jueves, 9 de octubre de 2014

El muchacho ebrio.

No he podido subir entradas completas como tal, al menos como me gustaría, debido a una pequeña cosita llamada universidad (y sobre todo una pequeña materia llamada Literatura Europea Moderna); y bueno, ahí está esperándome una entrada sobre Lost en su décimo aniversario y varias otras que tengo en mente.
         Sin embargo, me quise detener un momento para respirar y compartir uno de mis poemas favoritos. La Muchacha Ebria de Efraín Huerta. Pero, con una ligera modificación: cambiaré el género femenino al masculino, ¿por qué? Los poemas no son sagrados, cuando uno es lector casual tiene todo el derecho de modificarlos, recortarlos o violarlos según sus intereses; el que diga lo contrario es un snob. Claro que se debe respetar la obra original del autor, sobre todo cuando los estudiamos y analizamos propiamente; pero el lector casual no tiene porque ser tan cauteloso; es más, se debe aprender a perderle el respeto al texto, ¿por qué insisten en tratar a los textos con cierto temor reverencial? Nel, si los escritores mismos se burlan o ni saben lo que hacen.

Retrato hablado de un escritor.


         Por eso me tomo la licencia de agarrar este poema para transformarlo a mi antojo; porque el poema, una vez publicado, pertenece más al lector que al autor; y estoy seguro que los poemas son para eso, para sentirlos de manera individual, para cambiarlos, para destruirlos, para violarlos, para darles toda toda tu ternura, ajaaa....
          Es obvio porque cambio el género. Me recuerda a cierta persona en especial, pero si me pongo a pensar, me recuerda a muchas personas; incluso a mí mismo.

EL MUCHACHO EBRIO

Este lánguido caer en brazos de un desconocido,
esta brutal tarea de pisotear mariposas y sombras y cadáveres;
este pensarse árbol, botella o chorro de alcohol,
huella de pie dormido, navaja verde o negra;
este instante durísimo en que un muchacho grita,
gesticula y sueña por una virtud que nunca fue la suya.
Todo esto no es sino la noche,
sino la noche grávida de sangre y leche,
de niños que se asfixian,
de mujeres carbonizadas
y varones morenos de soledad
y misterioso, sofocante desgaste.
Sino la noche del muchacho ebrio
cuyos gritos de rabia y melancolía
me hirieron como el llanto purísimo,
como las náuseas y el rencor,
como el abandono y la voz de las mendigas.

Lo triste es este llanto, amigos, hecho de vidrio molido
y fúnebres gardenias despedazadas en el umbral de las cantinas,
llanto y sudor molidos, en que hombres desnudos, con sólo negra barba
y feas manos de miel se bañan sin angustia, sin tristeza:
llanto ebrio, lágrimas de claveles, de tabernas enmohecidas,
del muchacho que se embriaga sin tedio ni pesadumbre,
del muchacho que una noche —y era una santa noche—
me entregara su corazón derretido,
sus manos de agua caliente, césped, seda,
sus pensamientos tan parecidos a pájaros muertos,
sus torpes arrebatos de ternura,
su boca que sabía a taza mordida por dientes de borrachos,
su pecho suave como una mejilla con fiebre,
y sus brazos y piernas con tatuajes,
y su naciente tuberculosis,
y su dormido sexo de orquídea martirizada.

Ah el muchacho ebrio, el muchacho del sonreír estúpido
y la generosidad en la punta de los dedos,
el muchacho de la confiada, inefable ternura para un hombre,
como yo, escapado apenas de la violencia amorosa.
Este tierno recuerdo siempre será una lámpara frente a mis ojos,
una fecha sangrienta y abatida.


¡Por el muchacho ebrio, amigos míos!


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