Mi
trabajo consiste en encender la mecha de la imaginación de los escritores; es
un trabajo difícil, pero alguien tiene que hacerlo. Soy el equivalente de los
cantantes soprano contratados para bodas o fiestas de toda índole, y que
participan en coros donde la voz forma parte de un conglomerado vocal cuyo
objetivo es conseguir una sola. El talento que poseo es indiscutible, pero
jamás me hará destacar. Localizo ironías, oscuridades y críticas donde los
escritores noveles no los suelen encontrar; sin embargo, ellos se llevan la
gloria, y sus nombres aparecen en las cubiertas de sus libros. ¿A qué me dedico
realmente?
Me limito a escribir principios de novelas.
Aquellas frases iniciales, definitorias, que establecen el color, el humor y la
dirección de una historia. No me interesan sus desarrollos y mucho menos sus
desenlaces. Sólo los comienzos me apasionan, las explosiones, los cataclismos
que desencadenan todo. ¿Por qué tendrían que interesarme las secuelas? Tenemos,
en la industria del entretenimiento, una malsana idea sobre el suspenso, que ha
envenenado a escritores y guionistas que carecen de tacto, e implantan giros y cliffhangers en sus historias como si
fueran minas. El suspenso no es otra cosa que la manía y preocupación que
tenemos por averiguarlo todo, hasta el más ínfimo detalle; pero nosotros no
nacimos con el derecho de saber, y me atrevería a decir que, mientras menos
sepamos del universo, más felices seremos. He comprobado mi teoría al realizar
una encuesta entre los fanáticos de una serie de televisión llamada Lost: al inicio de su última temporada,
todos ellos se mordían las uñas por descubrir hasta los últimos secretos de los
personajes, y la intriga los tenía amordazados. Cuando acabó la serie, me
acerqué a ellos de nuevo. Cuál fue mi sorpresa al encontrarlos desilusionados,
con indigestión, pues la verdad última de las cosas sólo provoca pesadez y el
regusto de una pregunta absurda: “¿Y ahora qué?”. En conclusión, el punto final
de una obra debería ser, ante todo, un acto de magia, una ilusión.
Descubrí que podía vivir de esto cuando
conocí a Monterroso. Su cuento “El dinosaurio” es en realidad el principio de
una larga y épica novela. Después encontré a otros maestros de la mal llamada
microficción, y que en realidad son un cúmulo de posibilidades literarias donde
el lector tendrá que completar la novela entera que el autor no quiso escribir,
no por perezoso, sino por precavido. Fredric Brown es otro gran ejemplo, con
este magistral inicio: “The last man on Earth sat in a room. There was a knock
on the door”. ¡Ay, de sólo imaginar las probabilidades narrativas, todas las
novelas disponibles que pueden derivarse de aquellas dos oraciones! ¡De sólo
pensarlo, me mareo!
Comencé a escribir los míos: “El reloj decía
ocho en punto en una mañana que no era tal, sino una absurda prolongación de la
noche, pues no había ni un rastro de sol en el cielo”. Tenía el defecto de ser larga, pero
funcionaba muy bien como inicio de una novela de terror religioso, o de
redención apocalíptica; quizás era lo mismo visto en distintos ángulos. Aquí
otra: “Mi pene cayó sobre el cesto de ropa sucia, y parecía un peine de forma
muy rara”. Ésta última era digna de encabezar una novela existencialista. Un
último ejemplo: “No tenían nada mejor que hacer así se mataron entre sí”
Después perfeccioné el arte de la brevedad,
y me especialicé en las oraciones bimembres: “El perro cagó sobre todos los
platos servidos”; “La orgía sólo acabaría hasta que el primer hombre muera”;
“El extraterrestre suicida cayó sobre el carnaval de Río de Janeiro. Nadie lo
vio”. Publiqué mis novelas de una frase en una revista literaria, y ahí gané
prestigio. En poco tiempo, cuentistas y novelistas me pedían consejos para
afinar su buen oído para la brevedad. Tuve que instalar mi propia oficina.
Aún me encontraba lejos del “Vendo zapatos
de bebé, sin usar” de Hemingway, pero ya me acercaba al “Muy confundido, leyó
su propio obituario” de Steven Meretzky. Muy parecido al placer de la brevedad
literaria, era el placer de la brevedad sexual: con el dinero que ganaba,
culminé muchas fantasías pendientes y comparé todos mis orgasmos con aquellas
explosiones narrativas, tan cegadoras como el poderío sexual. Llevaba a los
hombres y a las mujeres a mi casa, leíamos cuentos y les enseñaba mi colección
de lubricantes, juguetes sexuales y cremas. En mi éxtasis vital, desparramado
sobre la cama, se me ocurrían las mejores microhistorias: “Vine a México.
Morí”; “Todo sucedió en un desierto” y demás fugas.
Uno de los primeros escritores que acudió a
mi oficina fue Luis Montes de Oca. Había escrito una novela demasiado ambiciosa
para mi gusto, llamada “El Colegio: Volumen Uno”. No sabía con qué frase
iniciarla y me mostró su baraja de frases candidatas, pero ninguna me
convencía: muy artificiosas, manipuladoras y vagas. “Su problema es grave” le
dije. “Gravísimo” me dijo. “Y es qué tampoco sé con qué frase acabarla”.
(Ah, porque también me interesaban los
enunciados finales, pues resultaban equivalentes a las iniciales, y liberaban
una fuerza de bomba atómica, con un universo recién destruido detrás de sí, que
ciertamente no me interesaba).
-Usted es un escritor de desarrollos, que no
tienen ni pies ni cabeza –le diagnostiqué-. Considérese único y también muy
estúpido.
Le pedí que me contara la sinopsis de su
novela: un grupo de estudiantes que quiere iniciar una revolución en una ciudad
mexicana encerrada en un muro de niebla. “Ah, un mal paso y es ridícula” le
advertí. “Lo sé, lo sé” me dijo Luis, con su nerviosismo patente.
-¿Y cuándo se enteran sus personajes de que
viven atrapados en una ciudad rodeada por un muro de niebla? –pregunté.
-A la mitad de la historia –contestó Luis.
-¿A la mitad? Qué poca delicadeza tiene
usted; el lector, asustado y traicionado, cerrará ese libro. No, no… Ya sé,
caso solucionado: su frase inicial será: “Hay un muro de niebla que rodea la
ciudad de Tenamitlán”.
-¿Y ahora qué? –preguntó Luis.
-¡Exacto! –exclamé-. “¿Y ahora qué?” será su
frase final.
Dicho y hecho; Montes de Oca me debía su
buena salud literaria y yo pronto gané contactos y proveedores que me
conectaban a todas las editoriales del mundo. Los escritores neófitos,
acuciosos, hacían fila para verme. Muchos de ellos pedían ayuda para moldear
sus personajes; yo les dije que no, pues los personajes son complejos, y por
obvias razones, no me interesan. Probablemente podía ayudarlos con los diálogos
introductorios de un personaje en cuestión, pero nada más.
Pronto, las editoriales me pidieron títulos
de novelas, para repartirlas al azar entre sus escritores: como semillas que
florecerían y alimentarían el hambre voraz de los críticos. Me divertí como
niño, y regalé estos títulos bien razonados: “Jesucristo usurpador”, “La culpa y otros placeres” y “Instrucciones
para matar a una multitud”; ésta última muy Cortazariana. Los agradecimientos
me llovieron como una tormenta de favores en deuda y dedicatorias. Los críticos
literarios, al enterarse de mi existencia –el gurú de los comienzos literarios,
me decían-, sólo aguzaron sus críticas. Por mí, no valían nada, pues no eran
contra mí.
Me hice de una buena vida y disfruté mis
favoritos placeres, en sus estados más salvajes: comida picante, sexo sin
distinción de géneros, y cuentos de Borges; éstos últimos fueron mi tema para
la tesis de la universidad, pues todas las frases que contenían sus cuentos
funcionaban muy bien para ser frases iniciales. Y de pronto, entendí. El
secreto de los genios literarios, de los artistas de la brevedad. Una verdad
abominable que castigaría mi vida. Así, publiqué un reglamento de una sola
norma: “Escribe todas las frases de tu novela, como si fuera la primera y la
última”.
Fue un suicidio. Los escritores noveles,
como zombies, llegaban arrastrándose hasta mi oficina, y me pedían que
escribiera sus novelas. Huí, como cualquiera en su sano juicio lo hubiera
hecho, y desaparecí del ámbito editorial. Había cavado mi propia tumba.
Y es que, visto desde una fría
perspectiva, todas las oraciones, hasta
las más sórdidamente simplonas, funcionaban como estratégicas y poderosas
frases iniciales: “La gata murió”; “Cagué mierda”; “El teléfono sonó”; “El
mundo explotó”; ¡vaya, hasta el mismo Melville sabía esta ironía y comenzó Moby
Dick con una frase tan poderosa e insubstancial como “Llámenme Ismael”! ¡Mi
trabajo es sólo un juego de niños!
La ironía mayor llegó cuando Montes de Oca,
agradecido, me enseñó su recopilatorio de cuentos llamado “Sueños, fantasías y
otras realidades” (lo cual, comprendería después, era una burla) y me dijo que
uno de esos cuentos estaba dedicado a mí.
¡Qué desagradable sorpresa enterarse que ese
cuento era mi historia! Leí en voz alta la primera frase: “Mi trabajo consiste
en encender la mecha de la imaginación de los escritores; es un trabajo
difícil, pero alguien tiene que hacerlo”. Le reclamé a Montes de Oca que
aquella frase inicial me molestaba porque era sentimentaloide, con una metáfora
que ya era lugar común, y sobre todo, ajena a mi personalidad. ¡Yo jamás
hubiera comenzado mi propia historia así!
-¿Y con qué frase osaste acabar mi historia?
–pregunté.
-¡Con ésta! –dijo Montes de Oca sonriente y
huyó.
¡Huyó tal y como yo lo hice! Animado por una
furia ciega, cerré mi oficina y me resigné, enojado, a que aquella frase,
parecida a un albur, acabase mi triste vida. Cometí todos los pecados
literarios y ya era muy tarde para arrepentimientos. Como aún soy joven, me
decidí a mi otro placer, y contraté a una prostituta… ¿O era prostituto? Y lo
llevé a mi casa. Le enseñé mi museo de juguetes sexuales y mi repertorio de
cremas.
-¿Con cuál crema resbala mejor? –me preguntó
el/la prostituto/a.
Yo, enojado hasta la médula, entendiendo que
mi vida tenía como frase inicial y final, dos frases muy pendejas, espeté:
-¡Con ésta!
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