miércoles, 13 de marzo de 2013

La cacería




Nos quedamos dormidos viendo una película de Almodóvar. Cuando abrí los ojos y entreví al sol en la ventana de mi habitación, supe que estaba en el error. No habíamos cogido. ¿Para qué lo invité a mi casa entonces? ¿A pasar la noche en compañía? Yo necesitaba contagiarme de VIH. No lo iba a lograr por medio de abrazos, besitos y cariños de novios anticuados.  
   Lo miré. No estaba nada mal. Aún así, con la boca abierta, acostado y cubierto con mis sabanas donde se han venido docenas de hombres diferentes, tenía cierto aspecto infantil que me aterraba y a la vez atraía. ¿De verdad tendría sólo veintiún años? ¿Y si es menor de edad? ¡Ni siquiera le he visto la verga! ¿Qué fue lo que me entretuvo para contener mi libido? Recuerdo que le abrí la puerta y me sonrió naturalmente y comenzó una plática tan agradable, como si ya fuésemos amigos de tiempo atrás. La plática no acabó hasta que decidió poner una película mía (ni siquiera me pidió permiso para cogerla de mi estantería de películas, y yo ni siquiera me enojé), y acostarnos para seguir hablando de nuestras vidas. Rompí una de mis principales reglas al tener sexo casual con un desconocido: no sentir lástima por la vida del otro. ¿Qué otro sentimiento puede provocar la historia de vida de cualquier hombre que busca sexo sin protección a través de internet? ¡Cómo si yo no supiera lo que se pensaría de mi vida! Vivo solo, trabajo en un call center. No acabe mi carrera universitaria. ¿Acaso alguien fue gentil para advertirme que uno sólo entra a la universidad para no abandonar la vida escolar tan pronto, para no adentrarse tan bruscamente en la vida adulta del trabajo y las responsabilidades serias? Nadie fue tan valiente para decirme esa verdad cruel. No le hablo a mi familia. Mis amigos apenas y me hablan, debido a que la rutina del trabajo y de la familia (sus recientes esposos u esposas, y en algunos casos, hijos), se los impedía. Yo jamás quise esa vida. Cuando él me dijo que también vivía solo, que tampoco acabó su licenciatura, y que tampoco tenía planes de formar una familia, deseé (incluso antes de fantasear que me partiera el culo) pegar mi rostro a su pecho, que pasará su mano por mi cabello y me susurrara que todo estaría bien. Era un deseo infantil, como los niños que buscan ser abrazados por sus papas porque los despertó una terrible pesadilla.
   Su nombre es Joel. Esa noche, sentí lástima por él y por mí; si tan sólo nos hubiéramos mamado y cogido entre sí, santo remedio. Pero decidimos hablar y conocernos. Y aquello fue el gran error, pues desde que le abrí la puerta de mi casa y vi su sonrisa,  supe enseguida que teníamos tantas cosas en común, que si comenzábamos a congeniar, lo que sucedería sería catastrófico: terminaríamos queriéndonos.
   He estado buscando infectarme de VIH desde el año pasado, cuando comprendí que jamás me salvaría de mi mismo, que nunca podría saciar mi necesidad de que me cojan, de que siempre respondería a cualquier mínima insinuación de sexo: un guiño de ojos, una lengua que moja sus labios, una mano que roza su entrepierna en un baño publico. No tenía escapatoria. Tarde o temprano terminaría sucediendo, ¿por qué no mejor de una vez? Me ahorraría el miedo de sentirme infectado; si tuviera VIH, ya no me tendría miedo, ya no habría nada de que preocuparse. He ido a las cabinas de todas las sexshops de la ciudad, he ido al famoso cine Nacional, al cine Savoy, y a las famosas orgias que se organizan cerca del metro Taxqueña. Sexo a pelo, con hombres que me prometían que sus mecos estaban "vitaminados". Pero nada. Cada mes me hacia la prueba de ELISA y siempre salía negativo. ¿Es que era inmune a esa mierda? ¿O mi culo está tan aguado que ya ninguna fisura sangrante tiene? Pero eso no tendría porque ser problema. Todos mis amigos "barebackeros" me dicen que la tercera cogida a pelo es la buena, la definitiva. ¿Cuantas llevaría yo? ¿Quince? ¿Y de esas quince, con cuantos hombres estuve en cada una? Pene tras pene que me tragaba, sin mirar ojos ni rostros. Mi mayor fantasía era que treinta
hombres se vinieran sobre mí. Lo necesitaba. Me sentiría invencible, lejos de este mundo y de mí, ¿no todos buscan eso? El sexo es la única alegría de ser adulto. Todo lo demás es una galería de fobias, responsabilidades, depresiones y otras muertes. Y ni siquiera es una alegría asegurada. Cuando uno envejece, el sexo muere. Debo disfrutarlo ahora que mi piel es suave y lisa.
   Pero odio el orgasmo. Jamás llego a el, aunque me lo pidan.
Es como despertar de un sueño. Pero yo quiero seguir dormido. Si tienes la oportunidad de no despertar, ¿para qué hacerlo? Incluso bajo los términos de que es un sueño de ojos abiertos, sigue siendo un dulce sueño. Venirse es echar a perder la fiesta, apagar las luces. Es la cruda. Deseo permanecer ebrio, mantenerme en un estado de alegría perenne. ¿Quien no desea estar así? Soy un hombre honesto.
   Joel no tenía VIH y no estaba interesado en infectarse. La segunda vez que visitó mi casa, lo hicimos con condón, porque él insistió y yo cedí. ¿Por que a el lo traté de manera especial? ¿De qué beneficios se puede jactar? ¿Tiene algún dominio sobre mí? El me besaba mientras me cogía y yo me dejaba besar, y cuando menos me di cuenta, yo buscaba sus labios para apretarlos con los míos. Quería beberme a Joel. Ya no estoy seguro si las lagrimas que nacían de mis ojos eran lagrimas de sexo. Sospecho que todas las lágrimas, incluso las que nacen en momentos de insoportable felicidad, derivan de la misma causa: la muerte.
   Debo aclarar que soy un hombre inteligente y completamente facultado para las ciencias y las artes. He investigado sobre psicología y religión y he resuelto mis propias dudas sobre el Todo. Sé que el sexo y la muerte son los extremos de la cuerda de la vida. Sé que Dios es el nombre que le damos a los misterios de la vida y de la muerte. Sé que el amor es un invento de los mamíferos, y nosotros los humanos añadimos atractivos y connotaciones religiosas y espirituales al sexo para no recordar y sabernos animales. Esto último no lo entiendo; yo amo ser un animal. Amo la carne sudorosa, apestosa, amo la mierda y la orina, amo sentir todos los fluidos humanos sobre mi piel: me hace sentir rebosante de vida y de enfermedad. No hay nada de asqueroso en los deshechos corporales. El asco y el pudor son creaciones culturales.
   He visto a todas mis víctimas (y victimarios) en todos los trabajos decentes disponibles, ataviados con los uniformes más honorables y perfumados con los mas lujosas fragancias. Los he visto con sus padres, visitando la casa de sus abuelos, los he visto abrazar a sus hijos y regalarles juguetes de acción. Los he visto en conversaciones mundanas y en juntas de trabajo, y los he visto en la seriedad y el desempeño laboral y familiar más acertado. Pero también los he visto en el frenesí, los he visto quitarse la ropa desesperados y penetrar y lamer sucios culos con verdadera ansia; los he visto eyacular sobre pechos, rostros y anos indistintos, y he visto sus expresiones faciales perdidas, en el límite de del alivio y la inconsciencia. Son hombres (y también mujeres) completamente normales, pero también son ingenuos: creen que sus padres y sus abuelos jamás han experimentado esa clase de sexo, y que sus hijos nunca lo experimentarán. Ilusos; si no lo supiera yo, que he cogido hasta con familias enteras. Les admiro su capacidad de resistirse a juntar dos ideas diametralmente opuestas: la perversión y la inocencia.
   ¿No es también una perversión la inocencia? ¿No será ese el motivo por el cual rompí mi segunda regla: no coger con la misma persona dos veces? Pero Joel me motivaba a contrariar todos mis preceptos sobre el sexo. ¡Vaya, incluso platicamos durante el acto! Como si no fuese suficiente desfachatez. Cuando él acaba (se ha acostumbrado ya a mi costumbre de no venirme), se
"sale" de mí, tira el condón a la basura y regresa a mi cama a abrazarme. No adopta esa pose pseudointelecutal y pseudomasculina de sacar el cigarro y fumarlo. A lo mucho saca una paleta o un dulce y lo muerde. Lo que hace es suspirar. Suspira demasiado. Como si exhalara el humo de su cigarro imaginario.
   Y me comienza a hablar de cosas. Tiene la gentileza de no hablarme de él, ni de las tragedias de su vida, o de las tragedias de las vidas de otros. Me habla simplemente de la vida, en general. De los libros que le han ocasionado bienestar y malestar. De las inquietudes humanas. Cuando pronuncia la palabra "destino" me abraza más fuerte. Con cualquier otra persona, me hubiese empalagado y le hubiese ordenado amablemente que se retirara de mi casa. Odio el sentimentalismo. Pero con Joel no. Lo suyo era nostalgia. La nostalgia por virtudes que a nosotros, los humanos (los animales), nunca nos pertenecerán. Cuando me dijo: "Tuvimos que inventar al amor para salirnos con la nuestra; o al menos intentar salirnos con la nuestra", lo miré. Le pregunté si había leído el mismo libro de Carl Sagan que había leído yo. Me dijo que no, que sólo eran suposiciones suyas. Y entonces yo lo abracé.
   Era primero de noviembre, y me tocaba, como de costumbre, hacerme la prueba de VIH. Fui, me picaron un dedo, tomaron las gotas de sangre de aquel piquete. A los cinco minutos me dijeron lo usual: negativo. Salí apesadumbrado, pateando las botellas tiradas en el suelo. Y entonces se me ocurrió una idea magnifica. No pude evitar sonreír mientras caminaba entre las banquetas de la ciudad, rodeado de personas y sus respectivas enfermedades. Era una idea maquiavélica, y genial: Joel debía infectarme de VIH. Sí, pero, ¿cómo?
   Le pregunté a unos de mis amigos infectados si podía "cogerse" a Joel. "Si no se da cuenta, mejor" le dije. Mi amigo me dijo que si un hombre no es capaz de darse cuenta que una verga está rompiendo su culo, entonces está en problemas. Me dijo que ideara un plan para lograrlo, y me sugirió la idea que aún así sería riesgoso, pues de verdad es posible que yo sea inmune al VIH. "Ha habido casos así en el mundo" me dijo, "¿por qué no celebras tu inmunidad mejor?" Le dije que no hay nada que celebrar en que uno no sea capaz de restregarse una enfermedad más en mi cuerpo; el VIH es un fluido más. Y yo celebro la vida en el sexo. Me preguntó que si no le tenía miedo al VIH. Le dije que si, por supuesto, que le tengo pavor. Por eso mismo lo quiero. Es fastidioso sentir miedo en el sexo. El miedo no es un afrodisiaco muy poderoso; no tanto como yo creía.
   Entonces me dio varias ideas para someter a Joel; emborracharlo, fingir un secuestro y una violación, o simplemente el piquete de una jeringa que contuviera sangre "vitaminada". La última opción la rechacé porque yo quería que fuera un pene el que lo "bautizara". También rechacé la primera, porque ya he tenido sexo con un Joel borracho, y aun así fue capaz de recordar ponerse un condón. Sólo quedaba la segunda opción. Me decanté por esa.
   El día en que secuestrarían y violarían a Joel (cortesía de mis amigos "activos" e infectados que siempre habían fantaseado en hacer algo tan ruin), yo fui al gimnasio por primera vez en mi vida. Sentí un irrefrenable amor por mi cuerpo, por mi sexualidad y por mi virilidad. Soy un hombre esbelto, atractivo; por poco un semental. No me cubro con un velo de fantasía ni me doy aires de grandeza; lo digo respaldado por los comentarios de mis amigos  sexuales, quienes juran que yo me haría millonario si me hiciese prostituto especializado en estrellas de la farándula. Les dije que no, pues hacer del sexo un trabajo es arruinarlo todo; ¿no he repetido hasta el cansancio que aborrezco la vida de mis amigos de la universidad, quienes trabajan y tienen una familia feliz? ¿No fue André Bretón quien dijo que no vale la pena vivir si sólo se va a trabajar? También, por primera vez en mi vida, ese día hice planes a futuro; no sueños ni divagaciones, sino verdaderas metas a corto y largo plazo. Primero, le pediré a Joel que viva conmigo. Después, compraremos terrenos o cuartos, y los rentaremos. No tendríamos que trabajar. Soy afortunado de que Joel sea de clase alta; sí, se disfraza de oficinista y así se va a trabajar, y durante el trabajo no está fantaseando que su colega de a lado le haga sexo oral, ni que el otro se orine encima de él. Lo envidio. No tengo idea de que es vivir sin tentaciones, sin esa adicción a ellas, que en mi cuerpo representan ser alergias. Me enferma el sexo, pero me enferma más no hacerlo.
   Pero qué digo. Claro que Joel tiene deseos y tentaciones. No es capaz de expresarlos en voz alta sin sentir que se ha desgarrado o que una parte de él haya muerto. No creo que llegue a los extremos de desear que un grupo de hombres lo violen (tal y como lo hacen ahora) pero sé que, en su inocencia hay una estrategia, quizás inconsciente, de que en un ansiado clímax explote y se sienta "flotando"; un asunto que trate, no de vida y muerte, sino de sexo y muerte.
   Aquel día fue a mi casa, a eso de las dos de la madrugada, tocando la puerta rabiosamente. Cuando le abrí, lo vi con el rostro rojo, con el llanto a lagrima viva y la ropa desgarrada. Me abrazó. Por primera vez en mi vida sentí amor. Lo abracé fuertemente, y lo lleve a mi cama; lo acosté, unté una crema en los moretones que tenía en sus brazos y piernas; mientras tanto, el me contaba todo. El caminaba por la avenida Gustavo Baz, después de salir de trabajar, cuando una camioneta se detuvo a un lado, dos hombres salieron de ella y lo metieron a la fuerza. Lo demás fluyó como el argumento de cualquier película porno gay sadomasoquista. Al soltarlo, en ningún momento le dijeron que ya era un miembro más del club del VIH; sólo lo aventaron a la banqueta de una calle poco concurrida. Joel lloraba, temblaba, y me dijo que no quería volver a salir a la calle, y me rogó vivir conmigo. Yo le di un beso en la frente, sequé sus lágrimas y le prometí todo el cariño que un hombre le puede dar a otro.
   A la mañana siguiente, cuando le serví el desayuno, le pedí que fuéramos novios. Le insistí en que sería fiel, que abandonaría todos los hábitos de tener sexo con desconocidos, y que no volvería a hacer cruising. Él, sonriendo difícilmente, aceptó. Se veía tan vulnerable, con sus ojos llorosos y su voz ronca de tanto gritar. Me dijo que podía hablar con los de su trabajo para ver la manera en la que pudiera trabajar temporalmente en casa; en el peor de los casos, pediría vacaciones. Yo me sentía en la gloria.
   Los días siguientes fueron los más felices de mi vida. A Joel le dio fiebre; lo cuidé como a un niño chiquito, le leí libros y vimos toda la filmografía de Almodóvar juntos. Casi nunca salíamos de la cama. Afuera de la cama había un mundo peligroso, lleno de personas hipócritas. Éramos dos hombres que habían hecho de su departamento, un universo. No fue sino hasta un mes después cuando volvimos a tener sexo. Como siempre, él fue el activo, y yo el pasivo.
   Le pedí que lo hiciera sin condón, y él sólo accedió porque estaba enloquecidamente enamorado de mí. Cuando comenzó a meterme su verga, comenzó a dolerme. Le dije que lo hiciera más despacio. El me hizo caso.
   En poco tiempo ya estaba penetrándome salvajemente, olvidando que la misma mirada que ahora poseía era la misma con la que sus violadores lo veían a él. Sentí que cerraba un círculo, que en verdad él me amaba y yo lo amaba a él; acerqué más mi cuerpo al suyo y besé sus labios, su pecho, sus ojos; todo lo besé, mientras sentía que el estaba en éxtasis, que sus ojos estaban perdidos, que resbalaba saliva de su boca; su rostro tierno y animal era lo más excitante que había visto en mi vida; y en verdad no pude evitarlo, no pude evitar venirme como un dios, eyaculando lo que había guardado durante años de orgías descomunales, tríos extenuantes; años de carnavales de sexo y paraísos de piel y semen; y me vine, me vine, y...
   Desperté. Abrí los ojos. Me sentí momentáneamente solo en la oscuridad. Quise volver a encender las luces. Me sentí desamparado, avergonzado... Y cuando Joel vio mis lágrimas (que como todas las lágrimas, ya sean de felicidad o de dolor, tienen la
misma causa), me abrazó y me dijo:
   -Todo estará bien.
   Pegó su pecho a mi rostro y pasó su mano por mi cabello, de la misma manera en la que los padres tranquilizan a sus hijos después de que estos hayan recién despertado de una pesadilla.

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