domingo, 3 de marzo de 2013

Sofía, Sofía

 
 Voy a resumir mi vida en este cuento. Hay quienes viven vidas hinchadas de anécdotas extraordinarias y vivencias dignas para que las reciba la literatura. La mía apenas merece un puñado de páginas, y aun así me siento suertudo, pues hay vidas que no merecen ni una línea. Mi caso sólo destaca del resto por cierto entramado sobrenatural de mi vida; fuera de esto, la mía sería una de tantas que se apilan en la fosa de cadáveres.
   Mi vida no comienza en mi nacimiento, ni siquiera en mi infancia; los acontecimientos importantes de mi vida se desencadenaron cuando yo tenía veintiún años y mi novia me dijo que si no pronunciaba su nombre cada cinco minutos, moría. Lo dijo con absoluta seriedad, no como quien dice una amenaza cariñosa y tampoco como patética estrategia de novia celosa. Me lo dijo llorando, como si se arrepintiera de la maldición que recién me infectaba; dando a entender que ella no la invocó, sino algún otro u otra. Yo le dije: "¿Qué te pasa, por qué lloras, no es una broma?", y ella me repetía que no y no, juraba y me suplicaba que dijera su nombre: Sofía.
   Yo la amaba. Recuerdo el ardor con que en esos tiempos latía mi corazón, y que no era sangre lo que circulaba por mis venas, sino lava. Amaba sus detalles: sus lentes que nunca lavaba, su hábito de beber hasta la última gota de coca-cola, su costumbre de dormir frente al ventilador encendido y cubierta de tres o cuatro cobijas. Recuerdo lo que debía estar siempre adentro de su bolso: agua embotellada, fotos mías y de sus padres, un perfume, una cuchara y el juguete de un piano de tamaño miniatura. "Me gustaría coleccionar teclas de piano", decía ella, "pero nunca las encuentro solas, siempre están todas juntas en el piano... Es que siempre he tenido un sueño, en que las teclas fuesen independientes del piano, y si las tocas, suenan, sin necesidad de estar sujetas a su Dios". Yo me burlaba de su sueño, ella me mordía y me contaba otro y así hasta el infinito de nuestra intimidad. Ella era escritora; yo leía todo de ella, yo leía hasta sus senos (me encantaba la dulzura con la que estaban hechos) leía sus labios y leía su lengua; yo estaba completamente escrito por ella.
   Por eso, cuando llegó atemorizada y rogándome que repitiera su nombre una y otra vez, me desconcerté en demasía. ¿Acaso su miedo era fruto de algunos de sus locos sueños? ¿Había tenido la premonición de que si no seguía con ella, me moría? No quise contradecirla, aunque nunca dejé de murmurarle: "Sofía, ¡Qué locura!" Pero es que yo estaba tan enamorado (ella era mi piano; yo, una de sus teclas), que accedí a su absurda petición, más que nada porque aquella noche sería la primera vez que dormiríamos juntos en una misma cama solitaria.
   -Trata de dormir pronunciando mi nombre.
   -Es imposible.
   -No puedo dejar que no lo digas.
   -Sofía, Sofía -para demostrarle compromiso a su locura, cada que decía su nombre lo decía dos veces- ¿Cómo quieres que dormido pronuncie tu nombre? Cuando se está dormido, uno olvida hasta su propio nombre.
   -¿Por qué no lo intentas y ya?
   Y entonces cerré los ojos y deseé perder la consciencia mientras aun lanzaba su nombre al viento: Sofía, Sofía. Ya estaba sintiendo más leve mi cuerpo y adentro del oscuro mundo del sueño, cuando de repente sentí un aterrador dolor en mi corazón, sentí la inminencia de la inmovilidad y cómo mi propia sombra se cernía sobre mí para invalidar mi cuerpo. Asustado, grité poseído: "¡Sofía!"
   Desperté. El dolor y el miedo se desvanecieron y me sentí sano y completo. Sofía me abrazó y yo descubrí la validez de sus palabras, la certidumbre de sus locos sueños.  Le reclamé: "¿Cómo voy a volverme a dormir en mi vida?" Ella presurosa me contestó: "Quizás también funcione si lo escuchas cada cinco minutos" y tomó mi celular y me obligó a grabarme diciendo su nombre: Sofía, Sofía... Durante 3 minutos, que era el límite de duración para una grabación en mi celular. "Acuéstate" me dijo, le puso play a mi grabación y la configuró para que esos tres minutos fuesen un bucle interminable, una serie de sofías, cada una con distinta entonación. Yo dormí plácidamente con el tañido de su nombre, pero, ¿qué habrá significado para ella dormir abrazada conmigo, escuchando mi voz repetir sin tiempo ni cansancio: "Sofía, Sofía"?
   Los días posteriores fueron los más fáciles; convencido de que mi amor a Sofía era inagotable, conjuraba su nombre con la felicidad de quien poseía un talismán secreto, un hechizo contra los malestares de la vida. Pronunciar su nombre significaba tenerla siempre en mi mente, dando vueltas, la mayoría de las veces evocando felices y agradables recuerdos. Su nombre columpiaba en mi paladar y no era ningún estorbo; yo siempre les hablaba a mis amigos de Sofía, así que no notaron diferencia alguna. También podía escaparme con la excusa de que podía usar la palabra "sofía" como sinónimo de sabiduría, y quedar entre mis colegas como un apasionado por la filosofía. Eso sí, cuando me subía a un autobús o entraba a un baño público, no tenía escapatoria: decía su nombre como un idiota , como un enamorado catatónico, como un hombre que había olvidado todo sobre el universo excepto a la tal Sofía.
   -Sofía -dije, mientras orinaba en un baño público, en un urinal, a lado de otro hombre.
   -¿Qué? -preguntó él.
   -Sofía -le respondí.
   -¿Sofía?
   -Sí, Sofía -le dije y me fui. El hombre me miró tan desconcertado que jamás en mi vida olvidé su rostro y su mueca de extrañeza, que recordaría toda mi vida. Tampoco sabía en ese momento que este pequeño evento determinaría de manera crucial los últimos días de mi vida.
   En uno de nuestros actos vandálicos de amor, le susurré a Sofía una parodia del comienzo de su novela favorita, "Lolita".
   -Sofía, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. So-fi-a: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. So. Fi. A.
   Yo era tan feliz, pues su nombre y su imagen multiplicados en mi pensamiento me salvaban de mis oscuros deseos; repetir su nombre era una medida de autosabotaje, una táctica para evitar la infidelidad. Estaba atada a ella en el lenguaje, y así fue como vivimos juntos en nuestra casa propia; ella trabajando de secretaria, yo de cajero. Estudiábamos contabilidad sólo para tener un colchón, dónde caer muertos. Nos vengábamos de todos cuando nos acostábamos debajo de las sábanas, mientras yo comenzaba a tener interés en la literatura y le recitaba versos de Heine: "Preciso es que tú hoy al fin me lo confieses, /¿eres acaso tú vano delirio,/ sueño que del cerebro del poeta/ nace en las tardes del ardiente estío?"
   Pero pasaban las estaciones, y de repente percibí cómo nos interesaba menos el ritmo de nuestra vida cotidiana; de repente sentí que introducía más a la fuerza a Sofía a mis comentarios, de repente sentí a mi estómago indigesto por desayunar, comer y cenar Sofía. Yo seguía resistiendo, le pedía que me ayudara a hablar sin mover los labios o enfrentar situaciones cada vez más difíciles, como hablar en público en alguna conferencia de la universidad.
   -Finge que tienes tos y aléjate del micrófono... Velo por el lado bueno: por lo menos no me llamo Gregoria o Jacaranda.
   Comenzaron a empalagarme sus cuentos, comencé a identificar cuáles de sus figuras retóricas eran válidas y cuales eran ripios. Su nombre cada vez iba perdiendo más significado, y se convertía en un simple soplido, en un fonema. Un día la vi mientras se desvestía y pensé: "eres sólo un conjunto de sílabas que independientes pierden significado, como las teclas de un piano". Cuando desnuda se acostó encima de mí, comprendí lo banal que era su estilo, lo mucho que me molestaban sus hábitos (como dormir tapada por cuatro sábanas y encender el ventilador, qué estúpido), su malsana adicción a la coca cola y ¡ay! Sus sueños ridículos, sus sueños insípidos, vanidosos y fatídicos. Mientras la penetraba, comprendí lo triste que era todo, lo triste que era para mis labios sólo decir su nombre, y lo triste que debe ser para ella sólo escucharlo de los míos. Si susurraba su nombre en pleno forcejeo sexual con mis labios pegados a su oreja, era porque ya sabía que era la última vez que los decía de esa manera.
   En la ruptura le reclamé todo: "¡Egoísta! ¿Por qué no eres tú la que repite mi nombre a cada segundo? Me contagiaste de una enfermedad exclusivamente tuya, y te aseguraste de que tú misma fueras la cura!". Tú empezaste a llorar y a reprocharme que en ningún momento me encadenaste, que jamás me aprisionaste en nuestra casa rentada. Entonces le tomé la palabra, cogí una mochila y le puse ropa y objetos personales, y me largué, azotando la puerta. En el camino me puse a llorar con furia y a musitar inevitablemente: Sofía, Sofía.
   Fui a dormir a casa de mi mejor amigo de la universidad(a quien poco después le encargué de favor que recogiera mis demás pertenencias que dejé en el cuartito donde vivía con Sofía, quien lo abandonó rápidamente) y es ahí donde viví durante bastante tiempo. El siempre creyó que repetir su nombre era un síntoma de mi duelo y desamor, pero yo cada vez que lo decía sentía una punzada de ira embravecida. Mi amigo era un hombre seductor, y cada semana llevaba a la casa a dos o tres distintas mujeres; lo envidiaba por ser capaz de decir sus nombres diferentes, como Lucía, Laura, Brenda, Amanda... Yo estaba atascado con una, o quizás, con todas las Sofías del mundo... ¡Ahí está! Sólo debía encariñarme de otra Sofía, pero, ¿cuál de todas las Sofías del mundo podría volver a enamorarme? De preferencia que no sea escritora, ni que tome muy en serio sus sueños; y en cuanto a los extraños hábitos, que mínimo no se vuelvan estúpidos con el tiempo.
   Pero nadie debía conocer mi empresa. ¿Qué diría mi amigo si le dijese que sólo quería hacerme novio de otra Sofía? Cuán patético sonaría, tan anclado al pasado y reacio a abandonar la anterior fuente de mi felicidad.
   Cuando te acostumbras a dormir acompañado y vuelves a dormir solo, los días y las noches adquieren sus características iniciales: ser predecibles y aun así estar indefenso a ellos; la rutina solitaria es implosiva, todo lo que te duele y te desgasta se dirige hacia adentro. Una rutina con pareja es explosiva: tus frustraciones e inquietudes vuelan por todas partes. Ambas rutinas duelen, pero la segunda pesa menos, porque al fin y al cabo, a la hora de irse a la cama, tu mano siempre tiene la posibilidad de sujetarse a otra. Pero, ¿no fue la rutina lo que aniquiló mi relación con Sofía? ¿Es que todas las relaciones están destinadas a perecer, sea cual sea la fuerza de su amor? Quizás nos anticipamos la muerte, quizás la combatimos de manera suicida. Pero, ¿no sigue siendo amor pronunciar su nombre cada cinco minutos para salvar mi vida, a pesar de que sea en contra de mi voluntad?
   Acabé la universidad y conseguí un trabajo fijo: comenzó por fin la etapa de mi vida que yo llamo "resignación": sabes que envejeces, pero no puedes hacer nada, y finges (y todos fingen contigo) que no te importa, que lo importante es que estás "estable". La palabra clave de la edad adulta es la "estabilidad": trabajo estable, pareja estable, casa estable, hijos estables... ¿Pero qué creen? Nada es estable, ni siquiera tu nombre. Me largué de la casa de mi amigo (sobre todo porque él consiguió su estabilidad) y me fui a vivir solo; sin mascotas, porque soy alérgico y perezoso para todas. Despertar, arreglarse, trabajar y regresar a casa: era tanta, demasiada estabilidad, que yo lo único que quería era hacer volar el escritorio de mi oficina (porque trabajaba de contador público en una oficina, ¿y no fue en una donde nació la posmodernidad?) y orinar sobre todos mis documentos, romperlos, morderlos; y cogerme a muchas mujeres, a muchas, a muchas.
   Y lo hice. Todos los fines contrataba a una prostituta (o ni siquiera había necesidad de contratar a alguna, cualquier hombre de mi tiempo conoce lo fácil que es conseguir sexo gratis y anónimo por internet) o invitaba a mi departamento a alguna mujer, y tuve sexo con todas ellas, con las más feas y las más guapas, las más gordas y las más delgadas. Y lo gocé. Siempre antes de comenzar les planteaba:
   -Vamos a jugar a que te llamas Sofía.
   Una que otra me preguntaba por qué, pero la mayoría aceptaba enseguida; ¿qué mejor, en el sexo casual, fingir ser otra persona? Yo era libre de halagarlas e insultarlas, y después de la pausa, decirles Sofía. ¿Qué si era triste? No. Era hermoso. Era hermoso atribuirle aquel nombre a tantas mujeres, "prostituirlo" para poco a poco mitigar el dolor que me causaba la primera. Y es que era una tortura vivir con el sello permanente de su nombre en mi boca y en mi pensamiento...¡Vaya que era un lastre arrastrarlo a donde quiera que se dirigían mis ideas, aquel granizo de Sofías que caía sobre mi cabeza, odiosa muletilla, dolor de cabeza, pesado latido de mi pensamiento! ¡Lo que anteriormente era un caramelo paseándose por mi boca, ahora era una úlcera en mi lengua! Todo aquel repertorio de Sofías era como un estante de medicamentos para calmar mi dolor y mis nervios; y pronto, felizmente entendí que Sofía no tenía por qué ser un nombre o tener significado; era una palabra más, que podía designarse a cualquier cosa, como envase vacío donde cabía cualquier líquido.
   La maldición de pronunciar Sofía pasó a ser un trámite para seguir existiendo, como el respiro, como el parpadeo; ya de manera involuntaria lo hacía. Pasé una larga temporada con esa vida de contador responsable que de vez en cuando se reservaba el placer de quitarse la corbata y volverse animal frente a una mujer desnuda, e incluso llegué a sentirme satisfecho con mi dosis semanal de Sofías...pero, ¿qué tan inocente fui al pensar que la felicidad no es mutable? ¿Y a qué se le puede llamar felicidad? ¿A las pequeñas sorpresas, o al clímax alcanzado por conquistar las ambiciones grandes? Nada, no sabía nada ya, y toda esa ignorancia comenzó cuando entró a mi casa una de tantas Sofías, que de inmediato se rebeló y declinó mi oferta de cambiar de nombre (y de ego, y de vida) y desde un inicio determinó su ideología:
   -Yo me llamo Valentina.
   Llegó como los conquistadores llegan a tierras desconocidas: tanteó el horizonte, lo reconoció, invadió e instauró un nuevo régimen, imponiéndose sobre lo que ya habitaba ahí. Y lo que residía ahí era una "resignación" que vivía a base de "sofías", una "estabilidad" que estaba en la agonía.
Valentina era una chica menuda, bajita, rostro de niña hiperactiva; emocionalmente era una bomba a punto de estallar. No tuvimos tiempo para tener sexo aquel día, porque se la pasó hablando de sí misma, contándome anécdotas divertidas y curiosidades sobre ella. Se preocupó mucho por enamorarme, casi parecía que yo la había contratado sólo para eso. Yo casi ni hablaba, entre que la escuchaba y me preguntaba: "¿Y a qué vino esta mujer a mi casa?".
   Me contó que era fotógrafa profesional y también era periodista, de las que trabajan en periódicos y revistas que nadie conocía, ¿pero qué importa? Al revés de Sofía, ella no salpicaba su ego sobre su arte, sino que se limitaba a capturar la realidad tal cual, sin filtros ni adornos. Eso era lo que yo necesitaba, alguien que me hiciera ver la realidad así, sin complejos. Cuando le dije que yo necesitaba pronunciar el nombre de Sofía, y si no lo hacía cada cinco minutos, me moría, creyó que era una broma y se rio. Cuando notó que yo, en efecto, decía Sofía en medio de mis frases, pensó que aun alargaba la broma. Después ya no me preguntó nada, porque mi rareza se comparaba a las suyas: tener el tic de sacarse la lengua, comerse su propio cabello, reírse de todo, tomar fotos con su celular a cualquier cosa ("Si yo no le tomo fotos a algo cada cinco minutos, me muero" se burlaba) y a veces hablar cantando, como si estuviese en un musical. Yo, que era serio, taciturno, pensador y ególatra, era su antítesis. Pero cuando después volvió a visitarme (no sé por qué razón), descubrí que yo tenía algo de ella oculto en mí, y ella algo mío escondido en su ser. Es sólo una teoría, claro, porque el amor súbito que yo sentía por ella era capaz de deformar mi visión. Íbamos al cine todos los fines de semana; yo abandoné mi hábito de invitar Sofías a mi departamento y ella dominó por completo mis ratos libres: llamadas telefónicas, conversaciones por internet... ¿Por qué me frecuentaba ella? ¿En qué consistía mi atractivo? ¿En mi resignada soledad, en que yo representaba todo lo que ella no? Fue tan imprevista su llegada, como el relámpago en un cielo despejado y azul.
   -¿Quién es esa tal Sofía? -me preguntó por teléfono un día.
   -Es... Es una chica.
   -Me choca que la nombres cuando hablemos.
   -Pero...yo sé que nunca me creerás, perdóname. Es como una enfermedad.
   -O mejor dicho una adicción.
   -No, de verdad que no. Tengo años que no sé nada de ella.
   -Me enoja, me enoja mucho.
   -A mí me duele -dije y rompí a llorar.
   ¿Por qué no era una enfermedad intercambiable? Una en que consista la imposibilidad de vivir sin pronunciar el nombre de cualquier mujer: Alicia, Dulcinea, Dolores, Sabina... Nombres hermosos, literarios, con tanto significado, ¿quién podría escribir el libro de una tal Sofía? Muchos, y a la vez nadie.
¿Cómo podré amar de ahora en adelante? ¿Cómo podré besar con mis labios envenenados de Sofía? No hay día en que no piense en ella, no porque la extrañe, sino porque la pienso de la misma manera con la que uno piensa los asuntos generales: el amor, la muerte, mamá y papá, la insignificancia de la vida... Pero yo quería (necesitaba) que Valentina ocupase su lugar, quería amarla con la misma devoción, y es que, ¿por qué no era aquella nueva devoción mi cura? ¿Acaso no podía sustituir a Sofía con Valentina? ¿Pronunciar el nombre de mi chica menuda o hiperactiva?
   Lo intenté. No pude. Me desmayé y por poco moría. Grité Sofía con la desesperada ansia de volver a ver a Valentina. La relación entre ella y yo por poco acaba, si no fuese porque un día le di un susto a propósito:
   -Quiero que veas como no puedo vivir sin pronunciar Sofía -le entregué mi reloj y esperamos juntos. Nos sentamos frente a frente. Ella fruncía el ceño y a veces se le escapaba una risa.
   Me entró miedo. De la nada, sentí que me ahogaba y vomité sangre; mis ojos se tiñeron de sangre también y sentí el irrefrenable deseo de que mis venas estallaran. Sólo sobreviví tras susurrar:
   -Sofía... -y me desmayé.
   Cuando desperté, estaba en la cama de un hospital. ¿El diagnóstico del doctor? Estrés inducido por exceso de trabajo.
   Cuando dejaron entrar a Valentina para que me viera, ella corrió a mis brazos y rompió a llorar. Yo le acaricié su cabello (largo en proporción con su cuerpo) y me prometió jamás burlarse de nuevo de mi enfermedad.
   Aprovechó también para desenmascararse y confesarme que ella también amó "con fuego en el alma y lava en las venas" a un hombre llamado Nicolás y que ella, sin necesidad de estar enferma, decía su nombre cada que podía, como un amuleto para la buena suerte. Hasta que él llegó un día para decirle que nunca la amó, y:
   -No eres bonita, Valentina.
   Ella, desamparada y aun enferma de amor, comenzó a suplicarlo como los pordioseros piden limosna: a cualquiera, ya sea pobre, rico, feo, guapo... "Todos eran hombres iguales para mí, ¿por qué no quererlos?", y emprendió una búsqueda sin objetivo. Después, al igual que yo, se vio envuelta en los brazos descubiertos de muchos hombres, cubierta por las sábanas de muchas camas diferentes; ya ni le preocupaba por conseguir amor, sólo con que la tocaran, que la hicieran sentir bien, sólo eso.
   Sólo necesité dar un paso afuera del hospital para convencer a Valentina de que viviera conmigo. Lo primero que hice al meterla a mi departamento fue lanzarla a mi cama y desnudarla; y al ritmo de mis "Sofía, Sofía" le besé sus labios de niña, sus orejas frías y su cuerpo caliente, "ay, Sofía" y besé todo su cuerpo, hasta su sombra, y me encariñé de sus pies, "Sofía aquí y Sofía allá", y me embriagué de todo su maldito cuerpo... Me enfurecí, quise confundir mi piel con su piel, y fue entonces cuando entré a su sexo y gimoteé:
   -Sofía...
   Mordí todo el azúcar de sus huesos, empapamos mi cama con nuestros sudores y lloré:
   -Sofía
   Ella lloraba, yo le daba permiso de recordar a Nicolás, ¿acaso creería que me dolería? Ella sólo se hundió más en mí; y al final, cuando ya nada más podía hacerse, cuando en verdad sentimos que habíamos vertido todo el uno sobre el otro, yo susurré:
   -Sofía
   Así fueron todos nuestros venideros días; claro, ella tenía que soportar que sólo podía dormir con el arrullo de mi propia voz en mi celular, repitiendo: "Sofía, Sofía". Todos los años siguientes de mi vida eran también la misma rutina: despertar, arreglarse, irse a trabajar, regresar a casa... Ahora con el añadido de los besos suplicantes de Valentina y su sexo avasallador. ¿Era esto la vida cotidiana? ¿Todo lo que aspiraba la humanidad? Está bien. Lo acepto.
   Cuando menos me di cuenta, ya era viejo. Dejamos aquel departamento, nos fuimos a una casa más espaciosa, tuvimos hijos (patéticamente llamados Sofía y Nicolás) y yo ascendí de puesto, me volví jefe; Valentina se volvió periodista profesional, y nos observamos envejecer juntos. ¿Qué más quería? Esto era la vida. Sin embargo, un día, un puto día que no tenía nada de especial, explotó todo.
Estábamos Valentina y yo (ella de cuarenta y ocho años, yo de cincuenta) en una tienda de regalos, souvenirs y curiosidades... Teníamos la intención de comprarle un regalo a la madrina de nuestro hijo Nicolás pues tendría su segundo bebé. Mientras veíamos un escaparate de esculturas pequeñas o minúsculas, mientras Valentina platicaba animada sobre las excelentes calificaciones de Sofía en la secundaria, un objeto minúsculo robó mi mirada, y dentro de mí desató una erupción volcánica, impaciente por explotar.
   Era el juguete de un piano, de tamaño miniatura. "Me gustaría coleccionar teclas de piano", decía ella, "pero nunca las encuentro solas, siempre están todas juntas en el piano... Es que siempre he tenido un sueño, en que las teclas fuesen independientes del piano, y si las tocas, suenan, sin necesidad de estar sujetas a su Dios". Recordaba la frase, palabra por palabra, y la recordaba con su voz soñadora.
   -Sofía -respiré.
   -Ay sí, también deberíamos regalarle algo -respondió Vale.
   Todas las semanas posteriores las viví como el autómata que siempre fui. Revisaba los diarios de las cuentas de los contadores que trabajaban para mí, verificaba los reportes, los activos y pasivos de varias empresas... Pero una palabra en mi cabeza absorbía a todas las demás: Sofía. ¿Qué había sido de ella?
   Mi pregunta se respondió antes de lo que yo quería. Escribí su nombre completo en Google y descubrí que era profesora de literatura, y que sobre todo, era escritora. Entonces, ¿no eran ripios lo que ella acumulaba? ¿De verdad eran literatura? Mi enfermedad se agravió. Comencé a revalorizar todo lo que yo viví con ella: los sueños, las mordidas, las desveladas viendo películas bobas... Hacía sumas acompañado por la música de mis labios (que ya se movían solos): Sofía, que volviste a tener significado... En internet, había imágenes de ella, y no pude evitar verlas.
   Pero, ¿quién era ella? Esa es una mujer. Sofía era sólo una palabra, un soplido, un fonema. Ella era un corazón, una mirada, algo más que un simple nombre que he repetido cada cinco minutos a lo largo de treinta años.
   Mientras le hacía el amor a Valentina, cuando me tocaba susurrar "Sofía", esta vez lo hacía con la consciencia de que si pensaba en ella, quizás ya no en la Sofía que alguna vez me enloqueció y me hizo vivir junto con ella, pero en una nueva y misteriosa Sofía; ¿quién es la mujer por la que he estado llamando (como si la buscara) durante treinta años? Mi esposa notó el cambio, me preguntó si me tenía harto mi trabajo, si quería vacaciones, o una segunda luna de miel. Nada, le dije, no quería nada, nunca he querido nada, ¿alguna vez he ambicionado algo? ¿Alguien, cualquier otra persona, ambiciona otra cosa aparte de amor?
Investigué todo sobre ella. Vivía en México, estaba casada y con hijos, por poco moría en un accidente automovilístico. Necesitaba verla, necesitaba saber que había hecho lo correcto, que era una perdedora e hice bien de largarme de aquella casa la noche en la que no pude más con la rutina... Y que sin embargo, era la misma rutina que he vivido con Valentina (la misma rutina que hubiese vivido con cualquier mujer).
Fui a la universidad en la que ella daba clases. Caminé entre los estudiantes, por los pasillos, pregunté por ella y me señalaron tal salón. Fui a ese salón... Y la vi, en plena clase sobre el romanticismo.
¿Quién era esa mujer? Sólo la reconocí porque había una coca cola en su escritorio y sus lentes estaban sucios, muy sucios. Aparte de eso, era una mujer madura, de cabello castaño, ondulado, dientes perfectos y cuerpo ni obeso ni delgado. ¿Esta era la tal Sofía? ¿Tanto alboroto por esta mujer involuntaria, esta profesora, esta escritora? Hay mujeres más impresionantes que pasaron desapercibido. Pero ella era mi Sofía, la Sofía que selló mis labios, que se aseguró de que jamás olvidara su nombre, e hizo de su nombre un poema, un reinado, una vida.
   Me senté en el suelo, a un lado del umbral del salón, esperando a que acabara la clase. Cuando la clase terminó, los alumnos salieron al unísono del salón, dejando a Sofía sola. Sin ninguna pena, entré al salón y ella me observó.
   Creo que me reconoció enseguida, porque me sonrió. Pronunció mi nombre, me abrazó, me preguntó que cómo había estado... lo habitual. No me había guardado ningún rencor por gritarle aquella noche, por largarme de casa. Yo le sonreí jovial, y cada quien presumió su vida: nuestros hijos, nuestras parejas, nuestro trabajo. Platicamos durante dos horas, e incluso faltó a dar una clase por mí. Pero jamás recordó mi enfermedad, mi incapacidad de decir otro nombre femenino que no fuese Sofía, a pesar de que entre dientes siempre lo musitaba, como un tosido involuntario. Me hablaba como si yo fuese un amigo de la universidad, un novio pasajero, un agradable compañero de cuarto. Me invitó a su casa. Yo, completamente intrigado, acepté.
   Le dije a Valentina que tenía una junta extraordinaria con los gerentes de una empresa. A las siete de la noche yo salí de mi casa para dirigirme a la de ella; resultó que vivía muy cerca. Me vestí bien, me peiné, nunca me había visto mejor. Observé, mientras conducía, mis canas y mis arrugas reflejadas en el espejo retrovisor.
   Su casa era enorme, de tres pisos, en una zona residencial. Toqué la puerta. Pronto, una niña de diez años me abrió. Gritó: "¡Mamá!" y en lo que ella desapareció, pude ver lo lujoso de aquella sala, la elegancia de los sofás, de la alfombra, de la pantalla plana. Llegó Sofía y me dijo: "¡Pasa, pasa!"
Tuvimos una conversación de trámites: "¿Llegaste bien, cómo está tu esposa, por qué no la invitaste?" (a esto último no respondí). De repente, llegó un hombre delgado, canoso, con una boina sobre su cabeza; viejo pero feliz.
   -Mira, te presento a mi esposo -dijo Sofía-; Ángel, te presento a...
   Conque mi sustituto se llama Ángel, y... Su rostro me era excesivamente familiar, ¿dónde lo había visto antes? Tuve el impulso de preguntarle: "Ángel, cuéntame: ¿tú también tienes que decir el nombre de tu esposa cada cinco minutos, o si no, te mueres?"
   -¡Ay! -exclamó Sofía, recordando algo súbitamente- Permítanme, es que se me quema la cena, señores.
   -Ay Sofía, Sofía -dije con cariñoso reproche. Observé a Ángel y me miró con desconcierto... Y entonces la verdad golpeó mi cabeza, el recuerdo volvió a mí, y me hizo tambalear del miedo.
   Ángel era el hombre con el que alguna vez oriné a su lado en un baño público.
   -Sofía.
   -¿Qué?
   -Sofía
   -¿Sofía?
   -Sí, Sofía.
   ¿La vida es tan simple y el mundo tan pequeño para permitirse estas coincidencias? Jamás olvide su rostro, porque su mirada desconcertada siempre la asocié a la vergüenza. ¿Se acordará él de mí? Pero claro que sí. Yo en su vida soy un profeta. Le di el nombre del amor de su vida, de su futura esposa; le di la contraseña para conseguir las respuestas a los misterios de su vida. So-fi-a.
   La cena pasó sin pena ni gloria. Ni él ni yo mencionó algo al respecto. Descubrí que Ángel también era escritor, y estaba interesado en contratar a un nuevo contador, así que le pedí su correo electrónico para futuras negociaciones. Descubrí que Sofía no era ninguna perdedora, que aun tiene sueños disparatados ("Ayer soñé que me abrazaba un gato"), y siempre, como un amigo fuese, la suspiraba: "ay Sofía, Sofía".
Cuando acabó la cena, me dijo: "ven, te quiero enseñar algo". Me llevó a su habitación, mientras su esposo lavaba los platos. Me enseñó su ropero, y abrió uno de los cajones. Adentro de aquel cajón estaban teclas de piano, sueltas; y eran casi irreconocibles, parecían simples tablillas blancas o negras, relucientes.
   -Lo lograste, Sofía -murmuré.
   -Tuve que romper un piano para lograrlo, jaja...
   -¿Y no suenan?
   -Sé cómo sonarían, con eso me basta. Ten, te regalo una.
   -Gracias...gracias, Sofía
   Jamás mencionaste mi condición de pronunciar tu nombre para evitar mi muerte. ¿Es que no recuerdas mi enfermedad? ¿O jamás existió? ¿Es que todo fue un invento mío, como medida de autosabotaje? Cuando estaba de nuevo conduciendo mi auto, me vi en el espejo retrovisor y me vi llorando. ¿Qué pasa? ¿Había desperdiciado mi vida? Quise estrellarme con algún árbol o con otro auto, y despertar... Pensé en mis hijos; Nicolás, un Nicolás que si amaría a Valentina, y la pequeña Sofía que si me amaría. ¿Nos juntamos Valentina y yo sólo porque nos resignamos a aceptar que jamás seriamos correspondidos por el amor de nuestras vidas? Yo me desahogo diciendo el nombre de ella cuando me cojo a Valentina, ¡y sé muy bien que ella quiere llorar el de Nicolás en su orgasmo! Estábamos juntos por compartir la misma tristeza, la misma ambición fallida (la única en nuestras vidas) y que probablemente heredemos a nuestros hijos, porque ellos, al igual que sus padres, no sabrán amar y mucho menos amarse a sí mismos.
   No choqué con ningún árbol y con ningún otro auto. Me resigné, como todos los hombres. A mí no me engañan, todos están en mi situación, sólo que yo soy obvio, mi "maldición" es a simple vista: pero todos estamos malditos.
   Retornaron a mí las ambiciones juveniles: no desaparecer entre la masa. Me pregunté: ¿Y si yo también me vuelvo escritor? Para eso, tuve que volverme primero lector y leí todo lo que alguna vez vi leer a Sofía cuando vivíamos juntos: a Kundera, a Dostoievski, a Murakami. Me puse de mal humor con mi esposa y con mis hijos, y ellos me notaron extraño. Ellos eran tan sólo consecuencias de la cobardía de una noche, cuando escapé de la casa que yo compartí con Sofía, para no volver jamás.
   Comencé a escribir, hace tan sólo tres meses. Escribía estupideces, como todos los que empiezan a escribir por su voluntad. Fue también en esas fechas cuando empecé a sentir la necesidad de pronunciar más frecuentemente el nombre de Sofía, ya no cada cinco minutos, sino cada cuatro, y luego cada tres, cada dos... Antes por lo menos me dejaba trabajar, pero ya no: renuncié a mi trabajo, ya no podía dar conferencias o hacer presentaciones. Esto pasó hace dos meses.
   Como yo era la fuente principal de dinero en la familia, Valentina me lo reprochó todo. Primero, que por qué deje el trabajo, por qué me volví escritor. Dejó en suspenso su cólera por unos días, pero luego explotó, tal y como yo lo hice treinta años atrás: "¿Crees que no me he percatado que ahora dices más su nombre? Sé que la amas, nunca has dejado de amarla; ¿te parece que ha sido fácil besarte, abrazarte... chupártela, mientras tú suspirabas una y otra vez: Sofía, Sofía? ¡Hijo de puta, te odio, jamás me has amado, nadie me ha amado nunca!". Lo gritó con toda su sangre; tomó de la mano a nuestros hijos y se fue, no sin antes azotar la puerta.
   Me había quedado solo de nuevo; eso pasó hace sólo un mes. Sin trabajo, sin rutina sentimental y familiar, ¿qué podía hacer? Ya ni mujeres podía invitar a mi casa para cogérmelas, porque mi verborrea de Sofías a cada minuto me lo impedía; sólo podía masturbarme. Me volví un animal, lo único que me hacía humano era escribir.
   Y comencé a escribir como loco, le escribí cartas a Sofía que jamás le enviaré, cartas a mis hijos, a mis padres que siempre menosprecié por abandonarlos tan joven... Y entonces pensé: "¿Y si le escribo una carta a Ángel? No, mejor aún, un cuento donde relate mi vida, la vida del hombre que profetizó el nombre de su amada".
   Éste es el cuento, Ángel. No quise decírtelo desde el principio del cuento, porque sabía que te daría miedo y no hubieses querido leerlo. Quise intrigarte, quise que te dieras cuenta poco a poco que era mi historia, pero no que estaba especialmente escrita para ti. Ahora que estás leyendo esto y te está entrando el miedo, no dejes de leerlo, te lo suplico. ¿No te emocionó ver en tu bandeja de correo electrónico un correo mío? Seguro sí, porque jamás dejaste de mirarme en aquella cena, y sé que escuchabas muy atentamente mis murmullos: "Sofía, Sofía, Sofía".
   ¿Recuerdas que te pedí tu correo electrónico por que querías contratar un contador? Quizás yo anticipé que lo necesitaría para esto... Probablemente cuando leas esto, ya te habrás enterado de que yo estoy muerto. ¿Podrías culparme? Desde que comencé a escribir esto he estado diciendo "Sofía" no cada minuto, sino cada diez o quince segundos, ¿te imaginas eso? Yo ya quería morirme, pero sólo prolongué mi vida para acabar de escribir esto.
   Esto no es ningún reproche. Escribo esto para que por lo menos uno de los dos obtenga respuestas. Yo jamás conseguiré las mías. Estoy acostado, cubierto con cuatro sábanas y un ventilador encendido frente a mí y ahora acarició la tecla que me regaló Sofía. Siento la necesidad ya no sólo de pronunciar su nombre, sino de escribirlo: Sofía, si no te escribo, me muero; Sofía, ¿cuántos aparte de mí estarán escribiendo o pronunciando tu nombre? Sofía mía, ¿es que yo alguna vez tuve un nombre? Ay Sofía que persigues a mi prosa Y a mis versos, ay Sofía mía, Sofía, SOFÍA, So-fi-a. Sofía, dime, ¿lo estoy escribiendo correcto? Sofía, viví la vida de todos los hombres, ¿me darías crédito por ello? Ay Sofía, al menos me das el consuelo de conocer mis últimas palabras, ay muerte mía:
-Sofía...

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