El músico más grande
de todos los tiempos sintió la electricidad en sus manos y comenzó a tocar el
piano; tocaba con la pasión de los enamorados deseosos por jugar, la pasión de
los prisioneros exhaustos por luchar. El nombre de la canción era irrelevante,
era simplemente una canción genuina que absorbía todas las intenciones de todas
las canciones de la tierra. El hombre ni siquiera miraba con fijeza las teclas,
a veces volteaba de reojo a la puerta del teatro o cerraba los ojos siguiendo
el camino con el corazón. No había nada que el músico no conociera, y si acaso
se topaba con algo que él no conocía, lo investigaba con música. Porque en su reservada
y presuntuosa opinión, no había nada que la música no pueda descifrar. La
música, en sus palabras, era “un método
para descubrir el ritmo cardíaco del universo y diagnosticar el estado anímico
de la naturaleza”. Eso era, pues, más allá de todas las pausas, de los tonos,
los silencios, los contrastes, las altas y las bajas… Todo ello era un viaje,
según el músico, un sencillo viaje armónico en
busca de lo que se ha perdido o lo que nunca se ha encontrado.
El hombre respiró y se detuvo por un
instante.
Reflexionó, y luego, continuó tocando.
Se trataba del mismísimo director del
colegio de música, un experimentado pianista que ha tocado en las filarmónicas
más ilustres del mundo. Él ha sabido gozar de sus logros y se ha deleitado con
lujos, con placeres mundanos y accesibles sólo para privilegiados. Un buffet de
satisfacciones delicatessen, ya sea una cena suculenta, un hospedaje en un
hotel cinco estrellas con vista panorámica, en Mónaco o en Lisboa, en Singapur
o Dubái. O el roce de una mujer encantada de entregarse a los roces voluptuosos
de un ágil músico. Al pianista le fascina tocar a la mujer como se toca a un
Stradivarius, o con la delicadeza de un Nocturno de Chopin, ambicionando llegar
al clímax, el crescendo de sus vidas en una noche. Un capriccio para ser
exactos. El era un hombre de mundo, que
no tiene prisa por recorrer la galería de singularidades que el mundo le puede
entregar. Él, en sí mismo, era una singularidad.
Era la soledad lo que más disfrutaba.
Añoraba esta clase de momentos, haciéndole el amor al piano en aquél escenario,
libre de espectadores. Adora la lisonja pero la gloria de un músico es antecederse
a los aplausos y permitir un homenaje privado al mundo en un espacio cerrado.
Así era como él pensaba, y ahora, este escenario era para él como un
laboratorio para un científico.
Continuó tocando, sin noción del tiempo o de
la canción que tocaba. Así podían transcurrir las horas, y él con cada tecla
hechizaba las manecillas del reloj. No había nada de qué preocuparse, él
estudiaba el mundo y la vida a través de la música y su experiencia lo había
hecho un gran músico y un gran hombre, porque en su opinión, lo conocía todo.
Fue en ese momento cuando entró la niña.
El músico interrumpió su balada para verla.
Estaba de pie en el iluminado umbral, cargando un estuche de violín en su
espalda. Su aspecto era inocente, cabello rubio peinado en dos colas, dientes
de leche, manos de muñeca. Sin decir palabra alguna, vio al pianista, y cerró
la puerta detrás de sí. El pianista tampoco dijo nada. Sólo la vio acercarse,
bajando una escalinata y atravesando el pasillo central de la gradería. Subió
las tres escaleras para llegar al escenario, y posó su vista en el músico.
El músico iba a decir algo, abrió la boca,
y… No dijo nada. Se sentía invadido. Su espacio personal había sido violado, su
magia se había desaparecido. De su música no quedaban ni los ecos. Había
perdido el contacto con la armonía de los cuerpos celestes. Pensó en
enfurecerse, pero luego se calmó, respirando hondo. La niña no dejaba de verlo,
a él y al piano de cola. Después de un silencio, la niña posó en el suelo su
estuche y sacó de él un reluciente violín y un arco. Levantó ambos y le dirigió
una sonrisa al músico. Éste estaba intrigadísimo. ¿La niña pretendía tocar con
él? “¿Acaso sabe quién soy yo?” se preguntaba el músico. “¿Y sus padres? ¿Dónde
están sus padres? Pero sobre todo, ¿sabrá tocar?”
La niña alzaba las cejas, sonriendo, en
busca de la aprobación del músico. Después de dudarlo un momento, el músico
suspiró fatigado y le dio a la niña una sonrisa condescendiente. “Sí”. No
esperaba nada en especial, sólo quería averiguar la ejecución de la niña. No
había nada que perder.
Señaló a la niña y le hizo un ademán para
que comenzara. Debía calentarse primero. La niña comprendió, y con la mano
derecha posó el violín en aquel brazo, y con la mano izquierda tomó el arco.
Frunció el ceño, buscando en su memoria que cuerda tocar. Rasgó el violín,
cuerda tras cuerda. El músico comprobó que su violín estaba afinado. De do
saltaba a fa, y a mí, y luego a re… Parecía que sólo estaba jugando con el violín.
El músico, que conocía todo de manera empírica y sin metrónomo, pensó que le
estaban jugando una broma. Era ella la que lo engañaba. La niña se limitaba a
cerrar los ojos, haciendo una, al parecer, involuntaria parodia del músico. El
pianista frunció el ceño, y se preguntaba cómo, para empezar, había entrado la
niña si él se había asegurado de cerrar la puerta con llave. Era una incógnita,
pero de fácil respuesta: su edad. Ya estaba demasiado viejo para verificar
todos los detalles, y siempre la música lo tenía hipnotizado, manipulando sus
recuerdos. Pero, ¿y si en verdad cerró la puerta? La niña no superaba los nueve
años de edad. Y ni siquiera se ve lo bastante inteligente para, digamos, abrir
la puerta de otras maneras. Las reflexiones del músico sólo lo hicieron
enfurecer más.
Y la niña seguía jugando con el arco y el
violín, con esa manía que tienen los niños de tocar todo con sus propias manos.
Vaya burla. A sus años, y tras haber
conocido los mayores observatorios de música, codearse con los renombrados
compositores (algunos nominados al Oscar), y disfrutar de la sociedad de
etiqueta, es intolerable ser paciente con una niña de nueve años que no tiene
buenos modales, como por ejemplo, tocar la puerta. Y ya no digamos interrumpir
el flujo de sonidos y pausas que el músico había construido con las musas, y
que lo había consagrado con los pilares estéticos del universo. Se sentía como
un arquitecto, y en cierta parte lo era; Goethe había definido la arquitectura
como música congelada. Y esta niña viene, como un curioso y risueño clímax de
Tchaikovski, específicamente en The Dance of the Sugar Plum Fairy, para cometer
su travesura melódica.
En ese momento la niña dejó de tocar. Y
observó de reojo al músico, exasperado. La niña sonrió con picardía, tomó aire,
y en un arrebato impulsivo asió con fuerza el arco y comenzó a rasgar el violín
con inusitada fuerza y frenesí, para trazar la melodía de Rhapsody in Blue de
Gershwin. Cerraba los ojos y apretaba los labios, mientras su brazo izquierdo parecía
tener vida propia y con su vida resucitaba al violín para crear aquella
endiablada y radiante melodía.
El músico pareció perder contacto con la
realidad durante unos segundos, y después, recobró el color. Y fue cuando lo
entendió todo.
¡La niña lo estaba desafiando!
El músico alzó un dedo de advertencia,
esperó su entrada y contraatacó: color, ritmo, vibración, fuerza. Al ritmo de
la melodía de Gershwin, usada en la película Manhattan de Woody Allen, el
pianista siguió en el discurso musical de la niña, demostrando su poderío. La
niña dejó de tocar, porque sabía que seguía el solo del piano: y alzando las
cejas, con un dejo de grandeza, el pianista hizo de las suyas con la rapsodia,
improvisando en ciertas partes pero nunca fallando en una sola nota. Se sabía
aquella canción de memoria. La había tocado en una universidad de Estados
Unidos, para demostrar su maestría. Cuando acabo de tocarla, los aplausos de
los estudiantes no se hicieron esperar. El músico sonrió aquella vez de oreja a
oreja. Pero ahora sonreía sólo usando los labios, desbordando confianza y
superioridad.
Era el momento de entrar de la niña, y ella
no lo decepcionó; entró en el tiempo exacto. Ahora ambos tocaban, inundando el
escenario con aquella melodía festiva y mordaz. Si hubiera espectadores, todos
ahora estarían estupefactos por la perfecta ejecución de aquellos exponentes, y
más aún si se enteraban que fue sin previo ensayo. Pero no había espectadores.
Y eso era lo mejor.
La canción estaba a punto de terminar, y el
pianista la dejó volar en el aire unos momentos, rematando en los momentos
adecuados. La niña lo observaba con ojos de admiración. El pianista se sentía
regocijado, exponiendo su talento ante una precoz criatura. Quizás se convierta
en su modelo a seguir. El pianista terminó con un ritardando, que no está en la
canción original. Al concluir, el músico sonrió y abrió los ojos, preparado
para escuchar aquel aplauso infantil.
No hubo ninguno.
La niña se limitó a mirarlo, e hizo de nuevo
aquella pícara y retadora sonrisa. El músico borró su sonrisa de golpe. Estaba
sorprendido. Y a continuación quedó más sorprendido cuando escuchó que la niña
estaba tarareando. Ni más ni menos que el compás de la caja orquestal que
marcaba el ritmo del Bolero de Ravel. Con su dulce y aguda vocecilla, tarareaba
sin error aquel ritmo. A veces lo acompañaba con una pisada firme a las tablas
con su zapatito negro. Imperturbable, la niña comenzó a tocar el violín en la
entrada exacta.
Esto se había convertido en un duelo de
proporciones épicas. El músico sabía que no había piano en aquel bolero (aunque
ciertos directores lo agregaban), así que de antemano, tenía las de perder.
Pero eso no era excusa. No para él, que se ha instruido en las más grandes
academias de música del mundo, y que le han inculcado mil veces la frase
repetida hasta la saciedad de Tolstoi: La música es la taquigrafía de la
emoción. “Amigos míos” pensaba el músico, “ustedes, espíritus invisibles que me
han oído tocar desde que tenía la edad de esta curiosa niña, en un piano de juguete,
sean amables de escucharme en ésta, mi ejecución triunfal, mi reivindicación…
una innecesaria por cierto”.
El músico esperó y entró con éxito en la
melodía principal del bolero. El piano y el violín le conferían una connotación
romántica a aquella canción. El hombre y la niña se dejaron llevar por aquella
obsesiva melodía. La niña no dejaba de tararear mientras tocaba, marcando así
el ritmo de la canción. Ambos trabajaban en equipo, enfrascados en sus
respectivos instrumentos, sin que nadie ni nada los perturbara. No
espectadores. No aplausos. Sencillamente se trataba de una guerra declarada,
por amor a un arte que las dos generaciones adoraban. Era la destilación de lo
épico.
En ese momento, la niña se equivocó de tono.
Aquella aberración al oído provocó dolor en el músico, y a la vez,
satisfacción. La niña reparó en el error, y trató de recobrarse, pero era cómo
tratar de salir del agua sin estar empapado. El músico trato de mantener la
herida melodía, y la niña continuó con el bolero. Todo siguió su curso hasta
que la niña entró en un estado de inusitado vigor y realizó movimientos de
improvisación, de los cuales Ravel se habría puesto a revolcarse en la tumba, en
opinión del músico. “Qué vulgar” pensó el pianista, quien dejo de tocar porque
aquella desairada melodía de la niña se lo impedía. Había roto el orden, había
desvanecido la magia, y todo por su afán de reparar el error anteriormente
cometido. “No se puede tapar un agujero creando otro agujero”, pensó el músico.
Él suspiró y espero cansado a que la niña se diera cuenta de su equivocación.
La niña sostuvo por un momento un do mayor, y observó de reojo al músico, con
rostro de desaprobación. La niña se detuvo al instante, y bajó sus brazos,
derrotada. Parecía a punto de llorar. El músico sonrió, y alzó una mano en
ademán de que la niña lo esperara. Estiró sus brazos, flexionó sus dedos hasta
crujir sus huesos, y comenzó a tocar con agilidad y parsimonia el fragmento
principal y universalmente conocido del Clair de Lune de Debussy. Era algo tan
hermoso que, en opinión del músico,
tiene la capacidad de devolver el sentido del oído a los sordos. Algo
tan bello que las gotas de lluvia se organizan entre sí para caer al suelo al
son de la melodía. Algo tan prodigioso, tan redentor, tan liberador, que si se
le entrega a Dios esa música en espera del perdón de la humanidad, Dios, con
una sonrisa, perdonaría. Todo eso opinaba el músico de aquella pieza tan tierna
y perfecta de Debussy. El pianista terminó, esta vez poniéndose de pie para recibir
el caluroso aplauso.
Lo único que recibió fue el silencioso
llanto de la niña.
El pianista borró su sonrisa y se sentó de
nuevo. Lo había tratado todo. Se había embarcado en aquel desafío porque creyó
por un momento que era una batalla contra el destino. No se trataba de la niña,
se trataba de sus ideales, de todos los conocimientos que había adquirido por
la música. Creyó por un instante que la vida le había ofrecido la oportunidad
de redimirse. Pero, al final, se trataba sólo de una niña berrinchuda, una niña
que esperaba opacar al más grande músico de todos los tiempos. ¡Qué osadía!,
pensó el músico.
El músico miró esperanzado a las butacas, en
busca de un testigo de esta interesante guerra. No lo había, y nunca lo habrá.
Decepcionado, el músico se puso de pie, se inclinó ante la niña, y comenzó a
caminar hacia la gradería, dándole la espalda a la niña.
Pero la niña no había tenido suficiente, y
comenzó a rasgar el violín de nuevo. Fue estremecedor. El hombre volteó de
nuevo, tratando de recordar aquella melodía entre todo el catálogo de su
memoria musical. No la había escuchado en su vida. Era una melodía fervorosa,
ardiente, lenta pero impaciente por estallar. El músico entornó sus ojos, de
pie en el pasillo de la gradería. La niña, aún con lágrimas en las mejillas,
cerraba los ojos y se dejaba llevar por su espontánea creación. El músico dudó
en subir al escenario o no. La niña lo estaba desafiando de nuevo. “Tengo que
acompañarla” pensó el músico, “pero no para ayudarla, sino para vencerla”. El
músico se sintió tentado en subir a la tarima, pero algo le detenía. Era
aquella ferviente melodía, que parecía retenerlo en su lugar, acorralarlo. No
lo hipnotizaba, sólo lo detenía. “Además”
pensó el músico, “si agrego piano a esa melodía sonaría como si lo agregaran a
la fuerza, y eso automáticamente me haría perder.”
La niña, sin quererlo, había encontrado la
trampa perfecta. Era la idolatría del pianista a las fuerzas superiores de la
música; la música manda, el flautista de Hamelín universal reinaba en los
corazones de los hombres y ellos lo obedecían. Era simple: Dios es música. Y
los hombres lo veneran, le hacen tributo, tratan de imitarlo para preservar su
posición en la Tierra. Pero era inútil. Y el músico siempre había llegado a esa
conclusión, al final de toda su sabiduría: la música es el intento del hombre
de igualarse a Dios. Pero por más que él lo intentara, nunca concretaba su
cometido. Siempre faltaba poco para llegar a Él. Y el músico así había vivido,
sumiso en los placeres que la Tierra le daba, resignado a que los placeres
divinos no llegaban.
En ese momento, la niña viró en su melodía
para llegar a un crescendo inesperado: y la melodía estalló. Y el corazón del
pianista, del músico, del hombre, se sobrecogió. No entendía lo que ocurría.
Esa niña estaba tocando algo que en ese mismo momento concebía, parecía que lo
tocaba auxiliada por el mismo Dios. Lo tocaba con el corazón, al igual que el
hombre, pero en su inocencia radicaba la pureza y la genialidad misma. El
hombre no tuvo otro consuelo que dejarse embelesar por la música sin complejos
de la niña, una canción genuina que absorbía todas las intenciones de todas las
canciones de la tierra. Y el hombre cayó en la cuenta.
La
más maravillosa e indestructible de las artes. La Música. Y de ella se empapó,
de ella se nutrió y se encaprichó, se convirtió en su mejor amiga, una amiga a
veces traidora pero muy persuasiva. El músico se ha enamorado de muchas mujeres
pero sólo había un amor en su vida y era ella.
La niña era la Música. ¿No era así? El
músico, henchido de emoción, soltó unas lágrimas de arrepentimiento. Llego para
decirle al hombre, que, en realidad…
No conocía nada.
La niña no había terminado de tocar y el
hombre irrumpió en aplausos, en una sonrisa radiante y esplendorosa. Una
sonrisa que demostraba que el hombre había alcanzado la felicidad. Con lágrimas
en los ojos, el hombre se inclinó ante la niña, quién no se inmutaba ante los
aplausos; mantenía los ojos cerrados, concentrada en su música.
El hombre ahora lo entendía; él era el Público.
En ese momento, una mujer irrumpe en el
lugar, abriendo las puertas del recinto de par en par. Se notaba tensa y
preocupada. La niña dejó de tocar al instante.
-¡Hija, ven aquí! –gritó la mujer. Alarmada,
la niña me miró de reojo, y gruñó frustrada. Guardó el arco y el violín en el
estuche y bajó del escenario hasta llegar con su madre. La mujer siguió
reprendiendo a la niña una vez que cerró la puerta, y yo todavía escuchaba sus
regaños. “Ahora comprendo” pensó el músico, al tiempo que suspiraba y sonreía.
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