viernes, 16 de mayo de 2014

El contrapunto del carnaval y el saudade en el Lamento de María La Parda

Probablemente la obra de Gil Vicente más desconocida se trate del Lamento de María la Parda. Sus trabajos más conocidos son sus obras de teatro, ya sea escritas en español o en portugués. Es considerado el padre del teatro portugués, y en parte, también del teatro español, aunque en realidad, no fue el primer dramaturgo portugués. Y sin embargo, su figura sobresalió por encima de otros al escribir obras para ocasiones festivas o religiosas, en otras preponderando a la familia real; y otras, donde se reproducía alguna situación social en la Portugal de la época y fueron representadas en la corte portuguesa, como La farsa das Ciganas, en presencia del rey João III. Otras de sus obras y textos fueron prohibidos por la posterior Inquisición Portuguesa; una de esos textos es el Lamento de María la Parda.
            Portugal en los tiempos de Gil Vicente es un Portugal en crecimiento, un auge que quizás no volvió a tener en su historia. Era el puerto mercantil y cultural por excelencia, y Gil Vicente observó este movimiento de expediciones y viajeros para alzarse con sus obras satíricas, sus autos con personajes místicos y a la vez callejeros: los arquetipos de la sociedad portuguesa. Las obras de Gil se balancean entre lo medieval y lo renacentista, y muchas de sus obras son aún más medievales, como las Cantigas de Santa María. Pero en María la Parda, la línea que divide entre el medievalismo y el renacimiento, es más difusa.
            El personaje, María la Parda, es “inconfundiblemente medieval”[1]. Una mujer vieja, pobre, borracha, flacucha, antigua prostituta, loca, grotesca, irreverente, soez, miserable, carnavalesca y saudosa. Es en estos dos últimos adjetivos donde este ensayo se concentrará para extraer el espíritu que Gil Vicente infundió en esta obra.
            Primero analicemos al carnaval. Es curioso que uno de los tópicos de este Pranto, género literario considerado como expresión poética del dolor, sea el carnaval, pero es innegable que aquí se encuentran alusiones al mundo carnavalesco. María la Parda es una mujer salida de cualquier carnaval: una mujer que ha pasado por todos los excesos, que ha tenido una vida agitada, y que gran parte de esa vida la ha recorrido en las calles de Lisboa. Sin embargo, en la obra se relata el soliloquio triste y mediocre de una María La Parda en decadencia, que vaga por las calles de Lisboa implorando vino. Parece ser que el carnaval ha terminado.
            Es importante regresar a Bajtín y sus ideas principales alrededor del carnaval en la literatura. El carnaval es un espectáculo “sin separación entre espectadores ni actores; se vive, amalgama lo sagrado con lo profano.”[2]  Esta unión entre la profanación y la sacralidad se puede encontrar en el Lamento, en versos como el siguiente:

Oh, bebedores irmãos,
que nos presta ser cristãos,
pois nos Deos tirou o vinho?[3]

            Las referencias al cristianismo no son pocas: posteriormente menciona: “não me digan missa seca”, que son aquellas misas donde no hay vino consagrado. Las motivaciones de María para vagabundear por las calles de Lisboa es unicamente el vino; no parece importarle otra cosa, su única dolencia es la sed: la pobreza sólo le duele porque no puede dar nada a cambio del vino que tanto desea. María la Parda no necesita ni desea agua o comida; lo único que limosnea es vino, y es tanta su desesperación que decide morir de sed.
La Lisboa que describe María es una Lisboa en tiempos de sequía. Esto tiene una explicación histórica: en 1521 hubo sequía y hambruna en Portugal. Gil Vicente llevó este suceso a los lindes de la parodia y la comicidad. Fue hasta el año siguiente que la obra pudo ser leída y disfrutada por la sociedad cortesana, que no sufrió los embates de la hambruna.[4] Este Lamento es esencialmente una obra inspirada en las calles de una Lisboa tan sedienta como su protagonista. Primero, María la Parda se encuentra solitaria y mientras llora su sed, va señalando las ruas y las tabernas  donde anteriormente le vendían o regalaban vino, ruas que aún existen en el mapa de Lisboa: “rua de São Gião, rua de Mata-Porcos, Carnicerias Velhas, rua da Ferraria, rua de Cata-que-farás, tavernas da Ribeira, rua dos Fornos, Poço do Chão, Praça dos Canos, rua d´amargura, rua da Mouraria”. En todas las calles va preguntando el paradero del vino, y las descripciones de los lugares no son detalladas, son más sentimentales y nostálgicas: “Oh, rua da Ferreira, / onde as portas eram maias / como estás chea de guaias / como tanta louça vazia!”[5]. En estas descripciones, las preguntas retóricas y las exclamaciones abundan, y el tono de María la Parda es el de un personaje carnavalesco ahora sumergido en la saudade: “Oh, bicos de minha mama!”[6].
María la Parda le pide vino a una galería de personajes estereotípicos de Portugal y en general, de la península ibérica, reminiscencia de que Gil Vicente era un español-portugués que nunca se limitó a escribir en sólo uno de sus dos idiomas. Los personajes son los habitantes de aquella Lisboa hambrienta y sedienta, como la religiosa vizcaína, el castellano Juan Caballero, Branca Leda, Juan de Lumiar, Martín Alho y Falula. Todos los personajes son tacaños, no muestran piedad con La Parda, y la mayoría dice refranes para aleccionarla: “em tempo de figos, não há i nenhuns amigos, nem os busque então ninguém”[7], o “ seu dono d´acenha apela de dar fiado”[8]. Es probable que estos personajes estén también en la pobreza, aunque quizás no en el extremo de La Parda. Ellos, al contrario de María, no son personajes carnavalescos: son personajes civilizados, que cumplen sus roles arquetípicos y cuyas respuestas, refranes o  consejos de sabiduría popular, contrastan con el llanto y la desesperación carnal y burlona de María La Parda: “tão seco trago e embigo / como nariz de judeu”[9]. Si comparamos estos personajes con María La Parda, resulta que estos personajes parecen más “humanistas”, o por lo menos, más acordes a las circunstancias de aquellos agitados tiempos, que la misma María La Parda, quien parece seguir arraigada en el medievalismo, acostumbrada a la fiesta y a la abundancia de vino, incluso en tiempos oscuros: “Eu não sei que mal este / pior cem vezes que a peste / que quando era a trama e o tramo / andava eu de ramo em ramo: / Não quero deste, mas deste!”[10]. Si algo tienen de carnavalescos esos personajes secundarios, es que se trata de parodias de los lusitanos.
Es la saudade la que se manifiesta cuando llora María la Parda. Es, como ya se dijo, una saudade carnavalesca:
Quando eu, rua, pero vós vou,
todo-los traques que dou
são sospiros de saudade.
Para vós, ventosidade,
nasci toda como eu estou.[11]

A raíz de los acontecimientos históricos mientras Gil Vicente escribía la obra, era natural que emergiera la saudade. Aunque siempre ha habido dificultades para definir al saudade, en el caso de La Parda se puede definir como “añoranza del bien perdido, nostalgia de la Tierra distante, anhelo de felicidad ideal”.[12] La Parda añora el carnaval medieval, y deja bien en claro, desde los primeros dos versos, que ella no es la única: “Eu só quero prantear / este mal que a muitos toca”.[13] Así como ella, hay otros borrachos sufriendo por los nuevos tiempos donde se ha dejado lado la “abundancia de la utopía carnavalesca”.[14] La risa de alguna forma se mantiene, en un tono de burla triste, en profanación. La risa no se encuentra en los personajes de la obra, sino en de los lectores corteses que en su tiempo vieron a María La Parda como un motivo de risa en tiempos de seriedad. Ha llegado el pensamiento humanista, y los únicos residuos de carnaval son corregidos y orientados hacia la razón, como en Rabelais
Pero María La Parda es testaruda, y prefiere morir antes de transformar su pensamiento carnavalesco. Encomienda su alma a Noé, el santo patrón de los borrachos, y en un testamento donde brilla la parodia y la redención carnavalesca, lega toda su miseria pero sobre todo, sus deseos y anhelos, a varios lugares de Portugal. Su tono triste mientras recorría limosnera las calles de Lisboa, ahora se convierte en gozoso:

Levar-m´ão em um andor,
de dia, às horas certas
que estão as portas abertas
das tavernas per u for[15]

El tono sigue siendo saudoso, pero es aquel tono saudoso que goza en su sufrimiento, como si se tratase de una victoria. La muerte de María La Parda es el acto más importante del personaje, y hace de su funeral una última fiesta, que es lo único que realmente puede legar: pide que sus misas no se recen, que sean cantadas por curas tan borrachos como ella. Sólo a través de su muerte logra salvar el espíritu carnavalesco con el que vivió su vida.
Item mais, mais mando dar
a quem se bem embebedar
no dia em que eu morrer,
quanto móvel i houver
e quanta raíz se achar[16]

La Parda no se olvida de quienes, como ella, siguen ebrios y, peregrinos como ella fue, buscan consuelo y vino como antaño. Y es que, ¿en verdad la Lisboa de María La Parda sufre de escasez, o es que simplemente ha abandonado las costumbres festivas y la ebriedad comunitaria? Quizás simplemente ahora exista una codicia que es contraria a todos los preceptos de la fiesta carnavalesca; la fiesta ahora se ha vuelto “privada y reservada”[17] La sociedad ha dejado de vivir, ahora sólo sobrevive, como en todos los tiempos de crisis. La enumeración de sus ordenes es descrita como si ella se tratara de un importante personaje religioso; y es que, con sus propios preceptos, María La Parda fue un ser religioso; pues ella “celebró un viaje ritual que podemos dividir en tres actos: 1) Presentación, 2)Via-crucis, y 3)Testamento.”[18] Durante su testamento va nombrando a los habitantes de otros lugares de Portugal, la mayoría de ellos seres tan marginales como María; y ella, como martír de la ebriedad, les promete “pão, vinho e candea, e cama, tudo de graça”.[19]
María La Parda, como personificación del carnaval, ha muerto. Pero es en su misma muerte donde el carnaval adquiere más fuerza en toda la obra; se purifica, vuelve al lugar donde le correspondía, a la comunidad. Sólo murió el último personaje carnavalesco medieval portugués; el carnaval sigue vivo, pero en otros términos. Mientras muere, cuando se ha despojado de todos sus bienes materiales, dice:

Assi que, por me salvar,
fiz este meu testamento
com mais siso e entendimento
que nunca me sei estar[20]

Parece que María La Parda ha llegado al pensamiento y la razón humanista a través de su propia muerte, después de un periodo de abstinencia que le hizo recobrar la razón, tras haber conocido a fondo a su Lisboa, sus calles y su gente. Tras haber estado en contacto con la codicia de los portugueses, María La Parda entrega todo lo que acumuló en su vida, y sus últimas ordenanzas son actos de generosidad que, aunque cuestionables, están sujetos a su visión del mundo: un mundo donde la única iglesia es la taberna, y beber es un acto de fé. Las referencias al pasado de La Parda son sólo de añoranza, pero, aunque no se específica en el texto, se puede deducir que probablemente, en sus tiempos de riqueza y copiosidad, María La Parda, era tan avariciosa como quienes le negaban vino; la única pista de ello es el refrán que Juan Caballero le dice: “quien su yegua mal pea, aunque nunca más la vea, él se la quiso perder”. Es probable que María La Parda sólo haya logrado la humildad y la generosidad hasta decidir su muerte. Y aquí se encuentra otro aspecto curioso de la obra: ella está enferma de sed, pero en el tono en el que dicta su testamento, prefiere morir antes de beber agua, prefiere morir antes de abandonar al vino, y el vino simboliza “un importante símbolo cristiano, la bebida de los dioses”.[21] En ese sentido, María La Parda siempre fue más cristiana que profana, y demuestra su fé al decidir su propia muerte.  Para María La Parda, beber era celebrar la vida, estar ebrio es gozar de salud, y la sed y la abstinencia eran la mayor enfermedad: son ideas que también pueden interpretarse como un incipiente carpe diem, pero que sin duda está más del lado del carnaval.
Corporalmente murió María La Parda, pero a través de sus últimos mandamientos, se elevo a la espiritualidad. Con esto dicho, no quiere decir que la saudade es opuesta al carnaval: pues la saudade no es una simple nostalgía donde sólo caben ideas de tristeza. La saudade es, entre otras cosas, el “bem que se padeçe e mal de que se gosta”, como definiría el escritor Manuel de Melo. Los últimos pensamientos de María La Parda no son tristes, son victoriosos, y aquí reside tanto el carnaval como el saudade. Pues, “la saudade, porque es hija del amor, de su naturaleza, vencerá a la muerte con su misma fuerza. Ésa es la alegría de la saudade”.[22]




[1] VICENTE, Gil, Lamento de María la Parda, Versión y lectura libre de Adolfo Castañón, Editorial ALDUS, México, 2000, pp. 68
[2] BAJTÍN, Mijaíl, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Alianza Editorial, 2003, pp. 313
[3] “Oh, bebedores hermanos, ¿para qué somos cristianos, si Dios nos retira el vino?”. Vicente, Gil, Lamento de María la Parda, Versión y lectura libre de Adolfo Castañón, Editorial ALDUS, México, 2000, pp. 20
[4] Ídem, pp. 72
[5] “Oh, calle de los Hereros: / árboles de mayo / Antaño tus puertas eran / hoy te llenan de sollozos / tantas botellas vacías”. Ídem, pp. 14, 15.
[6] “¡Por los pezones de mis pechos!”. Ídem, pp. 17.
[7] “En tiempo de higos nadie tiene amigos y nada debe pedir”. Ídem, pp. 31.
[8] “Dueño de molino: dar de fiado es desatino”. Ídem. pp. 35.
[9] “Traigo tan seco el ombligo, como nariz de judío”. Ídem, pp. 35.
[10] “¿Qué mal será este / peor cien veces que la peste? / En aquellos días bubónicos / iba yo de taberna en taberna / “De este ya no quiero: dénme aquel””. Ídem, pp. 35
[11] “Cuando voy por ti, calle mía, / todos los pedos que dejo / son suspiros de nostalgia / y esa ventosidad / sopló en mi nacimiento”. Ídem, pp. 18-19.
[12] PEREIRA DA COSTA, Dalila L., Introducción a la Saudade, Fondo de Cultura Económica, México, 1989, pp. 79.
[13] “Sólo quiero lamentar un mal que a muchos toca”. Ídem, pp. 12-13.
[14] Bajtín, Mijaíl, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Alianza Editorial, 2003, pp. 317.
[15] “Llevaran mi ataúd de día / a la hora en que estén / de par en par abiertas / de las tabernas las puertas”. Ídem, pp. 44-47.
[16] “Dispongo también que / al que esté más borracho /el día de mi defunción / se dé entera mi fortuna / muebles e inmuebles / mis bienes todos”. Ídem, pp. 48-49.
[17] Ídem, Epílogo por Adolfo Castañón, pp. 75.
[18] Ídem, Epílogo por Adolfo Castañón, pp 74,
[19] “[Tendrán] pan, vino y candelas y cama y todo por gracia”, Ídem, pp. 52-53.
[20] “Asi para mi salvación / hice este mi testamento / con más seso y entendimiento / del que nunca creí tener”. Ídem, pp. 54-55.
[21] CHEVALIER, Jean, Diccionario de los símbolos, Editorial Herder, Barcelona, 1986, pp. 1065.
[22]PEREIRA DA COSTA, Dalila L., Introducción a la Saudade, Fondo de Cultura Económica, México, 1989, pp. 155. 

Del amor que no se atreve a decir su nombre

Son tiempos difíciles para el amor homosexual. Son los tiempos de las redes sociales, y por ende, de la sobreexposición de la vida privada; son los tiempos del amor no correspondido, de las relaciones amorosas breves y del rápido tránsito de parejas; en la vida de un joven de, supongamos, veintidós años, sea cual sea su orientación sexual, sin duda ha encontrado el amor, o una ilusión del amor, por lo menos un par de veces; otros jóvenes son la excepción y han llegado a tener hasta diez parejas en su vida, y otros, quizás los más, no han tenido una sola pareja. Pero, ¿en verdad en todas esas parejas hubo amor?
            En el caso del amor que no se atreve a decir su nombre, como diría Wilde, parece ser que la pauta son los extremos; o se tiene amoríos tan fáciles como abrir una página web para buscarlos, o no se tiene ningún amorío o relación formal, pues están demasiado ocupados escondiendo sus preferencias sexuales.  ¿Por qué tanta dificultad?
            Más allá de las etiquetas sexuales, las tribulaciones del amor aparecen a la orden del día, aunque es difícil de averiguar si siempre han estado ahí desde que el amor formal se convirtió en una norma social, o son actuales síntomas de una sociedad que da la impresión de que cada vez pierde más valores familiares, aunque esto último cada vez suena más a lugar común. El amor de pareja, el eros, siendo tan habitual, jamás se nos enseñó como acercársele. Al adolescente no lo educan para ser un buen amante, ni sobre cómo sobrellevar una vida junto a la persona que decidió como compañera o compañero de vida. Al niño se le educa para que sea cortés, amable y de buenos modales; pero jamás se le educa cómo manejar sus sentimientos amorosos, que ya desde esa edad se manifiestan. La única educación que reciben muchos hombres y mujeres son a través de la cultura, a través de películas y canciones que transmiten la idea deformada de un amor idealizado, un amor del tipo “no puedo vivir sin ti” o “eres todo para mí”, ideas quizás inspiradas en los trovadores de la Edad Media. Puede que yo me encuentre generalizando, y que quizás algunos niños sí recibieron una educación acerca de cómo recibir y dar amor, pero he observado, en la gran mayoría de mis amigos, y en mi experiencia propia, que esto no es así. Al contrario: cada quien se aventura solitariamente al juego de las atracciones y el deseo, y en cada nuevo noviazgo, parece que se sabe menos del amor. Los padres no saben hablar de amor y sexo; quizás porque son tan o más ignorantes que sus propios hijos. 
            El amor heterosexual tiene innumerables representaciones en el arte y la historia: Orfeo y Eurídice, los amantes de Teruel, Píramo y Tisbe, Abelardo y Eloísa, etcétera. El amor homosexual tiene mucho menos representaciones y las más recordadas son: Adriano y Antínoo, y Oscar Wilde y Alfred Douglas. Los primeros eran emperador y esclavo, respectivamente; en la segunda pareja, uno de ellos acabó en la cárcel por su amor. En ambas parejas, la muerte apareció; en la primera, elevó aquel amor a algo divino que perdura en las estatuas erigidas; en la segunda, fue consecuencia de un deterioro emocional y físico que sumió al escritor en la pobreza.  Ambos amores fueron truncados, ambos están marcados por la tragedia; en el caso de Wilde va más allá, pues él, quien en reiteradas ocasiones aprovechó para decir que era en su vida donde radicaba su genio, asumió su papel de víctima que cede a los designios del amor, de su amor personificado en un joven caprichoso y mimado como era Douglas. El amor de Wilde es el amor prototípico homosexual: un amor trágico, donde uno es la víctima y el otro es el victimario, donde uno sacrifica su vida por el otro, y el amor no correspondido es quizás la mayor fortuna de la víctima, quizás porque, como García Márquez dice, el poder invencible que ha movido al mundo no es el amor feliz, sino el no correspondido.
            La aceptación del amor homosexual como una tragedia parece que se ha generalizado hasta límites peligrosos. La tragedia siempre ha estado ahí, sólo que ahora, a través de las redes sociales, he descubierto que es aún más común de lo que yo creía. El rechazo de los padres y la discriminación social ya son sólo los estereotipados componentes de la tragedia homosexual; ahora es necesario agregar la dificultad para hallar al amor; y encima, averiguar si ese amor es en verdad genuino o sólo es una fachada para evitar la soledad. Es hasta cierto punto entendible la difundida idea de que el homosexual sólo se dedica a buscar relaciones pasajeras donde lo único que importa es el placer instantáneo que otorga el sexo; esta tendencia es probablemente consecuencia de un círculo vicioso de corazones rotos que han decidido no volver a prestar atención a sus ansias amatorias, y han preferido el camino fácil de la satisfacción sexual. Las malas noticias son que estos también son los tiempos de las enfermedades venéreas.
            Ese es quizás el trasfondo de aquella subcultura homosexual de los bugchasers y los giftgivers. Hombres que se reúnen en orgías donde no está permitido llevar preservativos, y entre los participantes se encuentran hombres seropositivos. Es una ruleta rusa, el peligro se vuelve un factor de excitación, y el VIH se convierte en un afrodisiaco digno de los tiempos de los tópicos juveniles del you only live once. Otros ejemplos de desenfreno sexual, tanto entre homosexuales como heterosexuales, se pueden encontrar en las llamadas cabinas de las sex-shops, o en la práctica del cruising, el acto sexual con un desconocido en baños públicos u otros lugares clandestinos.  
            Esto por supuesto lleva a una degeneración en la imagen del joven homosexual: los estereotipos que tanto los homosexuales claman que son mentira, en parte son verdad. El internet es el refugio del homosexual que sigue en el closet; solitario y desesperado, decide buscar suerte en las redes sociales. Este homosexual probablemente sea un ingenuo muchacho de quince años o un inocente adulto de cincuenta. Ambos puede que sufran la misma decepción: encontrarse con que la mayoría de homosexuales sólo buscan relaciones pasajeras o destructivas. Es decisión de ellos si deciden seguir el juego o esperar a otro hombre que sí crea en el amor genuino, que no esconda temor a la soledad, que no considere que uno deba tomar un inferior papel de amante y el otro, un papel superior de amado. Esperar a un hombre o a una mujer que sí recibieron educación sexual, o que quizás no la recibieron, sino que nacieron con ella.  
            ¿Y en qué consistirá la educación sexual? En la sociedad actual, donde el amor propio se ve más como un vicio que como una virtud, quizás sea necesario volver a recordar a Oscar Wilde, que durante el juicio realizado en su contra, le preguntaron:
            -¿Es verdad que usted amó con locura a un hombre?
            Y él respondió:
            -El único hombre que he amado con locura es a mí mismo.