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de octubre del año presente.
Querido
lector:
La
música siempre estuvo ahí. Es el transporte de mis recuerdos, me cierra los
ojos y me viene diciendo todo desde la infancia. Es mi sensibilidad. Nada me
duele más que un acorde inoportuno, una voz deficiente o una melodía
desaprovechada. Uno de mis sueños recurrentes es flotar encerrado en una
burbuja y perpetuar en mis oídos cada sonido de la voraz oscuridad que se
empeña en acabar con las leves melodías de la inocencia y la curiosidad. Esta
carta va dirigida para ti, lector desconocido, que habrás encontrado este texto
abandonado en un buzón que yo habré elegido al azar, en uno de mis tantos
paseos diarios antes de ir a desayunar en un comedor colectivo. No quiero
conocerte, pero quiero que tú me conozcas; quiero revelarte todos los misterios
que alguna vez protegí con cuidado, y que seas testigo de una historia que
pronto será despreciada por los futuros medios de comunicación. Sé que tienes
tiempo para leer mi carta, pues la televisión dejó de funcionar hace dos años,
y ningún altavoz funciona correctamente; el silencio se ha apoderado del
planeta tierra, y los únicos sonidos permitidos por este reino tenebroso son
los relámpagos y los cantos de la naturaleza. Bien, lo admito, tengo problemas
para ser sencillo en mis versos, parece que cada cosa que describo tiene un
aire de majestuosidad. Por ejemplo, si voy al baño a orinar, lo describiría
como un ritual obsceno y primitivo que se asemeja a una danza fluvial de la
calamidad. ¡Ni siquiera tiene sentido! ¿Y si describo la masturbación? Creo que
la compararía a un juego de calidad freudiana que consiste en tirar con
insistencia tu masculinidad hasta hacerle cosquillas a la muerte para recibir
éxtasis pecaminoso y demente. Si lo haces bien. Qué grotesco. Lo siento. Sólo
quiero agregarle un poco de belleza a mi pequeña vida.
Quiero contarte mi historia porque sé que
será de tu agrado; no por mí, claro, sino por el carácter insólito de la
historia en sí. Siempre que la cuento, mis nómadas escuchas me ven con cara de
perplejidad. No voy a tardar mucho, soy breve, entiendo que tu vida es
importante y gastar el tiempo leyendo el cuento de un joven freak y con sentimientos solitarios no
es lo que tienes en mente en tu milimétricamente cuidada vida. Por eso seré lo
más exacto posible, y voy a limitarme en mis datos, daré nombres falsos y
fechas erróneas. Tampoco describiré físicamente a mis familiares o amigos, pues
aquello sería una gran imprudencia. Por supuesto que no te daré ni un detalle
de mi apariencia. No quiero que me conozcas, deseo preservar mi anonimato. Pero
cuidado: ésta historia te hará levantarse de tu asiento, buscarme con tus
modernos localizadores y una vez que me encuentres, despedazarme lentamente
hasta que no quede huella de que yo, Noé, pisé esta tierra.
Nací un fatídico (Oh sí) trece de octubre de
1991, y mi mamá esperaba que yo tuviera retraso mental debido a que bebió
litros de alcohol accidentalmente en los primeros meses de embarazo. Nací con
los ojos bien abiertos, conscientes del nuevo mundo que habría que cambiar. Mi
mamá cuidaba con esmero mi blanda cabeza, y miraba con recelo la lente de la
cámara con la que papá tomaba fotografías. Mi mamá después se aligeró, y a mi
papá se le ocurrió una idea brillante y absurda:
-Pongamos música.
Y en esos tiempos no existían los iPods, así
que se las ingenió con las circunstancias de su tiempo y extrajo de su mochila
una radio portátil y de pilas, tan diminuta que bien podía ocultarse con un
puño. Las bocinas eran tan minúsculas que bien podían ser audífonos, y que ese
artefacto estaba pensado para ser un llavero. Tal excentricidad sólo pudo ser
fabricada en una década tan loca y próspera como aquella. Mi papá encendió a
escondidas aquel aparato y estableció la frecuencia de una radio tan
alternativa, tan pero que tan alternativa que se imponía contra los artistas
plásticos del momento (en ese momento de plástico, ahora son de hule o látex o
qué sé yo) y sólo colocaban Música. Sí, así con mayúsculas. El caso es que la
canción que habían elegido reproducir en ese momento definitorio de la familia,
a tan sólo horas de que yo había nacido, fue “Non, Je Ne Regrette Rien” de
Edith Piaf. No, nada de nada. No lamento
nada. Ni el bien que me han hecho. Ni el mal, ¡todo me da igual! Mi mamá me
mecía con cuidado y las enfermeras nos veían despectivamente desde un pasillo,
mientras la Gorrión exclamaba que le importa un bledo el pasado. Justamente eso
pasaba en mi familia. Tanta miseria que les había dado de regalo el mundo fue
desterrada la noche que yo llegué a casa, cuando mi abuela me atiborró de besos
y me dio mis primeros baños. La música siempre estuvo presente. Si no era de
nuevo Edith Piaf, era Salieri, Bach, Vivaldi o Paganini. Me vestían con mucho
cuidado, olvidaron darle de comer a Roy (un cachorro bulldog que nació una
semana antes que yo), no encendieron la televisión por más de una semana, y
asistieron sólo una vez al teatro. El promedio era una obra de teatro cada
cinco días, y en ese mes sólo fueron a una. No les importó que llorara en plena
función, en plena declamación de lady Windermere. ¡Vaya, se sabían de memoría
ciertos diálogos debido a que asistían más de una vez a una función! ¡Y es que
no había suficientes obras de teatro en la ciudad para satisfacer su demanda!
Mis papas eran unos verdaderos theatre-lovers.
Bueno, ya estoy divagando. Dije que sería
breve, y ya los veo bostezando. Lo siento, lo hago porque ya no tengo a nadie
con quien hablar y tengo un tic: busco que me quieran. De seguro ya les caigo
mal.
Está bien, me adelantaré hasta llegar a un
acontecimiento importante. Ya no les contaré el trágico mes del aborto de mi
mamá o la curiosa intervención de mi abuela en un secretísimo intento para
golpear el estado (¿O sólo se dice golpe de estado? Lo que sea, el estado
siempre está golpeado). A los cuatro años, entré a una guardería. Mis papas se
negaron a educarme en preescolares; confiaban más en sus propios conocimientos
que en los de maestros inexpertos. Además, me inyectaron dosis de teatralidad
con sus efusivas declamaciones de los más reconocidos clásicos infantiles:
leían con dramatismo a Blancanieves, a El Patito Feo, a Hansel y Gretel. Una
que otra vez representaron una obra en mi dormitorio; se metieron tanto en el
papel que mi madre lloró por días los sufrimientos de Cenicienta…
Cómo les decía, entré a una guardería,
reservada para los trabajadores de un sindicato de profesores, como mis papás.
Parecía una gran casa habitada sólo por niños, que subían y bajaban las
escaleras dando saltos, y rayaban las paredes blancas con gises de colores.
Recuerdo los altavoces enormes pegados a la pared, que siempre reproducían
canciones infantiles en un bucle que parecía desesperar a todas las niñeras que
nos cuidaban: mujeres, ninguna mayor de treinta años, que vestían uniformes
azules y nos cuidaban, cada quien a su manera. Yo veía con perspicacia a todos
los niños, y ellos me miraban con odio. Y me odiaban con una intención tan extrema
que seguramente de grandes recordaran sus primeras intenciones de odio con
ternura y asociarían mi rostro. ¡Ay, pobre niño al que odiábamos! Ese niño,
debido a esas inquisitivas miradas, es ahora bastante tímido. Bueno, lo que sucedió
en esas fechas era que la mujer que nos cuidaba en las primeras horas de la
mañana, Natalia, lloraba sin razón aparente. Ella siempre se sentaba en la
misma silla de madera para ver la televisión, mientras nosotros corríamos por
toda la casa de dos pisos, destrozábamos los cuadernos y dibujábamos en el
piso. Natalia era la responsable de vigilarnos desde las ocho de la mañana
hasta las once; ella sola, pues sus compañeras de trabajo nunca llegaban
temprano; y cuando lo hacían, tenían los ojos rojos y su aliento era horrible. Natalia siempre las regañaba, y siempre les
recalcaba su imprudencia pues ellas iban a fiestas a altas horas de la
noche. A veces Natalia desahogaba su
enojo a través de los golpes que les daba a otros niños; a mí nunca me pegó. Me
miraba y pensaba: “Ese niño ya está muy golpeado en su casa” y se iba. Por eso,
yo quería ayudarla, ya no quería verla llorar.
Recordé entonces que todos los días que mi
abuela se ponía triste, ponía a Tito Puente en la grabadora y comenzaba a
bailar sola. Era divertido verla marcar el paso y mover los dedos al son de
esas canciones. Daban ganas de acompañarla. También veía a mis papas
sonrientes, incluso en aquellos momentos difíciles. No entendía que tan
difíciles, pero uno de niño se da cuenta. Así que llegue a las conclusiones que
esa música hace feliz a cualquiera, incluso a la mujer más infeliz del mundo.
Así que tomé prestado aquel disco, The Exciting Rhytim of Tito Puente, y lo
llevé debajo de mi camisa durante el trayecto en la camioneta, conducida por mi
mamá, hacia la guardería. Sí, yo sólo tenía cuatro años. ¿O cinco? No lo sé,
pero yo ya era ambicioso. Al llegar, y ver de nuevo a Natalia con su cara de
aburrida, sentada en la salita de recepción, y ajena al ajetreo en la enorme
sala de juegos destinada para nosotros; ella veía la televisión (el invento
soñado por el diablo y secretamente
concebido por Dios), y apenas notó que yo había llegado con un asentir de su
cabeza. Estaba sola de nuevo, sin sus supervisoras, como yo quería. Así que
rápidamente busqué un aparato reproductor de música, y lo encontré, oh sí,
sobre una silla. Mientras los niños se golpeaban entre sí, y las niñas cantaban
las mismas baladas que sus mamás cantaban en casa, yo coloqué con maestría aquel
disco en la grabadora, y apreté play.
Al instante sonaron los primeros compases de Oye cómo va. Todos de inmediato voltearon a verme, y supuse la reacción:
comenzarían a bailar como mi abuela, hechizados al son, oye cómo va, y Natalia
vendría conmigo y comenzaríamos a bailar. ¡Ah, quizás hasta me dé un beso! Sí,
creo que estaba enamorado de ella.
Sonreí, pero cuál fue mi sorpresa al ver que
todos no sólo me veían con odio. Ahora me veían con burla y asco, con
vergüenza. ¡Eran niños y ya sabían usar sus ojos para lastimar! ¡Querido
lector, yo no sabía hacer eso! Todos se abalanzaron sobre mí; me empujaban y se
reían, me decían cosas hirientes, incoherentes pero hirientes, tanto que ya mi
memoría las censuró para no lastimarme más. Natalia salió de su ensimismamiento
y al acercarse al lugar, sólo apagó la grabadora y se la llevó a otro lugar,
lejos de mi alcance. Fue su indiferencia lo que me hirió más.
Pero yo no me quise rendir. No después de
verla llorar con más intensidad, y a pesar de que yo también lloré por mis propias
causas, no quise desistir en ayudarla. ¿Qué podía hacer?
En mi siguiente cumpleaños, no sé si el
quinto o el sexto, al soplar las velas, pedí mi deseo. Los siguientes días
planeé mi nueva táctica. Me sequé las lágrimas y aprendí a atarme las agujetas
de mis zapatos, yo solo.
Y cuando llegué de nuevo a la guardería, en
los últimos días que me quedaban en ese lugar, miré a Natalia, pero no con
odio; la miré con intensidad. Concentración. Ella ni se daba cuenta, cuando un
día, sin más ni más, se apagó la televisión. Ella no se dio cuenta que lo hice
yo, con el poder de mi mente. Es ahora cuando usted, querido lector, tiene todo
el permiso del mundo para abandonar la lectura y dedicarse a ver las
repeticiones de sus programas favoritos guardados en las memorias de las
computadoras más resistentes, o componer una nueva canción ahora que ya no
existe la música como en aquellos días. Porque sé que es muy difícil de creer,
y muchos de mis escuchas al llegar a esta parte de mi relato me apelaban a todo
momento que soy un creído, y yo les contestaba que mis palabras algún día serán
dispersadas como la sal en los océanos. Muchos se iban. Siempre me pasa. Y
siempre me duele.
Volviendo al relato, les decía que apagué la
televisión con el poder de la mente. Desde que era niño sabía que eso se podía
hacer, porque nadie me lo negó, y yo nunca lo pregunté. La mujer se quedó
sorprendida, miró a su alrededor, y después posó su vista en mí. Sospechó de mí,
estoy casi seguro. Después, volvió a prender la televisión con el control
remoto que siempre tenía en las manos, se levantó, e hizo una de sus rondas por
la sala de juegos donde pasábamos el tiempo. Aprendí con el tiempo a manejar
esta habilidad. Cuando yo quería cambiaba de canal, subía el volumen. ¡Caray,
hasta podía hacerlo de espaldas! Bueno, lector, si no quieres que use la
inofensiva y sosa palabra “caray”, lo repito: ¡Mierda, hasta podía hacerlo de
espaldas!
Lo ensayé de nuevo. Llevé el disco de Tito
Puente y lo haría de nuevo. Pero esta vez sin ninguna necesidad de insertar el
disco. Es más, ni siquiera debía acercarme al aparato. Yo podía hacer esas
cosas porque en ningún momento alguien me dijo que no se podían hacer. Mi mamá
me dejó en la guardería como todos los días, y yo me senté en mi silla de
siempre, condesciendo los deseos de Natalia Si preguntan por qué no hablo de
mis compañeros, es porque nunca los conocí. Nadie me hablaba. Mejor para mí. Me
senté, como les dije, y los demás niños
me veían, reprobando mi soledad. Recorrí con mis pequeños dedos la portada del
disco. Observé de nuevo a Natalia. Pocas veces la vi sonreír; es más, creo que
ninguna vez hasta ese día. Enfoqué toda mi atención en la grabadora, recordando
como empieza la canción más famosa del rey del timbal. Pero después cambié de
opinión, y decidí mejor usar Ran Kan Kan.
Yo tenía una memoria musical
prodigiosa para mis seis años. Sin más ni más, sin necesidad de colocar el
disco compacto, se escucharon las trompetas iniciales de esa canción. Todos los
niños voltearon a verme, pero yo puse una sobreactuada cara de confusión, y
observé a su vez a Natalia, quien salía de la sala de recepción por dónde yo la
veía por una ventanilla, para observar la grabadora, a metros de distancia de
mis manos, en un aparador colocado muy lejos de cualquier mano infantil. Nos
vio a todos, y esta vez desconectó la grabadora. La música, por extraño que parezca,
no dejó de sonar. Natalia conectaba y desconectaba el enchufe con desconcierto.
Una mueca de terror cruzó su rostro, y dejó caer la grabadora al suelo. A pesar
del sonoro golpe de ésta contra el piso de baldosas azules, la grabadora
continuó imperturbable, reproduciendo la canción. Aún así, era diferente a la
versión original. Tenía ciertos ritmos que parecían provenir de mi imaginación,
percusiones trabajadas en mi cerebro. Era como si más bien la canción se
reprodujera en mi cerebro y se transmitiera a través de esas noventeras
bocinas. Los niños se asustaron y retrocedieron hasta estamparse a las paredes;
no vaya a ser música del diablo. Después, el compás se fue transformando, los
instrumentos fueron cambiando, las voces se distorsionaron y la canción sufrió
una metamorfosis: se convirtió en El
tiburón de Proyecto Uno. ¿Por
qué? Seguramente porque estaba fresca en mi memoría, y no me la podía quitar de
la cabeza. Sin poder evitarlo, comencé a mover mis pies al ritmo de esa
endiablada canción, y a parafrasear el cantante, incluso a imitar su voz. La
atención que recibía la grabadora fue paulatinamente a dar a mí. ¡No pares, sigue, sigue, no pares, sigue,
sigue! En esa parte, comencé a bailar, a gritar, chocolate, chocolate, chocolate, de canela, de canela, de canela. Los
demás niños, poco a poco fueron perdiendo la cohibición que suponía escuchar
una grabadora desconectada, y se unieron a mi improvisada fiesta. Comenzaron a
dar patadas y golpes en el aire; la idea de bailar de los niños. Las niñas sólo
reían y se ruborizaban, los niños también reían. Olvidaron la grabadora
encantada, y yo, encantado de la vida, bailaba arriba de la silla, movía las
caderas como profesional. Oh, sí, yo sé bailar. Me veían sorprendidos, y me era
imposible reconocer sus ojos, anteriormente de odio y ahora de alegría y baile.
Un poquito más suave, un poquito más
suave, un poquito más duro, ¡un poquito más duro! Fue en ese momento cuando
escuché un sonido tan espectacular y estremecedor que la canción sufrió un
ligero revés. Natalia se puso a reír. Su sonrisa era la sonrisa más hermosa del
mundo. Esa fiesta infantil se prolongó más de lo esperado, ya que una vez
encarrilados en la felicidad, uno ya no se quiere desviar. Cuando llegaron los
papás, sonrieron y se rieron junto a sus hijos debido a la singular forma de
bailar de ellos. Los niños habían organizado un concurso de baile, y las niñas
se burlaban de ellos. Yo no quería irme; si me iba, les quitaba su diversión,
su felicidad. Cuando llegó mi mama, me preguntó si alguien cumplía años. Yo le
dije que no, que eso no viene al caso. Esa frase se la copié a mi papá. Mi mamá
sólo me dijo “no” pero sin enojarse, y rió al observar a una pareja de niños
bailando. Claro, para evitar que los papás desviaran su atención, secretamente
conecté la grabadora a una fuente de electricidad. Sólo para estar seguros de
que no se espantaran. Al regresar a casa, tuve la sensación de que a partir de
ahora la vida sería hermosa, musical y fabulosa.
Pero no.
Mantuve mi habilidad en secreto. No quería
que se aprovecharan de mí. Tuve consciencia de que mi habilidad me elevaría a
una categoría de semidiós entre los mortales. Claro, en ese tiempo no lo
pensaba con esas palabras. “Soy grande” pensaba en ese entonces, “y si hago
algo mal, me van a matar”. Yo me creía en ese entonces único, incomparable y
celestial. Tenía el don de la música, pero no de la manera en la que lo poseen
los compositores, sino más bien en una manera sobrenatural; yo podía hacer
brotar música de dónde sea, con tan sólo reproducirla en mi cerebro. Perdóname
lector, perdóname por ser presumido y egoísta. Pero tú pensarías lo mismo si
tuvieses este don. Durante la infancia ejercí muy secretamente esta condición.
Cuando se iba la electricidad en mi casa, todos observaban asombrados al minicomponente que seguía tocando música
a pesar de la falta de energía eléctrica. Nuestra casa era muy espaciosa, pues
no teníamos muchos muebles. Era de dos pisos, muy austera, sin cuadros en las
paredes, y abastecida con lo más elemental. Vivíamos en una colonia gris,
plomiza, en un municipio del Estado
de México que por supuesto, querido
lector, no te develaré. Al pequeño Roy le encantaba contar con todo el espacio
de la casa para correr y jugar. En el segundo piso estaban las habitaciones; la
mía estaba en medio, entre la de mis padres y la de mi abuelita. Mi dormitorio,
tan sobrio, seco y poco revelador de mi personalidad; sus paredes blancas, tan
agrias, y mi cama de sábanas amarillas, mi ropero de madera; nada, nada hay ahí
que revelé mi identidad. Pero prosigamos con el relato.
Debido
a los constantes ruidos sin explicación que se manifestaban a todas horas, mis
papas llegaron a pensar que habitaban fantasmas en la casa. Poco después de que
yo entré a la primaria, mi abuela (la mamá de mi papá) compró una antigua
pianola, antigua pertenencia de una amiga de toda su vida. La colocaron en la
sala, detrás de los sillones, quienes estaban posicionados en dirección a la
televisión. La pianola y la televisión estaban enfrentadas, las dos pegadas a
su propia pared. Los temores comenzaron cuando esa pianola cobraba vida y
tocaba melodías como las que yo escuchaba cuando era bebé, como la Moonlight Sonata; el susto fue tal que
mi abuela fue a dar al hospital dos veces, por crisis nerviosa. Me sentí tan culpable
que no volví a hacerlo, pero después descubrí a mi abuela revelándole a mi papá
que esperaba que la pianola tocara de nuevo, porque pensaba que se trataba del
espíritu de su difunto esposo. Esperaba día y noche, y yo no quería asustarla
de nuevo para llevarla al hospital, pero una noche, me salí de mi habitación y
me escondí detrás de un sillón, observando a la pianola. Me concentré, y la
pianola comenzó a tocar la sonata de piano veintitrés de Beethoven. Las teclas
se movían sin influencia más que la de mi mente. Lector, acúsame de loco, de
desquiciado, de ocioso, pero así era. Yo tenía el poder de la música, Dios se
ocupó de eso, y yo de nuevo lo usaba para hacer sentir bien a alguien.
Mi abuela no tardó en salir de su habitación
y contempló con fervor a la pianola, y por consiguiente, a mí escondido detrás
del sofá. Mi abuela se llevó sus manos al rostro y se puso a llorar. No me
detuve. A la edad de nueve años ya sabía que también se llora de felicidad. A
mí me dieron ganas de llorar también.
-Noé, tu abuelo está tocando –dijo ella.
Yo le dije que sí, moviendo la cabeza. Me
contó que mi abuelo era un aguerrido pianista, y que durante la revolución
calmaba las ansías de ciertos burócratas, envestidos con sus ideales de
liberación o de preservación. Me contó que su oído era tan fino y absoluto que
podía identificar en qué nota estaba cantando un ruiseñor o si alguien se había
equivocado en una orquesta de ochenta y cuatro músicos.
-Nota su maestría, oh, mira esas teclas… Aún
estando muerto sus manos jamás se han enfriado, siguen estando calientes.
Cuánto te amo, Miguel… -decía mi abuela,
como si fuese normal toparse con los muertos. Mis papas salieron poco después,
y ahora la que tuvo que tomarse unas pastillas para tranquilizarse fue mi mamá.
Cuando entré a la primaria, decidí no
exagerar el uso de mis habilidades. Era una escuela con edificios de tres pisos
que abrazan una explanada enorme, y que en el centro, se hallaba el zócalo
sobre el cual descansa una estatua de Lázaro Cárdenas. Mi salón estaba lleno de
pupitres de madera desvencijados, rayados. Mis compañeros eran tan extraños que
tardé mucho tiempo para acostumbrarme a ellos. Ninguno de mis compañeros
conoció jamás mi habilidad. Sólo notaban cierta rareza en mí; todo el tiempo
tarareaba, todo el tiempo con una melodía atorada en la cabeza, e incluso
corregía las letras de ciertas canciones que me parecían inapropiadas y mal
compuestas. Yo veía con recelo sus discos compactos en la época menos solvente
de mi familia. Mi mamá fue a dar a varias casas de empeño y les otorgó un reloj
de antigüedad nada despreciable, y le rogué con fuerza que jamás les entregara
el equipo de sonido. Ella aceptó, siempre y cuando mejorara mis calificaciones.
Pero era difícil mejorarlas cuando yo escuchaba con envidia como ciertos niños
o niñas nacieron con un don más fácil y más aclamado, el de la voz pura y sin
trabas, la voz preparada para cantar. Sus voces me eran deliciosas, tan
sutiles, y tenía esperanzas de que no modificaran su timbre para cuando
llegaran a la adolescencia. Aún así, no estuve exento de las travesuras y yo
también quería divertirme un poco. He recalcado que tengo el poder de la
música, y que puedo manipular a mi antojo aparatos electrónicos e instrumentos.
Pero el instrumento que más amo manipular es el más viejo y respetado de todos,
el más natural, el más deseado y valorado. La voz humana.
¡Oh, sí, querido lector, regocíjate ahora
que es un buen momento! Primero tuve que rectificar si podía en realidad
manejar la voz humana. Mi primera víctima fue mi papá. En reiteradas ocasiones él
ha repetido que no nació para cantar y por poco tampoco para hablar, porque un
día escuchó su voz en una grabación casera y le causó tanto desagrado que se
arrepintió de haber gritado durante toda su infancia, y se juró no hablar más
de lo necesario. Él creía que su voz era la más horrible del mundo. Mi mamá,
que era parlanchina, chillona y cantarina, le reclamaba dos cosas: una, que si
él no hubiese sido de esa manera, probablemente nunca se hubieran casado,
porque acataron las leyes de la atracción de polos opuestos a la perfección;
dos, que si alguna vez se atrevía a cantar marcarían con un sello de fuego la
inmortalidad de su amor que ya alguna vez quedó perpetuado por mi nacimiento y
que siempre está en peligro por aspectos y requisitos del amor entre dos seres
humanos. Llegó una semana en la que discutían por todo: la precariedad de la
casa, mis malas calificaciones, la abuela que siempre perdía sus pastillas o el
perro que se había encargado de tener diarrea el mismo día que unos tíos venían
de visita. Una noche me decidí a hacerlo. La cena estaba servida, y ahí
estábamos los cuatro. Yo estaba inquieto, nervioso, y ni siquiera respirar
hondo me tranquilizaba. La abuela me vio y dijo:
-Lo que a este niño le falta es un
hermanito.
Yo llegué a la conclusión después de que por
eso mismo soy quien soy. Mis papas no dijeron nada, comían en silencio y sus
ojos estaban pegados a la televisión; ojos de alerta en caso de que se
manifestara otro fantasma. Odio la televisión, lector, la odio tanto que bien
valdría destruirlas todas sólo para asegurarse de que el contacto humano
todavía exista, o por lo menos sus rescoldos. Sí, es tu turno de reír ahora. No sabía cómo empezar. ¿Simplemente
haría que mi papá comience a cantar sin razón alguna? A partir de mi primer
fracaso en la guardería nunca más volví a hacer algo sin planearlo; las cosas
hechas con corazón son sólo sentimientos alborotados sin forma hasta que el
cerebro llega y las esculpe con su cincel de frialdad y razonamiento. Así que tuve
que esperar, paciencia dijo la ciencia, para escoger el momento adecuado.
Curiosamente fue esa misma cena, cuando iniciaron la discusión del hermano de
mi papá que no les pagaba lo que les debía y que mi papá no le decía nada. Eso
justamente estaba buscando; una discusión. No veo televisión pero si veo
películas, y me han enseñado que siempre es bueno anteceder un momento de
ternura histórica con otro de tensión emocional.
-Ya son dos meses y se le va a olvidar,
Julián –decía mi mamá. Obviamente el nombre de mi papá no es Julián. ¿Usted
cree, lector, que le proporcionaría el nombre de mi papá con tanta facilidad?
Jamás arriesgaría su pobre vida.
-María, el también está en problemas
–contestó mi papá. ¿María mi mamá? Ustedes no me ven pero mientras escribo esto
me destornillo de risa.
-Todos estamos en problemas.
La discusión no acabó e incursionó en otros
temas. El rencor guardado de mis papas se convirtió en una serpiente que
reptaba por todos los rincones no arreglados de sus poco teatrales vidas. Es
por eso mismo que les encantaba ver obras de teatro; porque se evadían de la
suya propia. La obra de teatro de sus vidas era triste, con poca iluminación y
el telón apenas y se levanta para dejar ver lo suficiente. Mi abuela se cansó
de ellos y se levantó, sin recoger su plato. Yo también me cansé de ellos, pero
estaba expectante, vigilándolos sin que ellos lo notaran. Yo subí a mi cuarto,
y esperé, sin cerrar la puerta. Mi abuela se metió a bañar. Lejos estaban los
días de su vitalidad. En el comedor, por fin uno de ellos cedió: mi mamá. Sin
decir palabra, se levantó, recogió su plato y lo lavó, y se encerró en la habitación
de ambos. Yo entreabrí la puerta para verlo todo. Era el momento. Mi papá no
parecía dispuesto a hacer algo más que esperar su turno para bañarse mientras
se acurrucaba en el sofá viendo televisión. Lo primero que tenía que hacer es
llevarlo frente a la habitación de ambos. ¿Cómo lo haría?
No lo pensé dos veces, y busqué a nuestro
perro favorito, Roy. Estaba en el patio, a punto de hacer sus necesidades.
“Perfecto” pensé, y lo cargué. Mi papá estaba tan distraído que no me observó
cómo levantaba a Roy por su panza y subía las escaleras. Al subir, puse a Roy
frente al cuarto de ellos, y le murmuré:
-Haz acá, por favor, haz popó acá –dije.
Sabía que su diarrea aún persistía. Sólo esperé un poco más para verlo hacer
sus necesidades, justo enfrente de la puerta. Era desagradable, pero alguien
tenía que hacerlo. Una vez que acabó, le grité a mi papá:
-¡Papá, Roy se hizo popó acá arriba!
-¡Límpialo tú!
Pensé con prisa en algo que me haría zafarme
de la situación. No fue difícil.
-¡Estoy haciendo tarea!
Grité, y rápidamente me escondí en mi
cuarto. Apagué la luz, y asomé mi vista al pasillo, lo suficiente para que mi
papá no me viera.
-¡Carajo! –exclamó mi papa al subir las escaleras
y ver la montaña de popó que había dejado Roy justo enfrente del cuarto. Se fue
y después regresó con una bolsa de plástico, un recogedor y papel.
Era el momento perfecto.
Escogí la canción más adecuada: Yo vengo a ofrecer mi corazón de Fito
Páez. La canción del noviazgo de mis papas. Mientras mi papa se debatía en
cubrirse la mano con la bolsa de plástico y coger la popó, me concentré en su
boca y en sus cuerdas vocales. Era difícil al ver sus expresiones de asco.
Nunca reparó en mi presencia. Mientras se decidía a tocar la popó (mi papá
siempre ha sido delicado), manipulé a mí placer sus cuerdas vocales y lo
obligué a cantar:
-¿Quién dijo que todo está perdido? –cantó
y se detuvo de inmediato. No quiero pensar que sea ésa la primera vez que cantó
en su vida desde aquél juramento de jamás volver a cantar. Pero estoy casi
seguro que así era, porque fue muy difícil obligarlo a cantar. Se resistía a
sobremanera. Pero lo obligué a hacerlo, como si yo estuviese a su lado y
amenazándolo con una pistola-. Yo vengo a
ofrecer mi corazón.
Era mejor cantando de
lo que pensaba. En un principio pensé que cantaría tan desagradable que pensé
que cantando Roy sería mejor. Pero no. No es apto para cantar frente a un
público, pero su voz era aceptable.
-Tanta sangre que se llevo el río… Yo vengo a
ofrecer mi corazón.
Ya no se
pudo resistir. Con la popó en una de sus manos, con la otra tocaba su garganta
y sus ojos transmitían confusión y un poco de temor. Aún así, su voz era mía, y
la única emoción que transmitía era la del amor.
-No será tan fácil, ya sé que pasa. No será
tan simple como pensaba. Como abrir el pecho y sacar el alma. Una cuchillada
del amor…
-¿Miguel eres tú?
–preguntó mi abuela, preocupado por su difunto esposo, quién creía que había
vuelto, esta vez a cantar. En realidad era su hijo quien cantaba ahora.
-Luna de los pobres siempre abierta… Yo
vengo a ofrecer mi corazón. Como un documento inalterable… Yo vengo a ofrecer
mi corazón.
En cualquier momento
sabía que saldría mi mamá. Por mucho que esté enojada, yo sabía que ella
abriría la puerta y lo vería. Y así fue. Mi papá ahí estaba, a pesar de que en
vez de ofrecerle su corazón parecía que le ofrecía popó de Roy. Pero sí, el
corazón de mi papa estaba desbocado, y el de mi mamá a punto de caer a sus
brazos.
-Ay, Julián
–dijo mi mamá y lo abrazo. Mi papá no le rodeo los brazos por completo a temor
a que la ensucie. Pero él seguía cantando. Yo me sentía tan feliz que sin percatarme
manipulé las teclas de la pianola para que también tocaran la canción. Mi
abuela se puso contenta por aquel dueto de generaciones alejadas.
Mis
sospechas fueron ciertas. Realmente me sentía capaz de hacerlo todo, con ayuda
de cualquier cosa que pudiera crear sonido. De vuelta en la primaria, justo en
el último año, quise hacer notar mis habilidades pero en secreto. A pesar de
mis torpezas sociales, pude hacerme de amigos, o más bien de “amiguitos”, con
los cuales podía bromear y platicar sin llegar a realmente congeniar del todo.
Eran dos, y se llamaban Ismael y Alejandro; uno era gordo y el otro era flaco.
También a veces nos llevábamos con otra niña, Selene, pero ella prefería
mantenerse apartada de nosotros porque éramos vistos como los raros del salón.
No lo pensaba en vano: Alejandro tenía el hábito de reírse a cada cosa que le
decían, y era tan extremo su carácter risueño que era evidente en todos los
aspectos de su vida: si nuestro profesor, el más severo de la primaria, le
entregaba un examen con una calificación reprobatoria, Alejandro se reía. Si
una niña le decía que olía mal, Alejandro se olía las axilas y se reía. Tras
defecar, Alejandro se levantaba del retrete, observaba el excremento que había
dejado dentro del excusado, lo señalaba y sonreía. Pero Ismael no se quedaba
atrás. Oh no, aunque lo suyo era menos reprochable, pues era un defecto que no
podía controlar: sus defectos del habla. No podía pronunciar bien la letra
erre, y con dificultad pronunciaba la letra ge y la ese. Sufría mucho a la hora
de leer ciertos fragmentos de novelas que el profesor de español le pedía:
-Mi nombre
es Ishmael…
-Ismael
–corrigió el profesor.
-Pero aquí
dice Ishmael… Ishmarrel… Ishmagrellaaafeff –decía Ismael mientras su lengua se
atoraba consigo misma.
-¿Cómo?
–preguntó el profesor.
-Ishmagrel…
Ishmagreloffeerstrinkin ooooh –decía Ismael mientras batallaba con su garganta,
rojo de la vergüenza.
Pobre, él
no tiene ningún defecto del habla; ¿te lo creíste, querido lector? En realidad
era yo quien manipulaba su garganta sólo para divertirme, a mí y a los demás
compañeros. Lo sé, no soy una buena persona. Y seguramente en este momento te
estarás preguntando: pero Noé, ¿no que sólo tenías el poder de la música? Pero
recuerda, estimado lector anónimo, que el lenguaje es música, y los acentos y entonaciones con las que
ensalzamos nuestras voces ya son suficiente melodía para poder distorsionarla.
Ismael sufría por mis ataques; no sé porque nunca sospechó de mí, pues sólo
cuando estaba cerca de mí, él comenzaba a hablar mal:
-Prrrrrofe,
la rrrrespuestacatacatacataca de la ecuacioncioncionción es
diécidieciseisseisseis, Mazel tov, arrivederchi, ¡voalá! –decía el pobre
Ismael, mientras que yo y todos los demás alumnos en el aula moríamos de risa.
¿Qué querías que hiciera, lector? ¿No hacerlo y ser un buen cristiano? Te
aseguro que tú hubieses hecho cosas peores. Sin embargo, había un niño que
hacía cosas más malévolas que yo. Se llamaba Mauricio, y a él si te lo
describiré sólo para demostrarte el odio que le tengo: era (y sigue siendo)
gordo, de piel morena con muchos lunares en los brazos, mentón muy pequeño en
comparación con todo lo enorme que su rostro es, su nariz demasiado prominente,
sus ojos abiertos y grandes a punto de resbalarse de sus cuencas; todo su
cuerpo fofo que algunas niñas, te lo juro, querido lector, encontraban
atractivo en aquel cuerpo soso, cavernícola y vulgar. Ya, yo tampoco soy muy
guapo. Pero lo que yo aborrecía de Mauricio era su actitud, su despreciable
personalidad. Se reía socarronamente de todo, al contrario de Alejandro, quien
se reía tímidamente de su propia vida. Se burlaba del profesor, hablaba durante
las clases y no le tenía ningún respeto. Se burlaba de cualquiera, criticaba la
forma de caminar de Octavio, el cabello de Cecilia, la caligrafía de Leonardo y
el timbre de voz de Adriana. De Alejandro siempre se colgaba; de él partían sus
mejores burlas. Lo parodiaba, e imitaba su risa ante cualquier situación. Recuerdo
que en un partido de fútbol, Mauricio pateó la pelota y ésta golpeó los
genitales de Alejandro; éste comenzó a reír desenfrenadamente a la vez que se
desplomaba al suelo. Mauricio, sin embargo, se reía con más énfasis.
Pero si
debo definir cuál era la víctima favorita de Mauricio, ésta, sin lugar a dudas,
sería Ismael. Mauricio nunca desaprovechó alguna situación para tomar ventaja
de sus tropiezos verbales (que yo provocaba) y siempre lo imitaba con su voz
gangosa y primitiva:
-Hooola,
soy Ishmaeeel y cuando habloo pareshhhco que tenglo mierrrdaa en la bocaaa
–decía Mauricio y su grupito de amigos estúpidos se reía. Alejandro también se
reía, a pesar de que él era el mejor amigo de Ismael. Pero como Alejandro se reía
de todo, Ismael no dijo nada. Yo, sin embargo, me sentí ofendido. No soportaba
la idea de que alguien se burlara de Ismael, de que alguien jugara con él.
¡Sólo yo podía hacerlo, caramba! Y también, lo que más me daba rabia era que
nuestro profesor, que se llamaba Horacio, no dijera nada. A pesar de que era un
profesor estricto, que exigía la disciplina dentro del salón de clases a como
dé lugar, jamás defendió a Ismael ni lo protegió de Mauricio. Claro, que no son
las únicas quejas que yo tenía contra el profesor; nos exigía llegar temprano a
pesar de que él casi siempre llegaba media hora tarde, y siempre daba las
lecciones de matemáticas a medias, esperando a que nosotros, con nuestra propia
iniciativa, las completemos. Un verdadero idiota. No, no me quedé con los
brazos cruzados. Planeé de nuevo lo que haría; me encerré en mi habitación,
alcé a Roy y lo acosté conmigo, y ambos pensamos sobre lo que yo debería hacer.
Roy me aconsejaba con sus lengüetazos en mi cara. Cuando llegó la idea a mi
mente, no pude parar de reír por horas. En mi casa, mi abuela le dijo a mi mamá
que seguramente yo tenía en el estómago una solitaria.
Un día, nos
tocó a hacer un examen de matemáticas. El profesor Horacio no admitía cambios
en la estructura de sus clases, y aún menos cuando se trataba de un examen.
Acomodaba las filas de manera que si intentabas copiar inmediatamente serías
detectado por su mirada inquisidora. Sólo aceptaba lápices, borradores y
sacapuntas; si tenías un papel lo vería como un intento de pasar el examen, y
automáticamente serías reprobado. Cualquiera que hablara, que tan sólo
murmurara, automáticamente sería descalificado. A estas alturas lector, ya
habrás intuido la travesura que me encomendé a hacer. Era tan obvia y sencilla
que ahora que la recuerdo, me atraviesa una sensación de satisfacción que sólo
es atenuada por lo que pasaría después, al cruzar la adolescencia.
Todos nos
sentamos en nuestros pupitres, en línea recta. El profesor repartió los
exámenes, y revisaba nuestras calculadoras. Satisfecho, se sentó frente a su
escritorio, y dio comienzo al examen. Alejandro se rió al ver su examen, y se
puso a responderlo. Me esperé un poco para realizar mi osadía. Yo veía de reojo
varías veces a mi víctima, y consideré no hacerlo. Pero al recordar que un día
sin más tiró a la basura el almuerzo de Selene, me decidí a hacerlo. Esperé a
que pasaran veinte minutos, cuando yo ya había resuelto buena parte del examen,
y lo observé. Me concentré en su voz, y pensé en la canción que había elegido.
Pero después pensé en algo más perverso. Oh sí. Si por algo iré al infierno,
serán por dos cosas: por dejar al mundo como lo tienes ahora lector, y por
esto. Lee y no se lo cuentes a nadie.
Observé con
firmeza a Mauricio, y al profesor Horacio. Me centré en sus cuerdas vocales, y
después de un minuto de concentración, comenzó. La canción que había elegido
era Barbie Girl de Aqua. Oh sí.
-¡Hi Barbie! –gritó el profesor con su
gruesa voz, bajo el desconcierto de todos.
-¡Hi Ken! –gritó Mauricio.
-¿Do you wanna go for a ride? –preguntó el
profesor, con sus ojos desorientados pero con su voz más tierna y dulce.
-¡Sure Ken!
-¡Jump in!
-I´m a Barbie
Girl, in a Barbie world –comenzó
a cantar Mauricio. Todos en el salón lo veían con un
desconcierto y a la vez con un estupor que se les quedará grabado el resto de
sus días-. Life in plastic. It´s fantastic. You can brush my
hair, undress me everywhere. Imagination, that´s your creation.
-Come on
Barbie, let´s go party! –cantó
el profesor, poniéndose de pie. Yo no hice eso, pero
tampoco creo que se haya querido levantar por cuenta propia. A veces las
canciones tienen un poder propio, hasta la más ridícula. Mauricio repitió el coro
y las risas estallaron como fuegos artificiales.
-I´m a blond bimbo Girl, in
a fantasy world. Dress
me up, make it tight, I´m your darling. –cantó Mauricio
mientras se ponía de pie y se acercaba bailando al profesor, tratando de
seducirlo. Oh sí.
-You
are my doll, rock n´ roll, feel the glamorous thing, kiss me here, touch me
there, hanky panky –cantó el otrora estricto profesor que
ahora se había convertido en un hombre enamorado de Barbie o más bien de
Mauricio; se puso de pie y también comenzó a bailar. Se reunieron y juntaron
sus manos para bailar juntos. Los demás niños reían tanto que pensé que iban a
explotar. Alejandro reía tanto que se quedó sin aire y su rostro se puso azul.
-Come on Barbie let´s go
party
-Ah, ah, ah
yeah
-Come on
Barbie let´s go party
-Uo uh, Uo uh.
Yo también me reía tanto que me dolía. A todos
nos saltaron las lágrimas de tanto carcajear, nos tocábamos el estómago,
golpeábamos la paleta de nuestro pupitre o aplaudíamos.
-Oh, I´m having
so much fun! –gritó Mauricio.
-Well Barbie, we just getting started! –exclamó el profesor mientras
se abrazaban.
-Oh I love you Ken –dijo
Mauricio mientras sonreía pero sus ojos transmitían verdadera vergüenza. Oh
lector, si tan solo hubieses visto a los ojos de aquellos niños en ese
legendario momento; creo que para muchos de ellos ese fue el momento más épico
de sus vidas. Nadie jamás sospechó de mí, y el profesor perdió para siempre
todo su prestigio. ¿Mauricio? Mauricio terminó suicidándose… Sí, se arrojó a un
puente y aparte lo atropelló un camión.
No, mentira, sigue vivo
pero ya jamás se burló de nadie. Oh sí.
Ah, pero
aquí no acaban mis travesuras. No, esto no fue lo más bárbaro que realicé en la
primaria. Desde el primer día de clases, soñé con llevar a cabo una travesura descomunal,
que involucraba a todo el alumnado, y, ¿por qué no? Al profesorado también.
Ensayé durante mucho tiempo, usando a Ismael como rata de laboratorio, y a
Alejandro… pues, como mi público.
A partir
del Barbie day, Mauricio no podía
caminar por los pasillos de la escuela sin que los demás niños le cantaran Barbie Girl. Por el lado del profesor
Horacio, no cambiaba la cosa, pues él tampoco podía caminar por las oficinas de
la dirección sin que los demás profesores le cantaran la misma canción. Horacio
y Mauricio terminaron siendo amigos, ¿qué más les quedaba? Se reunían en la
biblioteca de la escuela (olvidada, nadie se le acercaba, no vaya a ser que un
libro te atrapara y no te dejara escapar), y se ponían a llorar juntos.
Alejandro pasaba a un lado de ellos, los señalaba y se reía. Mientras tanto, de
Ismael ya nadie se burlaba. Creían que él fue el causante del hechizo que
provocó que Mauricio y el profesor se pusieran a cantar. Me sentí mal, porque
nadie jamás reconocería mi obra. Tal vez ahora haya personas en este momento
que piensen que Ismael es Orfeo. Ya, aún no llego ahí. Antes de proseguir con
el relato, quiero contarte mi más grande hazaña en la primaria. Ya sé lo que
estás pensando, querido lector; que soy un tonto, que desaproveché mis
oportunidades, y que pude haber encantando a toda la escuela para que ésta pareciese
un eterno musical. Pero recuerda, mi querido amigo, que menos es más, y todos
los artistas sobreviven por su manejo de la contención. Tal vez yo no sea un
artista, sino más bien un mago; he aquí mi prestidigitación.
Sucedió en
la última ceremonia cívica del curso. Todos los alumnos de la escuela primaria
estaban reunidos en la explanada principal, formando un cuadrado, todos
debidamente situados en sus lugares. Las niñas que integraban la escolta
esperaban la orden del maestro de ceremonias. Sería el último homenaje para los
de sexto año, en los que me encuentro yo. Una nostalgia cálida me empañaba,
pero me sentía feliz porque estaba a punto de dejar una huella final. El sol
despuntaba sobre todas nuestras cabezas, nuestros cabellos brillaban. A un lado
de mí se hallaban todos los compañeros de mi salón; Ismael se jactaba de que ya
nadie se burlaba de su forma de hablar. Alejandro se reía de la inocencia de
Ismael. Yo, en secreto, me reía de todos.
Comenzó la
ceremonia con el rutinario saludo a la bandera. Todos colocaban su brazo a la
altura del pecho, mientras las chicas de la escolta le daban la vuelta a la
explanada; una de ellas cargando con nuestra bandera mexicana. Después todos
cantamos el himno del Estado de México. Prepotente
existencia moral… Y después el himno de la patria. Masiosare, un extraño enemigo… Los altavoces, colocados en los
edificios detrás de nosotros, esparcían la música de fondo a todas direcciones.
Acabado el himno, otra saludo a la bandera, una segunda vuelta de la escolta.
Mis compañeros bostezaban, pero yo estaba nervioso por lo que estaba próximo a
hacer. Tocó el turno de las efemérides. Al grupo que le correspondió organizar
el homenaje, el sexto A, fue muy lento a la hora de enlistar todos los
acontecimientos importantes pasados. Cuando acabaron, el director de la
escuela, un hombre muy serio, aburrido, viejo y obeso, nos dio unas palabras de
despedida. En el momento que él dejó de hablar, me tocó a mí.
Ensayé esto
durante seis años, en la calle, en los lugares más improvisados. Si yo era
capaz de manipular una voz, ¿podré manipular un coro? No me cabía duda.
Anteriormente, en un centro comercial, mientras mi mamá me llevaba de la mano
por los pasillos de la panadería, manipulé las voces de un grupo de estudiantes
para que cantaran al ritmo de You Get
What You Give, de los New Radicals. Aquellos estudiantes se ponían a hacer
desmanes, y se subían a un carrito del supermercado; exactamente como en el video
de la canción. Eran tan sólo seis estudiantes; después pude manipular las voces
de veinticuatro padres de familia, en una de las juntas que mi papá coordinaba
en la secundaria donde él trabajaba. Yo estaba sentadito, detrás del
escritorio, mientras mi papá explicaba su método de calificaciones a los papás.
De la nada, todos, incluido mi papá, comenzaron a cantar Mujeres divinas de Vicente Fernández. ¿Por qué esa canción? Porque
mi papá la tarareaba todo el día, y quise deshacerme de ella. Las mamás y los
papás cantaron a todo pulmón:
-Le dije que nosotros simplemente, hablamos
de lo mal que nos pagaron…
Un papá sacó la botella
de tequila que tenía escondida adentro de la mochila de su propio hijo, como si
aquella canción fuese imposible de cantar sin la presencia de una buena bebida.
Todos se pusieron de pie y olvidaron que se encontraban en una junta, en un
salón de clases, en una escuela; estaban en una fiesta. Y luego se pusieron a
llorar. Después cantaron otras canciones, esta vez sin que yo los manipulara.
Lo único que querían era una excusa.
Estaba
listo para manejar las voces de todo el alumnado y el profesorado. ¿Cuántas
voces en total? ¿Ochocientas, novecientas? No lo sé. Al fin y al cabo, cuando
todos los alumnos, todos los profesores, todas las secretarias y hasta los
conserjes, comenzaron a entonar esta canción:
-La raza me dice que todo lo que hago que
todo lo que hago que todo lo que hago está maaal… y yo no sé por qué…
Todas las voces sonaban como una. Los
altavoces detrás de nosotros resonaban con los instrumentos de la canción, la
guitarra, la batería; el piso de nuestras acaloradas voces. El contraste de las
voces infantiles con la letra de aquella canción era evidente. Los niños
marcaban el ritmo con chasquidos, movían sus manos como si tocaran una guitarra
invisible. Para no levantar sospechas, yo también debía cantar la canción,
fingiendo estar hechizado como todos los demás. Sólo que yo la cantaba con una
sonrisa de oreja a oreja. Los profesores se miraban entre sí, atónitos, sin
poder dejar de cantar la canción. Los grupos bien organizados de alumnos no se
disolvieron; seguían ordenados, cada quien en su lugar. Cantaban esta canción
con la misma solemnidad del himno nacional:
-Si me hecho un soplado, me sale con premio.
Si quiero hacer del dos, resulta que no hay papel. Si voy a tirar el miedo,
está ocupado el retrete. Mejor me agarro el pajarito y juego con él…
El director de la
escuela agarró el micrófono y avanzó hacia el centro de la explanada,
moviéndose como un verdadero rocanrolero, gritando la canción para desquitar
todas sus rabias. El profesor Horacio se sentía en paz; cantaba la canción con
la felicidad de la venganza. Las secretarias y las profesoras se acercaron al
pedestal donde se hallaba imperturbable Lázaro Cárdenas, y se subieron a sus
hombros como si montaran un caballo. Algunas profesoras se quitaban las blusas
y se quedaban semidesnudas; algunos profesores recogieron las blusas y se las
ponían. Te lo juro, amigo lector, que no digo ni una sola mentira. Ellos tenían
libertad de hacer lo que quisieran; yo no los mandaba a desnudarse. Por esto
mismo, cuando acabó la canción, y por ende, volvió la mesura, todos se quedaron
callados y se vieron entre sí. Las profesoras se tapaban sus torsos y sus pechos,
y con una vergüenza que les durará toda la vida, se refugiaron en los
sanitarios. El director de la escuela se levantó del suelo, donde realizó una
rutina de breakdance, y se acercó al micrófono para decir:
-Rompan
filas. ¡Ya! –con un tono que sugería no volver a hablar de lo acontecido. La
verdad era que había niños que no hablaron de otra cosa durante toda su
vida.
Celebré mi
triunfo: cargué a Roy por toda la sala de mi casa y lo coloqué encima de la
pianola; sin pena ni recato, me puse a cantar We are the champions. Mi inglés era perfecto:
-¡Wiiii aaar de chanpioooos!
Mis papás
sólo me aplaudían, pues ellos disfrutaban toda manifestación de teatralidad,
incluso la más precaria. Atribuyeron la causa de mi felicidad a mis exitosas
calificaciones: obtuve un promedio escolar por arriba del nueve. No fue nada
difícil; el profesor Horacio se volvió muy sumiso desde el Barbie day. Durante la graduación, celebrada en un elegante salón
de fiestas, obligué a todos los niños y niñas que no querían bailar a que lo
hicieran: ah, pero no bailaron canciones pop infantiles, sino valses de Richard
Strauss. Fue un sueño hecho realidad; los niños andaban vestidos con sus
mejores trajes, negros y clásicos, y las niñas, sus vestidos más robustos y
coloridos. Los padres se enorgullecieron tanto de esta iniciativa inesperada de
sus hijos que los ovacionaron durante diez minutos. Claro, yo también
participé. Fui el ignorado maestro de ceremonias. Y de esta manera me despedí
de mi querida primaria; por última vez, Alejandro se rió de mí, como si él
supiera que todo era causa mía. Ismael no se quiso despedir de mí. Tal vez no
era tan tonto de lo que yo pensaba.
En poco
tiempo comencé mis estudios en la secundaria. La Escuela Secundaria Técnica No.
16, “Niños Héroes”. Un cambio en el panorama político del país repercutió en
muchos niveles sociales, excepto en el nuestro. Mi mamá, profesora en una
universidad recién inaugurada, y mi papá, profesor de secundaria, no generaban
los ingresos suficientes para sus planes de remodelación de la casa. Ellos
añoraban nuevos sofás, una nueva mesa para el comedor, una nueva televisión.
También querían fumigar la casa, debido a esta plaga de hormigas que salía de
los huecos más recónditos e inesperados. Se lamentaban no tener el dinero
suficiente, y mi abuela siempre les reclamaba sobre sus prioridades:
-Esto les
pasa por andar gastando en chingaderas –decía mi abuelita, y se refería, por
supuesto, a las obras de teatro. Ah, pero también a las películas. Mis papás
eran cinéfilos. Pero malos cinéfilos. Eran capaces de comprar boletos para
entrar a ver una película que de antemano sabían que iban a odiar; supongo que
el placer de ver bodrios radicaba en explayar estimulantes críticas destructivas.
Me pasa lo mismo con la mala música. Encuentro un gozo sádico al escuchar estos
ruidos que se atreven a llamarse canciones. No las escuchaba por mi voluntad;
eran mis vecinos los que disfrutaban con el atronador ruido de voces misóginas
y ritmos repetitivos. A mí no me dejaban otro remedio más que poner a Mozart a
todo volumen, y mi abuela se entusiasmaba tanto que sacaba su cabeza de la
ventana y le gritaba a todos los vecinos:
-¡Esto es
música hijos de puta!
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