El joven escritor
corre dando saltos por el puente y presume al mundo que ha logrado cambiar con
la fuerza secreta de sus palabras. Escribe desde que tiene cinco años, y cinco
años fueron necesarios para percatarse de que sus ideas saltan al papel y de
ahí a la voluntad como una acrobacia literaria, esmerada en perseguir la
mediocridad como policía del arte. A los diez años, tenía en su haber diez
novelas; sueño y color eran sus temas. Dueño de ojos capaces de atravesar el
acero del miedo y la falsedad, capacitado para distinguir verdad y mentira y
fundirlas en una sola sentencia que desataba una crisis mental en el lector.
Este, rendido, se vuelve ahora lector de sí mismo, invitado a analizarse tal y
como el joven escritor se analizaba a sí mismo, y por ende, a todos. Sus padres
estaban felices y le insinuaron a su hijo la idea de vender sus libros;
explotarlo, en otras palabras. El joven escritor respondió: “No se preocupen,
yo me exploto solo”.
Fue criticado y ovacionado en la secundaria.
Debido a sus libros, la maestra de historia enderezó su alma y perdió su adicción
al amor obsesivo, encontrando el amor en su interior; y uno de sus compañeros
se rehabilitó convencido de que su potencial como artista era más poderoso de
que su potencial como narcotraficante. Acomodaba sus palabras con una
arquitectura similar a la música que se desplaza en terrenos baldíos del
espíritu y el corazón. Este último, protagonista perenne del drama, era su
mejor arma. Feliz en el desliz de escribir, inquirió el final de sus días
cuando conoció a un chico y a una chica, ambos tan dispares, tan increíblemente
atractivos y crueles que no tuvo otra salida más que enamorarse perdidamente de
ellos. En sus años de soñador ha averiguado que la belleza se encuentra en
perfecto estado en los corazones más heridos y encolerizados. El chico, ordenado
y perfeccionista, y la chica, relajada y realista, ocultaban sus filosofías no
porque tuviesen temor de que se conocieran, sino porque no sabían darlas a
conocer. Con un mismo escrito, el joven escritor escrutó sus mentes: el chico
soñaba con un mundo utópico, sin fronteras ni discriminaciones. La chica
pensaba como Leibniz: este es el mejor de los mundos posibles; se necesitan
cambios, sí, pero no revoluciones. Agobiado por las contradicciones de ambas
ideologías, se volvió amante de los dos, y se volvió maestro del sigilo para
ocultar a uno del otro.
En poco tiempo el joven escritor se dio a la
sencilla y épica tarea de cambiar al mundo sólo con palabras, ilusiones y
melodía, hacer de sus novelas un buffet de metáforas y símiles; gratuitas
alegorías para el pueblo. A sus dieciséis años, ya poseía en su baraja de temas
todos los artilugios narrativos que la historia literaria le ha heredado, todos
los temas que preocupan al ser humano: la soledad, el sexo, la muerte y la
felicidad. Cansado de irse por las ramas con las clásicas y aburridas metáforas
que se le cantan al viento, a la luna, a la mujer y a los besos, el joven
escritor decidió implantar una poética bala en cada una de las once novelas que
escribió para cambiar al mundo; un proyectil que se diferencia de los demás al
no salir instantáneamente hacia su objetivo, sino de manera gradual, y una vez
dentro del espacio secreto del ser humano, estallar y empujar su vida hacia la
redención, utilizando un pequeño truco de magia llamado voluntad. El joven
escritor estaba en problemas, pues debía promover las distintas ideologías de
sus dos enamorados; los amaba demasiado para dejar que sus tesis mueran.
Entonces ideó el plan perfecto: cinco novelas promoverán la paz mundial, las
otras cinco novelas subían la autoestima de la humanidad argumentando que hay
que cambiar, pero no de manera súbita. La onceava novela condensaría ambas
ideologías en un discurso feroz que involucraba una confrontación mundial. Con
el dinero conseguido por las ventas de sus libros en la secundaria, y auxiliado
por su fama local, consiguió ser editado por la mejor editorial del país. El
poder de reclutamiento lo tenía asegurado; persona que leía sus libros, persona
que padecía una transformación de su alma. Firmó un contrato millonario; no
obstante, cambió de opinión, y decidió editar sólo una copia de la onceava
novela y guardarla en una caja fuerte, escondida debajo de su cama. Las otras
diez novelas se publicaron una catastrófica tarde, todas con distintos
seudónimos. A la semana siguiente lo habían leído mil personas, a la siguiente
dos mil, y así crecía de manera exponencial hasta que llegó el día en el que
todos los habitantes del país habían leído por lo menos una, dividiendo al país
en dos hemisferios ideológicos que avecinaban la tormenta. Cuando las novelas
se tradujeron a cuanto idioma se pueda imaginar, las repercusiones alcanzaron
dimensiones globales. Era una nueva guerra fría, una era en la que el mundo se
dividía en dos bloques; los revolucionarios, los reaccionarios, contra los
pacíficos, los optimistas. El orden contra el caos. El joven escritor no sabía
cuál era cuál.
Sus diez seudónimos se hicieron eco, y se
hizo su búsqueda para matarlo o salvarlo. Los países sufrían olas de embate
emocional, los líderes se levantaban y erigían ejércitos, conglomeraciones de
personas que, practicando el poder de las palabras que habían aprendido de las
diez novelas, ajustaban cuentas con la realidad. Organizaban golpes de estado,
liberaban presos políticos y alimentaban esperanzas. Esto era por cuenta de los
revolucionarios; los pacíficos se apoderaron de la fuerza del cariño e
invirtieron el poder de las palabras en frases motivacionales, confesiones de
amor y cartas escritas con tinta de luz. El mundo ni siquiera pasó al borde del
colapso; colapsaba y rugía la agonía que podían provocar mentes inquietas.
El joven escritor ya no vio con buenos ojos
su maquiavélico plan, y la culpa posó sobre él como la muerte posa sus pies
sobre los ingenuos. Sus padres lo veían llorar, la electricidad de su prosa se
debilitó, el dinero que ganaba por las ventas (que lo volvía a invertir en más
ventas) le parecía prueba de su inherente maldad humana. Decidió confesar su
plan ante sus dos amantes. Cada uno, mientras el mundo cambiaba, había
compartido sus opiniones: el chico creía que su mundo soñado estaba lejos de
conseguirse, y se acercaba más a la visión apocalíptica del mundo comunista,
visto desde los ojos capitalistas. La chica creía lo mismo; opinaba que la violencia
oscurecía cada intento de pacificar al mundo por medio del amor, pues ésta era
más vistosa, y que los abrazos podían confundirse en intentos de acorralar. El
joven escritor, pálido como el papel de sus novelas, convocó a ambos en el
mismo lugar: un kiosco en un parque urbano.
Reunidos los tres, el joven escritor reveló
todo: su engaño a ambos, y su conspiración. Les confesó que no podía elegir
sólo una de las dos ideologías, y dejó que el mundo eligiera por él. Pero sobre
todo, reconoció que ni siquiera los satisfizo a la hora de exponer sus ideas.
El chico y la chica, quienes jamás habían leído alguna de las diez novelas, no
lograron comprender lo que el joven escritor quería decir; el poder de sus
palabras sólo influía en su forma escrita. Desesperado, se llevó las manos a su
frente, y se agachó derrotado, buscando en su alma la cura a sus dilemas.
Y fue ahí cuando lo iluminó la epifanía, una
verdad que consumaba paz y revolución y ponía a trabajar su voluntad. Con
lágrimas en los ojos, se despidió de ambos y se puso a correr por la ciudad; el
joven escritor corre dando saltos por el puente. Al llegar a casa, se percató
que al mundo sólo le quedaban algunos minutos de fe antes de sumirse a la
vorágine de la desesperanza. Cruzó la sala y al llegar a su cuarto, se lanzó
hacia la caja fuerte; introdujo la combinación, y al abrir la caja, encontró la
onceava novela. La abrió; sus palabras se habían vuelto plata y sus páginas
espejos. Al observar la casa y al mundo de nuevo, entendió por qué poseía aquel
poder literario: las paredes y los muebles estaban hechos de palabras; los
edificios eran palabras, al igual que los puentes, las secundarias y las armas;
el día y la noche eran símiles, los sentimientos eran metáforas. Todo se volvió
blanco y negro, y cuando se observó a sí mismo, entendió que también era sólo
una palabra, y que todo era moldeable, todo podía borrarse; y así lo hacía,
pues sólo éramos vagas ideas de un soñador, no llegábamos ni a materia, y en el
último atisbo de su existencia vislumbró al otro lado del espejo una realidad
bastante parecida a ésta, y en ella, a un joven de carne y hueso: era él mismo…
Suspiro, y me recuesto
en el asiento, contemplando la computadora. Qué suerte; menos mal que no estoy
atrapado en un cuento.
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