miércoles, 26 de septiembre de 2012

El músico


El músico más grande de todos los tiempos sintió la electricidad en sus manos y comenzó a tocar el piano; tocaba con la pasión de los enamorados deseosos por jugar, la pasión de los prisioneros exhaustos por luchar. El nombre de la canción era irrelevante, era simplemente una canción genuina que absorbía todas las intenciones de todas las canciones de la tierra. El hombre ni siquiera miraba con fijeza las teclas, a veces volteaba de reojo a la puerta del teatro o cerraba los ojos siguiendo el camino con el corazón. No había nada que el músico no conociera, y si acaso se topaba con algo que él no conocía, lo investigaba con música. Porque en su reservada y presuntuosa opinión, no había nada que la música no pueda descifrar. La música, en sus palabras,  era “un método para descubrir el ritmo cardíaco del universo y diagnosticar el estado anímico de la naturaleza”. Eso era, pues, más allá de todas las pausas, de los tonos, los silencios, los contrastes, las altas y las bajas… Todo ello era un viaje, según el músico, un sencillo viaje armónico en  busca de lo que se ha perdido o lo que nunca se ha encontrado.
   El hombre respiró y se detuvo por un instante.
   Reflexionó, y luego, continuó tocando.
   Se trataba del mismísimo director del colegio de música, un experimentado pianista que ha tocado en las filarmónicas más ilustres del mundo. Él ha sabido gozar de sus logros y se ha deleitado con lujos, con placeres mundanos y accesibles sólo para privilegiados. Un buffet de satisfacciones delicatessen, ya sea una cena suculenta, un hospedaje en un hotel cinco estrellas con vista panorámica, en Mónaco o en Lisboa, en Singapur o Dubái. O el roce de una mujer encantada de entregarse a los roces voluptuosos de un ágil músico. Al pianista le fascina tocar a la mujer como se toca a un Stradivarius, o con la delicadeza de un Nocturno de Chopin, ambicionando llegar al clímax, el crescendo de sus vidas en una noche. Un capriccio para ser exactos.  El era un hombre de mundo, que no tiene prisa por recorrer la galería de singularidades que el mundo le puede entregar. Él, en sí mismo, era una singularidad.
   Era la soledad lo que más disfrutaba. Añoraba esta clase de momentos, haciéndole el amor al piano en aquél escenario, libre de espectadores. Adora la lisonja pero la gloria de un músico es antecederse a los aplausos y permitir un homenaje privado al mundo en un espacio cerrado. Así era como él pensaba, y ahora, este escenario era para él como un laboratorio para un científico.
   Continuó tocando, sin noción del tiempo o de la canción que tocaba. Así podían transcurrir las horas, y él con cada tecla hechizaba las manecillas del reloj. No había nada de qué preocuparse, él estudiaba el mundo y la vida a través de la música y su experiencia lo había hecho un gran músico y un gran hombre, porque en su opinión, lo conocía todo.
   Fue en ese momento cuando entró la niña.
   El músico interrumpió su balada para verla. Estaba de pie en el iluminado umbral, cargando un estuche de violín en su espalda. Su aspecto era inocente, cabello rubio peinado en dos colas, dientes de leche, manos de muñeca. Sin decir palabra alguna, vio al pianista, y cerró la puerta detrás de sí. El pianista tampoco dijo nada. Sólo la vio acercarse, bajando una escalinata y atravesando el pasillo central de la gradería. Subió las tres escaleras para llegar al escenario, y posó su vista en el músico.
   El músico iba a decir algo, abrió la boca, y… No dijo nada. Se sentía invadido. Su espacio personal había sido violado, su magia se había desaparecido. De su música no quedaban ni los ecos. Había perdido el contacto con la armonía de los cuerpos celestes. Pensó en enfurecerse, pero luego se calmó, respirando hondo. La niña no dejaba de verlo, a él y al piano de cola. Después de un silencio, la niña posó en el suelo su estuche y sacó de él un reluciente violín y un arco. Levantó ambos y le dirigió una sonrisa al músico. Éste estaba intrigadísimo. ¿La niña pretendía tocar con él? “¿Acaso sabe quién soy yo?” se preguntaba el músico. “¿Y sus padres? ¿Dónde están sus padres? Pero sobre todo, ¿sabrá tocar?”
   La niña alzaba las cejas, sonriendo, en busca de la aprobación del músico. Después de dudarlo un momento, el músico suspiró fatigado y le dio a la niña una sonrisa condescendiente. “Sí”. No esperaba nada en especial, sólo quería averiguar la ejecución de la niña. No había nada que perder.
   Señaló a la niña y le hizo un ademán para que comenzara. Debía calentarse primero. La niña comprendió, y con la mano derecha posó el violín en aquel brazo, y con la mano izquierda tomó el arco. Frunció el ceño, buscando en su memoria que cuerda tocar. Rasgó el violín, cuerda tras cuerda. El músico comprobó que su violín estaba afinado. De do saltaba a fa, y a mí, y luego a re… Parecía que sólo estaba jugando con el violín. El músico, que conocía todo de manera empírica y sin metrónomo, pensó que le estaban jugando una broma. Era ella la que lo engañaba. La niña se limitaba a cerrar los ojos, haciendo una, al parecer, involuntaria parodia del músico. El pianista frunció el ceño, y se preguntaba cómo, para empezar, había entrado la niña si él se había asegurado de cerrar la puerta con llave. Era una incógnita, pero de fácil respuesta: su edad. Ya estaba demasiado viejo para verificar todos los detalles, y siempre la música lo tenía hipnotizado, manipulando sus recuerdos. Pero, ¿y si en verdad cerró la puerta? La niña no superaba los nueve años de edad. Y ni siquiera se ve lo bastante inteligente para, digamos, abrir la puerta de otras maneras. Las reflexiones del músico sólo lo hicieron enfurecer más.
   Y la niña seguía jugando con el arco y el violín, con esa manía que tienen los niños de tocar todo con sus propias manos.
   Vaya burla. A sus años, y tras haber conocido los mayores observatorios de música, codearse con los renombrados compositores (algunos nominados al Oscar), y disfrutar de la sociedad de etiqueta, es intolerable ser paciente con una niña de nueve años que no tiene buenos modales, como por ejemplo, tocar la puerta. Y ya no digamos interrumpir el flujo de sonidos y pausas que el músico había construido con las musas, y que lo había consagrado con los pilares estéticos del universo. Se sentía como un arquitecto, y en cierta parte lo era; Goethe había definido la arquitectura como música congelada. Y esta niña viene, como un curioso y risueño clímax de Tchaikovski, específicamente en The Dance of the Sugar Plum Fairy, para cometer su travesura melódica.
   En ese momento la niña dejó de tocar. Y observó de reojo al músico, exasperado. La niña sonrió con picardía, tomó aire, y en un arrebato impulsivo asió con fuerza el arco y comenzó a rasgar el violín con inusitada fuerza y frenesí, para trazar la melodía de Rhapsody in Blue de Gershwin. Cerraba los ojos y apretaba los labios, mientras su brazo izquierdo parecía tener vida propia y con su vida resucitaba al violín para crear aquella endiablada y radiante melodía.
   El músico pareció perder contacto con la realidad durante unos segundos, y después, recobró el color. Y fue cuando lo entendió todo.
   ¡La niña lo estaba desafiando!                                  
   El músico alzó un dedo de advertencia, esperó su entrada y contraatacó: color, ritmo, vibración, fuerza. Al ritmo de la melodía de Gershwin, usada en la película Manhattan de Woody Allen, el pianista siguió en el discurso musical de la niña, demostrando su poderío. La niña dejó de tocar, porque sabía que seguía el solo del piano: y alzando las cejas, con un dejo de grandeza, el pianista hizo de las suyas con la rapsodia, improvisando en ciertas partes pero nunca fallando en una sola nota. Se sabía aquella canción de memoria. La había tocado en una universidad de Estados Unidos, para demostrar su maestría. Cuando acabo de tocarla, los aplausos de los estudiantes no se hicieron esperar. El músico sonrió aquella vez de oreja a oreja. Pero ahora sonreía sólo usando los labios, desbordando confianza y superioridad.
   Era el momento de entrar de la niña, y ella no lo decepcionó; entró en el tiempo exacto. Ahora ambos tocaban, inundando el escenario con aquella melodía festiva y mordaz. Si hubiera espectadores, todos ahora estarían estupefactos por la perfecta ejecución de aquellos exponentes, y más aún si se enteraban que fue sin previo ensayo. Pero no había espectadores. Y eso era lo mejor.
   La canción estaba a punto de terminar, y el pianista la dejó volar en el aire unos momentos, rematando en los momentos adecuados. La niña lo observaba con ojos de admiración. El pianista se sentía regocijado, exponiendo su talento ante una precoz criatura. Quizás se convierta en su modelo a seguir. El pianista terminó con un ritardando, que no está en la canción original. Al concluir, el músico sonrió y abrió los ojos, preparado para escuchar aquel aplauso infantil.
   No hubo ninguno.
   La niña se limitó a mirarlo, e hizo de nuevo aquella pícara y retadora sonrisa. El músico borró su sonrisa de golpe. Estaba sorprendido. Y a continuación quedó más sorprendido cuando escuchó que la niña estaba tarareando. Ni más ni menos que el compás de la caja orquestal que marcaba el ritmo del Bolero de Ravel. Con su dulce y aguda vocecilla, tarareaba sin error aquel ritmo. A veces lo acompañaba con una pisada firme a las tablas con su zapatito negro. Imperturbable, la niña comenzó a tocar el violín en la entrada exacta.
   Esto se había convertido en un duelo de proporciones épicas. El músico sabía que no había piano en aquel bolero (aunque ciertos directores lo agregaban), así que de antemano, tenía las de perder. Pero eso no era excusa. No para él, que se ha instruido en las más grandes academias de música del mundo, y que le han inculcado mil veces la frase repetida hasta la saciedad de Tolstoi: La música es la taquigrafía de la emoción. “Amigos míos” pensaba el músico, “ustedes, espíritus invisibles que me han oído tocar desde que tenía la edad de esta curiosa niña, en un piano de juguete, sean amables de escucharme en ésta, mi ejecución triunfal, mi reivindicación… una innecesaria por cierto”.
   El músico esperó y entró con éxito en la melodía principal del bolero. El piano y el violín le conferían una connotación romántica a aquella canción. El hombre y la niña se dejaron llevar por aquella obsesiva melodía. La niña no dejaba de tararear mientras tocaba, marcando así el ritmo de la canción. Ambos trabajaban en equipo, enfrascados en sus respectivos instrumentos, sin que nadie ni nada los perturbara. No espectadores. No aplausos. Sencillamente se trataba de una guerra declarada, por amor a un arte que las dos generaciones adoraban. Era la destilación de lo épico.
   En ese momento, la niña se equivocó de tono. Aquella aberración al oído provocó dolor en el músico, y a la vez, satisfacción. La niña reparó en el error, y trató de recobrarse, pero era cómo tratar de salir del agua sin estar empapado. El músico trato de mantener la herida melodía, y la niña continuó con el bolero. Todo siguió su curso hasta que la niña entró en un estado de inusitado vigor y realizó movimientos de improvisación, de los cuales Ravel se habría puesto a revolcarse en la tumba, en opinión del músico. “Qué vulgar” pensó el pianista, quien dejo de tocar porque aquella desairada melodía de la niña se lo impedía. Había roto el orden, había desvanecido la magia, y todo por su afán de reparar el error anteriormente cometido. “No se puede tapar un agujero creando otro agujero”, pensó el músico. Él suspiró y espero cansado a que la niña se diera cuenta de su equivocación. La niña sostuvo por un momento un do mayor, y observó de reojo al músico, con rostro de desaprobación. La niña se detuvo al instante, y bajó sus brazos, derrotada. Parecía a punto de llorar. El músico sonrió, y alzó una mano en ademán de que la niña lo esperara. Estiró sus brazos, flexionó sus dedos hasta crujir sus huesos, y comenzó a tocar con agilidad y parsimonia el fragmento principal y universalmente conocido del Clair de Lune de Debussy. Era algo tan hermoso que, en opinión del músico,  tiene la capacidad de devolver el sentido del oído a los sordos. Algo tan bello que las gotas de lluvia se organizan entre sí para caer al suelo al son de la melodía. Algo tan prodigioso, tan redentor, tan liberador, que si se le entrega a Dios esa música en espera del perdón de la humanidad, Dios, con una sonrisa, perdonaría. Todo eso opinaba el músico de aquella pieza tan tierna y perfecta de Debussy. El pianista terminó, esta vez poniéndose de pie para recibir el caluroso aplauso.
   Lo único que recibió fue el silencioso llanto de la niña.
   El pianista borró su sonrisa y se sentó de nuevo. Lo había tratado todo. Se había embarcado en aquel desafío porque creyó por un momento que era una batalla contra el destino. No se trataba de la niña, se trataba de sus ideales, de todos los conocimientos que había adquirido por la música. Creyó por un instante que la vida le había ofrecido la oportunidad de redimirse. Pero, al final, se trataba sólo de una niña berrinchuda, una niña que esperaba opacar al más grande músico de todos los tiempos. ¡Qué osadía!, pensó el músico.
   El músico miró esperanzado a las butacas, en busca de un testigo de esta interesante guerra. No lo había, y nunca lo habrá. Decepcionado, el músico se puso de pie, se inclinó ante la niña, y comenzó a caminar hacia la gradería, dándole la espalda a la niña.
   Pero la niña no había tenido suficiente, y comenzó a rasgar el violín de nuevo. Fue estremecedor. El hombre volteó de nuevo, tratando de recordar aquella melodía entre todo el catálogo de su memoria musical. No la había escuchado en su vida. Era una melodía fervorosa, ardiente, lenta pero impaciente por estallar. El músico entornó sus ojos, de pie en el pasillo de la gradería. La niña, aún con lágrimas en las mejillas, cerraba los ojos y se dejaba llevar por su espontánea creación. El músico dudó en subir al escenario o no. La niña lo estaba desafiando de nuevo. “Tengo que acompañarla” pensó el músico, “pero no para ayudarla, sino para vencerla”. El músico se sintió tentado en subir a la tarima, pero algo le detenía. Era aquella ferviente melodía, que parecía retenerlo en su lugar, acorralarlo. No lo hipnotizaba, sólo lo detenía. “Además” pensó el músico, “si agrego piano a esa melodía sonaría como si lo agregaran a la fuerza, y eso automáticamente me haría perder.”
   La niña, sin quererlo, había encontrado la trampa perfecta. Era la idolatría del pianista a las fuerzas superiores de la música; la música manda, el flautista de Hamelín universal reinaba en los corazones de los hombres y ellos lo obedecían. Era simple: Dios es música. Y los hombres lo veneran, le hacen tributo, tratan de imitarlo para preservar su posición en la Tierra. Pero era inútil. Y el músico siempre había llegado a esa conclusión, al final de toda su sabiduría: la música es el intento del hombre de igualarse a Dios. Pero por más que él lo intentara, nunca concretaba su cometido. Siempre faltaba poco para llegar a Él. Y el músico así había vivido, sumiso en los placeres que la Tierra le daba, resignado a que los placeres divinos no llegaban.
   En ese momento, la niña viró en su melodía para llegar a un crescendo inesperado: y la melodía estalló. Y el corazón del pianista, del músico, del hombre, se sobrecogió. No entendía lo que ocurría. Esa niña estaba tocando algo que en ese mismo momento concebía, parecía que lo tocaba auxiliada por el mismo Dios. Lo tocaba con el corazón, al igual que el hombre, pero en su inocencia radicaba la pureza y la genialidad misma. El hombre no tuvo otro consuelo que dejarse embelesar por la música sin complejos de la niña, una canción genuina que absorbía todas las intenciones de todas las canciones de la tierra. Y el hombre cayó en la cuenta.
      La más maravillosa e indestructible de las artes. La Música. Y de ella se empapó, de ella se nutrió y se encaprichó, se convirtió en su mejor amiga, una amiga a veces traidora pero muy persuasiva. El músico se ha enamorado de muchas mujeres pero sólo había un amor en su vida y era ella.
   La niña era la Música. ¿No era así? El músico, henchido de emoción, soltó unas lágrimas de arrepentimiento. Llego para decirle al hombre, que, en realidad…
   No conocía nada.
   La niña no había terminado de tocar y el hombre irrumpió en aplausos, en una sonrisa radiante y esplendorosa. Una sonrisa que demostraba que el hombre había alcanzado la felicidad. Con lágrimas en los ojos, el hombre se inclinó ante la niña, quién no se inmutaba ante los aplausos; mantenía los ojos cerrados, concentrada en su música.
   El hombre ahora lo entendía; él era el Público.
   En ese momento, una mujer irrumpe en el lugar, abriendo las puertas del recinto de par en par. Se notaba tensa y preocupada. La niña dejó de tocar al instante.
   -¡Hija, ven aquí! –gritó la mujer. Alarmada, la niña me miró de reojo, y gruñó frustrada. Guardó el arco y el violín en el estuche y bajó del escenario hasta llegar con su madre. La mujer siguió reprendiendo a la niña una vez que cerró la puerta, y yo todavía escuchaba sus regaños. “Ahora comprendo” pensó el músico, al tiempo que suspiraba y sonreía.                      

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