miércoles, 26 de septiembre de 2012

Mi (promiscuo) editor.


Mi trabajo consiste en encender la mecha de la imaginación de los escritores; es un trabajo difícil, pero alguien tiene que hacerlo. Soy el equivalente de los cantantes soprano contratados para bodas o fiestas de toda índole, y que participan en coros donde la voz forma parte de un conglomerado vocal cuyo objetivo es conseguir una sola. El talento que poseo es indiscutible, pero jamás me hará destacar. Localizo ironías, oscuridades y críticas donde los escritores noveles no los suelen encontrar; sin embargo, ellos se llevan la gloria, y sus nombres aparecen en las cubiertas de sus libros. ¿A qué me dedico realmente?
   Me limito a escribir principios de novelas. Aquellas frases iniciales, definitorias, que establecen el color, el humor y la dirección de una historia. No me interesan sus desarrollos y mucho menos sus desenlaces. Sólo los comienzos me apasionan, las explosiones, los cataclismos que desencadenan todo. ¿Por qué tendrían que interesarme las secuelas? Tenemos, en la industria del entretenimiento, una malsana idea sobre el suspenso, que ha envenenado a escritores y guionistas que carecen de tacto, e implantan giros y cliffhangers en sus historias como si fueran minas. El suspenso no es otra cosa que la manía y preocupación que tenemos por averiguarlo todo, hasta el más ínfimo detalle; pero nosotros no nacimos con el derecho de saber, y me atrevería a decir que, mientras menos sepamos del universo, más felices seremos. He comprobado mi teoría al realizar una encuesta entre los fanáticos de una serie de televisión llamada Lost: al inicio de su última temporada, todos ellos se mordían las uñas por descubrir hasta los últimos secretos de los personajes, y la intriga los tenía amordazados. Cuando acabó la serie, me acerqué a ellos de nuevo. Cuál fue mi sorpresa al encontrarlos desilusionados, con indigestión, pues la verdad última de las cosas sólo provoca pesadez y el regusto de una pregunta absurda: “¿Y ahora qué?”. En conclusión, el punto final de una obra debería ser, ante todo, un acto de magia, una ilusión.
   Descubrí que podía vivir de esto cuando conocí a Monterroso. Su cuento “El dinosaurio” es en realidad el principio de una larga y épica novela. Después encontré a otros maestros de la mal llamada microficción, y que en realidad son un cúmulo de posibilidades literarias donde el lector tendrá que completar la novela entera que el autor no quiso escribir, no por perezoso, sino por precavido. Fredric Brown es otro gran ejemplo, con este magistral inicio: “The last man on Earth sat in a room. There was a knock on the door”. ¡Ay, de sólo imaginar las probabilidades narrativas, todas las novelas disponibles que pueden derivarse de aquellas dos oraciones! ¡De sólo pensarlo, me mareo!
   Comencé a escribir los míos: “El reloj decía ocho en punto en una mañana que no era tal, sino una absurda prolongación de la noche, pues no había ni un rastro de sol en el cielo”.  Tenía el defecto de ser larga, pero funcionaba muy bien como inicio de una novela de terror religioso, o de redención apocalíptica; quizás era lo mismo visto en distintos ángulos. Aquí otra: “Mi pene cayó sobre el cesto de ropa sucia, y parecía un peine de forma muy rara”. Ésta última era digna de encabezar una novela existencialista. Un último ejemplo: “No tenían nada mejor que hacer así se mataron entre sí”
   Después perfeccioné el arte de la brevedad, y me especialicé en las oraciones bimembres: “El perro cagó sobre todos los platos servidos”; “La orgía sólo acabaría hasta que el primer hombre muera”; “El extraterrestre suicida cayó sobre el carnaval de Río de Janeiro. Nadie lo vio”. Publiqué mis novelas de una frase en una revista literaria, y ahí gané prestigio. En poco tiempo, cuentistas y novelistas me pedían consejos para afinar su buen oído para la brevedad. Tuve que instalar mi propia oficina.
   Aún me encontraba lejos del “Vendo zapatos de bebé, sin usar” de Hemingway, pero ya me acercaba al “Muy confundido, leyó su propio obituario” de Steven Meretzky. Muy parecido al placer de la brevedad literaria, era el placer de la brevedad sexual: con el dinero que ganaba, culminé muchas fantasías pendientes y comparé todos mis orgasmos con aquellas explosiones narrativas, tan cegadoras como el poderío sexual. Llevaba a los hombres y a las mujeres a mi casa, leíamos cuentos y les enseñaba mi colección de lubricantes, juguetes sexuales y cremas. En mi éxtasis vital, desparramado sobre la cama, se me ocurrían las mejores microhistorias: “Vine a México. Morí”; “Todo sucedió en un desierto” y demás fugas.  
   Uno de los primeros escritores que acudió a mi oficina fue Luis Montes de Oca. Había escrito una novela demasiado ambiciosa para mi gusto, llamada “El Colegio: Volumen Uno”. No sabía con qué frase iniciarla y me mostró su baraja de frases candidatas, pero ninguna me convencía: muy artificiosas, manipuladoras y vagas. “Su problema es grave” le dije. “Gravísimo” me dijo. “Y es qué tampoco sé con qué frase acabarla”.
   (Ah, porque también me interesaban los enunciados finales, pues resultaban equivalentes a las iniciales, y liberaban una fuerza de bomba atómica, con un universo recién destruido detrás de sí, que ciertamente no me interesaba).
   -Usted es un escritor de desarrollos, que no tienen ni pies ni cabeza –le diagnostiqué-. Considérese único y también muy estúpido.
   Le pedí que me contara la sinopsis de su novela: un grupo de estudiantes que quiere iniciar una revolución en una ciudad mexicana encerrada en un muro de niebla. “Ah, un mal paso y es ridícula” le advertí. “Lo sé, lo sé” me dijo Luis, con su nerviosismo patente.
   -¿Y cuándo se enteran sus personajes de que viven atrapados en una ciudad rodeada por un muro de niebla? –pregunté.
   -A la mitad de la historia –contestó Luis.
   -¿A la mitad? Qué poca delicadeza tiene usted; el lector, asustado y traicionado, cerrará ese libro. No, no… Ya sé, caso solucionado: su frase inicial será: “Hay un muro de niebla que rodea la ciudad de Tenamitlán”.
   -¿Y ahora qué? –preguntó Luis.
   -¡Exacto! –exclamé-. “¿Y ahora qué?” será su frase final.
   Dicho y hecho; Montes de Oca me debía su buena salud literaria y yo pronto gané contactos y proveedores que me conectaban a todas las editoriales del mundo. Los escritores neófitos, acuciosos, hacían fila para verme. Muchos de ellos pedían ayuda para moldear sus personajes; yo les dije que no, pues los personajes son complejos, y por obvias razones, no me interesan. Probablemente podía ayudarlos con los diálogos introductorios de un personaje en cuestión, pero nada más.
   Pronto, las editoriales me pidieron títulos de novelas, para repartirlas al azar entre sus escritores: como semillas que florecerían y alimentarían el hambre voraz de los críticos. Me divertí como niño, y regalé estos títulos bien razonados: “Jesucristo usurpador”,  “La culpa y otros placeres” y “Instrucciones para matar a una multitud”; ésta última muy Cortazariana. Los agradecimientos me llovieron como una tormenta de favores en deuda y dedicatorias. Los críticos literarios, al enterarse de mi existencia –el gurú de los comienzos literarios, me decían-, sólo aguzaron sus críticas. Por mí, no valían nada, pues no eran contra mí.
   Me hice de una buena vida y disfruté mis favoritos placeres, en sus estados más salvajes: comida picante, sexo sin distinción de géneros, y cuentos de Borges; éstos últimos fueron mi tema para la tesis de la universidad, pues todas las frases que contenían sus cuentos funcionaban muy bien para ser frases iniciales. Y de pronto, entendí. El secreto de los genios literarios, de los artistas de la brevedad. Una verdad abominable que castigaría mi vida. Así, publiqué un reglamento de una sola norma: “Escribe todas las frases de tu novela, como si fuera la primera y la última”.
   Fue un suicidio. Los escritores noveles, como zombies, llegaban arrastrándose hasta mi oficina, y me pedían que escribiera sus novelas. Huí, como cualquiera en su sano juicio lo hubiera hecho, y desaparecí del ámbito editorial. Había cavado mi propia tumba. 
   Y es que, visto desde una fría perspectiva,  todas las oraciones, hasta las más sórdidamente simplonas, funcionaban como estratégicas y poderosas frases iniciales: “La gata murió”; “Cagué mierda”; “El teléfono sonó”; “El mundo explotó”; ¡vaya, hasta el mismo Melville sabía esta ironía y comenzó Moby Dick con una frase tan poderosa e insubstancial como “Llámenme Ismael”! ¡Mi trabajo es sólo un juego de niños!
   La ironía mayor llegó cuando Montes de Oca, agradecido, me enseñó su recopilatorio de cuentos llamado “Sueños, fantasías y otras realidades” (lo cual, comprendería después, era una burla) y me dijo que uno de esos cuentos estaba dedicado a mí.
   ¡Qué desagradable sorpresa enterarse que ese cuento era mi historia! Leí en voz alta la primera frase: “Mi trabajo consiste en encender la mecha de la imaginación de los escritores; es un trabajo difícil, pero alguien tiene que hacerlo”. Le reclamé a Montes de Oca que aquella frase inicial me molestaba porque era sentimentaloide, con una metáfora que ya era lugar común, y sobre todo, ajena a mi personalidad. ¡Yo jamás hubiera comenzado mi propia historia así!
   -¿Y con qué frase osaste acabar mi historia? –pregunté.
   -¡Con ésta! –dijo Montes de Oca sonriente y huyó.
   ¡Huyó tal y como yo lo hice! Animado por una furia ciega, cerré mi oficina y me resigné, enojado, a que aquella frase, parecida a un albur, acabase mi triste vida. Cometí todos los pecados literarios y ya era muy tarde para arrepentimientos. Como aún soy joven, me decidí a mi otro placer, y contraté a una prostituta… ¿O era prostituto? Y lo llevé a mi casa. Le enseñé mi museo de juguetes sexuales y mi repertorio de cremas.
   -¿Con cuál crema resbala mejor? –me preguntó el/la prostituto/a.
   Yo, enojado hasta la médula, entendiendo que mi vida tenía como frase inicial y final, dos frases muy pendejas, espeté:
   -¡Con ésta!

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