viernes, 5 de octubre de 2012

Melomanía (Primera Parte)


25 de octubre del año presente.




Querido lector:

La música siempre estuvo ahí. Es el transporte de mis recuerdos, me cierra los ojos y me viene diciendo todo desde la infancia. Es mi sensibilidad. Nada me duele más que un acorde inoportuno, una voz deficiente o una melodía desaprovechada. Uno de mis sueños recurrentes es flotar encerrado en una burbuja y perpetuar en mis oídos cada sonido de la voraz oscuridad que se empeña en acabar con las leves melodías de la inocencia y la curiosidad. Esta carta va dirigida para ti, lector desconocido, que habrás encontrado este texto abandonado en un buzón que yo habré elegido al azar, en uno de mis tantos paseos diarios antes de ir a desayunar en un comedor colectivo. No quiero conocerte, pero quiero que tú me conozcas; quiero revelarte todos los misterios que alguna vez protegí con cuidado, y que seas testigo de una historia que pronto será despreciada por los futuros medios de comunicación. Sé que tienes tiempo para leer mi carta, pues la televisión dejó de funcionar hace dos años, y ningún altavoz funciona correctamente; el silencio se ha apoderado del planeta tierra, y los únicos sonidos permitidos por este reino tenebroso son los relámpagos y los cantos de la naturaleza. Bien, lo admito, tengo problemas para ser sencillo en mis versos, parece que cada cosa que describo tiene un aire de majestuosidad. Por ejemplo, si voy al baño a orinar, lo describiría como un ritual obsceno y primitivo que se asemeja a una danza fluvial de la calamidad. ¡Ni siquiera tiene sentido! ¿Y si describo la masturbación? Creo que la compararía a un juego de calidad freudiana que consiste en tirar con insistencia tu masculinidad hasta hacerle cosquillas a la muerte para recibir éxtasis pecaminoso y demente. Si lo haces bien. Qué grotesco. Lo siento. Sólo quiero agregarle un poco de belleza a mi pequeña vida.
   Quiero contarte mi historia porque sé que será de tu agrado; no por mí, claro, sino por el carácter insólito de la historia en sí. Siempre que la cuento, mis nómadas escuchas me ven con cara de perplejidad. No voy a tardar mucho, soy breve, entiendo que tu vida es importante y gastar el tiempo leyendo el cuento de un joven freak y con sentimientos solitarios no es lo que tienes en mente en tu milimétricamente cuidada vida. Por eso seré lo más exacto posible, y voy a limitarme en mis datos, daré nombres falsos y fechas erróneas. Tampoco describiré físicamente a mis familiares o amigos, pues aquello sería una gran imprudencia. Por supuesto que no te daré ni un detalle de mi apariencia. No quiero que me conozcas, deseo preservar mi anonimato. Pero cuidado: ésta historia te hará levantarse de tu asiento, buscarme con tus modernos localizadores y una vez que me encuentres, despedazarme lentamente hasta que no quede huella de que yo, Noé, pisé esta tierra.
   Nací un fatídico (Oh sí) trece de octubre de 1991, y mi mamá esperaba que yo tuviera retraso mental debido a que bebió litros de alcohol accidentalmente en los primeros meses de embarazo. Nací con los ojos bien abiertos, conscientes del nuevo mundo que habría que cambiar. Mi mamá cuidaba con esmero mi blanda cabeza, y miraba con recelo la lente de la cámara con la que papá tomaba fotografías. Mi mamá después se aligeró, y a mi papá se le ocurrió una idea brillante y absurda:
   -Pongamos música.
   Y en esos tiempos no existían los iPods, así que se las ingenió con las circunstancias de su tiempo y extrajo de su mochila una radio portátil y de pilas, tan diminuta que bien podía ocultarse con un puño. Las bocinas eran tan minúsculas que bien podían ser audífonos, y que ese artefacto estaba pensado para ser un llavero. Tal excentricidad sólo pudo ser fabricada en una década tan loca y próspera como aquella. Mi papá encendió a escondidas aquel aparato y estableció la frecuencia de una radio tan alternativa, tan pero que tan alternativa que se imponía contra los artistas plásticos del momento (en ese momento de plástico, ahora son de hule o látex o qué sé yo) y sólo colocaban Música. Sí, así con mayúsculas. El caso es que la canción que habían elegido reproducir en ese momento definitorio de la familia, a tan sólo horas de que yo había nacido, fue “Non, Je Ne Regrette Rien” de Edith Piaf. No, nada de nada. No lamento nada. Ni el bien que me han hecho. Ni el mal, ¡todo me da igual! Mi mamá me mecía con cuidado y las enfermeras nos veían despectivamente desde un pasillo, mientras la Gorrión exclamaba que le importa un bledo el pasado. Justamente eso pasaba en mi familia. Tanta miseria que les había dado de regalo el mundo fue desterrada la noche que yo llegué a casa, cuando mi abuela me atiborró de besos y me dio mis primeros baños. La música siempre estuvo presente. Si no era de nuevo Edith Piaf, era Salieri, Bach, Vivaldi o Paganini. Me vestían con mucho cuidado, olvidaron darle de comer a Roy (un cachorro bulldog que nació una semana antes que yo), no encendieron la televisión por más de una semana, y asistieron sólo una vez al teatro. El promedio era una obra de teatro cada cinco días, y en ese mes sólo fueron a una. No les importó que llorara en plena función, en plena declamación de lady Windermere. ¡Vaya, se sabían de memoría ciertos diálogos debido a que asistían más de una vez a una función! ¡Y es que no había suficientes obras de teatro en la ciudad para satisfacer su demanda! Mis papas eran unos verdaderos theatre-lovers.
   Bueno, ya estoy divagando. Dije que sería breve, y ya los veo bostezando. Lo siento, lo hago porque ya no tengo a nadie con quien hablar y tengo un tic: busco que me quieran. De seguro ya les caigo mal.
   Está bien, me adelantaré hasta llegar a un acontecimiento importante. Ya no les contaré el trágico mes del aborto de mi mamá o la curiosa intervención de mi abuela en un secretísimo intento para golpear el estado (¿O sólo se dice golpe de estado? Lo que sea, el estado siempre está golpeado). A los cuatro años, entré a una guardería. Mis papas se negaron a educarme en preescolares; confiaban más en sus propios conocimientos que en los de maestros inexpertos. Además, me inyectaron dosis de teatralidad con sus efusivas declamaciones de los más reconocidos clásicos infantiles: leían con dramatismo a Blancanieves, a El Patito Feo, a Hansel y Gretel. Una que otra vez representaron una obra en mi dormitorio; se metieron tanto en el papel que mi madre lloró por días los sufrimientos de Cenicienta…
   Cómo les decía, entré a una guardería, reservada para los trabajadores de un sindicato de profesores, como mis papás. Parecía una gran casa habitada sólo por niños, que subían y bajaban las escaleras dando saltos, y rayaban las paredes blancas con gises de colores. Recuerdo los altavoces enormes pegados a la pared, que siempre reproducían canciones infantiles en un bucle que parecía desesperar a todas las niñeras que nos cuidaban: mujeres, ninguna mayor de treinta años, que vestían uniformes azules y nos cuidaban, cada quien a su manera. Yo veía con perspicacia a todos los niños, y ellos me miraban con odio. Y me odiaban con una intención tan extrema que seguramente de grandes recordaran sus primeras intenciones de odio con ternura y asociarían mi rostro. ¡Ay, pobre niño al que odiábamos! Ese niño, debido a esas inquisitivas miradas, es ahora bastante tímido. Bueno, lo que sucedió en esas fechas era que la mujer que nos cuidaba en las primeras horas de la mañana, Natalia, lloraba sin razón aparente. Ella siempre se sentaba en la misma silla de madera para ver la televisión, mientras nosotros corríamos por toda la casa de dos pisos, destrozábamos los cuadernos y dibujábamos en el piso. Natalia era la responsable de vigilarnos desde las ocho de la mañana hasta las once; ella sola, pues sus compañeras de trabajo nunca llegaban temprano; y cuando lo hacían, tenían los ojos rojos y su aliento era horrible.  Natalia siempre las regañaba, y siempre les recalcaba su imprudencia pues ellas iban a fiestas a altas horas de la noche.  A veces Natalia desahogaba su enojo a través de los golpes que les daba a otros niños; a mí nunca me pegó. Me miraba y pensaba: “Ese niño ya está muy golpeado en su casa” y se iba. Por eso, yo quería ayudarla, ya no quería verla llorar.
   Recordé entonces que todos los días que mi abuela se ponía triste, ponía a Tito Puente en la grabadora y comenzaba a bailar sola. Era divertido verla marcar el paso y mover los dedos al son de esas canciones. Daban ganas de acompañarla. También veía a mis papas sonrientes, incluso en aquellos momentos difíciles. No entendía que tan difíciles, pero uno de niño se da cuenta. Así que llegue a las conclusiones que esa música hace feliz a cualquiera, incluso a la mujer más infeliz del mundo.
   Así que tomé prestado aquel disco, The Exciting Rhytim of Tito Puente, y lo llevé debajo de mi camisa durante el trayecto en la camioneta, conducida por mi mamá, hacia la guardería. Sí, yo sólo tenía cuatro años. ¿O cinco? No lo sé, pero yo ya era ambicioso. Al llegar, y ver de nuevo a Natalia con su cara de aburrida, sentada en la salita de recepción, y ajena al ajetreo en la enorme sala de juegos destinada para nosotros; ella veía la televisión (el invento soñado por el diablo  y secretamente concebido por Dios), y apenas notó que yo había llegado con un asentir de su cabeza. Estaba sola de nuevo, sin sus supervisoras, como yo quería. Así que rápidamente busqué un aparato reproductor de música, y lo encontré, oh sí, sobre una silla. Mientras los niños se golpeaban entre sí, y las niñas cantaban las mismas baladas que sus mamás cantaban en casa, yo coloqué con maestría aquel disco en la grabadora, y apreté play. Al instante sonaron los primeros compases de Oye cómo va. Todos de inmediato voltearon a verme, y supuse la reacción: comenzarían a bailar como mi abuela, hechizados al son, oye cómo va, y Natalia vendría conmigo y comenzaríamos a bailar. ¡Ah, quizás hasta me dé un beso! Sí, creo que estaba enamorado de ella.
   Sonreí, pero cuál fue mi sorpresa al ver que todos no sólo me veían con odio. Ahora me veían con burla y asco, con vergüenza. ¡Eran niños y ya sabían usar sus ojos para lastimar! ¡Querido lector, yo no sabía hacer eso! Todos se abalanzaron sobre mí; me empujaban y se reían, me decían cosas hirientes, incoherentes pero hirientes, tanto que ya mi memoría las censuró para no lastimarme más. Natalia salió de su ensimismamiento y al acercarse al lugar, sólo apagó la grabadora y se la llevó a otro lugar, lejos de mi alcance. Fue su indiferencia lo que me hirió más.
   Pero yo no me quise rendir. No después de verla llorar con más intensidad, y a pesar de que yo también lloré por mis propias causas, no quise desistir en ayudarla. ¿Qué podía hacer?
   En mi siguiente cumpleaños, no sé si el quinto o el sexto, al soplar las velas, pedí mi deseo. Los siguientes días planeé mi nueva táctica. Me sequé las lágrimas y aprendí a atarme las agujetas de mis zapatos, yo solo.
   Y cuando llegué de nuevo a la guardería, en los últimos días que me quedaban en ese lugar, miré a Natalia, pero no con odio; la miré con intensidad. Concentración. Ella ni se daba cuenta, cuando un día, sin más ni más, se apagó la televisión. Ella no se dio cuenta que lo hice yo, con el poder de mi mente. Es ahora cuando usted, querido lector, tiene todo el permiso del mundo para abandonar la lectura y dedicarse a ver las repeticiones de sus programas favoritos guardados en las memorias de las computadoras más resistentes, o componer una nueva canción ahora que ya no existe la música como en aquellos días. Porque sé que es muy difícil de creer, y muchos de mis escuchas al llegar a esta parte de mi relato me apelaban a todo momento que soy un creído, y yo les contestaba que mis palabras algún día serán dispersadas como la sal en los océanos. Muchos se iban. Siempre me pasa. Y siempre me duele.
   Volviendo al relato, les decía que apagué la televisión con el poder de la mente. Desde que era niño sabía que eso se podía hacer, porque nadie me lo negó, y yo nunca lo pregunté. La mujer se quedó sorprendida, miró a su alrededor, y después posó su vista en mí. Sospechó de mí, estoy casi seguro. Después, volvió a prender la televisión con el control remoto que siempre tenía en las manos, se levantó, e hizo una de sus rondas por la sala de juegos donde pasábamos el tiempo. Aprendí con el tiempo a manejar esta habilidad. Cuando yo quería cambiaba de canal, subía el volumen. ¡Caray, hasta podía hacerlo de espaldas! Bueno, lector, si no quieres que use la inofensiva y sosa palabra “caray”, lo repito: ¡Mierda, hasta podía hacerlo de espaldas!
   Lo ensayé de nuevo. Llevé el disco de Tito Puente y lo haría de nuevo. Pero esta vez sin ninguna necesidad de insertar el disco. Es más, ni siquiera debía acercarme al aparato. Yo podía hacer esas cosas porque en ningún momento alguien me dijo que no se podían hacer. Mi mamá me dejó en la guardería como todos los días, y yo me senté en mi silla de siempre, condesciendo los deseos de Natalia Si preguntan por qué no hablo de mis compañeros, es porque nunca los conocí. Nadie me hablaba. Mejor para mí. Me senté, como les dije, y  los demás niños me veían, reprobando mi soledad. Recorrí con mis pequeños dedos la portada del disco. Observé de nuevo a Natalia. Pocas veces la vi sonreír; es más, creo que ninguna vez hasta ese día. Enfoqué toda mi atención en la grabadora, recordando como empieza la canción más famosa del rey del timbal. Pero después cambié de opinión, y decidí mejor usar Ran Kan Kan. Yo tenía una memoria musical prodigiosa para mis seis años. Sin más ni más, sin necesidad de colocar el disco compacto, se escucharon las trompetas iniciales de esa canción. Todos los niños voltearon a verme, pero yo puse una sobreactuada cara de confusión, y observé a su vez a Natalia, quien salía de la sala de recepción por dónde yo la veía por una ventanilla, para observar la grabadora, a metros de distancia de mis manos, en un aparador colocado muy lejos de cualquier mano infantil. Nos vio a todos, y esta vez desconectó la grabadora. La música, por extraño que parezca, no dejó de sonar. Natalia conectaba y desconectaba el enchufe con desconcierto. Una mueca de terror cruzó su rostro, y dejó caer la grabadora al suelo. A pesar del sonoro golpe de ésta contra el piso de baldosas azules, la grabadora continuó imperturbable, reproduciendo la canción. Aún así, era diferente a la versión original. Tenía ciertos ritmos que parecían provenir de mi imaginación, percusiones trabajadas en mi cerebro. Era como si más bien la canción se reprodujera en mi cerebro y se transmitiera a través de esas noventeras bocinas. Los niños se asustaron y retrocedieron hasta estamparse a las paredes; no vaya a ser música del diablo. Después, el compás se fue transformando, los instrumentos fueron cambiando, las voces se distorsionaron y la canción sufrió una metamorfosis: se convirtió en El tiburón de Proyecto Uno. ¿Por qué? Seguramente porque estaba fresca en mi memoría, y no me la podía quitar de la cabeza. Sin poder evitarlo, comencé a mover mis pies al ritmo de esa endiablada canción, y a parafrasear el cantante, incluso a imitar su voz. La atención que recibía la grabadora fue paulatinamente a dar a mí. ¡No pares, sigue, sigue, no pares, sigue, sigue! En esa parte, comencé a bailar, a gritar, chocolate, chocolate, chocolate, de canela, de canela, de canela. Los demás niños, poco a poco fueron perdiendo la cohibición que suponía escuchar una grabadora desconectada, y se unieron a mi improvisada fiesta. Comenzaron a dar patadas y golpes en el aire; la idea de bailar de los niños. Las niñas sólo reían y se ruborizaban, los niños también reían. Olvidaron la grabadora encantada, y yo, encantado de la vida, bailaba arriba de la silla, movía las caderas como profesional. Oh, sí, yo sé bailar. Me veían sorprendidos, y me era imposible reconocer sus ojos, anteriormente de odio y ahora de alegría y baile. Un poquito más suave, un poquito más suave, un poquito más duro, ¡un poquito más duro! Fue en ese momento cuando escuché un sonido tan espectacular y estremecedor que la canción sufrió un ligero revés. Natalia se puso a reír. Su sonrisa era la sonrisa más hermosa del mundo. Esa fiesta infantil se prolongó más de lo esperado, ya que una vez encarrilados en la felicidad, uno ya no se quiere desviar. Cuando llegaron los papás, sonrieron y se rieron junto a sus hijos debido a la singular forma de bailar de ellos. Los niños habían organizado un concurso de baile, y las niñas se burlaban de ellos. Yo no quería irme; si me iba, les quitaba su diversión, su felicidad. Cuando llegó mi mama, me preguntó si alguien cumplía años. Yo le dije que no, que eso no viene al caso. Esa frase se la copié a mi papá. Mi mamá sólo me dijo “no” pero sin enojarse, y rió al observar a una pareja de niños bailando. Claro, para evitar que los papás desviaran su atención, secretamente conecté la grabadora a una fuente de electricidad. Sólo para estar seguros de que no se espantaran. Al regresar a casa, tuve la sensación de que a partir de ahora la vida sería hermosa, musical y fabulosa. 
   Pero no.
   Mantuve mi habilidad en secreto. No quería que se aprovecharan de mí. Tuve consciencia de que mi habilidad me elevaría a una categoría de semidiós entre los mortales. Claro, en ese tiempo no lo pensaba con esas palabras. “Soy grande” pensaba en ese entonces, “y si hago algo mal, me van a matar”. Yo me creía en ese entonces único, incomparable y celestial. Tenía el don de la música, pero no de la manera en la que lo poseen los compositores, sino más bien en una manera sobrenatural; yo podía hacer brotar música de dónde sea, con tan sólo reproducirla en mi cerebro. Perdóname lector, perdóname por ser presumido y egoísta. Pero tú pensarías lo mismo si tuvieses este don. Durante la infancia ejercí muy secretamente esta condición. Cuando se iba la electricidad en mi casa, todos observaban asombrados al minicomponente que seguía tocando música a pesar de la falta de energía eléctrica. Nuestra casa era muy espaciosa, pues no teníamos muchos muebles. Era de dos pisos, muy austera, sin cuadros en las paredes, y abastecida con lo más elemental. Vivíamos en una colonia gris, plomiza, en un municipio del  Estado de  México que por supuesto, querido lector, no te develaré. Al pequeño Roy le encantaba contar con todo el espacio de la casa para correr y jugar. En el segundo piso estaban las habitaciones; la mía estaba en medio, entre la de mis padres y la de mi abuelita. Mi dormitorio, tan sobrio, seco y poco revelador de mi personalidad; sus paredes blancas, tan agrias, y mi cama de sábanas amarillas, mi ropero de madera; nada, nada hay ahí que revelé mi identidad. Pero prosigamos con el relato.
   Debido a los constantes ruidos sin explicación que se manifestaban a todas horas, mis papas llegaron a pensar que habitaban fantasmas en la casa. Poco después de que yo entré a la primaria, mi abuela (la mamá de mi papá) compró una antigua pianola, antigua pertenencia de una amiga de toda su vida. La colocaron en la sala, detrás de los sillones, quienes estaban posicionados en dirección a la televisión. La pianola y la televisión estaban enfrentadas, las dos pegadas a su propia pared. Los temores comenzaron cuando esa pianola cobraba vida y tocaba melodías como las que yo escuchaba cuando era bebé, como la Moonlight Sonata; el susto fue tal que mi abuela fue a dar al hospital dos veces, por crisis nerviosa. Me sentí tan culpable que no volví a hacerlo, pero después descubrí a mi abuela revelándole a mi papá que esperaba que la pianola tocara de nuevo, porque pensaba que se trataba del espíritu de su difunto esposo. Esperaba día y noche, y yo no quería asustarla de nuevo para llevarla al hospital, pero una noche, me salí de mi habitación y me escondí detrás de un sillón, observando a la pianola. Me concentré, y la pianola comenzó a tocar la sonata de piano veintitrés de Beethoven. Las teclas se movían sin influencia más que la de mi mente. Lector, acúsame de loco, de desquiciado, de ocioso, pero así era. Yo tenía el poder de la música, Dios se ocupó de eso, y yo de nuevo lo usaba para hacer sentir bien a alguien.
   Mi abuela no tardó en salir de su habitación y contempló con fervor a la pianola, y por consiguiente, a mí escondido detrás del sofá. Mi abuela se llevó sus manos al rostro y se puso a llorar. No me detuve. A la edad de nueve años ya sabía que también se llora de felicidad. A mí me dieron ganas de llorar también.
   -Noé, tu abuelo está tocando –dijo ella.
   Yo le dije que sí, moviendo la cabeza. Me contó que mi abuelo era un aguerrido pianista, y que durante la revolución calmaba las ansías de ciertos burócratas, envestidos con sus ideales de liberación o de preservación. Me contó que su oído era tan fino y absoluto que podía identificar en qué nota estaba cantando un ruiseñor o si alguien se había equivocado en una orquesta de ochenta y cuatro músicos.
   -Nota su maestría, oh, mira esas teclas… Aún estando muerto sus manos jamás se han enfriado, siguen estando calientes. Cuánto te amo, Miguel…  -decía mi abuela, como si fuese normal toparse con los muertos. Mis papas salieron poco después, y ahora la que tuvo que tomarse unas pastillas para tranquilizarse fue mi mamá.
   Cuando entré a la primaria, decidí no exagerar el uso de mis habilidades. Era una escuela con edificios de tres pisos que abrazan una explanada enorme, y que en el centro, se hallaba el zócalo sobre el cual descansa una estatua de Lázaro Cárdenas. Mi salón estaba lleno de pupitres de madera desvencijados, rayados. Mis compañeros eran tan extraños que tardé mucho tiempo para acostumbrarme a ellos. Ninguno de mis compañeros conoció jamás mi habilidad. Sólo notaban cierta rareza en mí; todo el tiempo tarareaba, todo el tiempo con una melodía atorada en la cabeza, e incluso corregía las letras de ciertas canciones que me parecían inapropiadas y mal compuestas. Yo veía con recelo sus discos compactos en la época menos solvente de mi familia. Mi mamá fue a dar a varias casas de empeño y les otorgó un reloj de antigüedad nada despreciable, y le rogué con fuerza que jamás les entregara el equipo de sonido. Ella aceptó, siempre y cuando mejorara mis calificaciones. Pero era difícil mejorarlas cuando yo escuchaba con envidia como ciertos niños o niñas nacieron con un don más fácil y más aclamado, el de la voz pura y sin trabas, la voz preparada para cantar. Sus voces me eran deliciosas, tan sutiles, y tenía esperanzas de que no modificaran su timbre para cuando llegaran a la adolescencia. Aún así, no estuve exento de las travesuras y yo también quería divertirme un poco. He recalcado que tengo el poder de la música, y que puedo manipular a mi antojo aparatos electrónicos e instrumentos. Pero el instrumento que más amo manipular es el más viejo y respetado de todos, el más natural, el más deseado y valorado. La voz humana.
   ¡Oh, sí, querido lector, regocíjate ahora que es un buen momento! Primero tuve que rectificar si podía en realidad manejar la voz humana. Mi primera víctima fue mi papá. En reiteradas ocasiones él ha repetido que no nació para cantar y por poco tampoco para hablar, porque un día escuchó su voz en una grabación casera y le causó tanto desagrado que se arrepintió de haber gritado durante toda su infancia, y se juró no hablar más de lo necesario. Él creía que su voz era la más horrible del mundo. Mi mamá, que era parlanchina, chillona y cantarina, le reclamaba dos cosas: una, que si él no hubiese sido de esa manera, probablemente nunca se hubieran casado, porque acataron las leyes de la atracción de polos opuestos a la perfección; dos, que si alguna vez se atrevía a cantar marcarían con un sello de fuego la inmortalidad de su amor que ya alguna vez quedó perpetuado por mi nacimiento y que siempre está en peligro por aspectos y requisitos del amor entre dos seres humanos. Llegó una semana en la que discutían por todo: la precariedad de la casa, mis malas calificaciones, la abuela que siempre perdía sus pastillas o el perro que se había encargado de tener diarrea el mismo día que unos tíos venían de visita. Una noche me decidí a hacerlo. La cena estaba servida, y ahí estábamos los cuatro. Yo estaba inquieto, nervioso, y ni siquiera respirar hondo me tranquilizaba. La abuela me vio y dijo:
   -Lo que a este niño le falta es un hermanito.
   Yo llegué a la conclusión después de que por eso mismo soy quien soy. Mis papas no dijeron nada, comían en silencio y sus ojos estaban pegados a la televisión; ojos de alerta en caso de que se manifestara otro fantasma. Odio la televisión, lector, la odio tanto que bien valdría destruirlas todas sólo para asegurarse de que el contacto humano todavía exista, o por lo menos sus rescoldos. Sí, es tu turno de reír ahora.            No sabía cómo empezar. ¿Simplemente haría que mi papá comience a cantar sin razón alguna? A partir de mi primer fracaso en la guardería nunca más volví a hacer algo sin planearlo; las cosas hechas con corazón son sólo sentimientos alborotados sin forma hasta que el cerebro llega y las esculpe con su cincel de frialdad y razonamiento. Así que tuve que esperar, paciencia dijo la ciencia, para escoger el momento adecuado. Curiosamente fue esa misma cena, cuando iniciaron la discusión del hermano de mi papá que no les pagaba lo que les debía y que mi papá no le decía nada. Eso justamente estaba buscando; una discusión. No veo televisión pero si veo películas, y me han enseñado que siempre es bueno anteceder un momento de ternura histórica con otro de tensión emocional.
   -Ya son dos meses y se le va a olvidar, Julián –decía mi mamá. Obviamente el nombre de mi papá no es Julián. ¿Usted cree, lector, que le proporcionaría el nombre de mi papá con tanta facilidad? Jamás arriesgaría su pobre vida.
   -María, el también está en problemas –contestó mi papá. ¿María mi mamá? Ustedes no me ven pero mientras escribo esto me destornillo de risa.
   -Todos estamos en problemas.
   La discusión no acabó e incursionó en otros temas. El rencor guardado de mis papas se convirtió en una serpiente que reptaba por todos los rincones no arreglados de sus poco teatrales vidas. Es por eso mismo que les encantaba ver obras de teatro; porque se evadían de la suya propia. La obra de teatro de sus vidas era triste, con poca iluminación y el telón apenas y se levanta para dejar ver lo suficiente. Mi abuela se cansó de ellos y se levantó, sin recoger su plato. Yo también me cansé de ellos, pero estaba expectante, vigilándolos sin que ellos lo notaran. Yo subí a mi cuarto, y esperé, sin cerrar la puerta. Mi abuela se metió a bañar. Lejos estaban los días de su vitalidad. En el comedor, por fin uno de ellos cedió: mi mamá. Sin decir palabra, se levantó, recogió su plato y lo lavó, y se encerró en la habitación de ambos. Yo entreabrí la puerta para verlo todo. Era el momento. Mi papá no parecía dispuesto a hacer algo más que esperar su turno para bañarse mientras se acurrucaba en el sofá viendo televisión. Lo primero que tenía que hacer es llevarlo frente a la habitación de ambos. ¿Cómo lo haría?
   No lo pensé dos veces, y busqué a nuestro perro favorito, Roy. Estaba en el patio, a punto de hacer sus necesidades. “Perfecto” pensé, y lo cargué. Mi papá estaba tan distraído que no me observó cómo levantaba a Roy por su panza y subía las escaleras. Al subir, puse a Roy frente al cuarto de ellos, y le murmuré:
   -Haz acá, por favor, haz popó acá –dije. Sabía que su diarrea aún persistía. Sólo esperé un poco más para verlo hacer sus necesidades, justo enfrente de la puerta. Era desagradable, pero alguien tenía que hacerlo. Una vez que acabó, le grité a mi papá:
   -¡Papá, Roy se hizo popó acá arriba!
   -¡Límpialo tú!
   Pensé con prisa en algo que me haría zafarme de la situación. No fue difícil.
   -¡Estoy haciendo tarea!
   Grité, y rápidamente me escondí en mi cuarto. Apagué la luz, y asomé mi vista al pasillo, lo suficiente para que mi papá no me viera.
   -¡Carajo! –exclamó mi papa al subir las escaleras y ver la montaña de popó que había dejado Roy justo enfrente del cuarto. Se fue y después regresó con una bolsa de plástico, un recogedor y papel.
   Era el momento perfecto.
   Escogí la canción más adecuada: Yo vengo a ofrecer mi corazón de Fito Páez. La canción del noviazgo de mis papas. Mientras mi papa se debatía en cubrirse la mano con la bolsa de plástico y coger la popó, me concentré en su boca y en sus cuerdas vocales. Era difícil al ver sus expresiones de asco. Nunca reparó en mi presencia. Mientras se decidía a tocar la popó (mi papá siempre ha sido delicado), manipulé a mí placer sus cuerdas vocales y lo obligué a cantar:
   -¿Quién dijo que todo está perdido? –cantó y se detuvo de inmediato. No quiero pensar que sea ésa la primera vez que cantó en su vida desde aquél juramento de jamás volver a cantar. Pero estoy casi seguro que así era, porque fue muy difícil obligarlo a cantar. Se resistía a sobremanera. Pero lo obligué a hacerlo, como si yo estuviese a su lado y amenazándolo con una pistola-. Yo vengo a ofrecer mi corazón.
   Era mejor cantando de lo que pensaba. En un principio pensé que cantaría tan desagradable que pensé que cantando Roy sería mejor. Pero no. No es apto para cantar frente a un público, pero su voz era aceptable.
   -Tanta sangre que se llevo el río… Yo vengo a ofrecer mi corazón.
   Ya no se pudo resistir. Con la popó en una de sus manos, con la otra tocaba su garganta y sus ojos transmitían confusión y un poco de temor. Aún así, su voz era mía, y la única emoción que transmitía era la del amor.
   -No será tan fácil, ya sé que pasa. No será tan simple como pensaba. Como abrir el pecho y sacar el alma. Una cuchillada del amor…
   -¿Miguel eres tú? –preguntó mi abuela, preocupado por su difunto esposo, quién creía que había vuelto, esta vez a cantar. En realidad era su hijo quien cantaba ahora.
   -Luna de los pobres siempre abierta… Yo vengo a ofrecer mi corazón. Como un documento inalterable… Yo vengo a ofrecer mi corazón.
   En cualquier momento sabía que saldría mi mamá. Por mucho que esté enojada, yo sabía que ella abriría la puerta y lo vería. Y así fue. Mi papá ahí estaba, a pesar de que en vez de ofrecerle su corazón parecía que le ofrecía popó de Roy. Pero sí, el corazón de mi papa estaba desbocado, y el de mi mamá a punto de caer a sus brazos.
   -Ay, Julián –dijo mi mamá y lo abrazo. Mi papá no le rodeo los brazos por completo a temor a que la ensucie. Pero él seguía cantando. Yo me sentía tan feliz que sin percatarme manipulé las teclas de la pianola para que también tocaran la canción. Mi abuela se puso contenta por aquel dueto de generaciones alejadas.
   Mis sospechas fueron ciertas. Realmente me sentía capaz de hacerlo todo, con ayuda de cualquier cosa que pudiera crear sonido. De vuelta en la primaria, justo en el último año, quise hacer notar mis habilidades pero en secreto. A pesar de mis torpezas sociales, pude hacerme de amigos, o más bien de “amiguitos”, con los cuales podía bromear y platicar sin llegar a realmente congeniar del todo. Eran dos, y se llamaban Ismael y Alejandro; uno era gordo y el otro era flaco. También a veces nos llevábamos con otra niña, Selene, pero ella prefería mantenerse apartada de nosotros porque éramos vistos como los raros del salón. No lo pensaba en vano: Alejandro tenía el hábito de reírse a cada cosa que le decían, y era tan extremo su carácter risueño que era evidente en todos los aspectos de su vida: si nuestro profesor, el más severo de la primaria, le entregaba un examen con una calificación reprobatoria, Alejandro se reía. Si una niña le decía que olía mal, Alejandro se olía las axilas y se reía. Tras defecar, Alejandro se levantaba del retrete, observaba el excremento que había dejado dentro del excusado, lo señalaba y sonreía. Pero Ismael no se quedaba atrás. Oh no, aunque lo suyo era menos reprochable, pues era un defecto que no podía controlar: sus defectos del habla. No podía pronunciar bien la letra erre, y con dificultad pronunciaba la letra ge y la ese. Sufría mucho a la hora de leer ciertos fragmentos de novelas que el profesor de español le pedía:
   -Mi nombre es Ishmael…
   -Ismael –corrigió el profesor.
   -Pero aquí dice Ishmael… Ishmarrel… Ishmagrellaaafeff –decía Ismael mientras su lengua se atoraba consigo misma.
   -¿Cómo? –preguntó el profesor.
   -Ishmagrel… Ishmagreloffeerstrinkin ooooh –decía Ismael mientras batallaba con su garganta, rojo de la vergüenza.
   Pobre, él no tiene ningún defecto del habla; ¿te lo creíste, querido lector? En realidad era yo quien manipulaba su garganta sólo para divertirme, a mí y a los demás compañeros. Lo sé, no soy una buena persona. Y seguramente en este momento te estarás preguntando: pero Noé, ¿no que sólo tenías el poder de la música? Pero recuerda, estimado lector anónimo, que el lenguaje es música,  y los acentos y entonaciones con las que ensalzamos nuestras voces ya son suficiente melodía para poder distorsionarla. Ismael sufría por mis ataques; no sé porque nunca sospechó de mí, pues sólo cuando estaba cerca de mí, él comenzaba a hablar mal:
   -Prrrrrofe, la rrrrespuestacatacatacataca de la ecuacioncioncionción es diécidieciseisseisseis, Mazel tov, arrivederchi, ¡voalá! –decía el pobre Ismael, mientras que yo y todos los demás alumnos en el aula moríamos de risa. ¿Qué querías que hiciera, lector? ¿No hacerlo y ser un buen cristiano? Te aseguro que tú hubieses hecho cosas peores. Sin embargo, había un niño que hacía cosas más malévolas que yo. Se llamaba Mauricio, y a él si te lo describiré sólo para demostrarte el odio que le tengo: era (y sigue siendo) gordo, de piel morena con muchos lunares en los brazos, mentón muy pequeño en comparación con todo lo enorme que su rostro es, su nariz demasiado prominente, sus ojos abiertos y grandes a punto de resbalarse de sus cuencas; todo su cuerpo fofo que algunas niñas, te lo juro, querido lector, encontraban atractivo en aquel cuerpo soso, cavernícola y vulgar. Ya, yo tampoco soy muy guapo. Pero lo que yo aborrecía de Mauricio era su actitud, su despreciable personalidad. Se reía socarronamente de todo, al contrario de Alejandro, quien se reía tímidamente de su propia vida. Se burlaba del profesor, hablaba durante las clases y no le tenía ningún respeto. Se burlaba de cualquiera, criticaba la forma de caminar de Octavio, el cabello de Cecilia, la caligrafía de Leonardo y el timbre de voz de Adriana. De Alejandro siempre se colgaba; de él partían sus mejores burlas. Lo parodiaba, e imitaba su risa ante cualquier situación. Recuerdo que en un partido de fútbol, Mauricio pateó la pelota y ésta golpeó los genitales de Alejandro; éste comenzó a reír desenfrenadamente a la vez que se desplomaba al suelo. Mauricio, sin embargo, se reía con más énfasis.
   Pero si debo definir cuál era la víctima favorita de Mauricio, ésta, sin lugar a dudas, sería Ismael. Mauricio nunca desaprovechó alguna situación para tomar ventaja de sus tropiezos verbales (que yo provocaba) y siempre lo imitaba con su voz gangosa y primitiva:
   -Hooola, soy Ishmaeeel y cuando habloo pareshhhco que tenglo mierrrdaa en la bocaaa –decía Mauricio y su grupito de amigos estúpidos se reía. Alejandro también se reía, a pesar de que él era el mejor amigo de Ismael. Pero como Alejandro se reía de todo, Ismael no dijo nada. Yo, sin embargo, me sentí ofendido. No soportaba la idea de que alguien se burlara de Ismael, de que alguien jugara con él. ¡Sólo yo podía hacerlo, caramba! Y también, lo que más me daba rabia era que nuestro profesor, que se llamaba Horacio, no dijera nada. A pesar de que era un profesor estricto, que exigía la disciplina dentro del salón de clases a como dé lugar, jamás defendió a Ismael ni lo protegió de Mauricio. Claro, que no son las únicas quejas que yo tenía contra el profesor; nos exigía llegar temprano a pesar de que él casi siempre llegaba media hora tarde, y siempre daba las lecciones de matemáticas a medias, esperando a que nosotros, con nuestra propia iniciativa, las completemos. Un verdadero idiota. No, no me quedé con los brazos cruzados. Planeé de nuevo lo que haría; me encerré en mi habitación, alcé a Roy y lo acosté conmigo, y ambos pensamos sobre lo que yo debería hacer. Roy me aconsejaba con sus lengüetazos en mi cara. Cuando llegó la idea a mi mente, no pude parar de reír por horas. En mi casa, mi abuela le dijo a mi mamá que seguramente yo tenía en el estómago una solitaria.
   Un día, nos tocó a hacer un examen de matemáticas. El profesor Horacio no admitía cambios en la estructura de sus clases, y aún menos cuando se trataba de un examen. Acomodaba las filas de manera que si intentabas copiar inmediatamente serías detectado por su mirada inquisidora. Sólo aceptaba lápices, borradores y sacapuntas; si tenías un papel lo vería como un intento de pasar el examen, y automáticamente serías reprobado. Cualquiera que hablara, que tan sólo murmurara, automáticamente sería descalificado. A estas alturas lector, ya habrás intuido la travesura que me encomendé a hacer. Era tan obvia y sencilla que ahora que la recuerdo, me atraviesa una sensación de satisfacción que sólo es atenuada por lo que pasaría después, al cruzar la adolescencia.
   Todos nos sentamos en nuestros pupitres, en línea recta. El profesor repartió los exámenes, y revisaba nuestras calculadoras. Satisfecho, se sentó frente a su escritorio, y dio comienzo al examen. Alejandro se rió al ver su examen, y se puso a responderlo. Me esperé un poco para realizar mi osadía. Yo veía de reojo varías veces a mi víctima, y consideré no hacerlo. Pero al recordar que un día sin más tiró a la basura el almuerzo de Selene, me decidí a hacerlo. Esperé a que pasaran veinte minutos, cuando yo ya había resuelto buena parte del examen, y lo observé. Me concentré en su voz, y pensé en la canción que había elegido. Pero después pensé en algo más perverso. Oh sí. Si por algo iré al infierno, serán por dos cosas: por dejar al mundo como lo tienes ahora lector, y por esto. Lee y no se lo cuentes a nadie.
   Observé con firmeza a Mauricio, y al profesor Horacio. Me centré en sus cuerdas vocales, y después de un minuto de concentración, comenzó. La canción que había elegido era Barbie Girl de Aqua. Oh sí.
   Hi Barbie! –gritó el profesor con su gruesa voz, bajo el desconcierto de todos.
   Hi Ken! –gritó Mauricio.
   ­-¿Do you wanna go for a ride? –preguntó el profesor, con sus ojos desorientados pero con su voz más tierna y dulce. 
   Sure Ken!
   -¡Jump in!
   -I´m a Barbie Girl, in a Barbie world –comenzó a cantar Mauricio. Todos en el salón lo veían con un desconcierto y a la vez con un estupor que se les quedará grabado el resto de sus días-. Life in plastic. It´s fantastic. You can brush my hair, undress me everywhere. Imagination, that´s your creation.
   -Come on Barbie, let´s go party! –cantó el profesor, poniéndose de pie. Yo no hice eso, pero tampoco creo que se haya querido levantar por cuenta propia. A veces las canciones tienen un poder propio, hasta la más ridícula. Mauricio repitió el coro y las risas estallaron como fuegos artificiales.
   -I´m a blond bimbo Girl, in a fantasy world. Dress me up, make it tight, I´m your darling. –cantó Mauricio mientras se ponía de pie y se acercaba bailando al profesor, tratando de seducirlo. Oh sí.
   -You are my doll, rock n´ roll, feel the glamorous thing, kiss me here, touch me there, hanky panky –cantó el otrora estricto profesor que ahora se había convertido en un hombre enamorado de Barbie o más bien de Mauricio; se puso de pie y también comenzó a bailar. Se reunieron y juntaron sus manos para bailar juntos. Los demás niños reían tanto que pensé que iban a explotar. Alejandro reía tanto que se quedó sin aire y su rostro se puso azul.
   -Come on Barbie let´s go party
   -Ah, ah, ah yeah
   -Come on Barbie let´s go party
   -Uo uh, Uo uh.
    Yo también me reía tanto que me dolía. A todos nos saltaron las lágrimas de tanto carcajear, nos tocábamos el estómago, golpeábamos la paleta de nuestro pupitre o aplaudíamos.
   -Oh, I´m having so much fun! –gritó Mauricio.
   -Well Barbie, we just getting started! –exclamó el profesor mientras se abrazaban.
   -Oh I love you Ken –dijo Mauricio mientras sonreía pero sus ojos transmitían verdadera vergüenza. Oh lector, si tan solo hubieses visto a los ojos de aquellos niños en ese legendario momento; creo que para muchos de ellos ese fue el momento más épico de sus vidas. Nadie jamás sospechó de mí, y el profesor perdió para siempre todo su prestigio. ¿Mauricio? Mauricio terminó suicidándose… Sí, se arrojó a un puente y aparte lo atropelló un camión.
   No, mentira, sigue vivo pero ya jamás se burló de nadie. Oh sí.
   Ah, pero aquí no acaban mis travesuras. No, esto no fue lo más bárbaro que realicé en la primaria. Desde el primer día de clases, soñé con llevar a cabo una travesura descomunal, que involucraba a todo el alumnado, y, ¿por qué no? Al profesorado también. Ensayé durante mucho tiempo, usando a Ismael como rata de laboratorio, y a Alejandro… pues, como mi público.
   A partir del Barbie day, Mauricio no podía caminar por los pasillos de la escuela sin que los demás niños le cantaran Barbie Girl. Por el lado del profesor Horacio, no cambiaba la cosa, pues él tampoco podía caminar por las oficinas de la dirección sin que los demás profesores le cantaran la misma canción. Horacio y Mauricio terminaron siendo amigos, ¿qué más les quedaba? Se reunían en la biblioteca de la escuela (olvidada, nadie se le acercaba, no vaya a ser que un libro te atrapara y no te dejara escapar), y se ponían a llorar juntos. Alejandro pasaba a un lado de ellos, los señalaba y se reía. Mientras tanto, de Ismael ya nadie se burlaba. Creían que él fue el causante del hechizo que provocó que Mauricio y el profesor se pusieran a cantar. Me sentí mal, porque nadie jamás reconocería mi obra. Tal vez ahora haya personas en este momento que piensen que Ismael es Orfeo. Ya, aún no llego ahí. Antes de proseguir con el relato, quiero contarte mi más grande hazaña en la primaria. Ya sé lo que estás pensando, querido lector; que soy un tonto, que desaproveché mis oportunidades, y que pude haber encantando a toda la escuela para que ésta pareciese un eterno musical. Pero recuerda, mi querido amigo, que menos es más, y todos los artistas sobreviven por su manejo de la contención. Tal vez yo no sea un artista, sino más bien un mago; he aquí mi prestidigitación.
   Sucedió en la última ceremonia cívica del curso. Todos los alumnos de la escuela primaria estaban reunidos en la explanada principal, formando un cuadrado, todos debidamente situados en sus lugares. Las niñas que integraban la escolta esperaban la orden del maestro de ceremonias. Sería el último homenaje para los de sexto año, en los que me encuentro yo. Una nostalgia cálida me empañaba, pero me sentía feliz porque estaba a punto de dejar una huella final. El sol despuntaba sobre todas nuestras cabezas, nuestros cabellos brillaban. A un lado de mí se hallaban todos los compañeros de mi salón; Ismael se jactaba de que ya nadie se burlaba de su forma de hablar. Alejandro se reía de la inocencia de Ismael. Yo, en secreto, me reía de todos.
   Comenzó la ceremonia con el rutinario saludo a la bandera. Todos colocaban su brazo a la altura del pecho, mientras las chicas de la escolta le daban la vuelta a la explanada; una de ellas cargando con nuestra bandera mexicana. Después todos cantamos el himno del Estado de México. Prepotente existencia moral… Y después el himno de la patria. Masiosare, un extraño enemigo… Los altavoces, colocados en los edificios detrás de nosotros, esparcían la música de fondo a todas direcciones. Acabado el himno, otra saludo a la bandera, una segunda vuelta de la escolta. Mis compañeros bostezaban, pero yo estaba nervioso por lo que estaba próximo a hacer. Tocó el turno de las efemérides. Al grupo que le correspondió organizar el homenaje, el sexto A, fue muy lento a la hora de enlistar todos los acontecimientos importantes pasados. Cuando acabaron, el director de la escuela, un hombre muy serio, aburrido, viejo y obeso, nos dio unas palabras de despedida. En el momento que él dejó de hablar, me tocó a mí.
   Ensayé esto durante seis años, en la calle, en los lugares más improvisados. Si yo era capaz de manipular una voz, ¿podré manipular un coro? No me cabía duda. Anteriormente, en un centro comercial, mientras mi mamá me llevaba de la mano por los pasillos de la panadería, manipulé las voces de un grupo de estudiantes para que cantaran al ritmo de You Get What You Give, de los New Radicals. Aquellos estudiantes se ponían a hacer desmanes, y se subían a un carrito del supermercado; exactamente como en el video de la canción. Eran tan sólo seis estudiantes; después pude manipular las voces de veinticuatro padres de familia, en una de las juntas que mi papá coordinaba en la secundaria donde él trabajaba. Yo estaba sentadito, detrás del escritorio, mientras mi papá explicaba su método de calificaciones a los papás. De la nada, todos, incluido mi papá, comenzaron a cantar Mujeres divinas de Vicente Fernández. ¿Por qué esa canción? Porque mi papá la tarareaba todo el día, y quise deshacerme de ella. Las mamás y los papás cantaron a todo pulmón:
   -Le dije que nosotros simplemente, hablamos de lo mal que nos pagaron…
   Un papá sacó la botella de tequila que tenía escondida adentro de la mochila de su propio hijo, como si aquella canción fuese imposible de cantar sin la presencia de una buena bebida. Todos se pusieron de pie y olvidaron que se encontraban en una junta, en un salón de clases, en una escuela; estaban en una fiesta. Y luego se pusieron a llorar. Después cantaron otras canciones, esta vez sin que yo los manipulara. Lo único que querían era una excusa.
   Estaba listo para manejar las voces de todo el alumnado y el profesorado. ¿Cuántas voces en total? ¿Ochocientas, novecientas? No lo sé. Al fin y al cabo, cuando todos los alumnos, todos los profesores, todas las secretarias y hasta los conserjes, comenzaron a entonar esta canción:
   -La raza me dice que todo lo que hago que todo lo que hago que todo lo que hago está maaal… y yo no sé por qué…
   Todas las voces sonaban como una. Los altavoces detrás de nosotros resonaban con los instrumentos de la canción, la guitarra, la batería; el piso de nuestras acaloradas voces. El contraste de las voces infantiles con la letra de aquella canción era evidente. Los niños marcaban el ritmo con chasquidos, movían sus manos como si tocaran una guitarra invisible. Para no levantar sospechas, yo también debía cantar la canción, fingiendo estar hechizado como todos los demás. Sólo que yo la cantaba con una sonrisa de oreja a oreja. Los profesores se miraban entre sí, atónitos, sin poder dejar de cantar la canción. Los grupos bien organizados de alumnos no se disolvieron; seguían ordenados, cada quien en su lugar. Cantaban esta canción con la misma solemnidad del himno nacional:
   -Si me hecho un soplado, me sale con premio. Si quiero hacer del dos, resulta que no hay papel. Si voy a tirar el miedo, está ocupado el retrete. Mejor me agarro el pajarito y juego con él…
   El director de la escuela agarró el micrófono y avanzó hacia el centro de la explanada, moviéndose como un verdadero rocanrolero, gritando la canción para desquitar todas sus rabias. El profesor Horacio se sentía en paz; cantaba la canción con la felicidad de la venganza. Las secretarias y las profesoras se acercaron al pedestal donde se hallaba imperturbable Lázaro Cárdenas, y se subieron a sus hombros como si montaran un caballo. Algunas profesoras se quitaban las blusas y se quedaban semidesnudas; algunos profesores recogieron las blusas y se las ponían. Te lo juro, amigo lector, que no digo ni una sola mentira. Ellos tenían libertad de hacer lo que quisieran; yo no los mandaba a desnudarse. Por esto mismo, cuando acabó la canción, y por ende, volvió la mesura, todos se quedaron callados y se vieron entre sí. Las profesoras se tapaban sus torsos y sus pechos, y con una vergüenza que les durará toda la vida, se refugiaron en los sanitarios. El director de la escuela se levantó del suelo, donde realizó una rutina de breakdance, y se acercó al micrófono para decir:
   -Rompan filas. ¡Ya! –con un tono que sugería no volver a hablar de lo acontecido. La verdad era que había niños que no hablaron de otra cosa durante toda su vida.                    
   Celebré mi triunfo: cargué a Roy por toda la sala de mi casa y lo coloqué encima de la pianola; sin pena ni recato, me puse a cantar We are the champions. Mi inglés era perfecto:
   -¡Wiiii aaar de chanpioooos!
    Mis papás sólo me aplaudían, pues ellos disfrutaban toda manifestación de teatralidad, incluso la más precaria. Atribuyeron la causa de mi felicidad a mis exitosas calificaciones: obtuve un promedio escolar por arriba del nueve. No fue nada difícil; el profesor Horacio se volvió muy sumiso desde el Barbie day. Durante la graduación, celebrada en un elegante salón de fiestas, obligué a todos los niños y niñas que no querían bailar a que lo hicieran: ah, pero no bailaron canciones pop infantiles, sino valses de Richard Strauss. Fue un sueño hecho realidad; los niños andaban vestidos con sus mejores trajes, negros y clásicos, y las niñas, sus vestidos más robustos y coloridos. Los padres se enorgullecieron tanto de esta iniciativa inesperada de sus hijos que los ovacionaron durante diez minutos. Claro, yo también participé. Fui el ignorado maestro de ceremonias. Y de esta manera me despedí de mi querida primaria; por última vez, Alejandro se rió de mí, como si él supiera que todo era causa mía. Ismael no se quiso despedir de mí. Tal vez no era tan tonto de lo que yo pensaba.
     En poco tiempo comencé mis estudios en la secundaria. La Escuela Secundaria Técnica No. 16, “Niños Héroes”. Un cambio en el panorama político del país repercutió en muchos niveles sociales, excepto en el nuestro. Mi mamá, profesora en una universidad recién inaugurada, y mi papá, profesor de secundaria, no generaban los ingresos suficientes para sus planes de remodelación de la casa. Ellos añoraban nuevos sofás, una nueva mesa para el comedor, una nueva televisión. También querían fumigar la casa, debido a esta plaga de hormigas que salía de los huecos más recónditos e inesperados. Se lamentaban no tener el dinero suficiente, y mi abuela siempre les reclamaba sobre sus prioridades:
   -Esto les pasa por andar gastando en chingaderas –decía mi abuelita, y se refería, por supuesto, a las obras de teatro. Ah, pero también a las películas. Mis papás eran cinéfilos. Pero malos cinéfilos. Eran capaces de comprar boletos para entrar a ver una película que de antemano sabían que iban a odiar; supongo que el placer de ver bodrios radicaba en explayar estimulantes críticas destructivas. Me pasa lo mismo con la mala música. Encuentro un gozo sádico al escuchar estos ruidos que se atreven a llamarse canciones. No las escuchaba por mi voluntad; eran mis vecinos los que disfrutaban con el atronador ruido de voces misóginas y ritmos repetitivos. A mí no me dejaban otro remedio más que poner a Mozart a todo volumen, y mi abuela se entusiasmaba tanto que sacaba su cabeza de la ventana y le gritaba a todos los vecinos:
   -¡Esto es música hijos de puta!    

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