miércoles, 26 de septiembre de 2012

Roger, el cuento imposible.



 A Roger Zetina.


Todas las metáforas se han escrito ya. Según un reciente estudio realizado por una universidad extranjera, todas las combinaciones lingüísticas y poéticas han aterrizado, y ya no hay más símiles que desenterrar. El número de metáforas, parecido al infinito, se encuentra bien guardado en la consciencia de los escritores: han entendido que su trabajo no es ninguna novedad, que hace siglos alguien descubrió la imagen poética que ellos reclaman como original, y que ahora el trabajo de la literatura es repetir incesablemente las mismas imágenes incansables, en nuevas historias. El catálogo de metáforas, que un grupo de estudiantes noruegos ha decidido armar, representaba una amenaza para las élites literarias. Una amenaza hermenéutica, que se presentaría como un diccionario de miles y miles de páginas, con entradas enormes, y sobre todo en palabras tan gastadas como ojos, corazón, muerte, tiempo. La palabra amor tendría su propio diccionario. La filología estaba sentenciada a libertad condicional. Por suerte, el número de combinaciones argumentales seguía persistiendo infinito, o muy cercano a él. Los detalles son el salvavidas: un ligero rasgo diferencial en un personaje, otro tono de voz, otra vuelta de tuerca, y ya era otra historia. Hay un limitado número de palabras, y por ende, las metáforas se agotan.
   La literatura se redujo a un simple trabajo de albañilería: colocar los mismos bloques de distintas formas. Por suerte, nadie notará la diferencia. La vida no alcanza para leer toda la poesía. De eso viven los escritores: de la brevedad de la vida, de la mortalidad.
   A mi corta edad, ya cuento con un negocio: me dedico a escribir cuentos a pedido y a domicilio. Me hice de una fama al contarle historias diarias a los quince nietos de una abuela que era madre de todo el pueblo, y todos esos niños, algunos mayores que yo, crecieron escuchando mis historias, mis cuentos de hazañas irónicas, de rescates estúpidos, de tierras imposibles, donde la gente elige qué nombre tener, qué padres y cuál familia tener. Eran los cuentos que un niño de trece años podía crear: cuentos idiotas, donde todo podía pasar. Los niños se reunían en la sala, y yo me subía al sillón, movía las manos y daba vueltas, según la acción. A mi me bastaba con que mi público riera. Qué importaba si mi cuento trataba sobre un mundo que sufría cinco guerras mundiales a la vez, o sobre un piano que se ponía triste porque nadie lo sabía tocar. El chiste consistía en el absurdo: mientras más surrealismo, más risa. No eran tiempos para cuentos tristes; ya llegarían esos días, cuando esos niños sean adultos, y se vuelvan aficionados a llorar.
   Scheherezade no rivalizaba conmigo; después, cada niño quería su propio cuento, su cuento individual que nadie les pueda alterar. Dejé de contar historias de manera oral, y me puse a escribir. Fue difícil al principio: el papel y la pluma no me eran simpáticos, y ya nadie podía ver mis ademanes a la hora de contar cuentos. Pero me las arreglé, y cada niño obtuvo su propio cuento, tan íntimo y original, que nadie más podía leerlo más que su dueño. Mi iniciativa tuvo tanto éxito, que la abuelita también quería su propio cuento. A ella la situé en una historia donde se enamoraba de una rosa, y para matar su soledad, se dedicó a criar familias de rosas; después, un pueblo de rosas, y al final, todo un mundo. Y cada rosa tenía su propio color, sus pétalos que no se parecían a ningún otro, y sus espinas que picaban con dolores diferentes. La abuela se enamoró de su cuento, y yo de él, y de todos; porque mis cuentos eran mis rosas, y al igual que ellos, quise sembrar mi familia de cuentos, mi jardín, mi pastizal, mi mundo.
   A los quince años, yo ya sabía que la soledad era un segundo sol en el cielo que nos iluminaba a todos, pero que nadie quería nombrar. Se corrió el rumor de que yo escribía cuentos únicos, dirigidos específicamente para cada persona. Yo no pedía dinero por ellos, pero los lectores insistían en pagarme. La abuelita, por ejemplo, me pagó cien pesos. Me compré muchos cuadernos, para satisfacer la demanda. Mi mamá quería su cuento, y mi papá también, y les escribí dos cuentos, relacionados entre sí. El mismo viaje en tranvía; en un cuento, un pasajero se enamora del aroma de una mujer; en el otro, la mujer enamorada de la nariz que la olía. Logré, con ese cuento, resolver una disputa secreta de los dos, y me promovieron entre los vecinos, y colocaron un cartel afuera de la casa: “Se venden cuentos”. Después, le agregaron: “Se venden cuentos originales”.
   Sí, me volví un médico que sanaba con palabras. En poco tiempo, todos en el pueblo tenían su cuento, y el mismo pueblo tuvo el suyo: un pueblo que tenía complejos de inferioridad porque descubrió que compartía su nombre con muchos otros pueblos. Lo leían en voz alta, en todos los aniversarios. ¿Y yo? Me volví una celebridad, querido por todos, al menos superficialmente. Nadie entendía porque me gustaba escribir cuentos, pero ellos lo agradecían; otros me decían que era un embaucador, un listillo que se sentía superior porque conocía los secretos de todos. Pero yo no conocía a nadie, apenas y tuve amigos durante la secundaria y la preparatoria. Comprendí que mi facilidad para armar historias era como un muro, porque la gente se asustaba porque yo descubría sus secretos, incluso los que ellos desconocían de sí mismos. Para escribir un cuento, siempre era la misma metodología: indagar en sus miradas. Los ojos dicen todo, pero nadie sabe observarlos. Hay que envolverse en su color, acariciar la pupila, memorizar el iris. Y de ahí, directo a la cabeza. Los ojos son el mapa de la mente. Ésta última metáfora ya se ha escrito varias veces, pero por supuesto, nadie lo notará.
   En la preparatoria, todos me pedían cuentos de amor. Un chico, enfermizamente enamorado, me pidió que le escribiera un cuento a la chica que le gustaba, que lo enalteciera y lo retrate como un hombre ideal, apuesto y gallardo. Le dije que yo no funcionaba así, que no sirve si me dicen de qué debe tratar el cuento, y que la mejor forma de enamorar a una mujer es con la risa y la modestia. Le escribí un cuento a aquella chica: doté de poderes sobrenaturales a sus lágrimas, y narré sus amores de otras realidades, y su eventual encuentro con un chico, atrapado en otro cuento. Era un cuento adentro de otro cuento, que se transformó en novela, y la titulé Aurora, en respuesta, claro está, a Aura; pues yo exterminé las intenciones fantasmales y anacrónicas, y situé la historia en un lugar que contrastaba paralelamente con Donceles 815: una academia muy bien iluminada. Aquello desembocó en un amor entre el chico y la chica; ella sabía que yo escribí el cuento, pero también sabía que yo sólo fui el médium de los sentimientos del chico, y que sólo le di forma y volumen a su amor. Debido al éxito, todos corrían a mí desesperados pidiendo poemas y relatos para conquistar a sus amados y amadas; pero me aburrí pronto, pues el amor no tiene mucha imaginación, y siempre es la misma historia de un ser que conoce a otro ser, y que un algo les impide amarse en profundidad. Tonto yo, pues aún no había llegado a la conclusión de que todas las historias son de amor.
   Me convertí en un exitoso cuentista, capaz de capturar la esencia de las personas y enfrascarla para arrojarla sobre el papel, como una tinta única. Cuando entré a la universidad, me salí de casa de mis padres y me fui a rentar una para mí, más cercana a la facultad y con el mismo cartel afuera: “Se venden cuentos originales”. Abandoné papel y pluma pues me compré una computadora. Mi habitación estaba ahogada por un tsunami de hojas blancas que ya no tenían cabida. Mi casa, de sólo dos cuartos y un baño, se sentía sola. Por eso le compré un perro, que se llamaba Moby, claro está, por Moby Dick.
   Debido a las tareas universitarias, ya no tenía tanto tiempo para escribir cuentos; aclaro que mi carrera que mi carrera era Letras, así que siempre estaba escribiendo, o  cuentos que eran tareas, o cuentos que eran trabajo, y la casa se inundaba del tacataca del escribir diario, y Moby ladraba para contrarrestar la lluvia de letras. Tenía debilidad por los cuentos cortos, máximo dos o cuatro páginas, para la escuela; para el trabajo, la longitud del cuento lo definía su propietario, pero éste no lo decidiría, sino yo lo descifraría entre sus ojos. Había gente de cuentos muy cortos, ya sea dos párrafos apresurados, o una sola frase que contenía premisa, desarrollo, clímax y desenlace. Esta gente se sentía estafada, y descreía de mí. Pero había gente de cuentos largos, de cincuenta o hasta cien páginas, porque decían tanto sus ojos: novelas enteras atrapadas en la córnea, viajando entre sus lágrimas; buques y buques de palabras sobre el mar de sus ojos, historias en la piel y personajes en el alma. Esos cuentos eran novelas de extensión inconmensurable, así que yo me limitaba a escribir resúmenes de esas novelas, de esos cruceros trasatlánticos con mil personajes y millones de tramas, que navegaban el mar de un mundo que, visto de lejos, era más pequeño que un grano de arena.
   A veces, cuando me detenía a descansar, me preguntaba: ¿Y mi cuento? ¿Quién escribirá mi cuento? Acostado en mi cama, arropado por la música de una noche oscura, y acompañado de Moby, me preguntaba de qué trataría mi cuento. Me vi en un desierto, y nada más. No me veía perdido, sino más bien como si estuviese en mi lugar favorito, sin esperar a nadie, sin ojos que analizar, y sólo imaginando los míos. Cuando me veía en el espejo para observar mis ojos, me veía multiplicado millones de veces, y mi vida reproducida una y otra vez; era como si un espejo observara a otro espejo. Quizás había venido al mundo a contar las historias de otros, y renunciar a la mía, porque, ¿cuál ha sido mi vida? ¿De quién me he enamorado yo? Justo cuando me hacia estas preguntas, me entraba miedo y me dificultaba escribir. Era una pesada verdad, la de no tener derecho a una historia.
   En vacaciones, todo era trabajo. Mi vida dio una vuelta de tuerca cuando conocí a una señora, que quería una historia, no para ella, sino para su esposo muerto. Era difícil vislumbrar los ojos sólo con ayuda de la fotografía; nada me dice la complexión del cuerpo ni la forma de la cara, sólo los ojos. Me quedé un día entero observando las fotografías de aquel hombre, cuando, en un escurridizo instante, llegó Roger, el nieto de la señora.
   Era muy alto, de cabello rizado, y cuyo rostro se quedó en la niñez. No le pude ver sus ojos; cruzó la sala casi corriendo, y subió las escaleras, directo a su habitación. La señora me contó que su nieto se la pasaba encerrado leyendo libros, y había perdido las ganas de conocer personas. “Sufrió una decepción” me dijo. “¿Decepción de qué?” le pregunté. “Todas las decepciones tienen la misma causa” me dijo terminante la señora.
   Me empeñé en escribir el cuento del difunto esposo de la mujer: se trataba de un vendedor de quesadillas que todos los días colocaba su puesto afuera de su casa, y, un día en especial, no vendió ni una sola quesadilla. Era la historia de aquella tristeza, de esforzarse demasiado para resultados inútiles, de cocinar quesadillas con cariño para que nadie las comiera. No, con cariño no: con la esperanza de no sentirse inútil un día más. Moby me vio llorar mientras escribía aquel cuento, pues me identifiqué tanto con aquel hombre, y sentí remordimientos pues jamás leería su propio cuento; y de la nada apareció Roger en mi memoria, aquel chico desgarbado que acabó decepcionado del mundo exterior, y se encerraba leyendo cuentos, novelas y otros libros, pues éstos pocas veces decepcionan. Me decidí a escribirle un cuento a Roger, aunque él no me lo pidiera, y decidí como objetivo ver su mirada, y sospecho que me dirá emociones parecidas a las de su abuelo.
   Fui de nuevo a la casa de la señora; le entregué el cuento de sólo cinco hojas, y me lo pagó con libros, como habíamos acordado. Le pregunté por Roger, y me dijo que estaba arriba, en su cuarto, leyendo alguna venganza contra la humanidad. Le hice plática a la señora, con la esperanza de que en cualquier momento Roger bajara a la sala; ella me preguntó si podía leer el cuento, y yo le dije que no me gustaba estar presente mientras leían algo mío. Eventualmente, salió Roger. Bajó las escaleras, y se detuvo en el último peldaño. Nos miramos. La abuela nos presentó, y nos dimos la mano. Yo casi no podía hablar.
   Era terrible. No alcancé a distinguir historia alguna entre sus ojos, ni palabras en su retina; sólo vislumbré tristeza, pero la tristeza por sí sola no levanta historias, al contrario, las degrada. Roger se dio la vuelta y fue por un vaso de agua. Subió a su habitación. “Discúlpalo, es muy callado a veces” me dijo su abuela. Me despedí y me fui.
   En el trayecto a casa, escudriñé los ojos de Roger grabados en mi memoria, buscando algún indicio de historia, alguna señal entre sus pestañas que me indicara algo, por lo menos, el comienzo de alguna frase. Pero no lograba extraer nada, quizás porque el mismo Roger no quería que nadie le robara su propia historia, que, al final, era su propia alma abreviada y hecha palabras.
   Llegué a mi casa y me tiré a la cama. Después de mucho tiempo, por fin me dolió la soledad. Moby me movía la cola pero no le hice caso. Los ojos de Roger seguían flotando en mi mente, en mi imaginación; y comprendí, ¿cómo no lo había comprendido antes?, que sus ojos eran parecidos a los míos, pues era como ver el vacío, el abismo al fondo del precipicio. ¿Qué, acaso Roger también contaba historias? Pero algo me decía que aquello ni siquiera le interesaba, y que sus ojos eran impenetrables debido a la desilusión que le causaba…¿Que le causaba qué?
   Llegué a una conclusión. La única forma en que podría obtener la historia de Roger, es a través de la mía. Pero, ¿cuál era mi historia? Ah sí: mi historia se trataba de un chico que contaba historias. Cuentos adentro de cuentos, como un espiral. Busqué todas las copias de los cuentos que había escrito; eran casi novecientos. Elegí los mejores: el del mundo de rosas, el de Aurora, el de su abuelo y su fracaso vendiendo quesadillas, y muchos otros. Los recopilé, y formé un libro. Y se lo regalé.
   Comencé a espiarlo: encontré la preparatoria a la que iba, y yo lo seguía. Después de la universidad, salía en su búsqueda. Parecía un chico normal, que reía con sus amigos y charlaba. Pero no, a mi no me engañaba, pues sus ojos seguían siendo un enigma, un acertijo sin signos de interrogación, como una verdad inapelable. Me topé con su abuela en un mercado, y me dijo que Roger seguía igual: introvertido, quizás porque creía que no había nada que decir que no sea redundante. “Le gustaron tus cuentos” me dijo, pero nada más. No había conseguido nada.
   Sólo me quedaba una última alternativa. Pero, ¿cómo se cuenta la historia de alguien que cuenta historias? Después comprendí: sería un cuento compuesto de sólo diálogo… ¿Una carta? No, sería un cuento, y dejaría renglones en blanco donde Roger pueda escribir sus respuestas a mi diálogo. Y yo me adelantaré a sus respuestas, o al menos lo intentaría.
   Le envié mi cuento-diálogo, sin necesidad de contactar a su abuela; se lo di a una amiga suya, y le pedí que guardara el secreto.
   Quizás debo aclarar que quien dice aquellos diálogos no soy yo, sino un personaje basado en mí, pero muy diferente a mi realidad. Lo intenté hacer atractivo, sarcástico, inteligente, y todas sus palabras amargadas con ternura. Era un personaje digno de toda atención, de todo estudio literario. Ofrecía más de lo que aparentaba, quizás como el mismo Roger.
   Días después, pensé que quizás estaba cometiendo un error. ¿Y si Roger era una historia que no debía leerse? ¿Y si Roger conservaba el Cuento Final, aquel que acabaría con la originalidad, ya no se diga de las metáforas, sino de las historias en sí? Quzás haya historias que no se supone que se lean, que deben quedar encerradas bajo llave, y por eso él mismo se encierra en su cuarto, leyendo otras historias, protegiéndose de que nadie lo lea. Me llegué a sentir sucio, porque, ¿cuántas historias que escribí ni siquiera debían ser escritas? Y yo, qué descarado, ganando dinero de ello. Soy un prostituto de la literatura.
   Días después, la amiga de Roger me entregó un sobre. Me moría de nervios. Lo abrí: Roger había respondido al diálogo de mi personaje.
   Fue un diálogo acusador, sensible, de muchas interpretaciones. Primero deduje que Roger leía porque, para él, leer era recrear un mundo sustituto de este otro que todos padecemos. Se dijo a sí mismo una “mala persona”, y que, a raíz de un suceso poco noble, no podía confiar en ninguna persona del mundo, sobre todo en sí mismo.  Acabó mi propio diálogo, argumentando que ni me moleste, que no habrá nada ni nadie que lo haga volver a creer en nadie.
   “No, esto no se queda así” me dije. “Mi personaje no es alguien a quien le puedas callar la boca, Roger”. Volví a escribir más diálogos, volví a ponerle palabras a la boca de mi personaje: le recriminé a Roger todo, que quién se creía para asumirse como juez del mundo entero, para creer que todos pueden ser descritos con las mismas palabras, y que no existe la relatividad. Quise enamorarlo, pero por supuesto que yo no podía; mi personaje, hecho de tinta y palabras, quizás sí. Si Roger sólo confiaba en libros, tal vez sólo podía enamorarse del personaje de un libro, que se sintiera más vivo que muchos otros seres que si lo están.
   Lo mandé de nuevo a través de su amiga. Al día siguiente, me respondió con agradecimientos, y me di cuenta que cumplí mi cometido, quizás porque yo era muy obvio. “Es muy difícil enamorarse de alguien que no existe” escribió Roger, “pero es más fácil que enamorarse de alguien que si lo está”. Seguí enviando mis diálogos, que poco a poco, se transformaron en cartas. Rompí mi promesa de escribir sólo historias, y comencé a transcribir emociones, depositadas en mi ambicioso personaje. Roger amaba a mi personaje, lo abrazaba, frotando las páginas sobre su pecho, y me confesó todo. En una de sus tantas contestaciones, me escribió un cuento. Ese cuento relataba mi historia.
   Aquel cuento relataba la historia de un idealista que rechazaba la idea de que todas las metáforas se habían escrito ya, y se impuso la tarea de buscar la última metáfora, la imagen poética que ningún escritor, ni Shakespeare, ni Homero, ni Whitman, lograron vislumbrar. Aquel joven iluso viajó a todos los rincones, no del mundo, sino del universo, en busca de la metáfora perdida. Enojado, destruyó el catálogo online que unos noruegos crearon con todas las metáforas hechas, y concluyó, que la última metáfora se conocerá en el instante en el que uno atraviesa el umbral de la vida a la muerte. Se resignó a vivir una vida completa, con la esperanza de que, al morir, la metáfora final se le aparezca robusta e invencible.
   El maldito Roger descifró la historia de mis ojos, como yo nunca lo pude hacer. Y yo, perdido, creyendo que me encontraba en un desierto, y quizás lo mismo creía Roger de sí mismo; ¿y qué no estamos todos perdidos en uno?  “Maldita sea, Roger” le dijo mi personaje, y desesperado, le preguntó: “¿Cuál es tu historia?”. “Yo no tengo historia” respondió Roger. “O tal vez, mi historia son todas las historias”.
   Cuando comprendí las palabras de Roger, quité el cartel de “Se venden cuentos originales” de mi casa, porque era una mentira. Tras tanto análisis, comprendí que todos mis cuentos estaban conectados, y que el personaje principal en uno, era un secundario en otro. ¿No lo había dicho yo ya? “Todas las historias son de amor”. Tenían razón los que decían que yo soy un embaucador, un listillo. Le dije a Roger que si podíamos vernos, para acabar con esto de una vez por todas. Nos vimos afuera de una biblioteca, lejos de sus amigos, lejos de su vida.
   Lo vi a los ojos. Tenía razón. Sus ojos eran todos los ojos, su mirada era la misma mirada que había visto toda mi vida: la mirada de la humanidad. He estado escribiendo el mismo cuento una y otra vez, y, como yo mismo dije alguna vez, apoyado por el estudio de una universidad extranjera, las historias sólo se diferencian en los detalles, en los tonos de voz del personaje, en alguna vuelca de tuerca. La tristeza de Roger era la misma tristeza de una anciana que criaba un mundo de rosas, de un chico enamorado y no correspondido por Aurora, y del señor que no podía vender ni una sola quesadilla.  Con sus ojos, Roger me pedía ser el personaje que inventé, y no tuve objeción alguna. Volviendo a mi etapa oral, cuando declamaba mis cuentos, le conté este que ahora escribo, y le confesé que ya se había escrito, quizás una vez, quizás varias veces, siglos atrás, y que todas sus metáforas ya estaban usadas. Le di un beso en la frente, y le prometí que cuidaría su historia, que nadie jamás la leerá… Aunque ya se ha leído toda.
   -¿Y por qué nos gustará leer la misma historia una y otra vez? –preguntó Roger.
   -¿Pues cómo para qué, Roger? –le dije-. Pues para reconocernos a nosotros mismos, resignarse y pasar a la siguiente página.

Mi (promiscuo) editor.


Mi trabajo consiste en encender la mecha de la imaginación de los escritores; es un trabajo difícil, pero alguien tiene que hacerlo. Soy el equivalente de los cantantes soprano contratados para bodas o fiestas de toda índole, y que participan en coros donde la voz forma parte de un conglomerado vocal cuyo objetivo es conseguir una sola. El talento que poseo es indiscutible, pero jamás me hará destacar. Localizo ironías, oscuridades y críticas donde los escritores noveles no los suelen encontrar; sin embargo, ellos se llevan la gloria, y sus nombres aparecen en las cubiertas de sus libros. ¿A qué me dedico realmente?
   Me limito a escribir principios de novelas. Aquellas frases iniciales, definitorias, que establecen el color, el humor y la dirección de una historia. No me interesan sus desarrollos y mucho menos sus desenlaces. Sólo los comienzos me apasionan, las explosiones, los cataclismos que desencadenan todo. ¿Por qué tendrían que interesarme las secuelas? Tenemos, en la industria del entretenimiento, una malsana idea sobre el suspenso, que ha envenenado a escritores y guionistas que carecen de tacto, e implantan giros y cliffhangers en sus historias como si fueran minas. El suspenso no es otra cosa que la manía y preocupación que tenemos por averiguarlo todo, hasta el más ínfimo detalle; pero nosotros no nacimos con el derecho de saber, y me atrevería a decir que, mientras menos sepamos del universo, más felices seremos. He comprobado mi teoría al realizar una encuesta entre los fanáticos de una serie de televisión llamada Lost: al inicio de su última temporada, todos ellos se mordían las uñas por descubrir hasta los últimos secretos de los personajes, y la intriga los tenía amordazados. Cuando acabó la serie, me acerqué a ellos de nuevo. Cuál fue mi sorpresa al encontrarlos desilusionados, con indigestión, pues la verdad última de las cosas sólo provoca pesadez y el regusto de una pregunta absurda: “¿Y ahora qué?”. En conclusión, el punto final de una obra debería ser, ante todo, un acto de magia, una ilusión.
   Descubrí que podía vivir de esto cuando conocí a Monterroso. Su cuento “El dinosaurio” es en realidad el principio de una larga y épica novela. Después encontré a otros maestros de la mal llamada microficción, y que en realidad son un cúmulo de posibilidades literarias donde el lector tendrá que completar la novela entera que el autor no quiso escribir, no por perezoso, sino por precavido. Fredric Brown es otro gran ejemplo, con este magistral inicio: “The last man on Earth sat in a room. There was a knock on the door”. ¡Ay, de sólo imaginar las probabilidades narrativas, todas las novelas disponibles que pueden derivarse de aquellas dos oraciones! ¡De sólo pensarlo, me mareo!
   Comencé a escribir los míos: “El reloj decía ocho en punto en una mañana que no era tal, sino una absurda prolongación de la noche, pues no había ni un rastro de sol en el cielo”.  Tenía el defecto de ser larga, pero funcionaba muy bien como inicio de una novela de terror religioso, o de redención apocalíptica; quizás era lo mismo visto en distintos ángulos. Aquí otra: “Mi pene cayó sobre el cesto de ropa sucia, y parecía un peine de forma muy rara”. Ésta última era digna de encabezar una novela existencialista. Un último ejemplo: “No tenían nada mejor que hacer así se mataron entre sí”
   Después perfeccioné el arte de la brevedad, y me especialicé en las oraciones bimembres: “El perro cagó sobre todos los platos servidos”; “La orgía sólo acabaría hasta que el primer hombre muera”; “El extraterrestre suicida cayó sobre el carnaval de Río de Janeiro. Nadie lo vio”. Publiqué mis novelas de una frase en una revista literaria, y ahí gané prestigio. En poco tiempo, cuentistas y novelistas me pedían consejos para afinar su buen oído para la brevedad. Tuve que instalar mi propia oficina.
   Aún me encontraba lejos del “Vendo zapatos de bebé, sin usar” de Hemingway, pero ya me acercaba al “Muy confundido, leyó su propio obituario” de Steven Meretzky. Muy parecido al placer de la brevedad literaria, era el placer de la brevedad sexual: con el dinero que ganaba, culminé muchas fantasías pendientes y comparé todos mis orgasmos con aquellas explosiones narrativas, tan cegadoras como el poderío sexual. Llevaba a los hombres y a las mujeres a mi casa, leíamos cuentos y les enseñaba mi colección de lubricantes, juguetes sexuales y cremas. En mi éxtasis vital, desparramado sobre la cama, se me ocurrían las mejores microhistorias: “Vine a México. Morí”; “Todo sucedió en un desierto” y demás fugas.  
   Uno de los primeros escritores que acudió a mi oficina fue Luis Montes de Oca. Había escrito una novela demasiado ambiciosa para mi gusto, llamada “El Colegio: Volumen Uno”. No sabía con qué frase iniciarla y me mostró su baraja de frases candidatas, pero ninguna me convencía: muy artificiosas, manipuladoras y vagas. “Su problema es grave” le dije. “Gravísimo” me dijo. “Y es qué tampoco sé con qué frase acabarla”.
   (Ah, porque también me interesaban los enunciados finales, pues resultaban equivalentes a las iniciales, y liberaban una fuerza de bomba atómica, con un universo recién destruido detrás de sí, que ciertamente no me interesaba).
   -Usted es un escritor de desarrollos, que no tienen ni pies ni cabeza –le diagnostiqué-. Considérese único y también muy estúpido.
   Le pedí que me contara la sinopsis de su novela: un grupo de estudiantes que quiere iniciar una revolución en una ciudad mexicana encerrada en un muro de niebla. “Ah, un mal paso y es ridícula” le advertí. “Lo sé, lo sé” me dijo Luis, con su nerviosismo patente.
   -¿Y cuándo se enteran sus personajes de que viven atrapados en una ciudad rodeada por un muro de niebla? –pregunté.
   -A la mitad de la historia –contestó Luis.
   -¿A la mitad? Qué poca delicadeza tiene usted; el lector, asustado y traicionado, cerrará ese libro. No, no… Ya sé, caso solucionado: su frase inicial será: “Hay un muro de niebla que rodea la ciudad de Tenamitlán”.
   -¿Y ahora qué? –preguntó Luis.
   -¡Exacto! –exclamé-. “¿Y ahora qué?” será su frase final.
   Dicho y hecho; Montes de Oca me debía su buena salud literaria y yo pronto gané contactos y proveedores que me conectaban a todas las editoriales del mundo. Los escritores neófitos, acuciosos, hacían fila para verme. Muchos de ellos pedían ayuda para moldear sus personajes; yo les dije que no, pues los personajes son complejos, y por obvias razones, no me interesan. Probablemente podía ayudarlos con los diálogos introductorios de un personaje en cuestión, pero nada más.
   Pronto, las editoriales me pidieron títulos de novelas, para repartirlas al azar entre sus escritores: como semillas que florecerían y alimentarían el hambre voraz de los críticos. Me divertí como niño, y regalé estos títulos bien razonados: “Jesucristo usurpador”,  “La culpa y otros placeres” y “Instrucciones para matar a una multitud”; ésta última muy Cortazariana. Los agradecimientos me llovieron como una tormenta de favores en deuda y dedicatorias. Los críticos literarios, al enterarse de mi existencia –el gurú de los comienzos literarios, me decían-, sólo aguzaron sus críticas. Por mí, no valían nada, pues no eran contra mí.
   Me hice de una buena vida y disfruté mis favoritos placeres, en sus estados más salvajes: comida picante, sexo sin distinción de géneros, y cuentos de Borges; éstos últimos fueron mi tema para la tesis de la universidad, pues todas las frases que contenían sus cuentos funcionaban muy bien para ser frases iniciales. Y de pronto, entendí. El secreto de los genios literarios, de los artistas de la brevedad. Una verdad abominable que castigaría mi vida. Así, publiqué un reglamento de una sola norma: “Escribe todas las frases de tu novela, como si fuera la primera y la última”.
   Fue un suicidio. Los escritores noveles, como zombies, llegaban arrastrándose hasta mi oficina, y me pedían que escribiera sus novelas. Huí, como cualquiera en su sano juicio lo hubiera hecho, y desaparecí del ámbito editorial. Había cavado mi propia tumba. 
   Y es que, visto desde una fría perspectiva,  todas las oraciones, hasta las más sórdidamente simplonas, funcionaban como estratégicas y poderosas frases iniciales: “La gata murió”; “Cagué mierda”; “El teléfono sonó”; “El mundo explotó”; ¡vaya, hasta el mismo Melville sabía esta ironía y comenzó Moby Dick con una frase tan poderosa e insubstancial como “Llámenme Ismael”! ¡Mi trabajo es sólo un juego de niños!
   La ironía mayor llegó cuando Montes de Oca, agradecido, me enseñó su recopilatorio de cuentos llamado “Sueños, fantasías y otras realidades” (lo cual, comprendería después, era una burla) y me dijo que uno de esos cuentos estaba dedicado a mí.
   ¡Qué desagradable sorpresa enterarse que ese cuento era mi historia! Leí en voz alta la primera frase: “Mi trabajo consiste en encender la mecha de la imaginación de los escritores; es un trabajo difícil, pero alguien tiene que hacerlo”. Le reclamé a Montes de Oca que aquella frase inicial me molestaba porque era sentimentaloide, con una metáfora que ya era lugar común, y sobre todo, ajena a mi personalidad. ¡Yo jamás hubiera comenzado mi propia historia así!
   -¿Y con qué frase osaste acabar mi historia? –pregunté.
   -¡Con ésta! –dijo Montes de Oca sonriente y huyó.
   ¡Huyó tal y como yo lo hice! Animado por una furia ciega, cerré mi oficina y me resigné, enojado, a que aquella frase, parecida a un albur, acabase mi triste vida. Cometí todos los pecados literarios y ya era muy tarde para arrepentimientos. Como aún soy joven, me decidí a mi otro placer, y contraté a una prostituta… ¿O era prostituto? Y lo llevé a mi casa. Le enseñé mi museo de juguetes sexuales y mi repertorio de cremas.
   -¿Con cuál crema resbala mejor? –me preguntó el/la prostituto/a.
   Yo, enojado hasta la médula, entendiendo que mi vida tenía como frase inicial y final, dos frases muy pendejas, espeté:
   -¡Con ésta!

Once novelas para cambiar al mundo.


El joven escritor corre dando saltos por el puente y presume al mundo que ha logrado cambiar con la fuerza secreta de sus palabras. Escribe desde que tiene cinco años, y cinco años fueron necesarios para percatarse de que sus ideas saltan al papel y de ahí a la voluntad como una acrobacia literaria, esmerada en perseguir la mediocridad como policía del arte. A los diez años, tenía en su haber diez novelas; sueño y color eran sus temas. Dueño de ojos capaces de atravesar el acero del miedo y la falsedad, capacitado para distinguir verdad y mentira y fundirlas en una sola sentencia que desataba una crisis mental en el lector. Este, rendido, se vuelve ahora lector de sí mismo, invitado a analizarse tal y como el joven escritor se analizaba a sí mismo, y por ende, a todos. Sus padres estaban felices y le insinuaron a su hijo la idea de vender sus libros; explotarlo, en otras palabras. El joven escritor respondió: “No se preocupen, yo me exploto solo”. 
   Fue criticado y ovacionado en la secundaria. Debido a sus libros, la maestra de historia enderezó su alma y perdió su adicción al amor obsesivo, encontrando el amor en su interior; y uno de sus compañeros se rehabilitó convencido de que su potencial como artista era más poderoso de que su potencial como narcotraficante. Acomodaba sus palabras con una arquitectura similar a la música que se desplaza en terrenos baldíos del espíritu y el corazón. Este último, protagonista perenne del drama, era su mejor arma. Feliz en el desliz de escribir, inquirió el final de sus días cuando conoció a un chico y a una chica, ambos tan dispares, tan increíblemente atractivos y crueles que no tuvo otra salida más que enamorarse perdidamente de ellos. En sus años de soñador ha averiguado que la belleza se encuentra en perfecto estado en los corazones más heridos y encolerizados. El chico, ordenado y perfeccionista, y la chica, relajada y realista, ocultaban sus filosofías no porque tuviesen temor de que se conocieran, sino porque no sabían darlas a conocer. Con un mismo escrito, el joven escritor escrutó sus mentes: el chico soñaba con un mundo utópico, sin fronteras ni discriminaciones. La chica pensaba como Leibniz: este es el mejor de los mundos posibles; se necesitan cambios, sí, pero no revoluciones. Agobiado por las contradicciones de ambas ideologías, se volvió amante de los dos, y se volvió maestro del sigilo para ocultar a uno del otro.
   En poco tiempo el joven escritor se dio a la sencilla y épica tarea de cambiar al mundo sólo con palabras, ilusiones y melodía, hacer de sus novelas un buffet de metáforas y símiles; gratuitas alegorías para el pueblo. A sus dieciséis años, ya poseía en su baraja de temas todos los artilugios narrativos que la historia literaria le ha heredado, todos los temas que preocupan al ser humano: la soledad, el sexo, la muerte y la felicidad. Cansado de irse por las ramas con las clásicas y aburridas metáforas que se le cantan al viento, a la luna, a la mujer y a los besos, el joven escritor decidió implantar una poética bala en cada una de las once novelas que escribió para cambiar al mundo; un proyectil que se diferencia de los demás al no salir instantáneamente hacia su objetivo, sino de manera gradual, y una vez dentro del espacio secreto del ser humano, estallar y empujar su vida hacia la redención, utilizando un pequeño truco de magia llamado voluntad. El joven escritor estaba en problemas, pues debía promover las distintas ideologías de sus dos enamorados; los amaba demasiado para dejar que sus tesis mueran. Entonces ideó el plan perfecto: cinco novelas promoverán la paz mundial, las otras cinco novelas subían la autoestima de la humanidad argumentando que hay que cambiar, pero no de manera súbita. La onceava novela condensaría ambas ideologías en un discurso feroz que involucraba una confrontación mundial. Con el dinero conseguido por las ventas de sus libros en la secundaria, y auxiliado por su fama local, consiguió ser editado por la mejor editorial del país. El poder de reclutamiento lo tenía asegurado; persona que leía sus libros, persona que padecía una transformación de su alma. Firmó un contrato millonario; no obstante, cambió de opinión, y decidió editar sólo una copia de la onceava novela y guardarla en una caja fuerte, escondida debajo de su cama. Las otras diez novelas se publicaron una catastrófica tarde, todas con distintos seudónimos. A la semana siguiente lo habían leído mil personas, a la siguiente dos mil, y así crecía de manera exponencial hasta que llegó el día en el que todos los habitantes del país habían leído por lo menos una, dividiendo al país en dos hemisferios ideológicos que avecinaban la tormenta. Cuando las novelas se tradujeron a cuanto idioma se pueda imaginar, las repercusiones alcanzaron dimensiones globales. Era una nueva guerra fría, una era en la que el mundo se dividía en dos bloques; los revolucionarios, los reaccionarios, contra los pacíficos, los optimistas. El orden contra el caos. El joven escritor no sabía cuál era cuál.
   Sus diez seudónimos se hicieron eco, y se hizo su búsqueda para matarlo o salvarlo. Los países sufrían olas de embate emocional, los líderes se levantaban y erigían ejércitos, conglomeraciones de personas que, practicando el poder de las palabras que habían aprendido de las diez novelas, ajustaban cuentas con la realidad. Organizaban golpes de estado, liberaban presos políticos y alimentaban esperanzas. Esto era por cuenta de los revolucionarios; los pacíficos se apoderaron de la fuerza del cariño e invirtieron el poder de las palabras en frases motivacionales, confesiones de amor y cartas escritas con tinta de luz. El mundo ni siquiera pasó al borde del colapso; colapsaba y rugía la agonía que podían provocar mentes inquietas.
   El joven escritor ya no vio con buenos ojos su maquiavélico plan, y la culpa posó sobre él como la muerte posa sus pies sobre los ingenuos. Sus padres lo veían llorar, la electricidad de su prosa se debilitó, el dinero que ganaba por las ventas (que lo volvía a invertir en más ventas) le parecía prueba de su inherente maldad humana. Decidió confesar su plan ante sus dos amantes. Cada uno, mientras el mundo cambiaba, había compartido sus opiniones: el chico creía que su mundo soñado estaba lejos de conseguirse, y se acercaba más a la visión apocalíptica del mundo comunista, visto desde los ojos capitalistas. La chica creía lo mismo; opinaba que la violencia oscurecía cada intento de pacificar al mundo por medio del amor, pues ésta era más vistosa, y que los abrazos podían confundirse en intentos de acorralar. El joven escritor, pálido como el papel de sus novelas, convocó a ambos en el mismo lugar: un kiosco en un parque urbano.
   Reunidos los tres, el joven escritor reveló todo: su engaño a ambos, y su conspiración. Les confesó que no podía elegir sólo una de las dos ideologías, y dejó que el mundo eligiera por él. Pero sobre todo, reconoció que ni siquiera los satisfizo a la hora de exponer sus ideas. El chico y la chica, quienes jamás habían leído alguna de las diez novelas, no lograron comprender lo que el joven escritor quería decir; el poder de sus palabras sólo influía en su forma escrita. Desesperado, se llevó las manos a su frente, y se agachó derrotado, buscando en su alma la cura a sus dilemas.
   Y fue ahí cuando lo iluminó la epifanía, una verdad que consumaba paz y revolución y ponía a trabajar su voluntad. Con lágrimas en los ojos, se despidió de ambos y se puso a correr por la ciudad; el joven escritor corre dando saltos por el puente. Al llegar a casa, se percató que al mundo sólo le quedaban algunos minutos de fe antes de sumirse a la vorágine de la desesperanza. Cruzó la sala y al llegar a su cuarto, se lanzó hacia la caja fuerte; introdujo la combinación, y al abrir la caja, encontró la onceava novela. La abrió; sus palabras se habían vuelto plata y sus páginas espejos. Al observar la casa y al mundo de nuevo, entendió por qué poseía aquel poder literario: las paredes y los muebles estaban hechos de palabras; los edificios eran palabras, al igual que los puentes, las secundarias y las armas; el día y la noche eran símiles, los sentimientos eran metáforas. Todo se volvió blanco y negro, y cuando se observó a sí mismo, entendió que también era sólo una palabra, y que todo era moldeable, todo podía borrarse; y así lo hacía, pues sólo éramos vagas ideas de un soñador, no llegábamos ni a materia, y en el último atisbo de su existencia vislumbró al otro lado del espejo una realidad bastante parecida a ésta, y en ella, a un joven de carne y hueso: era él mismo…
  

Suspiro, y me recuesto en el asiento, contemplando la computadora. Qué suerte; menos mal que no estoy atrapado en un cuento.