viernes, 16 de mayo de 2014

Del amor que no se atreve a decir su nombre

Son tiempos difíciles para el amor homosexual. Son los tiempos de las redes sociales, y por ende, de la sobreexposición de la vida privada; son los tiempos del amor no correspondido, de las relaciones amorosas breves y del rápido tránsito de parejas; en la vida de un joven de, supongamos, veintidós años, sea cual sea su orientación sexual, sin duda ha encontrado el amor, o una ilusión del amor, por lo menos un par de veces; otros jóvenes son la excepción y han llegado a tener hasta diez parejas en su vida, y otros, quizás los más, no han tenido una sola pareja. Pero, ¿en verdad en todas esas parejas hubo amor?
            En el caso del amor que no se atreve a decir su nombre, como diría Wilde, parece ser que la pauta son los extremos; o se tiene amoríos tan fáciles como abrir una página web para buscarlos, o no se tiene ningún amorío o relación formal, pues están demasiado ocupados escondiendo sus preferencias sexuales.  ¿Por qué tanta dificultad?
            Más allá de las etiquetas sexuales, las tribulaciones del amor aparecen a la orden del día, aunque es difícil de averiguar si siempre han estado ahí desde que el amor formal se convirtió en una norma social, o son actuales síntomas de una sociedad que da la impresión de que cada vez pierde más valores familiares, aunque esto último cada vez suena más a lugar común. El amor de pareja, el eros, siendo tan habitual, jamás se nos enseñó como acercársele. Al adolescente no lo educan para ser un buen amante, ni sobre cómo sobrellevar una vida junto a la persona que decidió como compañera o compañero de vida. Al niño se le educa para que sea cortés, amable y de buenos modales; pero jamás se le educa cómo manejar sus sentimientos amorosos, que ya desde esa edad se manifiestan. La única educación que reciben muchos hombres y mujeres son a través de la cultura, a través de películas y canciones que transmiten la idea deformada de un amor idealizado, un amor del tipo “no puedo vivir sin ti” o “eres todo para mí”, ideas quizás inspiradas en los trovadores de la Edad Media. Puede que yo me encuentre generalizando, y que quizás algunos niños sí recibieron una educación acerca de cómo recibir y dar amor, pero he observado, en la gran mayoría de mis amigos, y en mi experiencia propia, que esto no es así. Al contrario: cada quien se aventura solitariamente al juego de las atracciones y el deseo, y en cada nuevo noviazgo, parece que se sabe menos del amor. Los padres no saben hablar de amor y sexo; quizás porque son tan o más ignorantes que sus propios hijos. 
            El amor heterosexual tiene innumerables representaciones en el arte y la historia: Orfeo y Eurídice, los amantes de Teruel, Píramo y Tisbe, Abelardo y Eloísa, etcétera. El amor homosexual tiene mucho menos representaciones y las más recordadas son: Adriano y Antínoo, y Oscar Wilde y Alfred Douglas. Los primeros eran emperador y esclavo, respectivamente; en la segunda pareja, uno de ellos acabó en la cárcel por su amor. En ambas parejas, la muerte apareció; en la primera, elevó aquel amor a algo divino que perdura en las estatuas erigidas; en la segunda, fue consecuencia de un deterioro emocional y físico que sumió al escritor en la pobreza.  Ambos amores fueron truncados, ambos están marcados por la tragedia; en el caso de Wilde va más allá, pues él, quien en reiteradas ocasiones aprovechó para decir que era en su vida donde radicaba su genio, asumió su papel de víctima que cede a los designios del amor, de su amor personificado en un joven caprichoso y mimado como era Douglas. El amor de Wilde es el amor prototípico homosexual: un amor trágico, donde uno es la víctima y el otro es el victimario, donde uno sacrifica su vida por el otro, y el amor no correspondido es quizás la mayor fortuna de la víctima, quizás porque, como García Márquez dice, el poder invencible que ha movido al mundo no es el amor feliz, sino el no correspondido.
            La aceptación del amor homosexual como una tragedia parece que se ha generalizado hasta límites peligrosos. La tragedia siempre ha estado ahí, sólo que ahora, a través de las redes sociales, he descubierto que es aún más común de lo que yo creía. El rechazo de los padres y la discriminación social ya son sólo los estereotipados componentes de la tragedia homosexual; ahora es necesario agregar la dificultad para hallar al amor; y encima, averiguar si ese amor es en verdad genuino o sólo es una fachada para evitar la soledad. Es hasta cierto punto entendible la difundida idea de que el homosexual sólo se dedica a buscar relaciones pasajeras donde lo único que importa es el placer instantáneo que otorga el sexo; esta tendencia es probablemente consecuencia de un círculo vicioso de corazones rotos que han decidido no volver a prestar atención a sus ansias amatorias, y han preferido el camino fácil de la satisfacción sexual. Las malas noticias son que estos también son los tiempos de las enfermedades venéreas.
            Ese es quizás el trasfondo de aquella subcultura homosexual de los bugchasers y los giftgivers. Hombres que se reúnen en orgías donde no está permitido llevar preservativos, y entre los participantes se encuentran hombres seropositivos. Es una ruleta rusa, el peligro se vuelve un factor de excitación, y el VIH se convierte en un afrodisiaco digno de los tiempos de los tópicos juveniles del you only live once. Otros ejemplos de desenfreno sexual, tanto entre homosexuales como heterosexuales, se pueden encontrar en las llamadas cabinas de las sex-shops, o en la práctica del cruising, el acto sexual con un desconocido en baños públicos u otros lugares clandestinos.  
            Esto por supuesto lleva a una degeneración en la imagen del joven homosexual: los estereotipos que tanto los homosexuales claman que son mentira, en parte son verdad. El internet es el refugio del homosexual que sigue en el closet; solitario y desesperado, decide buscar suerte en las redes sociales. Este homosexual probablemente sea un ingenuo muchacho de quince años o un inocente adulto de cincuenta. Ambos puede que sufran la misma decepción: encontrarse con que la mayoría de homosexuales sólo buscan relaciones pasajeras o destructivas. Es decisión de ellos si deciden seguir el juego o esperar a otro hombre que sí crea en el amor genuino, que no esconda temor a la soledad, que no considere que uno deba tomar un inferior papel de amante y el otro, un papel superior de amado. Esperar a un hombre o a una mujer que sí recibieron educación sexual, o que quizás no la recibieron, sino que nacieron con ella.  
            ¿Y en qué consistirá la educación sexual? En la sociedad actual, donde el amor propio se ve más como un vicio que como una virtud, quizás sea necesario volver a recordar a Oscar Wilde, que durante el juicio realizado en su contra, le preguntaron:
            -¿Es verdad que usted amó con locura a un hombre?
            Y él respondió:
            -El único hombre que he amado con locura es a mí mismo.

            

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