al tratar de escalarlo, y había gritado auxilio durante dos horas sin recibir ayuda. Entonces, bajo las protestas de todos los profesores, se resignaron a dar sus clases bajo el incesante ruido del melancólico piano de Yann Tiersen o del repertorio completo de Muse; para acabar pronto, de todas las predilecciones auditivas de Vanessa. La única beneficiada siempre fue ella; aunque los dueños de los celulares siempre trataban de cambiar esas canciones a algo más afín a sus gustos, los celulares tenían independencia propia.
   -¿Quién está cantando? –preguntó uno.
   -Thom Yorke –respondió Vanessa, con satisfacción.
   -En su casa lo conocen –contestó el chico.
   Me cansaba que siempre atribuían la causa a los fantasmas. Y ésta vez no era la excepción. Decían que los espíritus no querían estar retrasados en materia de música, e igual surgieron los rumores de que eran los hijos perdidos de la profesora de música. La profesora lo negó todo, pero al llegar a su casa y caer la noche no podía dormir ni siquiera tomando pastillas contra el insomnio. Recordaba con dolor sus tres abortos.
   En poco tiempo llegué a un plan. Concentraría todas mis fuerzas para hacer todo lo contrario a lo que siempre hago: el silencio. Ese día desperté temprano y me puse a meditar; vaciar mi cabeza, llenarla de aire y ligereza. Debido al silencio inusitado, mi abuela dijo que esa mañana su esposo se despertó con pereza, y que le está metiendo ahínco a su nueva amante. “Desgraciado” decía ella, “hasta en la muerte me engaña”.
   Cuando entré al salón, me fue difícil reconocerlo debido a su tranquilidad inusitada, y yo mismo me quedé atónito al descubrir que ya había olvidado lo que era el silencio. Todos se preguntaban entre sí el rumor sobre si el director de la escuela ya había contratado chamanes para alejar a los malos espíritus para que estos descansen en paz y dejen estudiar a los vivos. Cuando la centenaria profesora de matemáticas entró al salón, preguntó a nadie en particular:
   -¿Me quedé sorda?
   Tan acostumbrados estábamos todos a la música que ahora era difícil concentrarse sin el penetrante ruido. Vanessa se sintió de alguna manera triste porque pensó que el show había terminado. “Espera y verás” pensé, “que todo es parte del plan”.
   -Gus, préstame tu celular. Te lo devuelvo mañana –le pedí a mi amigo, en plena clase de física.
   -¿Ah? ¿Y ahora? Aparte de que pierdes tus habilidades, me pides por un día entero mi celular nuevo… Mi culo no se ha olvidado de lo que le hiciste, eh –dijo Gus en voz baja.
   -No he perdido mi poder, al contrario… Cada día me hago más fuerte. Ahora puedo crear el silencio. Préstamelo por favor. Es por Vanessa.
   Gus me lo prestó a regañadientes. Ahora tenía que prepararme para la siguiente fase del plan. Llegué a la conclusión de que si podía hacer brotar la música de donde sea, también debería tener el don de inhabilitarla, de anularla. Lo practiqué durante arduos meses, y varias veces hice que la electricidad de la casa se desvaneciera. Lo probé en todos lados; en los supermercados, en las tiendas de música, en la calle en sí. Un día Gus me invitó al cine, y practiqué esta nueva habilidad ahí. Al notar que la película por la cual habían comprado un boleto no contaba con sonido, el público exigió la devolución de su dinero, y el gerente del cine no tuvo otro remedio que aceptar, tras intentar arreglar por horas lo que sucedía, con sus mejores técnicos.
   A la hora de la salida, esperé a que algunos se fueran, excepto Vanessa, y reproduje en el celular de Gus la canción favorita de Vanessa: Dios bendiga a los gusanos de Fobia. A raíz de la costumbre musical, todos mis compañeros se habían hecho hábiles para detectar cualquier sonido cercano y localizar su lugar exacto. Para evitar eso, desvié el sonido (sí lector, como lo lees) hacia la puerta del salón. Todos creyeron que en el umbral estaba el fantasma. Vanessa desde un principio sabía que no se trataba de fantasmas, y quería averiguar de qué se trataba. Para saciar su curiosidad, cogió su mochila de un asa y salió del salón. Sin que me viera, yo me adelanté, y me coloqué a varios metros delante de ella. Esta vez concentré el sonido de nuevo en el celular. Cómo me hubiese encantado volverme invisible para esto. Pero me las tenía que arreglar con ingenio; justo cuando pensé que ella estaba sobre mí, desviaba el sonido hacia otra parte. Ella estaba empecinada en buscarme y yo en que me encontrara, pero no se la iba a poner fácil. Repetía y repetía la canción, y a veces entraba a un baño para volver a salir, y ella, valiente y decidida, entraba al baño de hombres para encontrar la fuente de su canción favorita. Al salir, Vanessa tuvo la sensación de haber visto cosas que no quiso ver, pero no se rindió en su búsqueda. Yo me paseaba por toda la escuela, a veces caminaba en círculos, siempre pendiente de que no había perdido su interés. Amplifiqué el sonido del celular por si me alejaba demasiado. La tenía atrapada en un verdadero laberinto melódico. Después, salí de la escuela, y me decidí a presentarme ante y ella y confesarle: Yo soy el fantasma, soy Orfeo, el superhéroe de la música. Cuando vi que ella salió, fue interceptada por un grupo de amigas que le preguntaban en dónde se había metido. Fue tanto mi shock y mi desagrado que la canción de Fobia se transmutó al coro de I hate you, de Slayer. Yo quería al final acorralarla entre mis brazos y endulzarle los oídos con sus melodías favoritas, para enamorarla no con mi voz sino con la voz de todos los cantantes de música romántica de la historia. Y carajo, no pude hacerlo. Por vez primera, uno de mis planes había fallado.
   Esa noche no pude dormir. La casa estaba atrofiada por el silencio. “Maldito seas” le recriminaba mi abuela a su muerto esposo. Parecía que una mano se metió a mi garganta y me arrancó la felicidad de mi cuerpo. Sólo estaba acostado en mi cama, observando con pesimismo el techo de mi cuarto, repleto de equipos de DJ profesionales que nunca en mi vida había tocado y mucho menos sabía manejar, e instrumentos que jamás aprendí a tocar. Soy un mediocre, eso soy. Y creo que eso sigo siendo, en el fondo. Lector, yo sé que siempre has pensado eso, que no ayudo a nadie con este poder, que detrás de toda felicidad que causo, quedan las sobras de la incertidumbre y la tristeza. La muerte de mi abuelo es una de ellas. El trauma psicológico de Mauricio debe ser otro (aunque de este no me arrepiento por nada). Me sentía perdido, sin personalidad propia más que la de los artistas que cantan por mí. De repente, recibí una llamada en el celular de Gustavo.
   -¿Sí, bueno? –pregunté al contestar.
   -Noé, qué pedo. Cómo andas
   -Pues bien…
   -Ajá…
   -¿Qué pasó, Gus?
   -Pues, me habló tu mamá diciéndome que no quisiste comer hoy, que sólo llegaste a tu casa, y te encerraste en tu cuarto. ¿Es cierto?
   -Ay, mi mamá es una entrometida…
   -Noé, ya deja de decir mamadas. Y ponte a hacer las cosas. Ya, de una vez por todas, dile lo que sientes. Si no le gustas, no pasa nada. Hay varias chicas que conozco que quieren contigo. Aunque seas gay…
   -Pero yo la quiero a ella.
   -Cómo me gustaría que tu poder te salvé a ti en esta ocasión –dijo Gus. Siguió  regañándome, pero lo demás fue redundante. Lo que más me afectó fue aquella frase, que seguro dijo sin pensar. Cuando colgó, yo seguía pensando en ella. Me acosté de nuevo, observando al techo, y comencé a soñar en ella, que estábamos solos en mi habitación, ella sobre mí, unidos en un abrazo, para dormir sin sueños.   
   No podía dormir. Mis ojos estaban cerrados, el silencio y la oscuridad eran soporíferos, pero mi mente seguía despierta, exaltada. Algo dentro de mí se movía, quería estallar. No era rabia o algo parecido, era algo… espectacular. De repente, sentí cómo mis brazos y mis piernas temblaban y mis cuerdas vocales también, sin que yo lo pudiera evitar. Un vértigo que me daba nauseas, una necesidad por expulsar una emoción volcánica, feroz y teatral. Me sentía caliente y sudoroso. Mis piernas comenzaban a tener independencia de mi cuerpo, al igual que mi garganta y mis pulmones. De inmediato me levanté, lancé la sábana al aire, me puse de pie y comencé a cantar Debo hacerlo de Juan Gabriel. Oh sí, lector, ríete lo que quieras.
   Necesito un buen amor! ¡Porque ya no aguanto más! Veo la vida con dolor… ¡Quítenme esta soledad!
   La luz de mi cuarto se encendió, y comencé a bailar, sin que yo pudiera detenerme. Irónicamente comprendí que mi poder se había apoderado de mí, valga la redundancia.
   -¡Calla tu pinche escándalo! –gritó mi mamá, adentro de su dormitorio.  Yo por dentro moría de vergüenza; ¿por qué específicamente tenía que escoger aquella ridícula canción? Y no sólo eso; mi poder me forzaba a bailarla. Abrí la puerta con una teatralidad que mis papas hubiesen podido apreciar, y continué cantando, como si la vida fuese un video musical.
   -Necesito que alguien… me haga compañía… ya no quiero noches… que son de agonía…
   -¡Yo tampoco, ya cállate! –gritó mi abuela. Bajé las escaleras con cadencia, moviendo las caderas, mientras continuaba cantando. ¡Carajo, me dirigía a la puerta principal! Mi propio poder me obligaba a salir a la calle y hacer el ridículo de mi vida. Aún así, ninguna de estas emociones era transmitida por mi rostro o por mis gestos. Parecía el chico más afeminado del mundo.
   -Ay que soledad… Ay que soledad…
   Salí despampanante a la calle, sólo vistiendo un pijama y usando pantuflas de conejo. Seguía cantando la canción mientras salía al patio principal con vista a la calle del vecindario, mientras bailaba con mi pareja invisible. Si te lo preguntas lector, eran las nueve de la noche.
   -Me ata, me araña, me muerde, me daña, me hiere de más… Me enferma, me hunde, me quema, me mata al final… Y antes de que acabe con mi vida debo hallar una salida inmediatamente ya, allá, allá…
   Llegué a la acera, y fui el entretenimiento de no pocas personas: una chica que hablaba en un teléfono público, un grupo de niños que jugaba videojuegos afuera de una tienda, dos mujeres mayores que se estaban sentadas en las afueras de su casa, y claro, los transeúntes de toda la vida. De verdad que en ese momento quería morir. Pero aún así, yo seguía bailando, dando giros voluptuosamente como lo hace el intérprete de ésta canción, imitando sus movimientos. Los niños dejaron de jugar para verme, y la chica que hablaba por teléfono interrumpió su llamada. Mientras tanto, yo avanzaba a través de la acera, captando la atención de todo el mundo. Comencé a agrupar mi propio público, que entre risas me aplaudía. Seguro pensaban que era el drogado del vecindario.
   -Debo hacerlo todo, con amor… Hoy esta noche yo saldré a algún bar…
   -¡A prostituirte! –gritó un chistosito.
   -Si no me escapo de ella va a acabar, con esta fuerza de voluntad… Y me va a dejar toda el alma enferma.
   Para acabar pronto, porque bastantes… valor tengo para incluir esto en mi relato, llegué a acabar bailando en un paso peatonal, impidiendo que ciertos autos transitaran, aunque no fue del todo desagradable para ellos; varias personas sacaron sus modernos celulares para aquellos tiempos y comenzaron a grabar mis acrobacias y desmanes, ejecutando el clásico “¡Ay, Uy!” y lanzando patadas al aire, cual parodia de Michael Jackson. No querrán saber la vergüenza en mis ojos cuando regresé a casa, asediado de curiosos y preguntas, y con la carga de la lección aprendida. Eso sí, uno que otro se encendió con mi pasión desbordada y cantaba conmigo, presionando play sobre la locura reprimida de la sociedad.
   Al regresar a casa, nadie me esperaba como yo supuse. La quietud y la oscuridad me hizo darme cuenta que mi poder desafía el autoritarismo de la realidad y sus costumbres que entorpecen la innata demencia del hombre: su estado natural. Si yo realmente fuera superhéroe como quisiera Gus, Orfeo, lucharía contra las fuerzas que aplastan las necesidades teatrales del hombre, los impulsos de salir a la calle a bailar y cantar como yo lo hice, de permitirse el lujo de ser niños, ser adolescentes y ser adultos en todas las etapas. Fue en ese momento, lector, cuando comprendí la utilidad de mi poder, mi misión, lo que me corresponde hacer en el mundo. También me sentí egoísta de haber privado a mi beneficio este poder musical, pero por lo menos reflexioné aliviado de que aún estaba a tiempo. Regresé a mi cama con una agenda mental de todas las nuevas propuestas que haría, tales como inundar a la ciudad con maremotos de música, sobre todo con canciones de protesta. Sabía que podía hacerlo, puesto que todos los días descubría una nueva variante de mi poder, y así como puedo enamorar a las personas, puedo hacerlas rabiar. Me sentí acobijado por mis ilusiones, y el dolor caliente que Vanessa me provocaba, poco a poco se fue enfriando. Fue una muy dulce manera de dormir.
   Nota aparte, lector; si te lo preguntas, sí, así es, mis sueños están musicalizados. Si son sueños pletóricos de felicidad, escuchó a Tchaikovski; si son pesadillas, escuchó la banda sonora de Tiburón.
   Al día siguiente, en la escuela, mi salón de clases detuvo de improviso su ciclo de música Vanissiense y comenzó con canciones de protesta pura: Bob Dylan, Sunday bloody Sunday de U2, y otras del mismo talante. Gus, quien era el único que conocía mis trampas y señales, me preguntó qué me ocurría, y sobre todo, si mis sentimientos por Vanessa persistían.
   -Sí, pero no es mi razón de vivir –le dije.
   Claro que seguía enamorado de ella, pero me decidí a no desperdiciar mi habilidad en algo tan caprichoso y volátil. Un día desperté preocupado por una posibilidad que no podía dejar pasar: que un día, sin previo aviso, pierda mi habilidad. Era una perspectiva fatalista, y cada vez que pienso sobre ello me embarga el miedo como una telaraña que atrapa mis nervios. Aún así, este corazón coronado de espinas sigue acechado por la dulzura de Vanessa, sus labios que parecen puertas al cielo, su perfume que se me antoja excelente afrodisiaco. Mis miradas reptaban por todas las baldosas del salón, los pupitres mal acomodados, la carencia de estética arquitectónica, hasta llegar y ser consagrados por su belleza. “Pero qué cursi eres” me imagino que dices, queridísimo lector, pero dime tú si es un pecado, y hazme un favor; quema estas hojas y arde estas palabras si tú nunca has deseado una persona al grado de inventar una nueva poesía. Si lo vas a hacer, quema esta prosa con canciones de amor.
   ¿Qué si ella se daba cuenta? Qué pregunta más necia. Vanessa siempre sospechó de mí, y los rumores de que a mí me gustaba se acrecentaban proporcionalmente en la cercanía de mi pupitre al suyo. Gus ya estaba cansado de mi postura, y a cada fiesta que me llevaba, organizaba cada detalle para, o hacerme olvidar a ésta chica, o invitarla. En ciertas ocasiones que salíamos al cine o a pasear a una plaza, el malnacido de Gus la invitaba a ella sin que yo supiera. Claro, eso desataba en mí los mayores temores, las mejores inseguridades. Gus compró palomitas, y cuando decidí ponerle salsa encima, se me pasó la mano y manché mis manos y una salpicada llegó a mi pantalón. Desde ahí, toda la noche Gus se la pasaba burlándome y diciéndoles a todos que yo orinaba salsa. Mi venganza fue muy simple: convertí todas sus canciones de su celular en una selección musical de lo mejor de Disney. Vanessa se rió disimuladamente de mi desgracia, pero rió a carcajadas cuando Gus puso a todo volumen When you wish upon a star, cuando su intención era vanagloriarse con su música alternativa
   Aquella noche no tenía intenciones de acabar. Después de ir al cine, Gus nos llevó a través de su automóvil (no sé de marcas de autos, lector, cuánto lo siento) por la ciudad, en un tour de force visual y luminoso. El automóvil circulaba en las carreteras de una colina, con vista panorámica de la ciudad y su juego de luces. No dejábamos de bromear, y sin que nadie se diera cuenta, yo manipulaba la música de la radio para sólo reproducir canciones entusiastas. Hablábamos de cualquier cosa, jugábamos sin complejos, en una extraña manera de celebrar que estábamos vivos. Hasta me dan ganas de haberte invitado, lector, para que degustes una saboreada de mi vida cuando está en su mejor punto. Después, Gus se detuvo en una especie de mirador, un pequeño espacio cual estacionamiento, a un lado de la carretera. Todos salieron del auto, excepto Gus y yo, quien me indicó que quería decirme algo. Vanessa y los demás (prescindibles para el relato, querido lector) salieron a tomar aire… fresco, según ellos.
   -Díselo –me dijo Gus-. Díselo ya. Para eso te traje hasta aquí. Mira que chingona vista…
   -Gracias pero no… -le dije.
   -No mames. De veras, Noé, ¿qué esperas?
   -Es que… Gus, ya encontré el verdadero propósito de mi vida. No puedo… tener una pareja.
   -¿Ahora quieres cambiar al mundo?
   -No. Quiero… musicalizarlo
    -Noé, todos, pero absolutamente todos los músicos han querido cambiar el mundo, y ninguno lo ha logrado. ¿Qué te hace pensar que tú si lo lograras?
   -Que yo no soy un músico. Ni me estás escuchando.
   Llegó un silencio que yo mismo anticipé.
   -Date el gusto de tener una pareja ahora que eres chavo. Ya después haz lo que quieras.
   -Sólo cuando eres joven te escuchan –respondí
   -Pues entonces haz lo que tu chingada gana… -dijo y salió del auto. Me quedé solo, y no me dieron ganas de salir con mis supuestos amigos, quienes comenzaban a tomarse fotos. Desde mi lugar podía escuchar sus preguntas: “¿Y Noé?”, y Gustavo les respondía: “Ahorita viene, ahorita viene”.
   Mi determinación era de piedra. Me quedé observando la ciudad de noche, recostado en el asiento del pasajero, con mi poder compacto. Después me sacaron a la fuerza, y aunque estaba ahí con ellos, espiritualmente no lo estaba. Todos en aquella velada me notaban diferente, y Gus casi no me dirigía la palabra. Para cuando nos fuimos de ahí, todos pensaron que faltó algo. No lo querían decir, pero en realidad falté yo.
   Gus dejó a todos en sus casas, lo cual no fue inconveniente pues todos vivían cerca. Para cuando llegó a casa de Vanessa, ésta se bajó como quien no quiere la cosa, y con delicadeza nos dijo gracias por haberla invitado. Gus le dijo que no era nada, que a ver para cuando otra. Cuando me besó para despedirse, sentí el fuerte impulso de apretarla contra mi pecho tan fuerte para que aniquile mis sentimientos y me quede vacío, sin ansías amorosas; quizás así calmé mis nervios. Pero sólo me dio el beso en la mejilla, y a Gus también, y se bajó del auto. Cuando Gus arrancó, sólo me pregunto si no me molestaba que fuéramos a ponerle gasolina al carro, en un establecimiento cerca. Le dije que no, y ese fue el único intercambio de palabras que tuvimos en ese recorrido. Llegamos a la gasolinera, pero como siempre, Gus me dijo una cosa pero hizo otra; estacionó el auto de manera que la tienda nos quedaba de espaldas. Salió del auto, murmurando que iba a comprar algo, y me dejo solo con mi confusión. Esperé un rato, y me puse a silbar la canción favorita de Vanessa. Después suspiré, y comencé a reflexionar sobre mi vida. Pero aquello me deprimía, así que decidí contar las canciones que era capaz de escuchar desde mi posición, ya sea en la radio de la tienda, o en los celulares que llevaban las personas dentro de otros automóviles. ¿No lo sabías lector? Mi oído es superior al del humano normal. Debiste haberlo intuido. Conté estas canciones: dos niñas encerradas en la camioneta aledaña, escuchando a OV7; The Cure en las bocinas de la tienda en la que ahora Gustavo compraba algo; Los Tigres del Norte en los audífonos de un trabajador, y en los de otro, Rubén Blades; Madonna en los altavoces de una casa, Natalia Lafourcade en los de otra. Seis en total. Pero de repente, tuve el presentimiento de que había una séptima acercándose, bastante ligera y grácil, y que no podía identificar. Se deslizaba y parecía que me desafiaba, incitándome a pelear. Una total ridiculez, pero así la escuchaba. Una canción muy preciosa pero también muy débil, siempre al borde de la destrucción. Una canción muy tímida, como si se escondiera. Una canción voluptuosa.
   Mi corazón se aceleró cual tambor prestissimo. Necesitaba saber cuál era esa canción. Ahora o nunca. Justo cuando me disponía a salir del auto, Vanessa abrió la puerta y se sentó en el asiento del conductor.
   Ella era la séptima canción.
   La vi, con el corazón sostenido en un bemol imposible. El silencio en mi mente era la mejor manera de demostrar lo alterado que estaba, lo temporalmente incapacitado que estaba para la música. Ella me vio, sonrió, y me dijo con su susurrante voz:
   -Me dijo Gus que me querías decir algo.
   En ese momento, la radio se encendió y palpitó con violines de terror, con la banda sonora de Psicosis, específicamente de la escena del asesinato en la ducha. Yo de inmediato golpeé la carátula de aquella radio, moliendo a golpes cada uno de sus estúpidos botones. Caí en la cuenta que aquella rabia sólo intensificaba más la melodía, así que me dispuse a calmarme. Respiré hondo, como siempre hago, y la música se fue desvaneciendo.
   -Eres tú –dijo Vanessa, con una sonrisa.
   Por poco y comenzó de nuevo la música debido a que no esperaba oír aquellas palabras. Pero después me dije que era obvio, y continué con mi respiración. Anticipé lo que diría Vanessa a continuación: “Tú eres Orfeo, el superhéroe de la música”. Pero lo que dijo fue:
   -Tú eres el fantasma.
   Carajo.
   -¡No estoy muerto! –le dije, y ella comenzó a reír, purificando mi alma.
   -¿Qué me querías decir? –me preguntó de nuevo, pero ésta vez yo no estaba tan nervioso al grado de evocar la banda sonora de una película de terror. Respiré hondo una vez más, y pensé en mis palabras. No quería decirle lo obvio. Gus seguramente organizó esto con Vanessa, y ella fingió llegar a casa para sólo caminar unas cuantas cuadras e intervenir, sin que fuese detectada. Y Gus no regresará hasta que ella salga, con la respuesta en los bolsillos. Así, reflexioné en lo que le diría, porque un “me gustas” es tan insípido y tan clásico de nuestra era. Ya me conoces lector, soy Noé, el ambicioso compositor de versos, que encuentra belleza en donde no la hay. Lo siento. Respiré hondo, lo pensé bien, y le dije:
   -Vanessa… Tú eres mi canción favorita.
   Su primera reacción fue de perplejidad, pero después cayó en la cuenta, y con la ternura agolpada en su rostro, me sonrío y me dijo
   -Eso es lo más bonito que me han dicho en la vida… -pero sus últimas palabras fueron adormecidas mientras nuestros labios se acercaban y para cuando nos dimos un beso el silencio era armonía. Pero había que ensalzar la vida con teatralidad y cinematografía, así que decidí cumplir el sueño frustrado de media humanidad: musicalizar una escena de amor. En las bocinas de la radio, a pesar de que estaban dañadas, se escuchó la canción de amor favorita de Vanessa: All I Want Is You de U2. Ella a través de sus labios sanaba mi corazón. Para este acto, Gus seguramente ya nos veía. Yo no me di cuenta, pero Vanessa después me dijo que yo estaba temblando. Lector, si actualmente eres soltero o sufres de desamor, no me acuses de insensible, que yo también sufriré después. Imagina que besas a tu amor no correspondido tal y como yo lo hice en su momento con Vanessa, imagina de fondo tu canción de amor favorita, e incluso imagina que tu mejor amigo haya planeado tal ocasión. Más vale soñarlo que perdérselo. Suerte que lo mío no fue un sueño, fue una escena digna de una película.

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