Nos
conocimos de la manera más perfecta: internet. ¿Es que acaso hay otra manera?
Deduje tu cuerpo a través de tus palabras, de tus faltas de ortografía, de tu
lentitud al mandar cada mensaje. Lo imaginé vulgar y delicioso. ¿Eras hombre o
eras mujer? No le daba la menor importancia. Las diferencias entre sexos son
mitologías: el mismo aroma toca la piel femenina y la piel masculina, el mismo
sabor salado y las mismas grietas en los labios, y los mismos orificios dotados
con gratas terminaciones sensoriales, sólo que la mujer, quizás debido a su
encuentro con el árbol de la ciencia, ganaba uno más.
Decidiste terminar la intriga, y me mandaste
tu fotografía. Eras un hombre completo, sano y atractivo: muy pocos tienen mi
suerte. Seguíamos hablando en el chat, recreando escenas que ocurrirán a su
debido tiempo, pero estableciéndolos en lugares exóticos: las cosquillas que
nos hacíamos adentro de cuartos de hoteles veraniegos, o cuando caminábamos
tomados de la mano en algún puerto caribeño; o juntos de pie, frente a un
mirador, observando nuestro propio silencio restaurador. Todos esos lugares
convergían en nuestras lecturas, y fluían en nuestras fantasías clasificadas en
un escaparate, ya que después, como en una librería, podíamos elegir una y
volverla a vivir. Todos los rituales del cortejo reunidos en cada una de esas
experiencias. Cuando nos conocimos en persona, la predestinada desilusión
formaba parte del ritual.
Una idea, cuando alcanza corporeidad, jamás
se parecerá a su concepción original. Fue en una terminal de autobuses: tu
mirada, que en fotografías era seria y determinada, en realidad era ingenua y
necesitada. Tu atractivo, que yo creía radicaba en tu inocente rebeldía, en tu
masculinidad discreta, y en tu barba disciplinada, se desplomó. En realidad
radicaba en tus ademanes inmaduros, en tu incipiente personalidad, que estaba
destinada en acabar alegre, optimista y un poco desfasada emocionalmente del
tiempo; enfrentabas las desgracias con la risa, y mostrabas tus mejores
lágrimas ante la felicidad. Aquellas contradicciones te resaltaban, subrayaban
tu tranquilidad; y tu mirada, brillante como una perla, se balanceaba entre la
torpeza y la nostalgia.
Comenzamos de nuevo. Tus palabras, ahora
sólidas por tu voz, daban vueltas alrededor de mi cabeza y me confundían. Yo,
que imaginaba tu voz como una cándida fuente de generosidad, y que en realidad
era una aguda y gutural música, un poco jacarandosa, un poco graciosa. ¿Qué
podía hacer, decepcionarme por la verdad, o satisfacerme con ella? Es bien sabido,
que toda verdad es un dolor sofisticado. Sin embargo, tu voz no era ningún
dolor. Era hilarante, era una sonrisa sonora. Cuando te hacía cosquillas, tus
carcajadas también eran mías. ¿Y tu cuerpo? ¿Cómo era en realidad tu cuerpo?
¿Parecido al cuerpo de mi imaginación? Aquí no hay mucho chiste: por lo menos
tenías cuerpo. Te toqué, me permitiste hacerlo después de la sesión de
cosquillas. Fue una exploración minuciosa. Pasé tus manos por tu estómago, metí
mi dedo en tu ombligo y lo moví como si quisiera destornillar una tuerca.
Apreté tus pechos, pellizqué los lóbulos de tus orejas y los jalé cual
instrumento musical. Te reías. Tomé esa risa, la hice bolita y la tiré. Hicimos
el amor. Comprendí que lo intangible podía ser inasible, pero no incapturable.
Al final, todo se puede tocar.
El redescubrimiento nos costó trabajo y
tiempo, pero por supuesto tuvo su fin. Es una tristeza poco definida, pero
existe, la atónita desilusión que provoca el cuerpo finito, la sencillez de
todas las pieles; la solemnidad con la que uno recibe el cuerpo recién amado,
con el paso del tiempo se convierte, en los mejores casos, en resignada
complicidad; en los peores, en un entendimiento de nuestra intrascendencia. Es
una sensación incierta y un tanto terrible: antes de hacerte el amor, yo ya
había tocado tu cuerpo infinidad de veces, sólo que poseído por otro ser. Tus
cálidos y flacos brazos ya me habían abrazado, y tu pecho con el mío era una
unión magnética ya conocida, ya familiar. Esos mismos ojos, esos mismos labios;
labios ya recorridos, en besos repetidos, ya que todos los besos son el mismo
beso, y el mismo beso es el mismo amor.
Tu calor sanguíneo no me sorprendía, ya que
es idéntico al que nutre todas las venas de la humanidad. ¿Y tu sonrisa? ¿Tú
sonrisa es igual? Sí; es la más descarada prueba de uniformidad. ¡Y vaya que tu
sonrisa es hermosa! Te encanta besar sonriendo, y como a mí también, solemos
hacernos cosquillas y modernos con más frecuencia que el sexo. Ese faro que es
tu sonrisa, que me ilumina de distintas risas, no me puede engañar.: es la
misma luz nacarada de todas las sonrisas. Perdona las imágenes, pero no se
puede escribir de amor sin poesía.
Te lo digo por experiencia. Ya experimenté
la famosa y obligada etapa de exploración sexual; muchos insisten en nombrarlo
“etapa de locura”, pero yo no encuentro nada más normal. Olvida las fiestas,
las ceremonias sociales; de la misma manera en que yo te encontré, busqué otros
sujetos que sólo querían degustar un cuerpo, lo que también era mi afán. Tuve
suerte de que nada grave me pasara. Comprendo la patética diversión que era,
pero una vez superada esa fiebre, ya no logras vislumbrar con cuantos hombres y
con cuantas mujeres te acuestas, pues eran tan ordinarios que bien podían ser
sólo uno. Cuando el amor está de por medio, aquella ordinariez se sacraliza,
pero sólo durante una momentánea eternidad. Te lo digo porque, de mi pasado de
novios, novias, amores no correspondidos, sexo casual, amigos con derechos y
demás, todo ese amor despilfarrado se
borra, no sin antes guardarse en difusas copias. Y esas copias, esas imágenes
guardadas en mi piel, llegaron a mi memoria cuando tus abrazos, cuando tus
besos, cuando tus cosquillas; todas ellas, evocadas contra mi voluntad. No es
sólo mi culpa. Es culpa de todos y todas.
Después me confesaste, con temor a
reconocerlo, que te pasaba lo mismo. Que mi cuerpo también era un deja vu, que
mis besos mojados contenían los mismos movimientos bucales que usaban los
demás, y a pesar de que no se comparaba tu débil historial sexual con el mío,
aquel efecto revelador ya se vaticina desde la segunda persona que uno besa.
Es una ironía traumática que entre tantos
cuerpos amontonados, entre tantas miradas y sonrisas idénticas, y entre tantas
mismas maneras de besar, ¡es a ti a quien quiero amar! E insisto en la ironía,
la sublime ironía (que no es otra cosa que dolor hilarante) en recalcar tu
uniformidad, tu calidad de masa, de cuerpo repetido, de normalidad. ¿Qué es la sensualidad entonces sino un
anhelo por buscar la singularidad del
cuerpo?
Y sin embargo, ahora entiendo aquellos
conceptos tan manchados de cristianismo: compromiso y fidelidad. Porque tocar
tu cuerpo es igual que tocar el de otro, y por ende, el mío propio. La
fidelidad es eso, un desesperado intento por olvidar nuestra propiedad de masa.
Por eso digo que fue perfecto conocernos en internet: en el anonimato en línea,
todos somos iguales, todos somos masa.
Una vez entendido aquel efecto¸ podía comenzar nuestra historia. Fue una victoria: en donde
todas las parejas acababan, debido al vacío provocado por la insuficiencia de
originalidad en el cuerpo (y también, duele admitirlo, en la mente), nosotros
tomábamos aquel vacío como una ventaja, como una diversión inédita. Claro está,
si no entienden nada de lo que digo, es que no viven en Tenamitlán, y jamás han
ingerido soma. Fueron las puertas de soma, el iluminado camino de la redención,
lo que nos condujo a nuestras conclusiones. Después de tantos organizados
naufragios en la ciudad, de tanto perderse en callecitas feas y otros ríos,
decidimos perdernos de verdad, y atravesar la Puerta. ¿Dónde está la puerta?
¿Pues en dónde no está? Vivir en una ciudad tan grande, revoltosa y
peligrosamente compacta donde el soma circula con más facilidad que el aire, tiene
sus consecuencias. Por supuesto que sabemos de la existencia del muro de
niebla. Eso es justamente lo que nos da confort, aquel muro protector que
estará ahí por si acaso se nos ocurre ir demasiado lejos, demasiado más allá.
Cruzamos la puerta. Fue curioso, porque no
sabíamos en qué habitación de esta gran Casa estábamos, y ni siquiera nos
preguntamos si necesitábamos llave. Caminamos entre la luz y el agua.
Prometimos no volver a ser los mismos, a no poseer los mismos cuerpos ni las
mismas voces. Ese era el objetivo del juego.
Abandonamos nuestras maltratadas pieles y
nos vestimos con otras. Aparecíamos siempre en las mismas playas pero de
distintas maneras. O uno encima del otro, o tomados de la mano, o separados
cinco metros o más. Nunca éramos las mismas personas. La primera vez aparecí
como un viejo pestilente y con los ojos llenos de cataratas; tú, como un joven
estólido de cuerpo elegante y músculos finos. Nuestros nuevos cuerpos no eran
muy compatibles entre sí; ¿cómo podían amarse un viejo senil y un
fisiculturista? Pero la diversión le ganaba el terreno al deseo, y nos moríamos
de risa al ver las reacciones de la gente al vernos caminar tomados de la mano;
por supuesto que no fingíamos ser padre e hijo, si no, ¿cuál era la broma? Beso
público tras beso público ellos nos señalaban asustados e intranquilos. Nos
fuimos a caminar a un parque a medianoche, y nos juramos amor intenso, siempre
y cuando nos comprometamos a llevar un buen y constante ritmo de cambio de
cuerpos, un vertiginoso flujo de fisonomías que encontremos vacantes, para
usarlas y jugar. Ya no más aburrimiento, ya no más fastidiarse acariciando el
mismo cuerpo, la misma caprichosa piel, y el mismo aliento en los besos. Era un
perverso entretenimiento. Era como estar muerto. Era el cielo.
Un cuerpo distinto al día. Quise apreciar tu
alma en el cuerpo flexible de una mujer y decidiste ser una bailarina rusa; yo,
un flaco pordiosero. A pesar de las abismales diferencias, de los diversos
tonos de voz, del nuevo cabello, nuestras sonrisas y risas eran las mismas:
poseían el mismo crescendo, la misma sonoridad. Me divertía sobando tus nuevos
pechos, tan redondos y gordos que podía ocultar mi cabeza en ellos, mientras tú
te ocultabas en mi abundante vello; reíamos, reíamos como locos, nos filmábamos
teniendo sexo todos los días, y nos regocijábamos viendo los videos una y otra
vez; ¿Quiénes eran esas parejas? Debido a nuestras transformaciones, probamos
la pedofilia, la gerontofilia, el incesto, y todo juego de roles. Después jugamos
a la casita, a que yo era un niño y tú mi madre, o yo tu padre y tú mi hija; y
por supuesto que a veces nos ganaba la vergüenza: ¿qué hacíamos en esos
cuerpos, en esas envolturas? No sólo cambiábamos de cuerpos, sino también de
amores, y nos complacimos paladeando el amor filial, el amor paternal, el amor
asexual. ¿Y cuando cambiamos de personalidades? ¿Cuándo lo único que quedaba de
nuestras originales almas eran los brillos de nuestras miradas y sonrisas? La
diversión se multiplicaba.
Me entretuve siendo un intelectual molesto y
arrogante, y tú, una mujer indígena; oh, aquello era la gloria, la risa máxima,
el amor supremo. Nos perdíamos en esos disfraces, y aprendimos naturalmente el
histrionismo. Un arqueóloga y un mexica; un sordomudo y un violinista; un
escritor y un modelo; una sacerdotisa y un actor porno. No, tampoco teníamos
restricciones en el tiempo y podíamos escoger cuerpos de personas fallecidas,
célebres y misteriosas. Retomamos el amor de Oscar Wilde y Alfred Douglas y le
dimos un final feliz; Dalí y Gala volvieron a estar juntos en la playa, y
confirmamos los rumores sobre Monroe y Kennedy; y por supuesto que lo grabamos.
También había tiempo para la farsa. Cortázar
le hizo el amor (una vez más) a todos sus Cronopios y sus Famas; Hegel le hizo
sexo oral a Schopenhauer; Pinochet sometió a Allende; y Tarkovsky sodomizó a
Kubrick.
Pero pronto nos cansamos de esas tonterías,
y lo demostramos convirtiéndonos en niños. Yo un niño y tú una niña, y
renunciamos al sexo y nos consagramos a las cosquillas, a arañarnos las
rodillas, y rodar. Nos veíamos a los ojos, a nuestros pequeños ojos, y veíamos
nuestras sonrisas de dientes de leche, y nuestras manitas que se agarraban
solitas. Nos infiltramos en una escuela, caminábamos con mochilas vacías, y nos
inventamos mamás y papás, y hasta tíos, tías, abuelitos, abuelitas… Nos
diseñamos una vida. “Qué bonita niña eres” dije, pero no sé si lo dije yo o si
lo dijo el niño, y tú me respondiste: “Hueles bonito”, pero, ¿fue la niña o
fuiste tú? ¿Y quién eras tú? ¿Cuál era tu sexo original? ¿Hombre o mujer? ¿Niño
o niña? Mientras jugábamos a las canicas, a las escondidas, y nos deslizábamos
sobre las resbaladillas, nuestros recuerdos se desperdigaban como mariposas que
le daban color al parque y con otros niños jugaban. Nos pusimos a jugar a la
música y a leer dibujos como los adultos leen libros, y entonces nos vimos a
los ojos, y nos dijimos nada en palabras
pero todo en miradas: ¿Qué es el amor sino un juego? ¿Y qué hemos hecho todo
este tiempo? ¿Es que acaso todo el tiempo fuimos niños? Ahora que lo veo, es
inexacto tu sexo, y ya no sé si eres niño o niña; y da lo mismo, porque, ¿quién
soy yo? Cuando duermo, ¿duermo tranquila y callada como una niña, o con los
fuertes ronquidos de un niño? Tú no me quieres decir nada, no quieres arruinar
la sorpresa. Dormimos juntos, nos abrazamos a todas horas; pero lo que más
hacemos, lo que hacemos todo el tiempo, es hacernos cosquillas, es escapar para
luego dejar atraparnos, y más cosquillas, y más y más, ¿pues no es la risa el
fin del juego?
Y es tu risa, tu risa de niño, tu risa de
adulto, tu risa sin tiempo ni edad, el único anclaje al pasado, la única pista.
Pero luego fueron pasando los días, y me pregunté: ¿cuál era el pasado? ¿A
quién le pertenecía? ¿Nuestro pasado era el de un viejo pestilente y una
bailarina rusa? ¿A dos hombres con destinos enfrentados, a dos mujeres con
sueños frustrados? Desde que pisamos la infancia, todo aquel historial de
cuerpos usados se extravió, y aquella atiborrada filosofía con la que
comenzamos esta odisea, se derrumbó… ¿Dónde estábamos? Éramos niños muy
adultos, y nunca nos propusimos a pensar demasiado, porque pensar a veces es engorroso,
porque investigar quiénes éramos ya era inútil, ¿y si siempre fuimos niños? ¿Y
si siempre fuimos masa? ¿El amor era la única constante, o es que acaso no
queda nada que buscar, y ya no encuentro memoria para el faro de tu sonrisa,
para tu voz graciosa, para tu omnipresente mirada…? Porque para el vagabundo
que ocupé su cuerpo, tu mirada era horrenda, y para la mujer que poseí, tu
mirada era preciosa; pero yo las veía iguales, todas las miradas eran las
mismas, y es que todos somos un todo… y por ende, todos somos, ¿todos somos
qué? Somos nada.
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