Nos quedamos dormidos viendo una película de Almodóvar.
Cuando abrí los ojos y entreví al sol en la ventana de mi habitación, supe que
estaba en el error. No habíamos cogido. ¿Para qué lo invité a mi casa entonces?
¿A pasar la noche en compañía? Yo necesitaba contagiarme de VIH. No lo iba a
lograr por medio de abrazos, besitos y cariños de novios anticuados.
Lo miré. No estaba
nada mal. Aún así, con la boca abierta, acostado y cubierto con mis sabanas
donde se han venido docenas de hombres diferentes, tenía cierto aspecto
infantil que me aterraba y a la vez atraía. ¿De verdad tendría sólo veintiún
años? ¿Y si es menor de edad? ¡Ni siquiera le he visto la verga! ¿Qué fue lo
que me entretuvo para contener mi libido? Recuerdo que le abrí la puerta y me sonrió
naturalmente y comenzó una plática tan agradable, como si ya fuésemos amigos de
tiempo atrás. La plática no acabó hasta que decidió poner una película mía (ni
siquiera me pidió permiso para cogerla de mi estantería de películas, y yo ni
siquiera me enojé), y acostarnos para seguir hablando de nuestras vidas. Rompí
una de mis principales reglas al tener sexo casual con un desconocido: no
sentir lástima por la vida del otro. ¿Qué otro sentimiento puede provocar la
historia de vida de cualquier hombre que busca sexo sin protección a través de
internet? ¡Cómo si yo no supiera lo que se pensaría de mi vida! Vivo solo,
trabajo en un call center. No acabe mi carrera universitaria. ¿Acaso alguien
fue gentil para advertirme que uno sólo entra a la universidad para no
abandonar la vida escolar tan pronto, para no adentrarse tan bruscamente en la
vida adulta del trabajo y las responsabilidades serias? Nadie fue tan valiente
para decirme esa verdad cruel. No le hablo a mi familia. Mis amigos apenas y me
hablan, debido a que la rutina del trabajo y de la familia (sus recientes
esposos u esposas, y en algunos casos, hijos), se los impedía. Yo jamás quise
esa vida. Cuando él me dijo que también vivía solo, que tampoco acabó su
licenciatura, y que tampoco tenía planes de formar una familia, deseé (incluso
antes de fantasear que me partiera el culo) pegar mi rostro a su pecho, que
pasará su mano por mi cabello y me susurrara que todo estaría bien. Era un
deseo infantil, como los niños que buscan ser abrazados por sus papas porque
los despertó una terrible pesadilla.
Su nombre es Joel.
Esa noche, sentí lástima por él y por mí; si tan sólo nos hubiéramos mamado y
cogido entre sí, santo remedio. Pero decidimos hablar y conocernos. Y aquello
fue el gran error, pues desde que le abrí la puerta de mi casa y vi su
sonrisa, supe enseguida que teníamos
tantas cosas en común, que si comenzábamos a congeniar, lo que sucedería sería
catastrófico: terminaríamos queriéndonos.
He estado buscando
infectarme de VIH desde el año pasado, cuando comprendí que jamás me salvaría
de mi mismo, que nunca podría saciar mi necesidad de que me cojan, de que
siempre respondería a cualquier mínima insinuación de sexo: un guiño de ojos,
una lengua que moja sus labios, una mano que roza su entrepierna en un baño
publico. No tenía escapatoria. Tarde o temprano terminaría sucediendo, ¿por qué
no mejor de una vez? Me ahorraría el miedo de sentirme infectado; si tuviera
VIH, ya no me tendría miedo, ya no habría nada de que preocuparse. He ido a las
cabinas de todas las sexshops de la ciudad, he ido al famoso cine Nacional, al
cine Savoy, y a las famosas orgias que se organizan cerca del metro Taxqueña.
Sexo a pelo, con hombres que me prometían que sus mecos estaban
"vitaminados". Pero nada. Cada mes me hacia la prueba de ELISA y
siempre salía negativo. ¿Es que era inmune a esa mierda? ¿O mi culo está tan
aguado que ya ninguna fisura sangrante tiene? Pero eso no tendría porque ser
problema. Todos mis amigos "barebackeros" me dicen que la tercera
cogida a pelo es la buena, la definitiva. ¿Cuantas llevaría yo? ¿Quince? ¿Y de
esas quince, con cuantos hombres estuve en cada una? Pene tras pene que me
tragaba, sin mirar ojos ni rostros. Mi mayor fantasía era que treinta
hombres se vinieran sobre mí. Lo necesitaba. Me sentiría
invencible, lejos de este mundo y de mí, ¿no todos buscan eso? El sexo es la
única alegría de ser adulto. Todo lo demás es una galería de fobias,
responsabilidades, depresiones y otras muertes. Y ni siquiera es una alegría
asegurada. Cuando uno envejece, el sexo muere. Debo disfrutarlo ahora que mi
piel es suave y lisa.
Pero odio el
orgasmo. Jamás llego a el, aunque me lo pidan.
Es como despertar de un sueño. Pero yo quiero seguir
dormido. Si tienes la oportunidad de no despertar, ¿para qué hacerlo? Incluso
bajo los términos de que es un sueño de ojos abiertos, sigue siendo un dulce
sueño. Venirse es echar a perder la fiesta, apagar las luces. Es la cruda.
Deseo permanecer ebrio, mantenerme en un estado de alegría perenne. ¿Quien no
desea estar así? Soy un hombre honesto.
Joel no tenía VIH y
no estaba interesado en infectarse. La segunda vez que visitó mi casa, lo
hicimos con condón, porque él insistió y yo cedí. ¿Por que a el lo traté de
manera especial? ¿De qué beneficios se puede jactar? ¿Tiene algún dominio sobre
mí? El me besaba mientras me cogía y yo me dejaba besar, y cuando menos me di
cuenta, yo buscaba sus labios para apretarlos con los míos. Quería beberme a
Joel. Ya no estoy seguro si las lagrimas que nacían de mis ojos eran lagrimas
de sexo. Sospecho que todas las lágrimas, incluso las que nacen en momentos de
insoportable felicidad, derivan de la misma causa: la muerte.
Debo aclarar que
soy un hombre inteligente y completamente facultado para las ciencias y las
artes. He investigado sobre psicología y religión y he resuelto mis propias
dudas sobre el Todo. Sé que el sexo y la muerte son los extremos de la cuerda
de la vida. Sé que Dios es el nombre que le damos a los misterios de la vida y
de la muerte. Sé que el amor es un invento de los mamíferos, y nosotros los
humanos añadimos atractivos y connotaciones religiosas y espirituales al sexo
para no recordar y sabernos animales. Esto último no lo entiendo; yo amo ser un
animal. Amo la carne sudorosa, apestosa, amo la mierda y la orina, amo sentir
todos los fluidos humanos sobre mi piel: me hace sentir rebosante de vida y de
enfermedad. No hay nada de asqueroso en los deshechos corporales. El asco y el
pudor son creaciones culturales.
He visto a todas
mis víctimas (y victimarios) en todos los trabajos decentes disponibles,
ataviados con los uniformes más honorables y perfumados con los mas lujosas
fragancias. Los he visto con sus padres, visitando la casa de sus abuelos, los
he visto abrazar a sus hijos y regalarles juguetes de acción. Los he visto en
conversaciones mundanas y en juntas de trabajo, y los he visto en la seriedad y
el desempeño laboral y familiar más acertado. Pero también los he visto en el
frenesí, los he visto quitarse la ropa desesperados y penetrar y lamer sucios
culos con verdadera ansia; los he visto eyacular sobre pechos, rostros y anos
indistintos, y he visto sus expresiones faciales perdidas, en el límite de del
alivio y la inconsciencia. Son hombres (y también mujeres) completamente
normales, pero también son ingenuos: creen que sus padres y sus abuelos jamás
han experimentado esa clase de sexo, y que sus hijos nunca lo experimentarán.
Ilusos; si no lo supiera yo, que he cogido hasta con familias enteras. Les
admiro su capacidad de resistirse a juntar dos ideas diametralmente opuestas:
la perversión y la inocencia.
¿No es también una
perversión la inocencia? ¿No será ese el motivo por el cual rompí mi segunda
regla: no coger con la misma persona dos veces? Pero Joel me motivaba a
contrariar todos mis preceptos sobre el sexo. ¡Vaya, incluso platicamos durante
el acto! Como si no fuese suficiente desfachatez. Cuando él acaba (se ha
acostumbrado ya a mi costumbre de no venirme), se
"sale" de mí, tira el condón a la basura y regresa
a mi cama a abrazarme. No adopta esa pose pseudointelecutal y pseudomasculina
de sacar el cigarro y fumarlo. A lo mucho saca una paleta o un dulce y lo
muerde. Lo que hace es suspirar. Suspira demasiado. Como si exhalara el humo de
su cigarro imaginario.
Y me comienza a hablar
de cosas. Tiene la gentileza de no hablarme de él, ni de las tragedias de su
vida, o de las tragedias de las vidas de otros. Me habla simplemente de la
vida, en general. De los libros que le han ocasionado bienestar y malestar. De
las inquietudes humanas. Cuando pronuncia la palabra "destino" me
abraza más fuerte. Con cualquier otra persona, me hubiese empalagado y le
hubiese ordenado amablemente que se retirara de mi casa. Odio el
sentimentalismo. Pero con Joel no. Lo suyo era nostalgia. La nostalgia por
virtudes que a nosotros, los humanos (los animales), nunca nos pertenecerán.
Cuando me dijo: "Tuvimos que inventar al amor para salirnos con la
nuestra; o al menos intentar salirnos con la nuestra", lo miré. Le
pregunté si había leído el mismo libro de Carl Sagan que había leído yo. Me
dijo que no, que sólo eran suposiciones suyas. Y entonces yo lo abracé.
Era primero de
noviembre, y me tocaba, como de costumbre, hacerme la prueba de VIH. Fui, me
picaron un dedo, tomaron las gotas de sangre de aquel piquete. A los cinco
minutos me dijeron lo usual: negativo. Salí apesadumbrado, pateando las
botellas tiradas en el suelo. Y entonces se me ocurrió una idea magnifica. No
pude evitar sonreír mientras caminaba entre las banquetas de la ciudad, rodeado
de personas y sus respectivas enfermedades. Era una idea maquiavélica, y
genial: Joel debía infectarme de VIH. Sí, pero, ¿cómo?
Le pregunté a unos
de mis amigos infectados si podía "cogerse" a Joel. "Si no se da
cuenta, mejor" le dije. Mi amigo me dijo que si un hombre no es capaz de
darse cuenta que una verga está rompiendo su culo, entonces está en problemas.
Me dijo que ideara un plan para lograrlo, y me sugirió la idea que aún así
sería riesgoso, pues de verdad es posible que yo sea inmune al VIH. "Ha habido
casos así en el mundo" me dijo, "¿por qué no celebras tu inmunidad
mejor?" Le dije que no hay nada que celebrar en que uno no sea capaz de
restregarse una enfermedad más en mi cuerpo; el VIH es un fluido más. Y yo
celebro la vida en el sexo. Me preguntó que si no le tenía miedo al VIH. Le
dije que si, por supuesto, que le tengo pavor. Por eso mismo lo quiero. Es
fastidioso sentir miedo en el sexo. El miedo no es un afrodisiaco muy poderoso;
no tanto como yo creía.
Entonces me dio
varias ideas para someter a Joel; emborracharlo, fingir un secuestro y una
violación, o simplemente el piquete de una jeringa que contuviera sangre
"vitaminada". La última opción la rechacé porque yo quería que fuera
un pene el que lo "bautizara". También rechacé la primera, porque ya
he tenido sexo con un Joel borracho, y aun así fue capaz de recordar ponerse un
condón. Sólo quedaba la segunda opción. Me decanté por esa.
El día en que
secuestrarían y violarían a Joel (cortesía de mis amigos "activos" e
infectados que siempre habían fantaseado en hacer algo tan ruin), yo fui al
gimnasio por primera vez en mi vida. Sentí un irrefrenable amor por mi cuerpo,
por mi sexualidad y por mi virilidad. Soy un hombre esbelto, atractivo; por
poco un semental. No me cubro con un velo de fantasía ni me doy aires de
grandeza; lo digo respaldado por los comentarios de mis amigos sexuales, quienes juran que yo me haría
millonario si me hiciese prostituto especializado en estrellas de la farándula.
Les dije que no, pues hacer del sexo un trabajo es arruinarlo todo; ¿no he
repetido hasta el cansancio que aborrezco la vida de mis amigos de la
universidad, quienes trabajan y tienen una familia feliz? ¿No fue André Bretón
quien dijo que no vale la pena vivir si sólo se va a trabajar? También, por
primera vez en mi vida, ese día hice planes a futuro; no sueños ni
divagaciones, sino verdaderas metas a corto y largo plazo. Primero, le pediré a
Joel que viva conmigo. Después, compraremos terrenos o cuartos, y los
rentaremos. No tendríamos que trabajar. Soy afortunado de que Joel sea de clase
alta; sí, se disfraza de oficinista y así se va a trabajar, y durante el
trabajo no está fantaseando que su colega de a lado le haga sexo oral, ni que
el otro se orine encima de él. Lo envidio. No tengo idea de que es vivir sin
tentaciones, sin esa adicción a ellas, que en mi cuerpo representan ser
alergias. Me enferma el sexo, pero me enferma más no hacerlo.
Pero qué digo.
Claro que Joel tiene deseos y tentaciones. No es capaz de expresarlos en voz
alta sin sentir que se ha desgarrado o que una parte de él haya muerto. No creo
que llegue a los extremos de desear que un grupo de hombres lo violen (tal y
como lo hacen ahora) pero sé que, en su inocencia hay una estrategia, quizás
inconsciente, de que en un ansiado clímax explote y se sienta
"flotando"; un asunto que trate, no de vida y muerte, sino de sexo y
muerte.
Aquel día fue a mi
casa, a eso de las dos de la madrugada, tocando la puerta rabiosamente. Cuando
le abrí, lo vi con el rostro rojo, con el llanto a lagrima viva y la ropa
desgarrada. Me abrazó. Por primera vez en mi vida sentí amor. Lo abracé
fuertemente, y lo lleve a mi cama; lo acosté, unté una crema en los moretones
que tenía en sus brazos y piernas; mientras tanto, el me contaba todo. El caminaba
por la avenida Gustavo Baz, después de salir de trabajar, cuando una camioneta
se detuvo a un lado, dos hombres salieron de ella y lo metieron a la fuerza. Lo
demás fluyó como el argumento de cualquier película porno gay sadomasoquista.
Al soltarlo, en ningún momento le dijeron que ya era un miembro más del club
del VIH; sólo lo aventaron a la banqueta de una calle poco concurrida. Joel
lloraba, temblaba, y me dijo que no quería volver a salir a la calle, y me rogó
vivir conmigo. Yo le di un beso en la frente, sequé sus lágrimas y le prometí
todo el cariño que un hombre le puede dar a otro.
A la mañana
siguiente, cuando le serví el desayuno, le pedí que fuéramos novios. Le insistí
en que sería fiel, que abandonaría todos los hábitos de tener sexo con
desconocidos, y que no volvería a hacer cruising. Él, sonriendo difícilmente,
aceptó. Se veía tan vulnerable, con sus ojos llorosos y su voz ronca de tanto
gritar. Me dijo que podía hablar con los de su trabajo para ver la manera en la
que pudiera trabajar temporalmente en casa; en el peor de los casos, pediría
vacaciones. Yo me sentía en la gloria.
Los días siguientes
fueron los más felices de mi vida. A Joel le dio fiebre; lo cuidé como a un
niño chiquito, le leí libros y vimos toda la filmografía de Almodóvar juntos.
Casi nunca salíamos de la cama. Afuera de la cama había un mundo peligroso,
lleno de personas hipócritas. Éramos dos hombres que habían hecho de su
departamento, un universo. No fue sino hasta un mes después cuando volvimos a
tener sexo. Como siempre, él fue el activo, y yo el pasivo.
Le pedí que lo
hiciera sin condón, y él sólo accedió porque estaba enloquecidamente enamorado
de mí. Cuando comenzó a meterme su verga, comenzó a dolerme. Le dije que lo
hiciera más despacio. El me hizo caso.
En poco tiempo ya
estaba penetrándome salvajemente, olvidando que la misma mirada que ahora
poseía era la misma con la que sus violadores lo veían a él. Sentí que cerraba
un círculo, que en verdad él me amaba y yo lo amaba a él; acerqué más mi cuerpo
al suyo y besé sus labios, su pecho, sus ojos; todo lo besé, mientras sentía
que el estaba en éxtasis, que sus ojos estaban perdidos, que resbalaba saliva
de su boca; su rostro tierno y animal era lo más excitante que había visto en
mi vida; y en verdad no pude evitarlo, no pude evitar venirme como un dios,
eyaculando lo que había guardado durante años de orgías descomunales, tríos
extenuantes; años de carnavales de sexo y paraísos de piel y semen; y me vine,
me vine, y...
Desperté. Abrí los
ojos. Me sentí momentáneamente solo en la oscuridad. Quise volver a encender
las luces. Me sentí desamparado, avergonzado... Y cuando Joel vio mis lágrimas
(que como todas las lágrimas, ya sean de felicidad o de dolor, tienen la
misma causa), me abrazó y me dijo:
-Todo estará bien.
Pegó su pecho a mi
rostro y pasó su mano por mi cabello, de la misma manera en la que los padres
tranquilizan a sus hijos después de que estos hayan recién despertado de una
pesadilla.
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