miércoles, 26 de septiembre de 2012

Once novelas para cambiar al mundo.


El joven escritor corre dando saltos por el puente y presume al mundo que ha logrado cambiar con la fuerza secreta de sus palabras. Escribe desde que tiene cinco años, y cinco años fueron necesarios para percatarse de que sus ideas saltan al papel y de ahí a la voluntad como una acrobacia literaria, esmerada en perseguir la mediocridad como policía del arte. A los diez años, tenía en su haber diez novelas; sueño y color eran sus temas. Dueño de ojos capaces de atravesar el acero del miedo y la falsedad, capacitado para distinguir verdad y mentira y fundirlas en una sola sentencia que desataba una crisis mental en el lector. Este, rendido, se vuelve ahora lector de sí mismo, invitado a analizarse tal y como el joven escritor se analizaba a sí mismo, y por ende, a todos. Sus padres estaban felices y le insinuaron a su hijo la idea de vender sus libros; explotarlo, en otras palabras. El joven escritor respondió: “No se preocupen, yo me exploto solo”. 
   Fue criticado y ovacionado en la secundaria. Debido a sus libros, la maestra de historia enderezó su alma y perdió su adicción al amor obsesivo, encontrando el amor en su interior; y uno de sus compañeros se rehabilitó convencido de que su potencial como artista era más poderoso de que su potencial como narcotraficante. Acomodaba sus palabras con una arquitectura similar a la música que se desplaza en terrenos baldíos del espíritu y el corazón. Este último, protagonista perenne del drama, era su mejor arma. Feliz en el desliz de escribir, inquirió el final de sus días cuando conoció a un chico y a una chica, ambos tan dispares, tan increíblemente atractivos y crueles que no tuvo otra salida más que enamorarse perdidamente de ellos. En sus años de soñador ha averiguado que la belleza se encuentra en perfecto estado en los corazones más heridos y encolerizados. El chico, ordenado y perfeccionista, y la chica, relajada y realista, ocultaban sus filosofías no porque tuviesen temor de que se conocieran, sino porque no sabían darlas a conocer. Con un mismo escrito, el joven escritor escrutó sus mentes: el chico soñaba con un mundo utópico, sin fronteras ni discriminaciones. La chica pensaba como Leibniz: este es el mejor de los mundos posibles; se necesitan cambios, sí, pero no revoluciones. Agobiado por las contradicciones de ambas ideologías, se volvió amante de los dos, y se volvió maestro del sigilo para ocultar a uno del otro.
   En poco tiempo el joven escritor se dio a la sencilla y épica tarea de cambiar al mundo sólo con palabras, ilusiones y melodía, hacer de sus novelas un buffet de metáforas y símiles; gratuitas alegorías para el pueblo. A sus dieciséis años, ya poseía en su baraja de temas todos los artilugios narrativos que la historia literaria le ha heredado, todos los temas que preocupan al ser humano: la soledad, el sexo, la muerte y la felicidad. Cansado de irse por las ramas con las clásicas y aburridas metáforas que se le cantan al viento, a la luna, a la mujer y a los besos, el joven escritor decidió implantar una poética bala en cada una de las once novelas que escribió para cambiar al mundo; un proyectil que se diferencia de los demás al no salir instantáneamente hacia su objetivo, sino de manera gradual, y una vez dentro del espacio secreto del ser humano, estallar y empujar su vida hacia la redención, utilizando un pequeño truco de magia llamado voluntad. El joven escritor estaba en problemas, pues debía promover las distintas ideologías de sus dos enamorados; los amaba demasiado para dejar que sus tesis mueran. Entonces ideó el plan perfecto: cinco novelas promoverán la paz mundial, las otras cinco novelas subían la autoestima de la humanidad argumentando que hay que cambiar, pero no de manera súbita. La onceava novela condensaría ambas ideologías en un discurso feroz que involucraba una confrontación mundial. Con el dinero conseguido por las ventas de sus libros en la secundaria, y auxiliado por su fama local, consiguió ser editado por la mejor editorial del país. El poder de reclutamiento lo tenía asegurado; persona que leía sus libros, persona que padecía una transformación de su alma. Firmó un contrato millonario; no obstante, cambió de opinión, y decidió editar sólo una copia de la onceava novela y guardarla en una caja fuerte, escondida debajo de su cama. Las otras diez novelas se publicaron una catastrófica tarde, todas con distintos seudónimos. A la semana siguiente lo habían leído mil personas, a la siguiente dos mil, y así crecía de manera exponencial hasta que llegó el día en el que todos los habitantes del país habían leído por lo menos una, dividiendo al país en dos hemisferios ideológicos que avecinaban la tormenta. Cuando las novelas se tradujeron a cuanto idioma se pueda imaginar, las repercusiones alcanzaron dimensiones globales. Era una nueva guerra fría, una era en la que el mundo se dividía en dos bloques; los revolucionarios, los reaccionarios, contra los pacíficos, los optimistas. El orden contra el caos. El joven escritor no sabía cuál era cuál.
   Sus diez seudónimos se hicieron eco, y se hizo su búsqueda para matarlo o salvarlo. Los países sufrían olas de embate emocional, los líderes se levantaban y erigían ejércitos, conglomeraciones de personas que, practicando el poder de las palabras que habían aprendido de las diez novelas, ajustaban cuentas con la realidad. Organizaban golpes de estado, liberaban presos políticos y alimentaban esperanzas. Esto era por cuenta de los revolucionarios; los pacíficos se apoderaron de la fuerza del cariño e invirtieron el poder de las palabras en frases motivacionales, confesiones de amor y cartas escritas con tinta de luz. El mundo ni siquiera pasó al borde del colapso; colapsaba y rugía la agonía que podían provocar mentes inquietas.
   El joven escritor ya no vio con buenos ojos su maquiavélico plan, y la culpa posó sobre él como la muerte posa sus pies sobre los ingenuos. Sus padres lo veían llorar, la electricidad de su prosa se debilitó, el dinero que ganaba por las ventas (que lo volvía a invertir en más ventas) le parecía prueba de su inherente maldad humana. Decidió confesar su plan ante sus dos amantes. Cada uno, mientras el mundo cambiaba, había compartido sus opiniones: el chico creía que su mundo soñado estaba lejos de conseguirse, y se acercaba más a la visión apocalíptica del mundo comunista, visto desde los ojos capitalistas. La chica creía lo mismo; opinaba que la violencia oscurecía cada intento de pacificar al mundo por medio del amor, pues ésta era más vistosa, y que los abrazos podían confundirse en intentos de acorralar. El joven escritor, pálido como el papel de sus novelas, convocó a ambos en el mismo lugar: un kiosco en un parque urbano.
   Reunidos los tres, el joven escritor reveló todo: su engaño a ambos, y su conspiración. Les confesó que no podía elegir sólo una de las dos ideologías, y dejó que el mundo eligiera por él. Pero sobre todo, reconoció que ni siquiera los satisfizo a la hora de exponer sus ideas. El chico y la chica, quienes jamás habían leído alguna de las diez novelas, no lograron comprender lo que el joven escritor quería decir; el poder de sus palabras sólo influía en su forma escrita. Desesperado, se llevó las manos a su frente, y se agachó derrotado, buscando en su alma la cura a sus dilemas.
   Y fue ahí cuando lo iluminó la epifanía, una verdad que consumaba paz y revolución y ponía a trabajar su voluntad. Con lágrimas en los ojos, se despidió de ambos y se puso a correr por la ciudad; el joven escritor corre dando saltos por el puente. Al llegar a casa, se percató que al mundo sólo le quedaban algunos minutos de fe antes de sumirse a la vorágine de la desesperanza. Cruzó la sala y al llegar a su cuarto, se lanzó hacia la caja fuerte; introdujo la combinación, y al abrir la caja, encontró la onceava novela. La abrió; sus palabras se habían vuelto plata y sus páginas espejos. Al observar la casa y al mundo de nuevo, entendió por qué poseía aquel poder literario: las paredes y los muebles estaban hechos de palabras; los edificios eran palabras, al igual que los puentes, las secundarias y las armas; el día y la noche eran símiles, los sentimientos eran metáforas. Todo se volvió blanco y negro, y cuando se observó a sí mismo, entendió que también era sólo una palabra, y que todo era moldeable, todo podía borrarse; y así lo hacía, pues sólo éramos vagas ideas de un soñador, no llegábamos ni a materia, y en el último atisbo de su existencia vislumbró al otro lado del espejo una realidad bastante parecida a ésta, y en ella, a un joven de carne y hueso: era él mismo…
  

Suspiro, y me recuesto en el asiento, contemplando la computadora. Qué suerte; menos mal que no estoy atrapado en un cuento.

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